Los últimos nihilistas: una lectura generacional de la crisis universitaria

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Una institución peculiar enmarca en México las cuatro palabras de sonoras erres —reforma, revuelta, rebelión y revolución— que han caracterizado a los movimientos estudiantiles en el mundo: la Universidad Nacional Autónoma de México.
A pesar de su clausura durante buena parte del siglo xix, la Universidad fue hija de la tradición, heredera de la Universidad Real y Pontificia creada en 1553. Cuando se restableció, en mayo de 1910, tenía 1969 alumnos: estudiantes de preparatoria, medicina, jurisprudencia, ingeniería, arquitectura y un área humanística: Altos Estudios.  Desde un principio, se concibió como una república platónica que de modo natural debía inducir en México la "sofocracia", el gobierno de los sabios. Por momentos, esta imagen ha correspondido a la realidad —con resultados ambiguos— pero, como ocurre con los platónicos de todos los tiempos, ha distorsionado también la comprensión de los universitarios sobre sí mismos y la institución en la que viven.
     Hay muchas formas de aproximarse a la historia político-estudiantil de la Universidad. Una de ellas es la teoría de las generaciones de Ortega y Gasset. Como se sabe, Ortega pensaba que en términos de sociología del saber, el ciclo vital de las generaciones dura sesenta años y se divide en cuatro generaciones separadas quince años una de otra: la que inventa y funda un nuevo orden, la que lo consolida e institucionaliza, la que lo critica y, finalmente, la que rompe con él. Este esquema es particularmente útil para el análisis de la cultura mexicana desde el siglo xix porque ésta ha tenido rasgos "familiares" de continuidad, aislamiento y centralización muy distintos a los procesos abiertos que se han dado en países anglosajones. En esa genealogía, la Universidad ha sido un tronco fundamental cuyas intrincadas ramificaciones llegan hasta nuestros días.
     En su fundación confluyeron dos generaciones anteriores a la era reconstructiva de la Revolución Mexicana: Justo Sierra —artífice de la consolidación porfiriana— y el Ateneo de la Juventud, que en el plano intelectual representó la generación de ruptura. Reivindicada y acosada por las facciones revolucionarias, la Universidad sobrevivió con dificultad hasta que en los años veinte una nueva convergencia generacional (Vasconcelos y los jóvenes de la Generación de 1915) imprimió en el ideal sofocrático una misión redentora: "Por mi raza hablará el espíritu".1 A partir de entonces, la Universidad fue labrando para sí un prestigio no sólo académico sino mítico, muy distinto al de sus homólogas en el mundo hispano o sajón. A diferencia de otros países, en México el saber —igual que el poder— parecía destinado a ser uno e indivisible.
     Con el paso de Vasconcelos a la Secretaría de Educación Pública (1921), la Universidad quedó en manos de la Generación de 1915, la primera del ciclo de reconstrucción "revolucionaria", nacida entre 1890 y 1905. También conocidos como la Generación de los Siete Sabios —en realidad eran mucho más que siete—, estos jóvenes crearon el nuevo edificio institucional de México. La Universidad fue uno de sus principales campos de acción. Manuel Gómez Morín, tal vez su epígono mayor, fue director de la Escuela de Leyes en 1924 e introdujo en ella, por primera vez, los estudios sociales. Desde 1929 y sobre todo en la década siguiente, los científicos y humanistas de esta generación fundaron los primeros institutos de investigación, entre otros el de Física (Sandoval Vallarta), Sociales (Mendieta y Núñez), Estéticas (Manuel Toussaint), Historia (Martínez del Río), Escuela de Economía (Cosío Villegas y Silva Herzog). Habiendo estudiado enmedio del tiroteo revolucionario, los hombres del 1915 eran reformistas por temple y naturaleza.
     La inquieta generación universitaria que los siguió (nacida entre 1905 y 1920) fue revoltosa y rebelde, no revolucionaria. En 1929 los estudiantes se levantaron contra un sector de la Generación del 1915 representado por Narciso Bassols, severo director de la Escuela de Leyes que tenía una postura crítica con respecto a la Universidad: la consideraba demasiado elitista, despegada de las necesidades reales del país. Los jóvenes pidieron su renuncia. En cierto momento, unos energúmenos —los ha habido en todos los tiempos— encerraron en un cuarto al secretario de la Universidad, Daniel Cosío Villegas, amenazando con tirarlo por la ventana, y finalmente tumbaron al rector Antonio Castro Leal ("Ya se cayó el arbolito, donde dormía Castro Leal, / ahora dormirá en el suelo como cualquier animal"). Al poco tiempo, el presidente Portes Gil otorgó la autonomía. A fines de ese mismo año, esa generación —llamada del 29— fue la protagonista estelar del vasconcelismo. Integrada en su origen por oradores combativos, su primer epígono fue el gran líder Alejandro Gómez Arias, que en 1942 fundaría Radio Universidad. A partir de los años cuarenta, la generación dio al país grandes juristas, arquitectos, científicos e historiadores: profesiones de estructuración.
     A lo largo de la década de los treinta la Universidad fue una isla de independencia frente a un Estado con tentaciones totalitarias. Durante el rectorado de Manuel Gómez Morín (octubre de 1933 a octubre de 1934) los universitarios lucharon por consolidar el carácter nacional y autónomo de su institución ante los gobiernos de Calles y Cárdenas, cuyo propósito permanente fue subordinarla e imponer en las aulas los dogmas antirreligiosos y socialistas en boga. Bien vista, aquélla fue una guerra civil dentro de la Generación de 1915, una querella entre el liberalismo clásico (que algunos consideraban conservador o reaccionario) y el marxismo. El primero, representado por el rector Gómez Morín; el segundo, por el jacobino ministro de Educación, Narciso Bassols, y el ideólogo de la educación socialista, Vicente Lombardo Toledano. Ambos, Bassols y Lombardo, actuaban en consonancia con el poder: si en su famoso "Grito de Guadalajara" de 1933 Calles proclamaba la necesidad de apoderarse de la conciencia infantil, Cárdenas, en su gira presidencial de 1934, apuntaba: "la educación superior […] debe abandonar sus orientaciones a favor de las profesiones liberales [cuyos exponentes,] ligados a la burguesía, no son sino materia prima para la formación de clases parasitarias". En ese año, el Estado abandonó a la Universidad a su suerte: revirtió el decreto de autonomía, le cedió sus edificios más una pequeña suma a manera de finiquito y esperó el desenlace. La cohesión interna entre maestros y alumnos, una inteligente defensa de la libertad de cátedra (llevada a cabo sobre todo por Antonio Caso) y el valeroso liderazgo de Gómez Morín, salvaron el trance y conquistaron para la UNAM una legitimidad histórica definitiva. Siguieron años de altibajos en la relación con el gobierno, pero la creación en 1937 del Instituto Politécnico Nacional disminuyó la presión sobre la UNAM hasta hacerla manejable. A regañadientes, el gobierno había entendido que para construir la enseñanza técnica superior no había por qué erradicar las profesiones liberales ni coartar el libre ejercicio de la cátedra y la investigación.
     En su mayoría, el estudiantado universitario era visto por el gobierno como vocero de "la reacción". Aunque la filiación católica de algunos derivó en ocasiones hacia una militancia con tintes fascistas, lo cierto es que tanto los batallones estudiantiles de Vasconcelos como los jóvenes que en 1933-34 cerraron filas con Gómez Morín se concebían a sí mismos como herederos de la verdadera revolución, no la demagógica y corrompida de los generales revolucionarios, ni siquiera la de los promotores de una educación socialista que, en palabras de Jorge Cuesta, pretendían introducir una "nueva política clerical". En el fondo, aquel estudiantado era reformista. Sus facciones podían tener ideas divergentes sobre los problemas de México y sus vías de solución, pero en los hechos reivindicaban a la universidad liberal.
     En 1945 se cerró una primera etapa. En la UNAM gobernaba uno de los "Siete Sabios", Alfonso Caso. Bajo su rectorado se expidió la Ley Orgánica de la Universidad. Al año siguiente, con el arribo de Miguel Alemán, el viejo proyecto sofocrático se volvía realidad. Las generaciones de 1915 y 1929 se hermanaban bajo el águila universitaria. El poder no combatiría más al saber, el saber no criticaría más al poder: con el retiro voluntario de los militares, los universitarios tomaban pacíficamente el poder. Y como emblema de reconocimiento y convergencia, en un gesto de paz definitivo, Alemán dotó a ese "Estado" platónico y paralelo de un territorio propio, la Ciudad Universitaria, donde los licenciados estudiaban para ser —como él, universitario por antonomasia— presidentes de la República.2 n
En 1952, cuando se inauguraron los primeros edificios de la Ciudad Universitaria, la Universidad tenía poco más de 20 mil estudiantes. Eran privilegiados, lo sabían y aprovechaban: la UNAM era el gran trampolín para saltar a las secretarías, dependencias o empresas de la otra república, la de verdad. Como era de esperarse, a lo largo de esa década apacible decayó la efervescencia política. Los movimientos sindicales que hacia el fin de la década conmovieron al país tuvieron cierto eco en la institución pero, en general, su vida cotidiana transcurría de manera tranquila. Fueron, a no dudarlo, los años dorados del humanismo liberal universitario. Hasta sus mitos se habían diluido: la UNAM no monopolizaba el saber humanístico del país (para entonces se habían consolidado El Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica y varias otras empresas editoriales y periodísticas) y luchaba sanamente por superarse: fortaleció a sus institutos científicos, creó a los profesores investigadores de carrera, enriqueció su catálogo de publicaciones (las maravillosas colecciones de clásicos, la Biblioteca del Estudiante Universitario, la Revista de la Universidad), su oferta artística (la Casa del Lago, Radio Universidad, la antigua Escuela de San Carlos, la Filarmónica de la UNAM) y, en general, su labor de enseñanza, difusión cultural e investigación científica. Como la Ciudad de México, la universitaria tenía una escala humana: los alumnos de una facultad podían conocerse por nombre. Hasta las costumbres iniciáticas de la UNAM —las famosas "perradas"— y la inocente rivalidad deportiva entre el Politécnico y la Universidad eran símbolos de una época rosa. La revolución —tanto la mexicana como la mundial— parecía un vestigio de la historia.
     En las aulas universitarias de los años cincuenta estudiaba la tercera generación del ciclo, nacida entre 1920 y 1935: la llamada Generación de Medio Siglo. Su horizonte era cosmopolita, su temple irreverente. En la Universidad, daría grandes escritores, filósofos, demógrafos, historiadores, economistas y sociólogos: profesiones de rebelión artística y actitud crítica. Las escuelas del ala humanística donde profesaban —Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y Economía— gravitaron sobre todo hacia la cultura francesa. Por esa vía, y legitimado académicamente por Sartre, el marxismo entró a la Universidad.3 Los hombres de Medio Siglo (Enrique González Pedrero, Pablo González Casanova, Víctor Flores Olea, entre varios otros, fundadores de la revista El Espectador) cambiaron los paradigmas de la Escuela de Ciencias Sociales: en vez de diplomáticos o periodistas, comenzó a educar teóricos sociales contestatarios.
     La Revolución Cubana hizo el resto. Representó una auténtica mutación en la vida universitaria continental, tal vez la más profunda y costosa del siglo: la idea de la revolución como la única vía para el advenimiento de un orden próspero, justo e independiente, las bodas históricas de Marx y Martí, el sueño anfictiónico de Bolívar junto al prestigio icónico de aquellos jóvenes barbudos que en verdad se comprometían por los condenados de la tierra. Ese movimiento telúrico marcaría por tres décadas la vida política latinoamericana y llegaría hasta nosotros reproduciéndose, generación tras generación, no en las fábricas sino en las aulas, no en los campos sino en los campus. A partir de los años sesenta, los maestros de la Generación de Medio Siglo comenzaron a hacer peregrinaciones frecuentes a la Meca cubana y ejercieron una efímera oposición al gobierno priista que finalmente, con algunas excepciones, los integró. No obstante, su actividad crítica persistió en cátedras y seminarios, en la configuración del catálogo de la editorial Siglo xxi, en la edición de revistas, suplementos, libros y ensayos. Eran revolucionarios de pizarrón: enseñaban la revolución, no la ejercían.

Para su sorpresa, muchos discípulos les tomaron la palabra, pasaron de la teoría a la práctica. Integraban la última generación del ciclo, la Generación del 68, nacida entre 1935 y 1950. Como en los años treinta, el movimiento estudiantil de 1968 volvería a enfrentar a la Universidad con el Estado, pero la UNAM estaba a años luz de aquella pequeña institución dispersa en los edificios del Centro Histórico. Llevaba largas décadas en el centro de la vida nacional —tantas como el PRI—, tenía un gobierno y un territorio propios y, dato fundamental, había duplicado su población estudiantil en diez años: en 1969 contaba con 100 mil estudiantes. Debido a la proliferación interna de organizaciones de izquierda inspiradas casi todas por la Revolución Cubana (había cuarenta grupos hacia 1968), la UNAM constituía —al menos en su ala humanística— un Estado imaginario o potencialmente revolucionario dentro de otro que reclamaba para sí el monopolio legítimo de ese nombre. Tal vez con esta polaridad en mente, el gobierno de Díaz Ordaz buscó un mayor control de la institución y por ello orquestó en 1966 la caída del doctor Chávez. Dos años después, en el marco de una insurgencia estudiantil mundial, el gobierno aplicó en la Ciudad de México la receta represiva que parecía haberle funcionado en las universidades de Morelia y Sonora. El movimiento alcanzó proporciones históricas. ¿Fue revolucionario o democrático? Las dos cosas. Es obvio que en sus núcleos fue lo primero, pero en su impulso masivo y sus métodos de lucha fue fundamentalmente una rebelión libertaria. La vocación revolucionaria —la búsqueda por vías violentas de un orden histórico nuevo, basado en una concepción filosófica marxista— sobrevino después de Tlatelolco, cuando el Estado priista masacró al universitario, y se afianzó luego del 10 de junio de 1971, cuando quedó claro que la vía de la disidencia estaba cerrada. n
¿Qué hacer con la UNAM?, preguntó alguna vez Ramón Xirau a Cosío Villegas. "OTRAM", fue su respuesta. La solución madura al agravio del 68 hubiese sido dual: una auténtica apertura hacia la democracia (es decir, la Reforma Política de 1978 adelantada, elecciones limpias, libertades políticas plenas) y una decidida descentralización de la Universidad: desincorporar las preparatorias, limitar su matrícula de ingreso, fortalecerla académicamente y crear una, dos, veinte universidades en el país. Se optó por lo contrario: ahondar la mitología universitaria, propagar la mentira de que todo mexicano puede ser egresado de la UNAM.
     En 1970, la Generación de Medio Siglo llegó al poder en México y la Universidad: Luis Echeverría y Pablo González Casanova —ambos nacidos en 1922— representaban una posible reconciliación de los dos Estados. Como en un neoalemanismo de signo ideológico opuesto, Universidad y gobierno establecerían vasos comunicantes: el gobierno abriría generosamente sus compuertas burocráticas a decenas de miles de egresados universitarios y adoptaría la ideología crítica de la Generación de Medio Siglo (en esencia: vuelta al cardenismo, populismo nacionalista, estatismo económico); a su vez, la Universidadrecibiría un incremento enorme en sus ingresos que por una parte daría mayor viabilidad a un mundo académico mal remunerado, y por otra contribuiría a institucionalizar, en la vieja tradición priista, al movimiento estudiantil. La creación de los CCH, por ejemplo, pretendía canalizar el agravio hacia una formación académica "comprometida" con la realidad social del país. En una medida lo logró. Pero la vasta inyección presupuestal a la Universidad (1,688% entre 1968 y 1978) y la nueva duplicación de la población estudiantil en esa década (en 1978 había más de 220 mil alumnos) tuvo efectos contraproducentes que en su momento, a mediados de los setenta, percibió y analizó Gabriel Zaid.
     Se trataba, escribió Zaid en El progreso improductivo, de una vasta mutación social: lo que en el alemanismo había sido el destino de centenares de privilegiados (el derecho, basado en el capital curricular, a dirigir al país y enriquecerse, con banderas revolucionarias) se volvía un movimiento masivo de piramidación social, empobrecedor e improductivo en lo académico y costoso en términos económicos; el mayor acto de cooptación colectiva del siglo, financiado por el Estado con cargo a la deuda pública. Y lo más grave e imprevisto: buscando neutralizar al movimiento estudiantil, el gobierno populista —corresponsable del 68— no logró la indulgencia de los estudiantes y en cambio creó un Frankenstein: la Universidad revolucionaria.
     Durante los años setenta, muchos miembros de la Generación del 68 salieron, al menos parcialmente, de la UNAM.

Un ala revolucionaria insurreccional se incorporó a las guerrillas rurales o urbanas y fue reprimida. Otra, de tintes maoístas, trabajó con mayor éxito en la organización militante de obreros, campesinos y colonos. Muy pocos, al menos en un principio, se integraron al gobierno. Aunque la crítica de los intelectuales del 68 fue no pocas veces dogmática, contribuiría a afianzar y legitimar la Reforma Política de 1978. Un verdadero parteaguas: por primera vez en la historia contemporánea de México, el Partido Comunista y otras organizaciones de izquierda optaban por la lucha democrática. Al hacerlo, reconocían —sin generosidad, tácitamente— la observación, en 1997, de Octavio Paz: "¿Dónde está la salud? Afuera. La plaza pública, no el aula ni el laboratorio, es el espacio de las luchas políticas".4 Una década más tarde, Cuauhtémoc Cárdenas completaba el viejo proyecto del MLN, que su padre había apoyado con tibieza: la unidad parcial pero duradera de ese receloso archipiélago de sectas que había sido, a lo largo del siglo xx, la izquierda mexicana.
     Este sano desarrollo democrático, esta salida a la plaza pública y la libre discusión, fue producto de una alianza de generaciones pertenecientes al ciclo anterior: la de Medio Siglo (Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Heberto Castillo, Ifigenia Martínez) y la del 68, que de ese modo cumplía, por vías reformistas no revolucionarias, con la misión de dar fin al orden político de la Revolución Mexicana. Pero mientras la izquierda política —junto con la ciudadanía del país— avanzaba en un sentido democrático, la izquierda universitaria se volvía sobre sí misma, se aislaba y radicalizaba. Al margen de su intensa vida académica y su continua labor científica y artística, la UNAM se fue convirtiendo en una isla ideológica que vivía en socialismo. Y varias universidades del país la secundaban: señaladamente Puebla, Sinaloa, Guerrero, Morelia. En sus aulas se gestaba la primera generación del nuevo ciclo. La generación nacida entre 1950 y 1965, la Generación "Marquista", la del Subcomandante Marcos.n
El acontecimiento-eje del ciclo siguiente fue el 68. Pero, ¿fundador de qué? El grueso de la generación de 1968, incorporado a la plaza pública, lo interpretó como el parteaguas de la democracia y actuó en consecuencia. Pero otro sector creyó que el 68 prendió la mecha de la revolución e hizo lo conducente. Al fracasar en la guerrilla se parapetó en la Universidad, donde lo esperaba ya una joven masa estudiantil dispuesta a fundar —por lo pronto en el seno de la propia UNAM, como un "territorio liberado" o un foco— el nuevo orden revolucionario en el sentido marxista del término. Eduardo Valle, el famoso Búho, líder del movimiento, previó con claridad el nacimiento de esta generación:

El movimiento repercutió en los niños […] En las generaciones que vivieron el movimiento desde las aceras, viendo pasar a sus hermanos mayores, tomados de la mano de sus padres en las propias movilizaciones, los que oyeron relatos de los días de terror o los sintieron en su carne, en ellos está la revolución. El gobierno de este país deberá tener mucho cuidado con aquellos que en 1968 tenían diez o quince años.
Por fuera de la UNAM —y de las universidades afines en el país— la cultura mexicana respondía cada vez menos a patrones generacionales. Al abrirse, una cultura abandona sus pautas endogámicas o sus obsesiones filiales —de fidelidad o parricidio— y se nutre de las influencias más variadas. Este proceso de liberación fue visible desde los años setenta en la creciente actividad intelectual destinada al público. Proliferaron los nuevos periódicos, suplementos, revistas, empresas editoriales en las que el patrón no era el Estado sino el lector. Fundadas por una gama de generaciones, la regla en estas empresas culturales era la libre discusión, incluso la agria polémica, pero no la obediencia ideológica, burocrática o tecnocrática. En una cultura democrática no convence quien puede más —por razones de dinero, prestigio, edad o poder— sino quien, a juicio del público lector, tiene razón.
     La universidad de masas, por el contrario, se aferró como nunca antes a su mitología histórica —el "cerebro de la nación"— y desde esa imagen excesiva de sí misma alimentó su dinámica generacional con una misión revolucionaria. En santa alianza, los maestros marxistas del 68 y sus fervorosos alumnos reconstruyeron el paradigma intolerante y dogmático de la Universidad Pontificia. Hacia 1983, por ejemplo, la Facultad de Ciencias Políticas prescribía la obligatoriedad de tres cursos marxistas de economía política en sus cuatro carreras tradicionales además de 35 materias optativas con enfoques marxistas.5 El caso se repitió con diversos matices en la Escuela de Economía, parcialmente en Filosofía y Letras.
     Paralelamente a este desarrollo, como resultado natural del cambio de escala demográfico y presupuestal, tomó fuerza el movimiento sindical universitario que, sin saberlo, repetía las tesis lombardistas de 1933: el supuesto carácter clasista de la distinción entre trabajo manual e intelectual. Al margen de la legitimidad de sus demandas salariales, el nuevo sindicalismo postulaba una "universidad hacia afuera", una "universidad militante", y supeditaba los fines académicos a la "elaboración democrática de los grandes problemas del país […]  en el marco de la lucha de clases".
     Generosa y fanática, resentida e idealista, perdida en una feria de siglas, sectas y tendencias, empeñada en tortuosas e infinitas hermenéuticas de los clásicos marxistas y sus exégetas, ciega, recelosa o indiferente ante la crítica al "socialismo real" hecha desde los años setenta por disidentes de izquierda en todo el Occidente europeo, inmune incluso a la crítica radical que desde 1981 representó en los hechos el sindicato obrero Solidaridad en Polonia, la izquierda estudiantil universitaria se imaginaba —con métodos diversos, diferentes grados de radicalidad— como la vanguardia que guiaría a las clases populares a la construcción del socialismo. Primero había que tomar la Universidad, luego el país entero. En la medida en que la militancia derivó a la sociedad (organizando campesinos, obreros o colonos) adquirió eficacia y sentido de la realidad. Pero la que permaneció en el campus, exacerbó su ideología hasta el fanatismo.

Siempre hay lugar a la izquierda de la izquierda. El 23 de mayo de 1979 "La Cultura en México", suplemento de Siempre!, publicó un lúcido análisis sobre la izquierda universitaria: "La seudo (ultra) izquierda en su seudo (ultra) toma del poder universitario". Sus autores, Hermann Bellinghausen y Raúl Trejo Delarbre, distinguían siete rasgos de lo que llamaban "la enfermedad infantil del izquierdismo": espontaneísmo ("carencia de proyectos concretos y realizables"); aislamiento ("una suerte de autismo […] al refugiarse en sus ínsulas la seudo izquierda piensa que toda acción suya es crucial para el país"); intolerancia ("Mi razón es la razón […], proclividad a impedir la manifestación de ideas que no comparte"); esquematismo ("el Estado es burgués", y la Universidad es "uno de sus aparatos ideológicos", por lo que todo avance democrático en educación superior sólo sirve para "refuncionalizar el Estado"); adversarios equivocados (al creer que "sus adversarios principales o inmediatos son grupos u organizaciones progresistas […] sirve como aliada, consciente o no, de la derecha"); asambleísmo ("llevando la idea al extremo, la UNAM debería ser manejada por una enorme asamblea de 300 mil personas —quizá en el Estadio Azteca"). La séptima crítica —el lenguaje como cerco y pretexto— apuntaba:
      

La seudo izquierda vive en un ámbito irreal […] Las palabras desempeñan una función mágica, dime cómo adjetivas y te diré qué tan puro eres […] Palabras que una vez fueron conceptos quedan sin su significado […] Tu ismo y mi ismo no siempre son lo mismo […] al rigor lo sustituye el furor […]
La pregunta obligada es ¿por qué la ultra no derivó en una "guerrilla universitaria", según el concepto acuñado por Gabriel Zaid en sus ensayos de la época?6 Imaginemos un universitario radical nacido en 1957. Antes de 1978 su incorporación a la guerrilla era tal vez impensable por razones de edad. Y de la más elemental sensatez: en primer lugar, a diferencia de todas las experiencias guerrilleras latinoamericanas, la mexicana no contó con el apoyo de Castro (que aún ahora considera que como guerrillero Marcos es "todo un filósofo"). Pero además, para entonces el gobierno había borrado a los guerrilleros del 68. Cuando cumple 21 años, un sector de la izquierda política y el gobierno pactan la Reforma Política. Y no cualquier gobierno: es la época dorada del boom petrolero, que dura hasta 1981, por lo menos. Hasta allí las "condiciones objetivas" podían ser o parecer impropicias.
     Pero en el sexenio de De la Madrid las condiciones cambian: desastre económico nacional, ascenso de la guerrilla en El Salvador, los sandinistas en el cenit. Ésa fue, justamente, la lectura del futuro Subcomandante Marcos que por esos años se interna en la Selva Lacandona. Pero aquel joven imaginario no era Marcos, y el contexto nacional e internacional contribuiría vertiginosamente a descorazonarlo: las reformas económicas y políticas de Gorbachov (1985), la democracia como prioridad nacional (desde 1986), el fortalecimiento de la izquierda partidaria que orientaría al CEU hacia cauces democráticos (1987), el liderazgo político de Cárdenas (muy claro desde 1988) y, para cerrar el ciclo, la catástrofe nunca imaginada: la caída del Muro de Berlín (1989), la derrota sandinista, la paz con los guerrilleros salvadoreños, la desaparición de la URSS. Para colmo, aun el contexto al interior de la UNAM parecía adverso a toda radicalidad: José Sarukhán, un rector proveniente del sector científico, continuaba el proyecto de superación académica y fortalecimiento de los institutos que en los años setenta había acometido con gran energía el rector Guillermo Soberón. Frente a esta realidad, la mayoría silenciosa entendió el sentido de la democracia y se incorporó a ella. Aquel joven seguramente es hoy un militante del PRD.
     Según la teoría orteguiana, para entonces una nueva generación había llegado a la UNAM. Había nacido entre 1965 y 1980. Sus maestros eran algunos cincuentones residuales del movimiento estudiantil —que podían ser sus padres biológicos— pero, sobre todo, miembros de la generación sucesora del 68. ¿Cómo alimentar el socialismo real, si la realidad histórica lo desmentía? La sociología caía en descrédito. Aunque en Ciencias Políticas todavía se estudiaba El Capital en tres semestres de Economía Política, el mundo se vaciaba de ideología. De pronto, desde las entrañas de la selva chiapaneca, un guerrillero universitario los reivindicó a todos: Marcos. nEn un pedregoso lugar del sur de la Ciudad de México, el zapatismo ha abierto una sucursal. Si Marcos fundó el nuevo ciclo revolucionario, la siguiente generación (nacida entre 1965 y 1980) tiene la misión de consolidarlo. Han hecho su aparición histórica en el movimiento estudiantil. No constituyen, ni siquiera remotamente, la mayoría del estudiantado. Pero en su desdén absoluto por la democracia esa condición minoritaria no les importa. Son la vanguardia y, como reza una de sus mantas, "Por mi raza hablará la huelga". ¿Quiénes son? Tal vez haya que distinguir entre los jóvenes universitarios cinco categorías: los rebeldes, los revoltosos, los reformistas, los revolucionarios y —para usar el concepto de Luis González— "los revolucionados".
     Los contingentes de la huelga son una tribu revoltosa: sus actos son espontáneos, derriban bardas en los conciertos de rock, mientan madres en los juegos de los Pumas, echan relajo contestatario. También son rebeldes: no tienen visión histórica, pero están en contra de las autoridades universitarias y nacionales. Tal vez algunos líderes moderados sean reformistas: como muchos académicos respetables, tienen críticas fundadas contra la burocracia universitaria, y piensan legítimamente que la Universidad debe cambiar pero de manera gradual, racional y pacífica. Otros líderes son claramente revolucionarios, tal vez no en un sentido estricto, pero sí en una acepción que conviene tener presente en el México de hoy: las revoluciones blandas o suaves. El zapatismo es eso: no un movimiento cívico (porque está armado y es clandestino), no una guerrilla activa (porque su resistencia es pacífica). En nombre de un ideal irrecusable —la justicia histórica para los indígenas— han tomado una porción del territorio mexicano y tras esa fortaleza esperarán años hasta que la revolución se expanda. Lo mismo ocurre con la huelga universitaria. En nombre de la "educación popular", los huelguistas han secuestrado a la UNAM.
     La mayoría del estudiantado —como ocurre en todas las situaciones revolucionarias: Rusia, China, Cuba o México— pertenece a la insípida categoría de los "revolucionados". Son los "pacíficos" de Morelos a quienes se refería Zapata en sus cartas instando a sus tropas a respetarlos; son los "pacíficos" de Chiapas, que apenas se mencionan en los comunicados de Marcos. Los que de verdad no tienen voz, porque siendo mayoría están en posiciones políticamente incorrectas. Y es que la "corrección política" ha jugado un papel crucial en el conflicto: lo ha legitimado.
     La descripción que Hermann Bellinghausen hizo en 1979 de aquellos ultras corresponde punto por punto a estos ultras: son espontaneístas, autistas, intolerantes, esquemáticos, confusos, asambleístas y demagógicos. Pero ahora estamos en la era cultural zapatista, y cualquiera que critique al zapatismo o a los huelguistas es, por definición, un reaccionario antiindígena, un privatizador de la educación. No sorprende que en sus recientes crónicas del conflicto estudiantil, Bellinghausen se entusiasme con lo que hace veinte años criticó:
Una ola de participación e inquietud cívica recorre la UNAM en sus niveles superiores y medio superior […] una aura de irreprimible primavera va ganando la movilización estudiantil […] La protesta se derrama […] el susto inicial, cercano al vértigo, va tornándose alegría y terrible esperanza.
La actual huelga estudiantil es una revolución blanda, efecto retardado del ciclo generacional de cultura revolucionaria que comenzó a partir de 1970. De cumplirse en sus postulados populistas, su primera víctima sería la propia UNAM. Y puede convertirse en una revolución dura. En un sitio de Internet unos activistas proclaman, entre otras cosas, la "toma violenta del poder", "democratizar el sur-este y sur-oeste Mexicano dando el poder a la juventud indígena", cambiar la "entidad federativa" (sic) a "República Nacional Socialista Democrática Revolucionaria de México".7 Palabras, se dirá, "palabras que desempeñan una función mágica", pero palabras que pueden convertirse en actos.
     Las revoluciones blandas serán un desafío político mayor para el próximo gobierno en México. El PRD, que alentó irresponsablemente la huelga en un principio, se engaña si piensa que podrá manipularlas. De allí que importe tanto su deslinde, práctico y no sólo declarativo, con respecto a los huelguistas. Bastaría que, haciendo honor a la tercera palabra de sus contradictorias siglas, propusiera la salida natural: ya que la población de la UNAM tiene un padrón credencializado confiable y propio, ¿por qué no llamar a un referéndum sobre la huelga? Es una lástima que el PRD deje pasar estas oportunidades. De triunfar, los revolucionarios UNAMizarían al país (con todo y PRD), lo convertirían en una isla contracultural en un mundo globalizado. Pero no hay que temerles ni reprimirlos: hay que vencerlos con la razón y el derecho. Un régimen plenamente democrático tendrá el mandato legítimo de aplicar la ley, y lo podrá hacer con el apoyo del país entero.nEn su célebre novela Padres e hijos (1862), Ivan Turguenev creó a Bazarov, al primer nihilista de la literatura que para muchos fue el arquetipo del revolucionario. Un diálogo crucial representa la tensión de aquellas dos generaciones:
—Ustedes están destruyéndolo todo, pero uno debe construir también…
     —Eso no es asunto nuestro […] primero hay que limpiar el terreno. Estaré de acuerdo con usted si es capaz de mostrarme una sola institución de la vida contemporánea, privada o pública, que no merezca el más absoluto y despiadado repudio.
El ciclo revolucionario-estudiantil ha dado la vuelta completa: nació en Rusia con los nihilistas y ha terminado en México, con los últimos nihilistas. Pero el tiempo, aunque ellos no lo sepan, corre en su contra: una nueva generación —nacida entre 1980 y 1995— criticará muy pronto, desde las premisas democráticas vigentes en todas partes, el tinglado revolucionario que han escenificado. Y ya nació la generación siguiente: la que desmontará el teatro y renunciará definitivamente, aun en el discurso, al sueño revolucionario, esa pesadilla del siglo xx que sacrificó millones de personas concretas en el altar de las ideas abstractas. –

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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