Los demonios de Ahmadineyad

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Durante la guerra Irán-Iraq, el ayatola Jomeini importó desde Taiwán quinientas mil pequeñas llaves de plástico. Estas baratijas servirían como amuletos. Después de la invasión iraquí en septiembre de 1980, estuvo claro que la fuerza militar de Irán en nada se comparaba a la profesional y bien armada milicia de Saddam Hussein. Para compensar esta desventaja, Jomeini envió niños iraníes, algunos hasta de sólo doce años de edad, al frente de batalla. Allí, marcharon en formación hacia el enemigo a través de los campos sembrados de minas, despejando el camino con sus propios cuerpos. Antes de cada misión, la pequeña llave taiwanesa se colgaba al cuello de cada niño. Se suponía les abriría las puertas del Paraíso.

En algún punto, sin embargo, la brutalidad de estos hechos sangrientos fue materia de inquietud. “En el pasado –anotó el diario semioficial iraní Ettelaat, al agravarse la guerra–, tuvimos niños voluntarios de catorce, quince y dieciséis años de edad. Estuvieron en los campos minados. Sus ojos no vieron nada. Sus oídos no escucharon nada. Unos instantes después, alguien vio nubes de polvo. Cuando se disiparon, no había nada más a la vista. Por los alrededores, desparramados, se encontraban restos humanos chamuscados.” Semejantes escenas se evitarán en lo sucesivo, aseguró el Ettelaat a sus lectores: “Ahora, antes de entrar en los campos minados, los niños van envueltos en mantas y ruedan por el suelo en fila, a efecto de que las partes de sus cuerpos permanezcan juntas después de la detonación de las minas y, así se puedan llevar a sus tumbas. Estos niños que rodaron hacia la muerte pertenecían a la Basij, una organización de masas creada por Jomeini en 1979 y militarizada después que comenzó la guerra, para reforzar su asediado ejército. La Basij Mostazafan –o “Movilización de los Oprimidos”– fue esencialmente una milicia integrada por voluntarios cuyas edades no alcanzaban los dieciocho años, que acudieron entusiastas por millares a su propia inmolación. “Los muchachos despejaban los campos de minas con sus propios cuerpos”, recordaba un veterano de la guerra Irán-Iraq en el año 2002 al periódico alemán Frankfurter Allgemeine. “A veces parecía como si fueran a una competencia. Aun sin las órdenes del comandante, todos querían ser los primeros.”

El sacrificio de los basiji (“los movilizados”, plural de basij) fue espantoso, y todavía hoy es motivo, no de vergüenza nacional, sino de creciente orgullo. Desde el fin de las hostilidades con Iraq en 1988, los basiji han aumentado en número e influencia. Han desplegado, sobre todo, una brigada contra el vicio, para hacer respetar las leyes religiosas en Irán, y su elite de “unidades especiales” se utiliza como grupos de choque contra fuerzas antigubernamentales. Durante 1999 y 2003, por ejemplo, se usó a los basiji para suprimir disturbios estudiantiles. Y en 2005, integraron el núcleo de la base política que lanzó a la Presidencia a Mahmud Ahmadineyad –hombre que destacadamente sirvió como instructor de la Basij durante la guerra Irán-Iraq.

Ahmadineyad se complace en hacer alarde de su pertenencia a la Basij. A menudo aparece en público usando la bufanda basij blanca y negra, y en sus discursos, alaba rutinariamente la “cultura basij” y el “poder basij” expresando que, gracias a ellos, “hoy Irán hace sentir su presencia en el escenario internacional y diplomático”. El ascenso de Ahmadineyad sobre los hombros de los basiji significa que la Revolución iraní, lanzada hace tres décadas, ha entrado en una nueva y perturbadora fase. Una joven generación de iraníes, cuya visión mundial se forjó en las atrocidades de la guerra Irán-Iraq, ha asumido el poder empuñando una ideología política más ferviente que la de sus predecesores. Los niños de la Revolución son ahora los líderes.

*

En 1980, el ayatola Jomeini llamó a la invasión iraquí a su país una “bendición divina”, pues la guerra le dio la oportunidad de islamizar a la sociedad e instituciones del Estado iraní. A medida que las tropas de Saddam Hussein penetraban en Irán, Jomeini, con devoto fanatismo, movilizaba rápidamente a la Guardia Revolucionaria preparando sus fuerzas aérea y marítima. Y, al mismo tiempo, el régimen se aprestaba, ampliando la milicia popular basij.

En tanto que la Guardia Revolucionaria se integraba con soldados adultos y entrenados, los basiji se componían esencialmente de muchachos de entre doce y diecisiete años –junto a hombres de más de 45 años. Recibían entrenamiento por sólo unas semanas –más en teología que en armas y tácticas. La mayoría de los basiji son campesinos y a menudo analfabetas. Al concluir su entrenamiento, cada basiji recibía una cinta elástica para la frente color rojo sangre, la cual lo distinguía como “voluntario para el martirio”. Según The Iranian Military in Revolution and War de Sepehr Zabih, los voluntarios significaron alrededor de un tercio del ejército iraní –y la mayor parte de su infantería.

La táctica de combate que más empleaban los basiji era el ataque en “formación de ola humana”, por medio de la cual los niños y adolescentes escasamente armados acudían de continuo, avanzando en filas hacia el enemigo. No importaba si caían ante el fuego de la fusilería o la explosión de las minas: lo valioso era que continuaran avanzando sin que los arredrara pisar sobre los despojos y cuerpos mutilados de sus compañeros caídos, acometiendo ola tras ola hacia la muerte. Cuando el camino hacia las fuerzas iraquíes quedaba así despejado, los jefes iraníes destacaban entonces a sus tropas más capaces y equipadas: la Guardia Revolucionaria.

Esta estrategia produjo resultados innegables. “Hordas con los puños en alto se echaban encima de muestras posiciones” –se quejaba un oficial iraquí en el verano de 1982–; “podíamos abatir la primera ola y luego la segunda, pero en algún momento los cuerpos se empezaban a apilar frente a uno, y todo lo que se deseaba era ponerse a dar gritos y arrojar el arma. ¡Son seres humanos, después de todo!” Para la primavera de 1983, unos 45,000 basiji habían sido enviados al frente de guerra. Luego de tres meses, los que sobrevivieron al despliegue fueron devueltos a sus escuelas y lugares de trabajo.

Pero tres meses era un tiempo largo en las líneas del frente. En 1982, al recobrar la cuidad de Khorramshahr, murieron diez mil iraníes. Después de la “Operación Kheiber”, en 1984, alrededor de veinte mil cadáveres iraníes quedaron abandonados en el campo de batalla. La ofensiva “Karbala Cuatro”, en 1986, costó la vida a más de diez mil. En total, alrededor de cien mil hombres y muchachos, se dijo, fallecieron durante las operaciones basiji. Pero ¿por qué los basiji se ofrecían como voluntarios para algo así?

La mayoría fueron reclutados por miembros de la Guardia Revolucionaria, misma que ejercía el mando de los basiji. Estos “educadores especiales” visitaban las escuelas y escogían a sus mártires entre los participantes en los ejercicios paramilitares en los que toda la juventud iraní tiene la obligación de participar. En las películas de propaganda –como la televisada en 1986, Una contribución a la guerra– se hacían grandes elogios de la alianza entre los estudiantes y el régimen, socavando las intenciones de los padres de familia que trataran de salvar la vida de sus hijos. (Por ese tiempo, la ley iraní permitía a los niños servir como voluntarios aun a pesar de la objeción de sus padres.) A algunos padres, sin embargo, se les atraía mediante la oferta de incentivos. Durante la campaña llamada “El sacrificio de un niño por el imán”, a cada familia que perdió un niño en el campo de batalla se les ofrecieron créditos sin intereses, además de otros generosos beneficios. Es más, enrolarse en la Basij daba, a los más pobres de los pobres, la oportunidad de mejorar su posición social.

Con todo, otros se sumaban al “voluntariado” por coacción. En 1982, el semanario alemán Der Spiegel informó sobre la situación de un chico de doce años, de nombre Hossein, enlistado en la Basij aun padeciendo poliomielitis:

 

Un día unos imanes llegaron al pueblo. Convocaron a la población en la plaza frente a la estación de policía, anunciando que traían buenas noticias de parte del imán Jomeini: El ejército islámico de Irán había decidido liberar la ciudad santa de Al Quds –Jerusalén– de los infieles … El imán del lugar decidió que toda familia con niños habría de proporcionar un soldado a Dios. En virtud de que Hossein era el más fácilmente prescindible para su familia, y porque, en razón de su enfermedad, no podría tener expectativas de una vida feliz, fue escogido por su padre para representar a la familia en la lucha contra los demonios infieles.

 

De los veinte niños que fueron a la guerra con Hossein, sólo él y otros dos sobrevivieron.

Pero si semejantes métodos explicaron por qué algunos fueron “voluntarios”, no queda claro lo del fervor que los empujó a su propia destrucción. Esto sólo podría dilucidarse por el tipo peculiar del islamismo de la Revolución iraní.

*

Al inicio de la guerra, los imanes en el poder no enviaban seres humanos a los campos de minas sino, preferentemente, burros, caballos y perros. Pero esta táctica resultó infructuosa: “Después de que algunos burros reventaron en las explosiones, los restantes huyeron despavoridos presa del terror”; así lo asentó Mostafá Arki en su libro Ocho años de guerra en el Medio Oriente. Los asnos reaccionaron normalmente –el miedo a la muerte es natural. Los basiji, por otro lado, marcharon sin temor y resueltamente a su propia muerte. Curiosos de notar fueron los lemas que se cantaban al incursionar en los campos de batalla: “¡Contra el Yazid de nuestro tiempo!”, “¡La caravana de Hussein sigue adelante!”, “¡Una nueva Karbala nos espera!”

Yazid, Hussein, Karbala: estos personajes y lugares se refieren a los mitos fundadores del islam chiita. A finales del siglo VII d.C., el islam se dividió entre los leales al califa Yazid –precursor del islam sunita– y los fundadores del chiismo, quienes pensaban que el imán Hussein, nieto del profeta Mahoma, debería gobernar a los musulmanes. En el año 680, Hussein condujo un levantamiento contra el califa “ilegítimo”, pero fue traicionado. En la llanura de la Karbala [en Iraq, a cien kilómetros al suroeste de Bagdad], el décimo día del mes de muharram, las tropas de Yazid atacaron a Hussein y su séquito, y los destruyeron. El cadáver de Hussein mostraba 33 heridas de lanza y 34 golpes de espada. Fue decapitado y unos caballos arrastraron su cuerpo.

Desde entonces, el martirio de Hussein es el origen de la teología chiita, y el Festival del Ashura [“el décimo”, el día 10o de muharram], que conmemora su muerte, es el día más sagrado del chiismo. En ese día, los hombres se golpean unos a otros a puñetazos, o bien se flagelan con cadenas de hierro, recordando los sufrimientos de Hussein. A través de las centurias, el ritual ha exacerbado una violencia obscena. En su estudio Crowds and Power, Elías Canetti relata una noticia de primera mano sobre la celebración de un Festival del Ashura a mediados del siglo XIX, en Teherán:

 

Quinientas mil personas, presas del delirio, embadurnan con ceniza sus cabezas y golpean con sus frentes el suelo. Todos quieren someterse voluntariamente al tormento: cometer suicidios masivos, mutilarse a sí mismos con refinamiento…

 

Cientos de hombres en camisas blancas desfilan con el rostro vuelto en éxtasis al cielo. De éstos, algunos habrán muerto al atardecer, muchos mutilados, todos con la camisa blanca tinta en su propia sangre, que les servirá de mortaja. No hay destino más bello que morir en el Festival del Ashura. Las puertas de los Ocho Paraísos están abiertas de par en par para los santos y todos los que las quieran cruzar.

Excesos sangrientos de este tipo están prohibidos en el Irán contemporáneo. Sin embargo, durante la guerra Irán-Iraq, Jomeini se apropió de la esencia de este ritual como un acto simbólico, además de politizarlo. Tomó este fervor introspectivo y lo canalizó hacia el enemigo externo. Transformó la lamentación pasiva en protesta activa. Hizo de la Batalla de Karbala el prototipo de cualquier lucha contra la tiranía. En efecto, esta misma estratagema se utilizó en las manifestaciones políticas de 1978, cuando muchos manifestantes vistieron sudarios, relacionando así la batalla del año 680 con la lucha para derrocar al sha Reza Palhavi. En la guerra contra Iraq, se aludió a la Karbala con gran significación: de una parte, el bribón de Yazid tomó la figura de Saddam Hussein, y de la otra, se evocó al nieto del Profeta, Hussein, por cuyos sufrimientos, al fin, la venganza chiita había llegado.

La fuerza de este acontecimiento fue posteriormente reasegurada por las manipulaciones teológicas de Jomeini, quien sostuvo que la vida es despreciable y la muerte es el principio de la existencia genuina. “El mundo natural –según explicaba en 1980– es el elemento inferior, la escoria de la creación.” Lo que es decisivo es el más allá: El “mundo divino que es eterno”. Este último mundo está al alcance de los mártires.

Sus muertes no son muerte, sino simple transición de este mundo a otro, donde vivirán eternamente y en esplendor. Ya sea que el guerrero gane o pierda la batalla, muere mártir –en ambos casos, su victoria está asegurada: mundana o espiritual.

 

Esta situación resultó de consecuencias fatales para los basiji: Si sobrevivían o no era irrelevante. Ni siquiera la utilidad táctica del sacrificio importaba. Las victorias militares son secundarias, sostenía Jomeini en septiembre de 1980. El basij debe “entender que es un ‘soldado de Dios’ para quien no importa el resultado del conflicto: sólo su mera participación ya le proporciona plenitud y satisfacción”. ¿Pudo la antipatía de Jomeini por la vida acarrear consecuencias positivas en la guerra contra Iraq sin el mito de la Karbala? Probablemente no. Con la palabra “Karbala” en los labios, los basiji se ponían eufóricos.

Para aquellos cuyo valor menguaba de cara a la muerte, el régimen montó un espectáculo. Un misterioso jinete en magnífico corcel aparecía de improviso en las líneas del frente de guerra. Su cara –cubierta de fósforo– brillaba. Su disfraz era el de un príncipe medieval. Un niño soldado, Reza Behrouzi, cuyo relato captó el escritor francés Freidoune Sehabjam en 1985, señalaba que los soldados reaccionaban con pánico y éxtasis.

Todos querían correr hacia el jinete. Pero él los rechazaba. “¡No vengan a mí!”, les gritaba, “¡Arremetan contra los infieles!… ¡Venguen la muerte de nuestro imán Hussein y destruyan la progenie de Yazid!” Y cuando la figura desaparecía, los soldados gritaban: “Oh, imán Zaman, ¿dónde estás?” Se echaban sobre sus rodillas, rezaban y gemían. Cuando la figura reaparecía se ponían de pie como un solo hombre. Aquellos cuyas fuerzas no se habían extinguido cargaban de nuevo contra el enemigo.

La misteriosa aparición que hacía posible semejantes emociones es el “Imán Escondido”, una figura mítica que influye hasta hoy en el pensamiento y las acciones de Ahmadineyad. Los chiitas designan a todos los hombres descendientes del profeta Mahoma como “imanes”, guías espirituales, y les atribuyen una condición casi divina. Hussein, quien fue muerto por Yazid en Karbala, era el tercer imán. Su hijo y nieto fueron el cuarto y el quinto. Al final de la línea se encuentra el “Doceavo Imán”, también de nombre “Mahoma”. Algunos lo llaman Madhi (“el de inspiración divina”), aunque otros le dicen imán Zaman (de sahib-e zaman, “el soberano del tiempo”). Nació en el año 869, hijo único del onceavo imán. En 874 desapareció sin dejar rastro, con lo que cerró el linaje de Mahoma. En la mitología chiita, sin embargo, el Doceavo Imán sobrevivió. La creencia chiita dice que sólo se retiró de la presencia de los demás, pero que tarde o temprano emergerá para liberar al mundo de la maldad.

A principios de la década de 1980, V.S. Naipaul demostró qué tan profundamente arraigada está la creencia, entre el pueble iraní, de la venida del mesías chiita. En Entre los creyentes nos describe haber visto carteles en el Teherán posrevolucionario similares a los de la China maoísta: muchedumbres portando rifles y ametralladoras levantados en alto en señal de saludo. Se ven igualmente otras pancartas con la inscripción “Doceavo Imán, te esperamos”. Naipaul relata que pudo percibir claramente la veneración por Jomeini. “Pero la idea de revolución es algo más, como ofrenda al Doceavo Imán, el hombre desvanecido… el que permanece ‘oculto’, muy difícil de alcanzar.” Según la tradición chiita, el gobierno islámico legítimo sólo puede establecerse después de la reaparición del Doceavo Imán. Hasta entonces, al chiismo sólo le queda esperar, manteniendo la paz con un gobierno ilegítimo y recordando al nieto del Profeta, a Hussein, con dolor. Jomeini, sin embargo, no tuvo intención de esperar e invistió al mito de un nuevo sentido: el Doceavo Imán emergerá sólo hasta que los creyentes hayan vencido la maldad. A efecto de acelerar el regreso del Mahdi, los musulmanes habrán de sacudirse el sopor y pelear.

Este activismo tiene más que ver con las ideas revolucionarias de la Hermandad Musulmana en Egipto que con las tradiciones chiitas. Jomeini se había familiarizado con los textos de la Hermandad desde la década de 1930, y se hallaba en total acuerdo con los conceptos que ellos consideraban como “maldad”: concretamente, todos los logros de la modernidad que reemplazaron a la divina providencia con la autodeterminación de los individuos, la fe ciega con la duda, la severa moralidad chiita con los placeres sensuales. Según la leyenda, Yazid encarnaba todo lo prohibido: bebía vino, disfrutaba de la música y el canto, jugaba con los perros y los monos. ¿No era Saddam Hussein lo mismo? En la guerra contra Iraq, lo “maligno” estaba claramente definido, y precisamente su derrota sería la condición previa para apurar el regreso del amado Doceavo Imán. Cuando él mismo se muestre, montando su corcel blanco, la disposición a morir en el martirio aumentará.

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Ésta fue la cultura que nutrió la visión que del mundo tiene Mahmud Ahmadineyad. Nacido en las afueras de Teherán, hijo de un herrero, educado como ingeniero civil y, durante la guerra de Irán-Iraq, miembro de las Guardias Revolucionarias. Su biografía es extrañamente elíptica. ¿Participó en el asalto a la embajada de Estados Unidos en 1979, como algunos aseguran? ¿Exactamente qué actividades desempeñó durante la guerra? No hay respuestas definitivas. Su sitio en la red sólo menciona que estuvo “en servicio activo” como voluntario basij hasta el final de la Santa Defensa (la guerra contra Iraq), sirviendo como ingeniero de combate en diferentes áreas.

Sí sabemos que, al finalizar la contienda, sirvió como gobernador de la provincia de Ardebil y también como organizador de Ansar-e Hezbollah, una banda parapolicial de vigilancia islámica, radical y violenta. Después de asumir la presidencia municipal de Teherán en abril de 2003, Ahmadineyad utilizó su puesto para formar una poderosa red de fundamentalistas radicales conocidos como Abadgaran-e Iran-e Islami, o sea los Promotores del Irán Islámico. Fue en este desempeño donde ganó reputación –y popularidad– como la línea dura en contra de las reformas liberales del entonces presidente Muhammad Khatami. Ahmadineyad se posicionó como líder de la “segunda revolución” para erradicar la influencia y la corrupción occidental de la sociedad iraní. Y la Basij, que experimentó un dramático crecimiento hacia finales de la guerra Irán-Iraq, se le rindió incondicionalmente. Reclutados entre la población más conservadora y empobrecida, los basiji están bajo la dirección –y bajo juramento de lealtad absoluta– del líder supremo Alí Khamenei, sucesor de Jomeini. Durante la postulación de Ahmadineyad a la Presidencia en 2005, millones de basiji –en todos los pueblos, vecindades y mezquitas– se hicieron activistas en su campaña.

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Desde que Ahmadineyad asumió la Presidencia, su influencia sobre la Basij ha ido en aumento. En noviembre, el nuevo presidente iraní inauguró la “Semana basij”, que conmemora a los mártires de la guerra Irán-Iraq. Según un reportaje en Kayan, publicación leal a Khamenei, alrededor de nueve millones de basiji –doce por ciento de la población de Irán– acudieron a manifestarse en favor de la plataforma antiliberal de Ahmadineyad. El referido artículo reivindicó que los participantes “formaron una columna de unos 8,700 kilómetros de largo… Sólo en Teherán, acudieron alrededor de 1,250,000 personas”. Casi inadvertida por los medios occidentales, esta movilización da fe de la determinación de Ahmadineyad de imponer su “segunda revolución” y extinguir las pocas chispas de libertad que ardían en Irán.

A finales de julio de 2005, el movimiento Basij anunció planes para incrementar su membresía de diez a quince millones hacia el 2010. Las elites de unidades especiales, para entonces, se supone que constarán de unas 150,000 personas. En consecuencia, los basiji han recibido nuevos poderes en sus funciones como división no oficial de la policía. Lo que esto significa, en la práctica, se vio claramente durante febrero de 2006, cuando los basiji atacaron al líder del sindicato de choferes de autobús, Massoud Osanlou. Lo retuvieron en prisión domiciliaria y le cortaron la punta de la lengua, para convencerlo de permanecer en silencio. Ningún basij ha de temer acusación o proceso judicial alguno debido a semejantes tácticas terroristas.

La ideología e influencia basij disfruta de verdadero renacimiento bajo la Presidencia de Ahmadineyad; las creencias del movimiento en las virtudes de la violencia y el autosacrificio permanecen intactas. No hay “verdadera voluntad” en Irán para investigar los suicidios colectivos instigados por el Estado, que sucedieron entre 1980 y 1988. Por el contrario, a cada iraní se le enseñan las virtudes del martirio desde la niñez. Obviamente, muchos rechazan las enseñanzas basiji. Aún más, todo mundo conoce el nombre de Hossein Fahmideh, quien siendo un muchacho de trece años durante la guerra, se hizo estallar él mismo, frente a un tanque iraquí. Su imagen persigue a los iraníes a través de los días, ya sea en los sellos postales o en las monedas. Si sostenemos contra la luz un billete de quinientos riales, la cara de este niño se verá en la filigrana. La prensa iraní describe el suicidio de Fahmideh como un modelo de fe profunda. Ha sido objeto tanto de una película de animación como de episodios de televisión en la serie “Niños en el Paraíso”. Como símbolo de su disposición a morir por la Revolución, los grupos basiji, sobre los uniformes, se envuelven en sudarios blancos durante las apariciones en público.

Este año, en el Festival del Ashura, se llevó a los niños de las escuelas en excursión al “Cementerio de los Mártires”. “Usaron bandas en al cabeza con el nombre de Hussein.” The New York Times reportó, “y en la marcha bajo las pancartas se leía: ‘Recordar hoy a los mártires es tan importante como llegar a serlo’ y ‘La nación para quien el martirio es la felicidad será siempre victoriosa’.” Desde el año 2004, la movilización de iraníes hacia las brigadas suicidas se ha intensificado y se entrena a los reclutas para misiones en el extranjero. Así se creó una unidad militar especial llamada “Comando de Mártires Voluntarios”. Según sus propias estadísticas, esta fuerza ha alistado hasta ahora a 52,000 iraníes para la causa suicida. Su objetivo es formar la “unidad martirio” en cada provincia iraní.

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El culto de los basiji por la autodestrucción sería escalofriante para cualquier país. En el contexto del programa nuclear iraní, esta obsesión con el martirio es una mecha encendida. En la actualidad, no se envía a los basiji al desierto sino a los laboratorios. A estudiantes basiji se les anima a enrolarse en disciplinas técnicas y científicas. Según un vocero de la Guardia Revolucionaria, la finalidad del uso del “factor técnico” significa reforzar la “seguridad nacional”.

¿Qué significa esto, exactamente? Hay que considerar que, en diciembre de 2001, el ex presidente iraní Hashemi Rafsanjani señaló que “el uso de una sola bomba nuclear lanzada sobre Israel lo destruiría totalmente”. Por otra parte, si Israel respondiera con sus propias armas nucleares, sólo “lograría perjudicar en algo al mundo islámico. No es irracional considerar esta eventualidad”. Rafsanjani explicó de este modo su macabro análisis de costo y beneficio. Tal vez no sería posible destruir Israel sin alguna represalia. Pero, para el islam, el daño que Israel pudiera inflingirle se podría soportar –sólo alrededor de cien mil mártires más.

Y Rafsanjani pertenece al ala moderada y pragmática de la Revolución iraní. Él cree que cualquier conflicto puede “merecer la pena”. Ahmadineyad, por contraste, está dispuesto a abordar cualquier idea apocalíptica. En una de sus primeras entrevistas por televisión, después de haber sido electo presidente, se mostró entusiasmado: “¿Existe acaso un arte más bello, más divino, más eterno que la muerte del mártir?” En septiembre de 2005, concluyó su primer discurso ante las Naciones Unidas implorando a Dios por el regreso del Doceavo Imán. El propio Ahmadineyad financia un instituto de investigación en Teherán con el único propósito de estudiar, y de ser posible apresurar la venida del Imán. Y en una conferencia teológica, en noviembre del 2005, recalcó: “La tarea más importante de la Revolución es la de preparar el camino para el regreso del Doceavo Imán.”

Una política enfocada a una alianza con una fuerza sobrenatural es necesariamente imprevisible. ¿Por qué, pues, un presidente iraní debería dedicarse a una política pragmática cuando asume que, en tres o cuatro años, el salvador aparecerá? ¿Si el mesías ya viene, para qué transigir? Ésta es la razón, hasta ahora, por lo que Ahmadineyad, con evidente placer, siempre persigue políticas de confrontación.

La historia de los basiji nos enseña que debemos esperar monstruosidades del actual régimen iraní. Lo que comenzó en los ochenta con despejar los campos de minas con detonadores humanos desplegados a través del Oriente Medio, así como con el bombardeo suicida, se ha convertido en la táctica terrorista favorita. Los espectáculos montados en el desierto –con actores contratados para representar el papel del Imán Oculto– han abierto más la confrontación entre el ferviente Irán y el mundo occidental. Y los basiji, quienes hace mucho tiempo deambulaban por el desierto armados sólo con bastones, hoy se desempeñan como químicos en las plantas enriquecedoras de uranio. ~

Traducción de Germán Toyos

© TheNew Republic

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