Las secuelas de Frankenstein

Tomando como base la naturaleza anfibia del monstruo Frankenstein, Nissen explora en este ensayo las confluencias y divergencias entre arte y ciencia.
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Me enseñaste a hablar, y mi provecho

es que sé maldecir. ¡La peste roja te lleve

por enseñarme tu lengua!

Calibán en La tempestad, de William Shakespeare

 

No cabe duda de que el doctor Victor Frankenstein fue impulsado por la ambición y la intuición para construir su criatura: un ser vivo capaz de pensar, sentir y expresar emoción. Esta hazaña detona una pregunta inevitable: ¿qué era el monstruo de Frankenstein, una obra de arte o una obra científica? Se podría argüir que la criatura era una obra de arte avant garde, cuya forma desconocida representaba una afrenta directa al canon establecido. O quizá, en efecto, se trataba de un producto de la investigación científica, una figura precursora de la ingeniería genética: una innovación que se adelantó a su tiempo. Una entidad tan bizarra que despertó la aversión de quienes la percibieron como una amenaza pavorosa, una abominación de la naturaleza que causó una violenta reacción en quienes la vieron o escucharon hablar de ella. Aunque se sentía orgulloso del éxito de su criatura, el doctor Frankenstein era consciente del dilema moral que entrañaba. Tenía remordimientos, ya que estaba convencido de que su manipulación de la naturaleza había sido inmoral y con resultados desastrosos. En la introducción a su novela, Mary Shelley expone sus ideas:

Mi imaginación, desatada, me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza muy superior a los límites habituales de la ensoñación. Con los ojos cerrados pero con la aguda visión mental vi al pálido estudiante de artes impías, arrodillado junto al ser que había ensamblado. Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido y luego, por obra de un ingenio poderoso, lo vi manifestar signos de vida y agitarse con movimientos torpes y semivitales. Debía ser espantoso, pues sumamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo. El éxito aterraría al propio artista, que huiría horrorizado de su obra.

Muchos años después esto halló eco en el doctor Robert Oppenheimer, responsable de fabricar la bomba atómica, cuando expresó su angustia por lo que había hecho: “Creamos algo, un arma terrible, que alteró abrupta y profundamente la naturaleza del mundo. Creamos algo que, acorde con todos los parámetros del mundo en que crecimos, es malévolo.” Al estallar la primera bomba atómica, Oppenheimer citó las antiguas palabras del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos.”

Desde la óptica científica, la intuición de Frankenstein fue clarividente. Nuestra habilidad para clonar cosas vivas, crear nuevas formas de vida mediante la manipulación genética y emplear armas de destrucción masiva suscita preguntas morales y éticas de suma importancia. La historia de cómo el doctor Frankenstein intenta crear vida es una poderosa metáfora de nuestras aspiraciones y hazañas culturales. En su calidad de creador, inventor y fenómeno cultural, el hombre posee muchos atributos, y el más notable lo constituyen sus logros en el arte y la ciencia. Ambas son empresas creativas con connotaciones morales y estéticas que se entrecruzan y tienen muchos paralelismos; ambas son producto del profundo sentido de asombro y curiosidad con que nacemos; ambas comparten la imaginación, la visión y la inspiración como requisitos, pero su diferencia básica radica en los objetivos que persiguen. Mientras que el arte es subjetivo y paradójico y se basa en o está influido por emociones, gustos y opiniones personales, la ciencia es un empeño objetivo cuyos juicios no dependen de tales inquietudes. El arte no se puede medir, cuantificar o demostrar, rasgos indispensables para el ejercicio de la ciencia. La experimentación empírica lleva a descubrimientos nuevos y prácticos que son el fundamento de toda investigación científica. Esos descubrimientos van en aumento y se apoyan en precedentes, observaciones y evidencias comprobables con el fin de examinar y explicar los procesos de la naturaleza y los mecanismos del mundo en que vivimos.

La ciencia, la tecnología y sus inventos son operaciones que cuentan con un progreso lineal y pueden ser verificadas. Su uso es utilitario y se aplica a asuntos prácticos; sus soluciones dependen de la teoría y la lógica. Por su lado, el arte acepta y explota la ambigüedad, el azar y lo aleatorio como partes de su proceso –un anatema para la ciencia en el pasado– y renueva su vigor mediante la mutación. Además, al contrario de la ciencia, elude una definición precisa. La filosofía se halla en un punto intermedio entre el arte y la ciencia en el sentido de que intenta dilucidar a través del análisis racional por qué poseemos facultades como el libre albedrío, el razonamiento y el lenguaje. Sin embargo, la filosofía es conjetura y, al igual que las del arte, sus vacilaciones no se pueden probar y nunca entregan conclusiones demostrables: sus avances son más bien adaptaciones al raciocinio y el comportamiento contemporáneos. Al pensar sobre cómo se piensa, la filosofía establece postulados y teorías que a menudo son refutaciones deductivas de especulaciones que otras filosofías propusieron.

El arte funciona como el clima: sus vicisitudes siguen algunos patrones generales al igual que las estaciones pero se caracteriza por ser impredecible, inestable y errático. Se dice que solo el paso del tiempo destilará y validará la calidad y el mérito de cada obra de arte. Esto, no obstante, no es totalmente cierto: la apreciación del arte varía porque está sujeta al temperamento y la sensibilidad cultural de cada sociedad. Aunque se puede considerar que el arte no envejece, ya que tiene la capacidad de comunicarse con nosotros a lo largo de milenios, existen numerosas obras de relevancia que no se han descubierto o han sido olvidadas o bien aguardan ser reconocidas. En nuestra época, el arte aborigen y tribal, ignorado desde mucho tiempo atrás o circunscrito al campo del interés antropológico, fue revivido repentinamente como una fuerza expresiva; su potencial inherente se liberó para convertirse en una influencia vital del arte del siglo XX.

Al contrario de la ciencia, el arte se debe pensar en términos no de progreso sino de metamorfosis y mutación. Se puede creer que el arte que se practica y goza hoy día es una especie de actualización del arte del pasado, pero en realidad siempre se trata del mismo fenómeno que se manifiesta en distintos idiomas y contextos. Esto no quiere decir que el arte sea ahistórico, ya que las obras artísticas tienen una influencia acumulativa sobre sus sucesoras. Los movimientos artísticos avanzan en patrones cíclicos que son renovados o absorbidos por otras culturas gracias al mestizaje, y los artistas se basan en el ejemplo y la experiencia de sus antecesores al generar nuevos procedimientos y prácticas que con el tiempo se consolidan y terminan por formar parte de la tradición. Eventualmente el pulso de la tradición se debilita y se disipa en el lugar común, detonando otra vez la renovación y la regeneración. En la ciencia los nuevos hallazgos logran que los viejos se vuelvan redundantes, pero esto no ocurre en el arte. Lo que el tiempo diluye en el arte es el contexto en el que se creó, afectando sin remedio nuestra percepción: algo semejante a lo que sucede al leer literatura traducida, ya que los matices del original pierden lustre o se extravían.

Las formas que adoptan las expresiones artísticas cambian a través de las épocas y varían entre las diversas culturas, a tal grado que podría parecer que no están relacionadas. Pero el arte posee un hilo común donde y cuando sea que se manifieste, y, aunque se expresa en diferentes formatos y estilos, es nuestra manera de procesar experiencias y la materialización palpable de nuestra humanidad. Da configuración y sentido a nuestro ser y al mundo que nos rodea de acuerdo con la estética y la sensibilidad de cada sociedad.

El sendero que lleva de lo ignoto a lo familiar comienza con un golpe de reconocimiento. Un cuadro seminal del siglo XX, Las señoritas de Aviñón de Pablo Picasso, se juzgó como una obra fallida, vergonzosa y hasta grotesca. Esta pintura hereje y subversiva fue una negación, una afrenta a todas las ideas establecidas sobre belleza y contenido pictórico e impactó por igual a admiradores, críticos y colegas cercanos. Incluso Henri Matisse, compañero iconoclasta, expresó su indignación y dijo que se trataba de una broma. Durante los siguientes treinta y nueve años, el cuadro permaneció en buena medida sin ser visto ni conocido. Con todo, sirvió como el catalizador que dio origen al cubismo y por ende condujo a repensar el arte moderno. Picasso lo calificó después como su primer exorcismo pictórico. Hoy es considerado una obra maestra.

 

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Leonardo da Vinci fue una mezcla excepcional de artista y científico, un dechado de virtudes en ambas disciplinas. Pintor de talento prodigioso, ingeniero, anatomista e inventor, encarnó la capacidad del hombre para la proeza intelectual y artística. “¡Eureka!”, el grito de Arquímedes al anunciar un súbito relámpago de comprensión, sintetiza la emoción que provoca el descubrimiento intuitivo de una verdad científica. Un supuesto golpe en la cabeza causado por una manzana llevó a Isaac Newton a dar con el concepto de la fuerza de gravedad. Albert Einstein, por su parte, afirmó que la teoría de la relatividad se le reveló en un sueño: declaró que era “lo suficientemente artista como para acudir con libertad a [su] imaginación”, una evidencia de la inspiración y de cómo, lo mismo en el reino de la física y las matemáticas que en el arte, la intuición cumple un papel central.

La composición y el comportamiento de la luz y los colores que produce al pasar por un espectro es un fenómeno científico muy bien comprendido dentro de la física. Lo que resulta inexplicable es que la interacción instintiva de diversos colores en una pintura pueda tener efectos emotivos y sensuales; la facultad del color para activar sentimientos estéticos innatos que yacen en lo más profundo de nosotros continúa siendo un misterio. Al igual que los acordes compuestos de notas musicales o las palabras que crean un poema, los colores juegan entre sí y resuenan en nuestros sentidos. Números, fórmulas y ecuaciones poseen una armonía o belleza particular que dispara en los matemáticos una emoción visceral que los conduce a soluciones que de otro modo quedarían en la penumbra. Una antigua noción filosófica, la “música de las esferas”, percibió la armonía y la proporción en el movimiento de estrellas y planetas, distinguiendo patrones de formas y resonancias que generaban sonidos cósmicos vinculados a las órbitas. La idea de que el tono y la escala de una nota musical estaban en proporción al peso de un martillo al golpear un yunque o a la extensión de una cuerda punteada consiguió que Pitágoras descubriera las propiedades matemáticas de la música. La música es quizá la más emotiva y abstracta de las artes, la que tiene una relación más estrecha con las matemáticas, que a su vez son la más poética de las ciencias.

La leyenda que narra la aptitud de Orfeo para encantar e hipnotizar con su música a las bestias salvajes halla eco en la película La novia de Frankenstein, donde vemos cómo el monstruo es hechizado por un sonido melodioso al que se muestra receptivo. Atraído por la música que escucha salir de una cabaña en el bosque, el monstruo decide entrar y hace amistad con el habitante, un violinista ciego ajeno a su extraña apariencia. La música tranquiliza y deleita a la criatura; los dos personajes entablan una relación afectuosa, beben y fuman juntos. Inevitablemente los perseguidores del monstruo lo localizan y atacan; en la cabaña se desata un caos que redunda en el incendio y la muerte del músico.

En la misma película el doctor Frankenstein jura renunciar a sus experimentos, se retracta y hace un pacto fáustico con un colega, el doctor Septimus Pretorius, para crear a la compañera que el monstruo le exigía. Pretorius ya había hecho criaturas humanas en miniatura, dotadas de raciocinio y habla y vestidas con trajes de época, gracias al hallazgo de un proceso presuntamente “orgánico”. Una de ellas es una pequeña bailarina de ballet que, para molestia del doctor, se mueve solo cuando suena la “Canción de primavera” de Mendelssohn. Otra, una sirena diminuta, fue resultado de “un experimento con algas marinas”. Incapaz de lograr que estos homúnculos felices tengan un tamaño real, Pretorius ha debido recurrir a la ayuda de Frankenstein, cuyas técnicas dependen de la electricidad para dar la chispa vital –algo que quizá insinúa la chispa divina– a su criatura. La novia creada por los dos científicos, por supuesto, mejora el esfuerzo anterior de Frankenstein: luce un exótico peinado adornado por un rayo que la hace ver como si acabara de insertar el dedo en un contacto eléctrico. Ambas criaturas despliegan emociones y sentimientos; la belleza de la novia embruja de inmediato al monstruo, cuyos intentos por demostrar ternura son recibidos por los gritos de ella, que siente repugnancia por el desagradable aspecto que él ofrece y terror por el filón agreste que percibe en su naturaleza.

Frankenstein, la novela de Mary Shelley, es una parábola sobre el peligro que entraña jugar a ser Dios. Fue un éxito instantáneo, y se convirtió en un mito a escala global a través de las películas rodadas en los años treinta. La interpretación de Boris Karloff se ha vuelto la imagen que define al monstruo y el modelo de todas las recreaciones posteriores, eclipsando el original más matizado de Shelley al acentuar la condición salvaje de la criatura. La novela brinda una versión más compasiva del monstruo: retrata su fragilidad, su sensibilidad y su tormento interior al enfrentar la hostilidad constante que lo rodea. Shelley lo describe como un ser muy articulado y capaz de expresar su confusión y remordimiento por los actos atroces que se ve obligado a cometer.

Las hazañas de héroes y villanos ficticios echan raíces en la imaginación popular a través de los relatos; son metáforas que representan deseos, ambiciones o prejuicios. Entre los arquetipos clásicos están el sabio, el embaucador, el mago, el vengador, el demonio y el científico loco. En la época moderna abundan los ejemplos: Tarzán es una expresión bastante obvia de la supremacía blanca, el hijo de un aristócrata –por supuesto– que domina a las bestias de la jungla. Superman, modesto y sin pretensiones, un típico caballero errante, derrota a las fuerzas del mal cuando se le provoca. El doctor Fausto vende su alma al diablo a cambio de conocimiento y poderes sobrenaturales, mientras que Dorian Gray canjea la suya por la juventud eterna y una vida hedonista. Metrópolis, la película de Fritz Lang de 1927, llevó por primera vez al cine el prototipo del científico loco en la figura de Rotwang, el genio malévolo cuyas máquinas sustentan la ciudad subterránea y que inventa una manera de clonar a la heroína, o al menos su versión rencorosa.

Quizá el personaje de la ficción moderna que mayor influencia ha recibido de las estrategias de la ciencia es Sherlock Holmes, un héroe atípico cuya destreza es más mental que física. En aquella época había aumentado la conciencia pública de los avances y beneficios de la ciencia, y la noción de una era del hombre científico flotaba en el aire. El personaje de Sherlock Holmes, más sapiens que homo, encajó perfecto con esta apreciación. Su genio para la deducción y el análisis lógico lo volvió una figura emblemática que encarnaba la idea de la metodología científica: resolver un crimen era como resolver una ecuación matemática. Su observación precisa y su capacidad de identificar y localizar pistas ocultas, basándose en la inferencia y la asociación para dar con la solución correcta –y en su caso siempre asombrosa–, remitían a los procedimientos del científico. Tocar el violín fortalecía sus reflexiones y contribuía a que su mente se concentrara. Y un poco de cocaína lo ayudaba a enfocar mejor.

 

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En la década de 1790, el descubrimiento del galvanismo permitió creer en la facultad de liberar fuerzas vitales mediante la electricidad. Los experimentos del doctor Luigi Galvani mostraron que la electricidad aplicada a los tejidos nerviosos de animales diseccionados causaba espasmos en los músculos. En sus conversaciones con Lord Byron y Percy Shelley, Mary Shelley expresó esta idea: “Quizá un cadáver podría ser reanimado; el galvanismo ha dado pruebas de dicha posibilidad. Quizá los elementos que componen una criatura se podrían fabricar, unir e inyectar de calor vital.” El galvanismo se desarrolló después como terapia de choques eléctricos; en la ficción, sin embargo, el método empleado por los científicos locos fue la electricidad, a la que el público lego adjudicaba poderes místicos.

Establecido en 1890, el uso de la silla eléctrica añadió una connotación negativa a los beneficios positivos que la gente veía en esta nueva fuente de energía. La chispa de la vida también podía ser la chispa de la muerte. Los experimentos de Nikola Tesla con la electricidad, y en especial su invento de grandes esferas y espirales de cobre que generaban campos eléctricos con altísimos niveles de voltaje descargados en un estallido de relámpagos similar a un despliegue pirotécnico, inspiraron las escenas espectaculares de las primeras películas de Frankenstein. La metáfora de la electricidad como fuente de una energía mítica fue remplazada posteriormente en la imaginación colectiva por la radiación, los rayos láser y la transmutación.

De haber sido un mero resultado del logro científico, el monstruo de Frankenstein se habría reducido a un robot, un humanoide capaz de seguir instrucciones, realizar tareas, hacer cálculos y aun proceder de acuerdo con ellos. Pero no habría podido tener sentimientos, humores o emociones que impulsaran sus actos, vínculos amistosos con seres humanos ni la habilidad para sostener una charla inteligente. La idea del autómata tiene su origen en antiguas mitologías; los muñecos humanoides hechos con partes móviles eran comunes en muchas culturas. Hombres como Aristóteles y Leonardo concibieron figuras mecánicas más sofisticadas, y a partir del siglo XVIII la exhibición pública de autómatas se volvió un entretenimiento popular. El legendario Golem judío, un monstruo antropomórfico creado de una sustancia inerte similar al barro y dotado de vida gracias a la magia, era un patán torpe que podía cumplir tareas con ímpetu pavloviano pero no mucho más. Se comportaba igual que un robot. La fascinación por los autómatas mecánicos y el Golem rondaba de seguro la mente de Mary Shelley cuando escribió su novela.

Las ideas nuevas y la innovación acorde con la sensibilidad en curso fomentan la vitalidad cultural, mientras que el poder del hábito nos ata a costumbres rígidas que al congelarse producen una tradición de prácticas atrofiadas. La rutina y el convencionalismo impiden la renovación. La capacidad de ver el mundo desde ópticas múltiples resulta esencial para una cultura vigorosa, ya que la exime de la fatiga de lidiar con formas enquistadas que se han vuelto práctica común. La visión y la imaginación permiten revitalizar la experiencia estética y apuntar hacia nuevos horizontes. La comparación y la perspectiva generan mayores grados de percepción, del mismo modo que conocer otro idioma nos deja profundizar en el entendimiento de nuestra lengua materna.

El concepto del collage, el ensamblaje de distintos materiales al yuxtaponerlos y acomodarlos en una composición coherente, fue una de las propuestas fundadoras del arte moderno. El monstruo de Frankenstein, un mutante improvisado con órganos y partes de cuerpos, era una especie de collage humano al que se le dio vida. Podríamos preguntarnos si acaso nunca envejecería, ya que empezó a existir como un adulto hecho y derecho, y fantasear sobre lo que podría haber revelado durante la terapia en el diván de Freud (otro doctor F). ¿Habrá sido asexual como los ángeles? ¿Necesitaba dormir o tenía insomnio? ¿Soñaba con ser apuesto para así acabar con la agresión que padecía? ¿Se negaba a aceptar su mala forma de vestir? Debe de haber sufrido de depresión; no podía tener memorias reprimidas, ya que no podía recordar su infancia. Carecía de padres y por ende del complejo de Edipo. Si hubiera sido tolerado, si su naturaleza no hubiera sido maltratada por la incomprensión maliciosa, qué gran historia habría podido contar: un relato fantástico que nos habría dado una valiosa idea de su experiencia cuasi humana.

En Las metamorfosis de Ovidio, Orfeo habla del talentoso escultor Pigmalión y de la hermosa estatua de marfil que talló: tan hermosa, de hecho, que terminó por enamorarse de ella. La adornó con joyas deslumbrantes y telas finas, señales de su adoración. Movida por las súplicas y las ofrendas del escultor y halagada –uno imagina– al ver que la belleza sin par de la estatua se asemejaba a la suya, la diosa Afrodita concedió el deseo de que la efigie cobrara vida. Mientras la acariciaba y llenaba de besos, Pigmalión sintió que los brazos y las piernas de la estatua se suavizaban y animaban y, claro está, la oyó proclamar su amor por el que la había creado. Esta historia es una metáfora de cómo el artista, apasionado y obsesionado por sus creaciones, puede alcanzar la trascendencia y el logro personal a través del arte.

Al dejar que la imaginación alce el vuelo, el arte nos permite reinterpretar constantemente nuestra naturaleza sin las ataduras de la razón y crear una auténtica obra artística mediante una red de asociaciones dispares. Admitir visiones y perspectivas alternativas posibilita que ampliemos nuestra experiencia al adoptar y aceptar lo desconocido, lo extraño y lo extraordinario.

Al subtitular su novela El moderno Prometeo, Mary Shelley encarnó una parábola clásica –equiparable a la de la manzana de Eva– de cómo los dioses castigan la curiosidad y la búsqueda de conocimiento insaciables. Todas estas historias emblemáticas tienen una moraleja y junto con las fábulas y los cuentos de hadas constituyen alegorías de situaciones arquetípicas, a algunas de las cuales no les vendría mal cierta actualización.

Mientras deambula por el bosque, un joven leñador oye una voz plañidera que surge de la maleza. Se agacha y descubre un sapo que le dice: “En realidad no soy un sapo sino una hermosa princesa condenada por una bruja malvada a vivir en este cuerpo hasta que un hombre me bese y rompa el hechizo. Por favor, bésame y acaba con esta maldición que debo soportar.” El leñador recoge el sapo, lo mira a los ojos y se lo guarda en un bolsillo. “Pero, buen leñador –suplica el sapo–, ¿por qué no me besas?” El joven hace una pausa y luego responde: “Es que en este mundo hay muchas princesas, pero ¿un sapo parlante?” ~

 

Traducción de Mauricio Montiel Figueiras

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(Londres, 1939) es artista plástico. En 2008 publicó el libro Expuesto. Reportes y rumores en torno al arte y el arte de Brian Nissen (DGE|Equilibrista-UNAM, 2008).


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