Las muertas de Juárez

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Uno de los cuentos de horror más escalofriantes que he leído presenta a un vampiro que, dentro de un campo de concentración nazi, estraga a sus compañeros de confinamiento. Fantasía angustiosa a partir del exterminio racista, el cuento se titula “De entre los muertos” y sus autores, Gardner Dozois y Jack Dann, batallaron para publicarlo en 1982: ninguna de las revistas convencionales de ficción especulativa se atrevió a ofrecerlo a sus lectores. Les parecía demasiado duro, de mal gusto, incluso excesivo en su fantasía.
     Pero esta historia palidece cuando pienso en una urbe en la que hubiera libertad para violar, torturar y matar mujeres jóvenes, los policías encubrieran a los asesinos o fueran sus cómplices, maquinaran la culpabilidad de gente inocente y amenazaran o atentaran contra la vida de quienes se atreviesen a denunciarlos. Los culpables estarían libres y el gobierno cerraría los ojos. Un juego siniestro de la barbarie de género. Sería una historia de horror perfecta, excepto por un rasgo: es real, nada ficticia. Tan verídica como las víctimas, los documentos, los testimonios, los indicios, las evidencias que he tenido frente a mis ojos, como muchas y muchos otros, desde hace seis años.
     El sitio se llama Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua. Se ubica en la frontera mexicana con los Estados Unidos. Una población de un millón trescientos mil habitantes que se ha vuelto el emblema inverso de un país —México— acuciado por los contrastes y las limitaciones, y donde el triunfalismo de las apariencias de cambio democrático ahonda el tajo entre lo real y lo formal. O la ofensa extrema contra los derechos humanos.
     Desde 1993, se han presentado allá más de trescientos homicidios de mujeres. La imposibilidad de tener una cifra exacta es parte del problema, tanto como las presunciones oficiales de tener resuelto el 80% de los crímenes mientras éstos han continuado. De acuerdo con datos proporcionados por organizaciones civiles, un centenar de estas víctimas —de familia pobre, menudas, morenas, de cabello largo, muchas veces no identificadas— provendría de asesinatos en los que se detectó violencia sistemática de cariz sexual.
     Las víctimas murieron de asfixia por estrangulamiento. Aunque algunos fueron hallados en zonas céntricas, la mayor parte de los cuerpos apareció en terrenos baldíos en el extrarradio de Ciudad Juárez, y los indicios señalaban que a las víctimas se las había matado en otro lugar. El modus operandi de estos homicidios es de tipo “serial”. Año tras año, se han repetido los crímenes, que incluyen asesinatos de adolescentes e incluso niñas de diez, once o doce años.
     Esta frontera sería uno de los lugares más peligrosos para las mujeres de todo el mundo. Sin duda, lo es de México, y quizás de los Estados Unidos. En la República Mexicana, por cada nueve hombres víctimas de homicidio doloso se mata a una mujer; en Ciudad Juárez, la proporción aumenta a cuatro asesinadas. Y esto se agrava porque México admite un índice de casi 100% de impunidad, de acuerdo con la ONU. La urbe fronteriza condensa un mal generalizado del país y supone riesgos planetarios de signo anárquico para el futuro.
     Por mi parte, pienso que sólo disponemos de un contraveneno: la memoria. Pocas veces he sentido tal efecto de vulnerabilidad como cuando visité los parajes donde aparecen los cuerpos de las víctimas: una auténtica dimensión desconocida, un desierto a medio camino entre algo, la nada y las expoliaciones de pocos.
     En la primavera de 1999, Esther Chávez Cano, directora de la Casa Amiga, una organización civil de apoyo a las mujeres y contra la violencia doméstica, previó que continuarían los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez: era obvia la irresponsabilidad y la ineficacia de las autoridades. En esas fechas, la policía detuvo a un sujeto llamado Jesús Manuel Guardado Márquez, alias El Tolteca, y a una presunta banda de Los Choferes, acusados de ser homicidas y violadores y a quienes se incriminó de ser los causantes de muchos de aquellos homicidios. Chávez Cano alertó: “esto no cambia la situación, y van a continuar los crímenes como pasó antes con la presentación de la pandilla de Los Rebeldes. Todas y todos creímos que era el principio del fin, y ya se han visto los resultados”.
     Chávez Cano se refería a que la historia de 1999 era la misma de 1995, cuando la policía detuvo al químico de origen egipcio Abdel Latif Sharif Sharif y lo inculpó. Poco después, apresó a Los Rebeldes, un grupo de jóvenes y supuestos cómplices de Sharif Sharif. Las autoridades nunca lograron demostrar tal vínculo.
     Hasta el día de hoy, a Sharif Sharif se le mantiene incomunicado en un penal de alta seguridad en la ciudad de Chihuahua, capital del estado. Se le acusa del homicidio de la adolescente Elizabeth Castro García: fue condenado a treinta años de cárcel en un proceso lleno de inconsistencias e irregularidades, ahora suspendido y en fase de apelación.
     Una mañana de 1999, desde el teléfono público de la cárcel, Sharif Sharif se atrevió a retar a la fiscal en turno —que participaba en un programa televisivo con llamadas abiertas al público— a someterse al detector de mentiras. El gobierno de Chihuahua decidió cancelar el afán declarativo del egipcio acerca de la fabricación de cargos en su contra y ser un “chivo expiatorio”: lo incomunicaron por completo.
     Su defensora particular Irene Blanco, ex funcionaria de la alcaldía de Ciudad Juárez, sufrió amenazas, y su hijo Eduardo Rivas Blanco fue víctima de un atentado en mayo de 1999, al que sobrevivió. Sin embargo, el ataque provocó que ella terminara por abandonar la defensoría y también Ciudad Juárez al lado de su familia. Contradecir la palabra oficial allá no sólo es peligroso: puede ser una sentencia de muerte.
     A juicio del criminólogo juarense Óscar Máynez, al menos sesenta de los asesinatos de mujeres, desde 1993 hasta la fecha, se hallan “bajo un patrón similar”. En otras palabras, serían crímenes de tipo “serial” por parte de dos sujetos.
     En 1998, el célebre súper detective estadounidense Robert K. Ressler —que fue el experto detrás de la película El silencio de los inocentes de Jonathan Demme— viajó a Ciudad Juárez para asesorar a las autoridades de Chihuahua en la resolución de los homicidios de mujeres. A pesar de que sus aportaciones fueron discretas, apuntó que, de acuerdo con los documentos consultados por él y aparte de los criminales comunes, había dos asesinos seriales detrás de los homicidios de mujeres. Y negaba que fueran de origen mexicano: quizás eran hispanos o mexicano-estadounidenses.
     ¿Homicidios rituales vinculados al satanismo? ¿Tráfico de órganos? ¿Filmación de películas snuff? ¿Orgías perversas de narcotraficantes? Las preguntas se multiplican porque se ha carecido de una pesquisa seria al respecto. Diversos testimonios indican que los asesinos seriales estarían protegidos, en un primer nivel, por policías del municipio y del estado de Chihuahua. Luego, tendrían un manto protector en las cúpulas del poder vinculado al narcotráfico.
     A lo largo de la década de los noventa, y a las puertas de los mismos ranchos —o en su perímetro— donde a finales de 1999 se realizó el operativo de México y los Estados Unidos en busca de “narcofosas”, aparecieron numerosos cuerpos de mujeres y de niñas. Esta coincidencia puntualiza los nexos entre los homicidios seriales y la mafia de narcotraficantes, militares y policías que subsiste en Ciudad Juárez desde hace años. Las autoridades locales, tanto como las estatales y las federales, han desestimado indagar a fondo esta línea. Uno de los indicios más persistentes al respecto señala como homicida serial a un sujeto de nombre Alejandro Máynez, quien habría formado parte de una pandilla de asesinos, secuestradores y traficantes de droga y de joyas, miembro también de una familia dueña de centros nocturnos en Ciudad Juárez. Nunca se le ha investigado. Es una suerte de sombra a la que encubren dos o tres nombres distintos.

     Desde 1998, los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez merecieron recomendaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) que, por supuesto, fueron desatendidas por el gobierno estatal. Los involucrados en esta denuncia eran protegidos del entonces gobernador Francisco Barrio Terrazas, del Partido Acción Nacional (PAN). Mientras Barrio Terrazas ocupó el gobierno del estado de Chihuahua —entre 1992 y 1998—, comenzaron a multiplicarse en Ciudad Juárez, además de los secuestros, las desapariciones y la violencia, los homicidios de mujeres. Estos crímenes ocurrieron en su mayoría bajo su gobierno, y continúan sin solución.
     No obstante, al llegar a la presidencia de México en diciembre de 2000 con el Partido Acción Nacional, Vicente Fox puso a Barrio Terrazas al frente de la Secretaría de la Contraloría y Desarrollo Administrativo (SECODAM) de su presidencia, oficina a cargo —ni más ni menos— de combatir la corrupción y la ineficacia de los organismos públicos.
     El auge de los homicidios en la frontera mexicana ha implicado un furor misógino que, de ser un estatuto de crimen esporádico, se transformó en un estrago comunitario bajo el temible efecto copycat: el trabajo de los imitadores que acechan en la penumbra y reproducen la violencia extrema. Es el reino de los violentos, los perversos, los psicópatas, por lo que la totalidad de los homicidios de mujeres carece de una sola explicación.
     El 20 de septiembre de 1998 se halló bajo la cama de un cuarto del Hotel Plaza, en las cercanías del viejo puente internacional, el cuerpo de Hester van Nierop, una universitaria holandesa de 28 años de edad. Murió, señala el informe forense, de “asfixia por estrangulamiento”. A pesar de las numerosas solicitaciones de la embajada de los Países Bajos en México, los resultados de las pesquisas han sido nulos.
     En Ciudad Juárez, las mujeres viven en alto riesgo. Inmersas en la urgencia laboral, tratan de evadir la pobreza y la hostilidad circundantes. En los arrabales de la ciudad abundan las pandillas y los toxicómanos. Merodean los coches con jóvenes que idolatran la depredación de las mujeres como un placer y una consigna irrenunciables de su propio ser. Gran parte de las víctimas de homicidio en Ciudad Juárez eran obreras, y fueron sorprendidas cuando transitaban de su casa al trabajo, o viceversa.
     Desde la época posrevolucionaria, la urbe juarense desarrolló una fuerte industria de ocio nocturno y servicios turísticos; aquí se multiplicó a lo largo del siglo xx una zona de tolerancia libérrima en el vecindario del viejo puente internacional, aquí se creó el cóctel “Margarita” en 1942. Una atmósfera plena, en la actualidad, de toxicomanía y prostíbulos, corridos del narcotráfico y canciones “norteñas” que se entrelazan con las baladas sentimentales, el heavy metal, el rap o la música electrónica a todo volumen en los coches. En esta urbe, el cuerpo se expresa como una moneda histórica.
     Al mismo tiempo, Ciudad Juárez fue en la última década del siglo xx la ciudad mexicana con menor desempleo debido a las miles de empresas maquiladoras, fábricas de capital extranjero y alta tecnología donde se manufacturan o ensamblan las distintas piezas de un producto con vías a la exportación y mediante mano de obra barata. En los últimos meses, debido a la recesión mundial, la industria maquiladora redujo sus actividades en un 8%. Esto ha redundado en mayores tensiones, ya que la industria maquiladora tiende a “maquilar” la urbe entera: impone sus normas, conductas, efectos y segregaciones socioculturales. La fuerza de trabajo convergente, en buena parte del interior del país, ha producido un pujante protagonismo de las mujeres en la sociedad juarense, lo que ha inquietado las tradiciones machistas y patriarcales.
     Asimismo, esta frontera representa el mayor polo humano en el norte de México. Y constituye el puente preferido de los mexicanos hacia Texas y Nuevo México, en los Estados Unidos. Tal fluidez se ha convertido en un dilema mexicano-estadounidense, ya que Ciudad Juárez resiente la asimetría económica de los dos países: incremento poblacional, falta de infraestructura, servicios y vivienda, especulación inmobiliaria, negligencia ante los recursos naturales, escasez de agua, exceso de automóviles particulares, etcétera.
     Una generación atrás, el centralismo mexicano decidió semejante impulso industrialista y modernizador en la frontera norte, sus beneficios difíciles y sus anomalías perdurables.

Ahora, las disoluciones fronterizas regresan al centro en un efecto de boomerang civilizador y cultural. Cada día, México parece fronterizarse más. El desierto devora lo urbano.
     Con todo, la Procuraduría General de la República (PGR)1 se ha negado a ejercer la “atracción” para investigar los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez —los considera delitos de fuero común o de índole local—, aunque ha aceptado “colaborar” con las indagatorias. A su vez, el gobierno del estado de Chihuahua ha optado por darle “solución política” al problema. Esto consiste en desestimar el orden policiaco-judicial, los usos técnico-legales y el combate al delito, en favor de la ilegalidad y las triquiñuelas procesales. A cambio, se recurre a los usos propagandísticos en la esfera pública en un intento de ganar credibilidad mediante ocultamientos y mentiras. Se prevarica o se manipulan las cifras.
     Un par de años atrás, un diputado juarense me comentó, preocupado: “No me extrañaría que el gobernador haya dado órdenes a un grupo de policías judiciales para que se hagan cargo de ocultar los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez”. Se refería al actual gobernador del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Patricio Martínez, el mismo que, en enero de 2001, sufrió un atentado contra su vida, del que culpó a la mafia local del narcotráfico: la mujer que intentó matarlo es una ex agente de la Policía Judicial del Estado de Chihuahua (PJECH).
     El 13 de octubre de 2001, María Sáenz, del Comité de Chihuahua Pro Derechos Humanos (CCHPDH), alertó sobre una tendencia creciente en Ciudad Juárez. Antes se encontraban los cuerpos de las víctimas violadas y estranguladas. Ahora, “simplemente desaparecen”; los grupos civiles contabilizan cerca de quinientas desaparecidas. Hacer desaparecer los cuerpos de las víctimas ha sido una especialidad de la mafia fronteriza. En noviembre de 1999, el mundo se asombró ante la idea de que, en el operativo binacional en busca de los cementerios clandestinos de los narcotraficantes en Ciudad Juárez, habría cientos de cuerpos en fosas clandestinas. Al final, sólo se hallaron nueve cadáveres. La explicación al respecto puede estar en un procedimiento usual en aquella mafia para desaparecer a sus víctimas. Le llaman “lechada”, un líquido corrosivo compuesto de cal viva y ácidos que en poco tiempo destruye la materia orgánica sin dejar rastros. Que no quede huella, sería el mandato secreto. Aniquilaciones, censura, invisibilidad, silencio, forman parte todavía de la estrategia de gobernar lo ingobernable en México.
     El 6 de noviembre de 2001 se hallaron los cuerpos desnudos de tres mujeres jóvenes en un sembradío de algodón en la orilla centro-oriental de esta urbe. Una de ellas era menor de edad y tenía las manos atadas por la espalda. Al día siguiente, al ampliar la búsqueda, se localizaron los restos de otras cinco víctimas.
     En la prisa por cubrir los casos, la policía chihuahuense detuvo y torturó a dos individuos para que se declararan culpables de los crímenes. De inmediato, el procurador del estado Arturo González Rascón anunció que los crímenes estaban resueltos, y consignó a un juzgado penal, fuera de cualquier pesquisa o prueba pericial, a los dos inculpados. Contra el respeto al derecho y bajo la repulsa pública, un juez afín a las autoridades locales dictó el auto formal de prisión el 14 de noviembre de 2001. Entre el hallazgo de los cuerpos y el mandato judicial sólo transcurrió una semana. Mientras tanto, los verdaderos culpables están libres, y se expande el tufo de un poder suprainstitucional.
     Por lo mismo, recuerda, me digo. Aquel día 14, se hallaron los cuerpos de dos jóvenes asesinadas más: uno en el Motel Royal y otro en el municipio de Guerrero. El 19 de noviembre de 2001 se descubrió el cuerpo semidesnudo, estrangulado y golpeado de otra muchacha de 21 años, Alma Nelly Osorio Bejarano, en una calle periférica de Ciudad Juárez.
     Hoy por hoy, se carece de un registro único de los homicidios dolosos contra mujeres en Ciudad Juárez, sobre todo porque las propias autoridades del estado han incurrido en negligencias desde que se comenzó a consignar en 1993, por parte de organismos civiles en defensa de los derechos de las mujeres, la persistencia de los crímenes, en particular de homicidios realizados bajo características similares de tipo múltiple o serial.
     El gobierno actual en el estado de Chihuahua —al mando de Patricio Martínez desde 1998— ha lamentado la indolencia de la administración anterior —a cargo de Francisco Barrio entre 1992 y 1998—, que “sólo dejó costales de osamentas” y un “total descontrol en la integración de las averiguaciones previas”.
     Además, al tomar el poder el nuevo gobierno, se encontró con que “no había ni un solo expediente de los casos” y la Fiscalía Especial para la Investigación de Homicidios Contra Mujeres (FEIHM) padecía “graves deficiencias”.
     A pesar de todo, el gobierno de Patricio Martínez habla de que, durante la administración de su predecesor, fueron “resueltos” doce casos “seriales” y 99 “situacionales” (es decir, motivos pasionales, narcotráfico, robo, sexuales, en riña, intrafamiliares, venganzas, imprudencia y motivos desconocidos).
     En consecuencia, el gobierno actual ofrece las cifras de su gestión desde octubre de 1998 hasta el 17 de febrero de 2002: veinte homicidios seriales y 71 situacionales. De los primeros, se citan quince como “resueltos” y cinco en proceso de investigación; de los segundos, se afirma que 53 fueron esclarecidos y 18 se encuentran en vías de investigación.
     

Y si bien puede aceptarse que, en efecto, el gobierno de Francisco Barrio Terrazas tuvo una actuación desastrosa en tal rubro esencial —un suceso que lo descalificaría de inmediato para ejercer cualquier puesto en el servicio público—, el gobierno de Patricio Martínez ha incurrido a su vez en anomalías cuestionables.
     Vale recordar que hay una trampa en el concepto de “dar por resuelto” u ofrecer la “resolución” de un caso, en el momento en el que se consigna a un o unos culpables, o bien se emite una orden de aprehensión en contra del presunto o presunta culpable. En términos estadísticos, este gesto de la autoridad aparece como un logro, que no siempre tiene sostén ni viabilidad en términos del proceso judicial consecuente.
     La estrategia para “resolver” los homicidios seriales contra mujeres en Ciudad Juárez por parte de los respectivos gobiernos ha sido una permanente política de simulaciones y ocultamientos, que consiste en inculpar a personas inocentes, como sucede con los dos detenidos a quienes se acusa de los ocho homicidios en serie del mes de noviembre de 2001.
     O bien se asesina a quienes se atreven a actuar como defensores. Tal aconteció con el abogado Mario César Escobedo Anaya, asesinado por un comando —confeso y al final exonerado por una jueza bajo el argumento de que actuó en “defensa propia”— de agentes de la Policía Judicial del Estado de Chihuahua, dirigido por el primer comandante Alejandro Castro Valles, quien antes detuvo en forma ilegal y torturó a aquellos inculpados.
     Abogados, legisladores, defensores civiles, periodistas, han sufrido intromisiones en sus teléfonos y correo electrónico, o recibido amenazas para que abandonen las pesquisas sobre los asesinatos de mujeres en Juárez. También, diversos críticos del gobierno de Patricio Martínez han recibido amenazas de muerte —o por lo menos mensajes muy amenazadores— para que dejen de ejercer su derecho de libre expresión: las militantes civiles Esther Chávez Cano y Victoria Caraveo, o el criminólogo Óscar Máynez.
     Más que cualquier eficacia legal, persiste en Chihuahua la vieja práctica de la subcultura gubernativa de México que tanto aplaude el pragmatismo de nuestra esfera pública: darle “solución política” a las cosas. Es decir, ganar la batalla en los medios masivos de comunicación o hacer proliferar las relaciones públicas para convencer acerca de las bondades de lo inaceptable en un Estado de derecho.
     Hasta el momento, y de acuerdo con la realidad jurídica, no existe ningún culpable auténtico que esté preso por causa de los homicidios seriales contra mujeres en Ciudad Juárez. Y los asesinatos continúan.
     El manejo en el escritorio o mediante propaganda de un problema tan grave como los homicidios contra mujeres de Ciudad Juárez encubre la carencia de un registro exacto y veraz de todas y cada una de las víctimas. Asimismo, las propias autoridades suelen abandonar las investigaciones cuando deberían continuarlas: más de tres meses después del hallazgo de los cuerpos de ocho víctimas en unos campos de algodón de Ciudad Juárez, un rastreo de grupos civiles descubrió allí ropa y objetos que pertenecieron a las víctimas. Si fueron “sembrados” como antes los mismos cuerpos el hecho resulta peor: expresa la nula atención policiaca. Estas incorrecciones están lejos de reflejar la “prioridad” que presume dar el gobierno mexicano a estos homicidios.
     Un caso ilustrativo: Lilia Alejandra García Andrade, de 17 años y madre de dos hijos, desapareció el 14 de febrero de 2001 al salir de su trabajo en una maquiladora. A Lilia Alejandra se le halló muerta siete días después en un lote baldío frente al centro comercial Plaza Juárez, en el cruce de las avenidas Adolfo López Mateos y Ejército Nacional, un lugar muy transitado y a pocos kilómetros de los campos del algodón de los hallazgos de noviembre de 2001.
     La autopsia reveló que aquella adolescente murió el 19 de febrero. Fue violada, torturada, mutilada y estrangulada. Su cuerpo estaba semidesnudo y envuelto en una cobija. Las autoridades locales recibieron denuncias de testigos que presenciaron el “levantón” de Lilia Alejandra por parte de varios hombres en un vehículo, pero se negaron a investigar a fondo los testimonios. El homicidio permanece impune. De acuerdo con tales testimonios, los sujetos son sicarios del narcotráfico.
     Los homicidios en serie en Ciudad Juárez, como se ha dicho tantas veces, revisten una complejidad en la que confluyen el propio territorio fronterizo con sus miles de emigrantes, su industria maquiladora, su quiebra de instituciones, su violencia, sus valores patriarcales, su desigualdad, las desatenciones del gobierno federal, etcétera. Pero, sobre todo, pesa la fuerza del narcotráfico y otras formas del crimen organizado.
     La red de entendimientos confidenciales entre el poder delincuencial, el poder económico y el poder político ha impuesto a esta frontera un sello de amenaza a la seguridad nacional del Estado mexicano. Y ha sembrado el caos u obnubilado las posibilidades de efectuar el cumplimiento de la ley y ejercer la procuración de la justicia a nivel local, estatal y federal.
     Los indicios, datos, testimonios de que yo dispongo arrojan un desafío para las autoridades federales: los homicidios en serie contra mujeres son cometidos en orgías sexuales y de fraternidad por uno o más equipos de operadores o sicarios —protegidos por funcionarios de diversas corporaciones policiales— en complicidad con personas prominentes —que poseen fortunas legales o ilegales producto del narcotráfico y el contrabando—, cuyo alcance ocupa la frontera norte e incluso el centro del país. De allí proviene la tenaz impunidad de estos crímenes de género.
     De acuerdo con fuentes de seguridad federal, se trata de seis prominentes empresarios de El Paso, Texas, Ciudad Juárez y Tijuana, quienes patrocinan y atestiguan los actos que cometen los sicarios, dedicados a secuestrar, violar, mutilar y asesinar mujeres; su perfil criminológico se aproximaría también a lo que Robert K. Ressler ha denominado “asesinos de juerga” (spree murders).
     El horror es una forma del olvido; su ficción también. Pero la realidad desata un agravio supremo. Los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez son una herida abierta al mundo. En este instante, quizá se consuma otro asesinato más de aquellos. –

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