Las mentiras de Michael Moore

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Uno de los muchos problemas de la izquierda estadounidense ha sido su imagen (ante los demás y ante sí misma) como algo demasiado solemne, melancólico, herbívoro, obtuso, monocromo, virtuoso y aburrido. ¿Cuántas veces, en mis viejos tiempos en la revista The Nation, escuché rumias nostálgicas y casi envidiosas? ¿Qué había sido del show radical Firing Line? ¿Quién sería nuestro Rush Limbaugh? En privado, solía desear que los camaradas, si alguna vez se animaban, pusieran el énfasis en la primera pregunta. Pero las reuniones eran tan lúgubres y somníferas que pensaba que las posibilidades de éxito en cualquiera de los dos frentes eran infinitamente pequeñas.
     Sin embargo, parece que al fin está emergiendo una respuesta a esta vieja necesidad. Dejo a un lado Air America, la involuntariamente graciosa emisora de radio de Al Franken, a la que concedí un par de entrevistas en sus primeros tiempos. Allí, uno podía oír a la gente tropezando con los cables o el ruido reconfortante de un decorado a punto de desplomarse, y recordar una vez más que la buena política y la buena imagen mediática no son ni siquiera parientes lejanos. Pero con Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, estamos en un territorio totalmente nuevo, que nos permite vislumbrar una posible fusión de las prácticas pomposas de MoveOn.org y los estándares fílmicos, que no las habilidades, de Serguéi Eisenstein o Leni Riefenstahl.
     Describir esta película como deshonesta y demagógica sería casi otorgar a estos términos un barniz de respetabilidad. Describir esta película como una basura sería correr el riesgo de emplear un discurso incapaz de salir del ámbito de lo excremental. Describirla como algo diseñado para halagar frívolamente a las masas sería demasiado obvio. Fahrenheit 9/11 es un siniestro ejercicio de frivolidad moral, groseramente disfrazado de severidad. Es, también, un espectáculo de abyecta cobardía política que se escuda en la máscara de una presunta ira “disidente”.
     A fines de 2002, casi un año después del ataque de Al-Qaeda a la sociedad estadounidense, debatí públicamente con Michael Moore en el Festival de Cine de Telluride. En el curso de nuestra charla, Moore dejó clara su posición de que Osama Bin Laden debía ser considerado inocente hasta que se probara su culpabilidad. Así, explicó, era como Estados Unidos hacía las cosas. La intervención en Afganistán, según él, carecía de justificación al menos en este punto. Algo —no sé bien qué, ya que sabemos lo mismo ahora que antes— parece haber persuadido a Moore de que Osama Bin Laden es el diablo en persona. De hecho, Osama es de pronto tan culpable y omnipotente que cualquier discusión de cualquier otro asunto nos “distrae” peligrosamente de la lucha contra él. Creo comprender la conveniencia de esta reciente conversión.
     Fahrenheit 9/11 establece las siguientes proposiciones sobre Bin Laden y Afganistán, y lo hace en este orden:

1. La familia Bin Laden (aunque no exactamente el propio Osama) tenía una íntima y tortuosa relación de negocios con la familia Bush gracias al grupo Carlyle.
     2. El capital saudí en general constituye un porcentaje muy elevado de la inversión extranjera en Estados Unidos.
     3. La compañía texana Unocal estaba dispuesta a discutir la instalación de un gasoducto en territorio afgano con los talibanes, y tenía otros intereses velados.
     4. La administración Bush envió muy pocas tropas terrestres a Afganistán, con lo que permitió la huida de demasiados talibanes y miembros de Al Qaeda.
     5. El gobierno afgano, al apoyar a la coalición en Iraq, actuó de manera ridícula, ya que su supuesto ejército era del todo estadounidense.
     6. La guerra en Afganistán ha sido un derroche inútil de vidas estadounidenses. (Algo que adivino del hecho de que esta película supuestamente “antibélica” está tristemente dedicada a todos los que murieron allí y en Iraq.)

Resulta evidente, a pesar del “estilo ametralladora” con que la dirección de Moore disimula estas contradicciones ante su público, que estos tiros dispersos y discrepantes no guardan ninguna coherencia. O los saudíes dirigen la política estadounidense (por medio de vínculos familiares o de intereses económicos abrumadores) o no lo hacen. Como aliados y patrones del régimen talibán, o bien se opusieron a la decisión de Bush de deponerlo, o no lo hicieron. (La verdad, se opusieron: ni siquiera dejaron aterrizar en su suelo el avión de Tony Blair mientras duró la operación.) O bien enviamos demasiadas tropas, o no teníamos que haber enviado ninguna —así opinaba Moore a finales de 2002—, o enviamos muy pocas. Si realmente queríamos asegurarnos de que no sobreviviera o escapara ningún miembro de Al Qaeda o del régimen talibán, tendríamos que haber sido bastante más despiadados de lo que, sospecho, el señor Moore realmente recomienda. No hago más que simples observaciones a lo que “contiene” la película. Si nos ocupamos de lo que ha quedado fuera a conciencia, descubrimos que hay un incipiente ejército afgano, que el país es ahora responsabilidad de la otan y que se halla, por tanto, bajo la protección de la alianza militar más amplia de la historia, que tiene una nueva constitución y se está preparando en condiciones infernales para celebrar elecciones generales, y que al menos un millón y medio de antiguos refugiados han optado por regresar. No creo que el gasoducto se haya construido aún, aunque no es como si Afganistán pudiera prescindir de uno. Pero se está terminando una carretera entre Kabul y Kandahar —un seguro contra los señores de la guerra y condición necesaria para construir una nación— con infinito riesgo y esfuerzo. También descubrimos que los partidos de la izquierda civil afgana —como los partidos de la izquierda civil iraquí— están firmemente a favor del cambio de régimen. Pero éste no es el tipo de ironía que le gusta a Moore.
     Moore prefiere el sarcasmo plomizo a la ironía, y, de hecho, puede que no distinga la diferencia. En una larga y paranoica (y tediosa) secuencia hacia el comienzo de la película, deja caer algunas insinuaciones muy poco sutiles sobre los vuelos que transportaron a miembros de la familia Bin Laden fuera del país después del 11-s. Yo mismo toqué este asunto en su día y escribí una columna en The Nation en la que llamaba la atención sobre la servil entrevista de Larry King al insufrible príncipe Bandar, de la que Moore ofrece extractos. Pero los últimos acontecimientos no han sido amables con Mike. En el intervalo entre el triunfo de Moore en Cannes y el estreno de la película en Estados Unidos, la comisión del 11-s no ha visto nada sospechoso en el calendario ni en los preparativos de los vuelos. Y Richard Clarke, el antiguo responsable antiterrorista de Bush, ha salido a la palestra para decir que él, y sólo él, tomó la responsabilidad de autorizar la salida del país de los saudíes. Esto puede no ser muy importante para la posición ética de Fahrenheit 9/11, salvo que —como era de esperar— a lo largo de la película se nos presenta a Clarke como el héroe ético y cejijunto de todo el periodo post 11-s. Y no es probable que, al admitir abiertamente su responsabilidad en la evacuación de la familia Bin Laden, Clarke esté sacrificándose, o flagelándose públicamente, en aras de la administración Bush. Un pinchazo más en esta hinchada y flatulenta película que se presenta como la “clave de todas las mitologías”.
     Una película basada en una gran mentira y en una gran tergiversación sólo puede sostenerse en una vertiginosa sucesión de pequeñas mentiras, espoleadas por afirmaciones aun más salvajes y contradictorias, si es que ello es posible. Se acusa al presidente Bush de tomarse demasiadas vacaciones. (¿Y eso a qué viene, por cierto? ¿No se supone que es un incansable diseñador de guerras agresivas?) Pero el fotograma donde aparece “relajándose en Campo David” lo muestra en compañía de Tony Blair. Digo “muestra”, aunque la imagen es tan breve y fugaz que si uno estornuda o parpadea es imposible reconocer a la otra figura. Un encuentro con el primer ministro británico, o al menos con este primer ministro, no es precisamente una bicoca.
     El Presidente aparece también en unas sobadas imágenes de archivo, en un campo de golf, respondiendo con lugares comunes a una pregunta sobre el terrorismo y luego pidiendo a los periodistas que admiren su drive. En fin, eso es lo que pasa cuando sorprendes al Presidente en un campo de golf. Si Eisenhower hubiera actuado así, como a menudo lo hacía, se lo habría presentado como un modelo de estadista. Si Clinton hubiera actuado así, como a menudo lo hacía, habría sido una muestra de encanto. Más importante es el momento en el que Bush aparece en una escuela de primaria en Florida, congelado en su silla durante siete minutos y mirando al vacío con semblante aturdido e impotente después de recibir la noticia del impacto del segundo avión en las Torres Gemelas. Hay muchos que dicen que debería haberse subido a un taburete y adoptado un aire a lo Russell Crowe antes de ponerse manos a la obra. Yo mismo puedo haber compartido ese deseo. Pero si hubiera actuado así (como hizo un mes después con sus comentarios estilo “Que empiece la función” o “Vivo o muerto”), la mitad de la parroquia de Michael Moore le reprocharía ser un hombre que había ido a la guerra en un impulso frenético y enloquecido. La otra mitad diría lo que ya está diciendo: que sabía que el ataque era inminente, que lo usó para cimentar su poder, y que no podía esperar a lanzar su contraataque. Ésta es la opinión de Gore Vidal y de un libro escandaloso que acaba de ver la luz, y que también revive la acusación de que Pearl Harbor fue el fruto de una conspiración de F.D. Roosevelt. Al menos la película de Moore debería devolver a los vergonzosos provisores de esta teoría a su redil paranoico.
     Pero no lo hará, porque alienta sus descabelladas fantasías de muchas otras formas. Se nos presenta a Iraq como “nación soberana”. (De hecho, la soberanía de Iraq estaba fuertemente restringida por una serie de sanciones internacionales, tal vez cuestionables, pero que reflejaban su incumplimiento de importantes resoluciones de la ONU.) En este reino apacible, según la asombrosa elección de fotogramas de Moore, los niños hacen volar pequeños papalotes, los tenderos sonríen al sol y la vida fluye a un ritmo apacible. Y entonces, ¡pum! Del cielo nocturno caen las terribles armas del imperialismo yanqui. Mientras observo las imágenes empleadas por Moore y recuerdo la primera vez que las vi, puedo reconocer varios palacios de Sadam y otros tantos centros militares y policiales recibiendo su castigo. Pero estos lugares no son identificados como tales. De hecho, no creo que Al Jazeera, en uno de sus peores días, pudiera transmitir algo tan profundamente propagandístico. Termina uno pensando, por lo mismo, que el término “baja civil” no había figurado en el vocabulario iraquí hasta marzo de 2003. Recuerdo haberle preguntado a Moore en Telluride si era o no era un pacifista. No quiso darme una respuesta clara entonces, y ahora tampoco. Sólo diré que esta película presenta a la facción “insurgente” como víctima de un atropello, mientras que no menciona ni una sola vez los treinta años de crímenes de guerra, de represión y agresión, del Partido Baath. (Bueno, esto no es del todo cierto. Hay una breve mención, en la que se evoca con zalamería el infortunado periodo en el que Washington apoyó a Sadam contra el igualmente ignorado ayatolá Jomeini.)
     Que su fase proestadounidense es lo peor que Moore podía decir de la depravación de Sadam lo confirman algunas falsificaciones asombrosas. Moore afirma que Iraq, con Sadam al mando, nunca atacó o mató o incluso amenazó (son sus palabras) a ningún estadounidense. Nunca termino de saber si Moore es tan ignorante como parece, o incluso si eso es humanamente posible. Bagdad fue durante años el hogar oficial y reconocido de Abu Nidal, entonces el criminal más buscado del mundo, condenado a muerte incluso por la olp, y responsable de los ataques terroristas a los aeropuertos de Viena y Roma. Bagdad fue el santuario del hombre cuya “operación” asesinó a Leon Klinghoffer. Sadam se jactaba públicamente de su apoyo financiero a los terroristas suicidas palestinos. (No pocos estadounidenses de distintas procedencias caminan por las calles de Jerusalén.) En 1991, la invasión de Kuwait por las tropas iraquíes convirtió a muchos occidentales en rehenes, retenidos en condiciones terribles durante largo tiempo. Después de que esa misma invasión fuera repelida —no sin que Sadam hubiera matado a unos cuantos estadounidenses y egipcios y sirios y británicos y amenazara con matar a muchos más—, se descubrió un complot de la policía secreta iraquí para asesinar al antiguo presidente Bush durante su visita a Kuwait. Lo de menos es que su hijo se lo tome como algo personal. (Aunque, ¿por qué no?) ¿No nos tomaríamos como una ofensa que una dictadura extranjera tratara de asesinar a uno de nuestros antiguos presidentes de gobierno? (El presidente Clinton sí que se lo tomó como algo personal: ordenó la destrucción con misiles crucero de los centros de “seguridad” del Partido Baath.) Las fuerzas iraquíes hicieron fuego, todos los días, durante diez años, sobre el avión que patrullaba las zonas de exclusión aérea y prevenía nuevas acciones genocidas en el norte y el sur del país. En 1993, un tipo llamado Yasin ayudó a mezclar los elementos químicos de la bomba que detonó en el World Trade Center y luego escapó a Iraq, donde permaneció como invitado del Estado hasta la caída de Sadam. En 2001, el régimen de Sadam fue el único en toda la región que celebró abiertamente los ataques a Nueva York y Washington y los describió como el inicio de una venganza más amplia. Sus medios de comunicación oficiales vomitaban regularmente un flujo de incitamientos antisemitas. Creo que cualquiera puede describirlos como “amenazantes”, incluso si se tiene una mente tan estrecha como para pensar que el antisemitismo sólo amenaza a los judíos. Y fue después, y no antes, de los ataques del 11-s, cuando Abu Mussab al-Zarqawi se trasladó de Afganistán a Bagdad y comenzó a diseñar abiertamente sus planes letales con el fin de provocar una guerra civil étnica y religiosa. El 10 de diciembre de 2003, el New York Times —y esto lo ha confirmado el informe de David Kay— informó que Sadam había negociado a escondidas con el “querido líder” Kim Jongil, en una serie de encuentros secretos celebrados en Siria en fecha tan tardía como la primavera de 2003, la compra inmediata de un sistema de producción de misiles. (Este intento no salió a la luz sino después de la caída de Bagdad, cuando la presencia de la coalición puso punto final a las negociaciones.)
     Así, pese al modo en que la película desafía la razón, uno comprende al mirarla que Michael Moore está diciendo, con otras palabras, lo único que ninguna persona informada o ponderada puede creer: que Sadam Hussein no representaba ningún problema. Ningún problema en absoluto. Y ahora, revisen ustedes de nuevo los datos que acabo de citar. Si cualquier otra administración hubiera dejado pasar estos hechos, pueden estar seguros de que Moore y Compañía estarían acusando con locuacidad al presidente de ignorar, o haber ignorado, algunos “avisos” inequívocos.
     Este mismo oportunismo (del tipo “nadar y guardar la ropa”) contamina su tratamiento de otro asunto muy serio, en concreto la política interior antiterrorista. Si antes la acusaba de pasar por alto demasiados avisos —qué reproche tan original—, ahora Moore ridiculiza generosamente a la administración por hacer públicos otros tantos. (¿Habría habido menos miedo si hubiéramos tomado en serio los presagios del 11-s?) Se nos muestra a varios civiles estadounidenses que han tenido encuentros absurdos con agentes de seguridad medio idiotas. (¿Existe alguien que no pueda contar una historia semejante?) Al instante se nos muestran comisarías de policía faltas de fondos y de personal para realizar registros y cateos: un poder que Moore pide en su nombre y que nosotros, por definición, sabemos que daría lugar a interrogatorios ridículos. Por último, Moore se queja de que no hay suficiente intrusión y confiscación en los aeropuertos, y dice que es pasmoso que no se obligue a ningún viajero a desprenderse de sus cerillas y mecheros. (Insértese música ambiental para subrayar la influencia siniestra del cártel del tabaco.) Entonces, ¿lo que quiere son más cateos de los agentes de seguridad? Hmm, no, no exactamente. Pero, a estas alturas, ¿a quién le importa? Moore lo quiere todo a la vez y dice una cosa y luego la contraria. Una actitud muy poco seria.
     Volviendo a donde empezamos, ¿por qué los malévolos saudíes de Moore no formaron parte de la Coalición Aliada? ¿Por qué obligaron a Estados Unidos a trasladar sus cuarteles generales a Qatar? Si la familia Bush y la dinastía al-Saud son uña y carne, como se sostiene en una vulgar escena subbrechtiana que muestra las chisteras reemplazadas por tocados árabes, ¿cómo es posible que el régimen más reaccionario de la región se haya visto impotente para impedir que Bush depusiera a su clon en Kabul y a su parachoques en Bagdad? Los saudíes odian, ahora y en 1991, la idea de que la producción petrolífera de Iraq pueda desafiar su monopolio casi absoluto. Temen la liberación de los musulmanes chiitas, a los que tanto desprecian. La mera enunciación de estos datos elementales hace derrumbarse el patético edificio “teórico” de esta película. ¿Tal vez Moore prefiere el plan prosaudí para el Medio Oriente de Kissinger y Scowcroft, que pone la estabilidad por encima de cualquier otra consideración y respeta todos los equilibrios regionales, incluidas las matanzas de kurdos? Sería una posición extraña para alguien que se proclama radical. Aunque tal vez no adopta esta posición conservadora porque su objetivo no es un público interesado seriamente en la política exterior, sino mentes provincianas y aislacionistas.
     Ya he dicho que la película de Moore tiene el enorme valor de burlarse de Bush por sus desaciertos verbales. Pero es mucho más valiente que eso. Gracias a Fahrenheit 9/11 tenemos acceso a revelaciones todavía más asombrosas, tales como la naturaleza capitalista de la sociedad estadounidense, la existencia del “complejo militar e industrial” de Eisenhower, y el uso de técnicas de marketing en la presentación de nuestros políticos. Ya era hora de que alguien tuviera el temple de denunciarlo. Pero hay más. Los pobres a menudo se presentan voluntarios para entrar en el ejército, y algunos tienen un pasado más turbio que otros. Seguro que ustedes no lo sabían. De vuelta a Flint, Michigan, Moore se siente en terreno firme. Esta vez no hay conejos martirizados. En su lugar, son los pobres negros los que cogen los costales y los rifles y parten al frente. No me detendré en el hecho de que los negros estadounidenses llevan luchando siglo y medio, desde la época en que insistían en alistarse en el ejército de Estados Unidos y luchar en la Guerra Civil hasta cuando reclamaron el derecho a un ejército no segregado, lo que a partir de 1945 ayudó a cimentar el movimiento de derechos civiles. Sólo preguntaré esto: en la película, Moore dice clara y repetidamente que no se enviaron suficientes tropas para fortificar Afganistán e Iraq. (Éste es el argumento favorito de los que al principio se negaban a enviar a ningún soldado.) Entonces, ¿de dónde cree que hubieran salido estos héroes y heroínas a los que tanto necesitamos? ¿Está a favor del reclutamiento forzoso, la solución más opresiva y estatista? ¿Piensa que sólo los proletarios más crédulos y desgraciados se enrolan en el cuerpo de marines? ¿Piensa —como parece sugerir— que los padres deben “enviar” a sus hijos, como les pide estúpidamente a los congresistas que hagan? ¿Habría abandonado Gettysburg porque la Unión permitía a los civiles pagar a sustitutos para que sirvieran por ellos? ¿Habría apoyado las marchas organizadas en Nueva York contra Lincoln en las que se rechazaba el reclutamiento (y la integración racial)? En cierto momento, uno se da cuenta de que hacerle preguntas semejantes es perder el tiempo. Sería excesivo tomarlo en serio. Moore sólo prueba una cosa una vez para ver si flota o vuela o despierta el aplauso.
     De hecho, la afectada y ostentosa preocupación de Moore por los negros de Estados Unidos es uno de los ingredientes más sospechosos del conjunto. En una entrevista reciente, bramó que si los civiles secuestrados en los aviones del 11-s hubieran sido negros habrían opuesto resistencia, no como los estúpidos y al parecer cobardes hombres y mujeres (y niños) blancos. Olvidémonos de los pasajeros negros que había en aquellos aviones; nosotros sabemos lo que Moore no se digna mencionar: que Todd Beamer y algunos de sus compañeros de pasaje, al grito de “¡Let’s roll!”, embistieron a los secuestradores con un carrito, lucharon con ellos a brazo partido, y contribuyeron a que el avión de United Airlines que se dirigía hacia la Casa Blanca o el Capitolio se estrellara contra el suelo. No hay palabras para un acto de valor tan real y espontáneo, que ayudó a salvar nuestra república de un ataque peor del que padecimos. El drama de Pensilvania nos recuerda también un dato obvio, y es que esta guerra no se está luchando en el otro extremo de la tierra o de uniforme, sino también en nuestras ciudades. Pero Moore es un tipo necio y deshonesto que no reconoce el valor incluso cuando lo tiene delante de los ojos porque él mismo carece de él. Lo único que pretende es conseguir el aplauso fácil de una audiencia crédula.
     Moore ha anunciado que no aparecerá en programas de televisión donde pueda recibir preguntas hostiles. Observo, por el New York Times del 20 de junio, que Moore ha creado pomposamente un equipo de respuestas rápidas, otro de comprobación de datos y otro de abogados expertos, para fortificarse contra posibles ataques. Moore afirma que demandará a cualquiera que lo insulte a él o a su mascota. Por lo que sé, algunos grupos de presión de la derecha extremista planean presionar a los cines locales para que no exhiban la película. ¿Cuánta idiotez y matonería hacen falta para contrarrestar una forma de estupidez y cobardía con otra? De una vez, vayan todos a ver esta terrible película, y si hay idiotas en el público que griten a favor o en contra, tómense la libertad de participar en la conversación.
     Sin embargo, creo que podemos estar de acuerdo en que la película es tan palmariamente falsa que recurrir a una presunta “comprobación de datos” está de más. Y en lo que se refiere a esos temibles abogados, búscate la vida, o mejor nos vemos en los tribunales. Le digo esto a Moore y a su chusma de colaboradores. Lo que tú quieras, amigo Michael. Repitamos lo de Telluride. Donde quieras. Cuando quieras. Elige tú el escenario. Vamos a ver de qué estás hecho.
     Algunos me dicen, en tono conciliador, que no debería tomármelo tan a pecho. Es sólo una película. Nada más. No es peor que las payasadas de Oliver Stone. Puro entretenimiento. Hasta puede que ayude a que los “jóvenes voten”. Bueno, sí, yo también he escrito y presentado una docena de documentales televisivos de bajo presupuesto, sobre temas tan diversos como la Madre Teresa y Bill Clinton y la crisis de Chipre, y también ayudé a producir un documental algo más elaborado sobre Henry Kissinger destinado a las grandes pantallas. Así que ya sé, muchas gracias, antes de que nadie me lo diga, que un documental ha de tener un pdv o punto de vista y también que debe imponer una línea narrativa. Pero si dejas fuera todo lo que pueda dar problemas a tu “narración”, y metes cualquier basura que pueda promoverla, y no te importa que un fragmento de basura contradiga el siguiente, y no das ninguna oportunidad a quienes puedan disentir de ti, entonces has traicionado tu oficio. Si halagas y adulas a tu público potencial, añado ahora, lo estás insultando y comportándote con él de manera condescendiente. Por la misma razón, si escribo un artículo y cito a alguien y por razones de espacio inserto una elipsis como esta […], juro por mis hijos que no estoy dejando fuera nada que, si lo citara, pudiera alterar el sentido o la significación del original. Los que violan este pacto con los lectores o la audiencia merecen nuestro desprecio. Moore no hace en ningún momento ningún esfuerzo por ser objetivo, y no desaprovecha la menor oportunidad para la burla barata. No apaga su cámara y la enfoca perversamente durante varios minutos sobre una madre que está llorando la muerte de su hijo. (Pero éste es el tipo al que le pareció inteligente y divertido captar a Charlton Heston, en Bowling for Columbine, al comienzo de su demencia senil.) Menudo valiente.
     Tal vez vagamente consciente de que su película carece por completo de gravedad moral, Moore concluye con una sonora lectura de una cita de George Orwell. La cita proviene de 1984 y es un análisis en tercera persona de una guerra forzada, hipotética e interminable entre tres superpoderes. La intención evidente de esta cita, extraída de manera tan torpe como lo que sigue […], es sugerir que no hay distinción moral entre Estados Unidos, los talibanes y el Partido Baath, y que la guerra contra la yihad no tiene razón de ser. Si Moore hubiera estudiado un poco más, o simplemente hubiera estudiado, sabría que lo que Orwell estaba diciendo, y en primera persona, es lo que sigue:

La mayoría de los pacifistas pertenecen a oscuras sectas religiosas o son simplemente filántropos que no aceptan la muerte violenta y prefieren no pensar más allá de este punto. Pero hay una minoría de intelectuales pacifistas cuyo motivo real aunque no reconocido parece ser el odio a la democracia occidental y la admiración hacia el totalitarismo. La propaganda pacifista se reduce por lo habitual a decir que un lado es tan malo como el otro, pero si uno examina de cerca los escritos de los pacifistas intelectuales más jóvenes, descubre que de ningún modo expresan una desaprobación imparcial, sino que lanzan sus flechas directamente contra Gran Bretaña y Estados Unidos…

Estas líneas están tomadas de Notas sobre el nacionalismo de Orwell, de mayo de 1945. Un pequeño consejo: en general, es muy poco inteligente citar a Orwell si has perdido pie en el territorio de la equivalencia moral. Y es imprudente evocar a Orwell cuando se está empeñado en una reescritura infantiloide de la historia reciente.
     Si hubiera sido por Michael Moore, Slobodan Milosevic todavía sería el hombre fuerte de una Serbia tiranizada y hambrienta. Bosnia y Kosovo habrían sido anexionadas y objeto de purgas étnicas. Si hubiéramos escuchado a Michael Moore, Afganistán seguiría bajo el poder de los talibanes y Kuwait seguiría siendo parte de Iraq. Y el propio Iraq seguiría siendo la propiedad personal de una familia de criminales psicópatas, negociando en secreto con el régimen esclavista de Corea del Norte la compra de armas de destrucción masiva. Uno esperaría que una conciencia retrospectiva de estos datos induciría algo de modestia. Lo que hace, por el contrario, es hinchar de aire uno de los globos más grandes y flácidos de nuestra mediocre y lamentable cultura de la celebridad. Viva el voto del rock, desde luego. –
     — Traducción de Jordi Doce

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(Portsmouth, Reino Unido, 1949-Houston, Texas, 2011) fue escritor, periodista y uno de los intelectuales más brillantes de su generación. Debate publicó en 2011 el volumen de memorias Hitch-22.


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