La tragedia demediada

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Indignación
I
     Es comprensible que indigne La pelota vasca. La ha hecho alguien que no ha reflexionado sobre las obligaciones del creador que se encara con un hecho. Ahí está el cartel. Sobre las primeras secuencias de la película: “Esta película echará siempre de menos a los que decidieron no participar en ella”. Es sorprendente que tras la aparición del cartel no se produzca el fundido en negro que exigiría la lógica y la película prosiga. Nunca debió proseguir. El objetivo de La pelota… es la descripción de la tragedia vasca. Para cumplirlo se utilizan setenta testimonios. Algo menos, pero poco menos, de la mitad de los ciudadanos vascos no están representados por esos testimonios. “¡Corten, fuera!”. Estas son las palabras que Julio Medem debió pronunciar. Pero dijo “¡Cámara, acción!”. Un cierto atrevimiento epistemológico: a pesar de saber que la mitad del País Vasco no iba a estar en la película decidió que haría una película sobre la tragedia vasca. Así la escribió y, en especial, así la vendió. Escasa novedad, en el business moderno, la de que una burda novelería pase por ser profunda expresión de lo real. Lamentablemente lo real establece condiciones. Una película cuyo argumento es la situación del País Vasco, cosida a partir de decenas de testimonios, debe incorporar los del filósofo Fernando Savater, el político Mayor Oreja, el poeta Jon Juaristi o los de la familia de aquella víctima llamada Miguel Ángel Blanco. Una película con semejante argumento debe incluir a los militantes del segundo partido del País Vasco, el Partido Popular, y no dejarlos absolutamente al margen como hace ésta. Lo contrario es una broma, incluso macabra. Si no se cumplen estas condiciones, y algunas más cuya enumeración sería fatigosa, no hay película ni posibilidad de ella. Quizá haya otra película, pero siempre será una que no puede titularse —si no es en sentido recto: puramente deportivo— La pelota vasca ni presentarse como descripción de la situación del País Vasco ni mucho menos (¡oh sarcasmo!, ¡oh monólogo!, ¡oh inmensas pelotas vascas!) proponerse como una invitación al diálogo. Desconozco los pasos que el autor dio para incorporar a los ausentes a su proyecto. Desconozco incluso si los pasos existieron. Pero los resultados son indiscutibles: falta la mitad. La realidad es una tentación narrativa permanente. Yo mismo, aunque parezca sorprendente, tengo hermosas ideas cada mañana. Pero la mayoría debo desecharlas porque su desarrollo necesita el acuerdo de lo real. Medem, autor de ficciones y, como tal, soberanista, no ha comprendido que en la fiction la soberanía siempre se comparte. Y que los fracasos no se solucionan colgando un cartel en la puerta, a modo de do not disturb moral.

II
Se han hecho diversos comentarios sobre la equidistancia. Se ha interpretado que en la película recibe el mismo trato un gobierno democrático que una organización terrorista. Es cierto que no aparecen militantes del Partido Popular: ni tampoco de eta. Las ausencias están equitativamente repartidas. Se ha subrayado el tratamiento ponderado, en pulcro equilibrio sofístico, que reciben las víctimas del terrorismo y las víctimas de la violencia del Estado democrático. Luego me ocuparé de las víctimas, aunque con la inseguridad del que, tal vez exasperado, cree que sólo las víctimas pueden hablar de sí mismas. Equidistancias. No son la peor ninguna de ésas. Hay otra más subterránea y perniciosa.
     En la película se producen, a grandes rasgos, tres tipos de testimonios. Primero una serie de personas describen sus experiencias personales, luego dan sus opiniones y por último describen algunos hechos. Como es lógico, nada hay que decir sobre las experiencias. Sí, en cambio, sobre las opiniones. Aunque no estemos acostumbrados a verlo así, una opinión es un punto en un proceso. Quiero decir que se trata de un razonamiento aún no sometido, por las causas que sean, a la prueba de los hechos. Esto por lo que respecta, naturalmente, a las opiniones que merecen consideración y no a las que por su propia naturaleza no pueden encontrar el refrendo de los hechos. Opiniones del tipo “El invierno es odioso” que forman el grueso principal de la opinión consentida en los periódicos latinos. Entre las opiniones que deben considerarse destacan las proféticas. Un ejemplo claro y representativo de ellas se produce cuando Medem aborda el asunto de la ilegalización de Herri Batasuna y la posibilidad de que acabe siendo una decisión contraproducente para la solución de los problemas. El alcalde de San Sebastián, Odón Elorza, los periodistas Iñaki Gabilondo y Antoni Batista, el líder juvenil Eduardo Madina, y los políticos Txiki Benegas y Patxi López opinan sobre la cuestión. El resultado, como dicen en la radio, no admite réplicas: sólo López defiende la ilegalización. Semejante proporción nada tiene que ver con lo real, pero es la consecuencia obvia de la decisión de Medem de hacer una película de ambición totalizante con sumandos parciales. Ni que decir tiene que la desproporción se repite de manera más o menos llamativa con cualquier asunto que la película proponga para la discusión.
     La equidistancia sobre las opiniones se resuelve con este tongo. Algo mucho peor sucede con los hechos. Medem pone en marcha un mecanismo dominante en el periodismo contemporáneo (y especialmente en el espectáculo del periodismo) por el que verdades y mentiras son tratadas en pie de igualdad. La versión de los hechos. La celebérrima inversión. Es decir: no importa que el abismo entre lo verdadero y lo falso separe a los historiadores que defienden la existencia remota de un Estado vasco de las palabras concisas que pronuncia Antonio Elorza al respecto; o que la memorable (por falsa, por impasible) justificación del racismo de Sabino Arana que articula Joseba Arregui (“El discurso [de Arana] es racista como eran todos los discursos de entonces”) agreda las sobrias reflexiones de Iñaki Ezkerra, autor de una biografía intelectual de Arana que es un civet de pesadillas guisado en los propios textos del Fundador de Todo Esto. Verdad y mentira están tratadas con respetuosa equidistancia. Pero sólo cuando conviven. Porque nada ni nadie contradice la manera patética, intelectualmente patética, con la que Carlos Garaikoetxea (y es en el mismo comienzo de la película: a modo de clarín) equipara la violencia terrorista a la violencia del Estado, sin sospechar ni siquiera (él, que ejerció como responsable destacado de ese Estado) cuál es la ilegítima. Nada ni nadie tampoco amenazan el triunfo solitario y pletórico de la mentira, como cuando ese Txomin Ziluaga, dirigente de Herri Batasuna, asegura con cara de ganador de Liga que el ejército español “ha perdido más generales y coroneles que en toda su historia” a causa del terrorismo.
     Los hechos. Su tratamiento. El carácter que adopta el relativismo en una situación totalitaria. Conviene repetir, y aprenderse de memoria, este párrafo de Hanna Arendt, de su Viaje a Alemania:

Sin embargo, el aspecto probablemente más destacado, y también más terrible, de la huida de los alemanes ante la realidad sea la actitud de tratar los hechos como si fueran meras opiniones. Por ejemplo, a la pregunta de quién comenzó la guerra se da una sorprendente variedad de respuestas. En el sur de Alemania una mujer —por lo demás de inteligencia media— me contó que la guerra la habían empezado los rusos con un ataque relámpago a Danzig (este es sólo el más notable de los múltiples ejemplos). Pero la conversión de los hechos en opiniones no se limita únicamente a la cuestión de la guerra; se da en todos los ámbitos con el pretexto de que todo el mundo tiene derecho a tener su propia opinión, una especie de gentlemen’s agreement [pacto entre caballeros] según el cual todo el mundo tiene derecho a la ignorancia (tras lo que se oculta el supuesto implícito de que en realidad las opiniones no son ahora la cuestión). De hecho, este es un problema serio, no sólo porque de él se derive que las discusiones sean a menudo tan desesperanzadas (normalmente uno no va por ahí arrastrando siempre obras de consulta) sino, sobre todo, porque el alemán corriente cree con toda seriedad que esta competición general, este relativismo nihilista frente a los hechos, es la esencia de la democracia. De hecho se trata, naturalmente, de una herencia del régimen nazi.

España es un país intelectualmente bloqueado. En parte se debe al “relativismo nihilista frente a los hechos”. Una herencia del régimen de Franco.

III
Sé, con Pascal Bruckner, que las víctimas no tienen siempre razón. Aun sabiéndolo, me cuesta escribir lo que voy a escribir. Pero vamos. Los testimonios de los familiares de víctimas del terrorismo, y de algún malherido, es lo más desmoralizador de la película. De sus testimonios se deduce que a sus padres, maridos, que al malherido mismo, les partió un rayo. Un temible fatum los mató. Ahí están, hablando de sus muertos, narrando su suerte. A veces los envuelve un flou moral. La estética que conviene al destino. Hay, incluso, una suerte de broma terrible. Cuando la mujer de uno de los asesinados recuerda la actitud de su marido en el juicio contra el general Galindo, condenado por la muerte de Lasa y Zabala. Su marido, que era un partidario resuelto de que se investigara hasta el final ese crimen. Dice la mujer, sonriendo: “Y la mirada que le dedicó el señor Galindo a Juan María… Si las miradas matasen, Juan María habría muerto mucho antes”. Escucho estas palabras, veo a la mujer, trato de escribir sobre ello y acabo arrimándome a uno de esos grandes escritores nimios que cuando se encaran por azar con algo grande, con algo que justificaría su oficio aunque sólo fuese por una vez en su leve vida, pronuncian la palabra inefable, apelan a los pliegues freáticos de la capa humana (cualquier cosa así, ensayan) y siguen en lo suyo nimio, nimio para el óxido del alma, así huyen, y yo con ellos, jugueteando.
     Pero no todas las víctimas de Medem lo han sido del fatum. Está, por ejemplo, la muchacha torturada por la policía. Hay diferencias entre ser víctima de la tortura de la policía española y ser asesinado por un terrorista. Por ejemplo: al asesinado no se le puede tratar nunca de presunto. Yo no la voy a tratar de presunta. La muchacha torturada explica con detalles escalofriantes las vejaciones que sufrió. Detrás de cada una de sus palabras está el policía. Está bien así. Es justo. Stephen Vizinczey, en su tremendo despiece del Billy Budd de Melville, asegura que “la mentira más repugnante” de la literatura es la de que un torturado puede acabar amando a su verdugo. También habríamos querido ver al asesino detrás de cada una de las palabras de las víctimas. También aquí rige lo de Melville. Pero el fatum, aunque se siente, es invisible. Hay otras víctimas, recogidas por Medem en su viaje hacia las cárceles donde hermanos y maridos llevan décadas encerrados. Hombres encerrados porque mataron a otros hombres. Los discursos de los familiares están llenos de dolor y de dureza. Está bien así. En ningún momento se habla de los hechos que llevaron a la cárcel a sus familiares. Es probable que no fuese el momento oportuno. Una mujer de preso, sin embargo, sí dice algo al final de la película: “[los presos son] las personas más altruistas, y más generosas, y ves que es una persona tan cariñosa que no puedes concebir que lo que ha hecho lo haya hecho porque sí. Lo puedes compartir o no pero sabes que hay una motivación muy fuerte para que haya llegado hasta allí”. ¡Claro que sí! ¿O es que acaso no se dice en los periódicos, de cualquier psicópata no político, que era un hombre “normal”, incluso “atento” con su vecinos, y cariñoso con los niños en el parque?

Celebración
I
Es comprensible que indigne esta película. Pero hay un análisis que la indignación no debe dejar en un velado segundo plano. De la película acaba surgiendo un retrato, a veces muy cruel, del nacionalismo. Es indiferente cuáles hayan sido, en este punto, las intenciones de Medem. Yo apenas sé quién es, pero no creo que saberlo tenga importancia. Sólo sé que en esta película es posible escuchar al independentista Arnaldo Otegi, el dirigente de la antigua Herri Batasuna, decir esto: “Cuando en Lekeitio dejen de hablar su lengua para hablar inglés, haya hamburgueserías, se escuche música rock americana, se vista ropa americana y todo el mundo esté, en vez de contemplando los montes, funcionando por Internet, este será un mundo tan aburrido, tan aburrido, que no valdrá la pena vivir en él”. Este es Otegi. Aunque parezca lo contrario no es fácil verle. El Otegi habitual, el más visible es el que aparece después de un atentado, lamentándolo y atribuyéndolo al conflicto. Los efectos del terror, de su épica siniestra, son innumerables. Desde luego está el ennoblecimiento de la ruindad. Pero se ve menos, y es igualmente destructivo, el ennoblecimiento de la banalidad. Un aura de hombres sometidos a las circunstancias más dramáticas, alanceados por las pasiones más innombrables, protege a muchos de los principales protagonistas del infierno vasco. Aparecen como graves personajes de tragedia. ¡De acuerdo, viven una tragedia!: pero no saben hacer la o con un canuto.
     El mérito de La pelota es habernos mostrado a Otegi en la intimidad de su pensamiento. Pero no sólo a él. Hay una enorme variedad de testimonios, a cuál más ilustrado. “Nuestra lengua es el camino hecho a medida para sacar nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento”, dice José María Satrústegui, miembro de la Academia Vasca. Pocas veces, desde Herder, se habrá expresado con tanta precisión y delicadeza (¡y es sorprendente, porque Satrústegui está diciéndolo en castellano!) la superstición que identifica lengua y pensamiento, que hace de la lengua una cosmovisión en sí. “Yo quiero que el pueblo vasco permanezca, que no se diluya en la historia”, dice luego el sociólogo Javier Elzo, exhibiendo con finura sentimental el carácter necesario, ahistórico, de la sociedad anónima llamada pueblo vasco.
     Ahí no hay que rondar mucho más. Los argumentos intelectuales que la película exhibe tienen la misma calidad que los nexos que utiliza Medem para coser el discurso. Sean los cabezazos entre carneros, el corte de troncos o el magreo de piedras. Otro acierto simbólico.

II
Es difícil que los nacionalistas pudieran haberse quejado de lo que dicen. Dejarían de serlo. Menos entiendo, sin embargo, que no hayan protestado por la calidad del paraje donde Medem les ha colocado. La retórica de la película es simple: por un lado hay hombres que hablan sobre la violencia y por el otro paisajes violentos. Algunos sumamente violentos, como la naturaleza desatada sobre los arrecifes cantábricos, los frontones donde la pelota suena como una bala, o ese angustioso y eterno tirar de una misma cuerda de dos grupos de hombres enfrentados. El folklore dialoga también con lo real: un violentísimo golpeteo del hacha sobre el tronco va introduciendo, por ejemplo, algunas imágenes de atentados: hasta que la secuencia se resuelve en un espasmo lírico: el aizkolari hace volar el hacha (no recuerdo si con el tronco definitivamente abatido) y el hacha —que es con la serpiente el símbolo de eta— se pierde por los vacíos de la estratosfera. La tesis de que la violencia prende en un lugar atávicamente predispuesto a ella parece de idéntica calidad a la que sostiene que la Guerra Civil española fue consecuencia de las corridas de toros. Pero, en fin, ya sabrá Medem cómo sostenerla.
     Lo importante es que ese paisaje alegórico fue ideado, probablemente, para una película donde todas las opiniones vascas estuviesen representadas. Pero ya se sabe que la proporción de los nacionalistas —siete a uno, aproximadamente— es abrumadora. De tal modo que el paisaje, siguiendo la estela del discurso verbal, acaba identificándose estrictamente con los nacionalistas. Los efectos son devastadores: el Euskadi nacionalista aparece como un lugar inclemente donde la testuz sustituye al cerebro y donde amor se escribe con hacha. Ven y cuéntalo. La pregunta —reconozco que algo perturbadora para los espíritus refinados— de cómo en un lugar tan abrupto podría sobrevivir la inenarrable delicadeza de la cocina vasca tiene respuesta en la película de Medem: tal delicadeza debe de ser patrimonio de los no nacionalistas. La identificación, así, de la violencia telúrica, la pasión cegata y la rudeza espiritual con el nacionalismo es uno de los aspectos más sorprendentes de La pelota. Pero está ahí, en el texto de la película (con independencia del sesgo que acaben tomando los posibles paratextos dispuestos por el propio Medem o sus glosadores), tomándose la venganza de que el cineasta únicamente haya dado la voz a algunos de los protagonistas de la tragedia. No sólo les ha dado la voz: también la plena soberanía del reino de la testuz.

III
Sobre el paraje sombrío, ya en los actos finales de la película, Xabier Arzalluz, el líder del Partido Nacionalista Vasco, dice: “Está altamente demostrado que aquí se vive mejor”. Pocas veces la alienación se habrá mostrado en un estado más crudo. Otro mérito de Medem. El País Vasco es el lugar de Europa donde peor se vive. Da igual lo que digan los indicadores más brutales, como la renta, o incluso aquellos más sofisticados, y mágicos, como el que mide el estado de la felicidad colectiva. El País Vasco es el único lugar donde las ideas llevan guardaespaldas. Donde la actividad más leve de la vida de un hombre está condicionada por la violencia. Donde siempre se habla de lo mismo, se hable de ello o se silencie. La patética altivez de Arzalluz ilustra hasta qué punto un hombre puede perder el contacto con la realidad. Pero ilustra también algo fatal, arrasador. Un secreto e indecible orgullo. La satisfacción de esa elite local, de ese establishment (a salvo, por supuesto: allí sólo las ideas llevan guardaespaldas) del que Arzalluz forma parte, ante el interés que despiertan sus asuntos. Condicionan desde hace 25 años la agenda de la democracia española. Convocan a entomólogos sociales de todo el mundo para que analicen su problema. Aparecen cíclicamente en las páginas de cualquier periódico del mundo. Euskadi, un pequeño país. Dos millones de personas. Este orgullo. Con un par de pistolas. Escribiendo ahora la nueva constitución. Con un par de pistolas: como siempre lo han hecho las naciones. La terrible película de Medem y en lo que queda el nacionalismo sin el lápiz iluminador de la sangre. ~

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