La dieta como artificio

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Los humanos actuales surgimos del artificio. La especie Homo sapiens es hija de los inventos desarrollados por aquellas que la precedieron en la rama evolutiva de la que es el último exponente: somos una especie artificial en tanto que dependemos de una dieta artificial. Sin embargo, justo ahora, cuando una buena parte de la población humana se está agrupando en inmensas concentraciones urbanas, ha resurgido con extraordinario vigor el mito de lo natural. La palabra natural se considera como la expresión de la bondad suprema y se contrapone a lo artificial, sinónimo de perjudicial y pernicioso: se habla de alimentos naturales, trajes naturales, muebles naturales y métodos naturales de aprender idiomas, e incluso una empresa de obras públicas se anuncia bajo el perverso lema de: “¡Construimos naturaleza!”.
     Ante esto, hace falta una vocación de árbitro de fútbol, como la mía, para defender que somos fruto del artificio, que lo natural es a menudo peligroso e insuficiente y que sin un uso vigoroso de nuestra inventiva no lograremos sobrevivir en este planeta que hace mucho se nos quedó estrecho. En efecto, dependemos de un modo directo o indirecto de las plantas cultivadas —sólo uno de cada diez sobreviviríamos sin ellas— y éstas, junto con los animales domesticados, constituyen uno de los mayores inventos de la especie humana. Pero antes de desarrollar estas ideas se hace necesaria una pequeña digresión para desmontar el mito de lo natural.

Los riesgos de lo natural
Las especies vegetales no fueron puestas en la biosfera el primer día de la creación para nuestro sustento, como creía Linneo, sino que son el resultado de un implacable proceso evolutivo al que han sobrevivido gracias al desarrollo de eficaces defensas que consisten principalmente en fuertes barreras físicas y un rico arsenal de compuestos tóxicos que hacen muy difícil y arriesgada la masticación y digestión de la mayoría de los alimentos potenciales. Estas circunstancias tienen como consecuencia una limitación del repertorio de alimentos disponible en la dieta natural primitiva, y cabe pensar que, al menos en ocasiones, se han dado restricciones en la cantidad de alimento disponible y en la capacidad de sustento de un medio dado.
     Para convencernos de que natural no es sinónimo de inocuo basta con repasar la infinidad de compuestos que forman parte de nuestros alimentos habituales y que son tóxicos. El alcaloide solanina en la patata, la capsaicina en el pimiento, los psoralenos en el perejil, el tremetol en la leche de una vaca que haya consumido ciertas hierbas (mató a la madre de Lincoln) o la ciguatoxina que concentran algunos hermosos peces caribeños cuando consumen ciertas algas son algunos ejemplos de un fenómeno que ya quedó registrado por Jenofonte en Anábasis, al relatar cómo los diez mil soldados que volvían de Babilonia consumieron miel silvestre que las abejas habían fabricado con néctar de rododendro (rico en andromedotoxina) y fueron presa de intensos trastornos. En este contexto tampoco debe olvidarse la capacidad de generar cianuro a partir de glucósidos cianogenéticos por parte de más de dos mil especies conocidas, entre las que se incluyen ciertas judías, el sorgo, las pepitas y los huesos de muchos frutales, las almendras amargas y, sobre todo, la mandioca.
     Desde luego, tampoco lo artificial es necesariamente pernicioso. Los conservantes legalmente admitidos no suponen riesgo alguno parra el consumidor, y en cambio evitan eficazmente la presencia de las toxinas naturales producidas por microorganismos potencialmente presentes en los alimentos. Uno debe fiarse de la indicación “sin conservantes” sólo si el fabricante es solvente. En caso contrario, más vale que los tenga.

El fuego y otros artificios
El fuego precedió al hombre, como fuerza natural, y lo sobrevivirá. Como artificio bajo el dominio humano, debió surgir de la frecuente observación de dicha fuerza natural, primero ideando el hombre cómo conservarlo, luego aprendiendo a generarlo y más tarde encontrando para él toda suerte de aplicaciones utilitarias en la vida cotidiana, la más importante de las cuales fue sin duda la de factor culinario esencial. Las limitaciones impuestas a la especie humana por el consumo de alimentos crudos son fáciles de imaginar: escasa diversidad, al tener que reducirse a tejidos blandos e inocuos, mayor esfuerzo mecánico en la masticación y un excesivo desgaste dental que a menudo debió limitar la posibilidad de una vida más larga.
     Nadie sabe cuándo se domesticó el fuego. En cambio, pocas discrepancias hay respecto a que el uso culinario del fuego —en su forma más primitiva, el asado— debió seguir casi inmediatamente a su domesticación, ya que seguramente debía existir experiencia previa de los ahumados aromas y el sabroso sabor de los tejidos vegetales y animales parcialmente quemados o chamuscados durante los esporádicos fuegos naturales. La exposición al fuego de los alimentos crudos degrada parcialmente la fibra y permite derrotar las acorazadas cubiertas de semillas y granos, desnaturaliza la proteínas y hace reaccionar los aminoácidos de éstas con los hidratos de carbono para dar los colores pardos a dorados típicos del asado. Además, ablanda las pieles y cartílagos de origen animal y —en general, aunque no siempre— hace masticables y más digestibles tejidos previamente no comestibles. Por otra parte, el tratamiento térmico destruye muchas de las sustancias tóxicas naturales que previamente impedían o dificultaban el consumo como alimento de los tejidos que las poseían, aunque, según sabemos hoy, en las transformaciones que sufre el material biológico sometido a dicho tratamiento se generan algunas sustancias cancerígenas, sustancias que tal vez carecían de relevancia para individuos con una reducida esperanza de vida, pero que se han convertido en riesgos a considerar para las longevas poblaciones actuales.
     Con ser el principal protagonista, el fuego, cuyo uso culinario se fue haciendo más sofisticado gracias al invento de artefactos cada vez más complejos, no es el único artificio que libera al hombre de la estrecha dieta de lo crudo, ya que habría que añadir otros, como la disgregación mecánica con todo su repertorio de artefactos para rallar o moler. Así por ejemplo, el cianuro de la mandioca es letal a dosis relativamente bajas y a dosis subletales puede tener efectos graves y permanentes, pero los amerindios se las ingeniaron para eliminarlo mediante una combinación de rallado mecánico, lavado con agua (es hidrosoluble) y tratamiento térmico (es volátil).
     Del asado a fuego directo a tratamientos más suaves y largos: sobre brasas o rescoldos, mediante piedras calientes, en agujeros junto o debajo de la hoguera, en hornos primitivos, con el alimento envuelto en hojas húmedas o algas, o dentro de tripas, estómagos y otras capas protectoras, todo un despliegue de ingeniosos artificios que prepararon el terreno para la cocción en recipientes de piedra, de barro o de cerámica. La fritura debió esperar al invento de los recipientes metálicos y durante milenios no hubo innovación radical en el tratamiento térmico de los alimentos, hasta el advenimiento del ciertamente diabólico horno de microondas. El fuego se usó también como artificio preagrícola, para despejar terrenos propicios y estimular el crecimiento de especies silvestres comestibles adaptadas a hábitats perturbados; e indicios hay también del desvío intencionado de riachuelos con un fin similar. Las técnicas de caza y pesca, cada vez más elaboradas, incluían además el uso de complejos venenos.
     Ciertos análisis genéticos indican que la humanidad no debió superar los diez mil reproductores efectivos durante todo el Pleistoceno —unas decenas de miles de personas de población real—, y otros indicios sugieren que la población humana apenas debía sobrepasar los diez millones de individuos cuando se empezó a introducir la agricultura, hace menos de diez milenios. Ese notable cambio en el tamaño de la población humana debió ser el resultado de la revolución del fuego, una revolución de amplio espectro que muchos han considerado como el acto fundacional de la especie y en la que radica el secreto de su extraordinario éxito inicial en su distribución por todo el planeta. Es probable que hacia el octavo milenio antes de Cristo el tamaño de la población estuviera en general muy por debajo de la capacidad del medio para sustentarla, aunque sin duda debían de existir excepciones a esta regla —en el tiempo o en el espacio— lo bastante significativas como para propiciar el invento de la agricultura.
     En suma, se puede concluir que la domesticación del fuego y otros artificios diversificaron el repertorio culinario, aumentaron la capacidad de obtención de alimentos de la especie humana y la hicieron mucho más adaptable a distintos hábitats, pero que llegó un momento en que se hizo necesaria una nueva revolución.

La domesticación y otros inventos
La domesticación de plantas y animales constituye sin duda uno de los grandes actos creativos de la humanidad. La domesticación del trigo en el Oriente Próximo, del arroz en el Lejano, del maíz en América y del sorgo en África fue el fundamento de las grandes culturas. Las técnicas modernas de la biología molecular y de la ingeniería genética nos están permitiendo desvelar algunos misterios de ese tiempo. Así por ejemplo, siguiendo la huellas moleculares de los trigos silvestres y de los domesticados, se ha podido establecer que la domesticación inicial deltrigo ocurrió a partir de una población silvestre que todavía sobrevive en las laderas de las montañas de Karaka Dag, entre los valles del Tigris y del Éufrates, en la Mesopotamia que linda con la actual Turquía. Del mismo modo, por comparación minuciosa de los genomas de la especie cultivada y de la silvestre de partida, puede concluirse que la domesticación supuso una profunda alteración de dichos genomas: la más extensa alteración genética que jamás haya surgido de la mano del hombre.
     Al trigo siguieron un reducido núcleo de especies herbáceas —cebada, lenteja, guisante, arveja, garbanzo, haba y lino— y las primeras especies de animales domésticos: oveja, cabra y, más tarde, vaca y cerdo. La domesticación fue acompañada por otro nuevo artificio, el campo de cultivo, y por los artefactos propios de la agricultura primitiva. El suelo laborable se debió derivar de la roturación más o menos rudimentaria de suelos previamente perturbados, de forma espontánea o deliberada (por el fuego, la riada o el vertido de desechos humanos).
     La nueva tecnología redujo inicialmente el repertorio de alimentos disponibles a cambio de una mayor cantidad de ellos y, por lo tanto, de la capacidad de sustentar a una densidad de población mucho mayor. Con el nuevo artificio se resolvieron problemas importantes pero se generaron otros nuevos: al depender principalmente de un grano básico —trigo, arroz, maíz—, se introdujo la posibilidad de dietas sesgadas, para aquellos que no podían combinarlo con otros alimentos, y la incidencia de dietas catastróficas, por fallo de la cosecha principal a causa de la sequía o las plagas y enfermedades.
     La domesticación de las primeras especies frutales —olivo, vid y palmera datilera— fue varios milenios más tardía porque requirió la creación de otro artificio, la propagación vegetativa, y la segunda ola —manzano, peral, ciruelo y cerezo— hubo de esperar a un invento mucho más sofisticado, el del injerto, ya casi en los albores de nuestra era (1000 a.C). Los nuevos inventos se fueron diseminando lentamente por migración de los propios inventores. Cavalli-Sforza ha llamado a este proceso “migración démica”.
     La domesticación fue desde el principio mismo una decidida alteración genética “contra natura”, ya que los caracteres de la especie silvestre cuyo control genético se alteró, los caracteres agronómicos, representaban variantes incompatibles con la adaptación de dichas especies a la vida natural. Así, por ejemplo, en la gramínea silvestre de la que se derivó el trigo cultivado, las espiguillas (los granos) se dispersan al viento en la madurez, mientras que en la especie domesticada quedan unidos a la espiga para que el agricultor los pueda recolectar. Al poner literalmente todos los huevos en la misma canasta se cercenan las posibilidades de supervivencia en vida libre. Algo análogo ocurre con la apertura de las vainas en la madurez de las leguminosas, y en el mismo sentido hay que interpretar la germinación escalonada de especies silvestres que, al convertirse a germinación uniforme en las cultivadas, anula una propiedad que aumenta enormemente la probabilidad de completar el ciclo vital en libertad.
     La concurrencia de las distintas propiedades agronómicas en la especie domesticada es absolutamente artificial, ya que jamás se hubiera dado en el proceso evolutivo natural, y sólo ha ocurrido por la mano del hombre, que ha reclutado con su ingenio características que hubieran sido eliminadas drásticamente por la selección natural. Las plantas cultivadas no completarían su ciclo generación tras generación sin el cuidado humano; no son capaces de vivir por sí mismas en la naturaleza, prueba definitiva de que no son naturales. Esencialmente, casi nada de lo que consumimos desde hace milenios es natural, y hay que añadir que afortunadamente no lo es, porque el proceso de domesticación eliminó multitud de sustancias tóxicas o disminuyó su concentración.

Suprema alquimia
Se ha demostrado que es posible alimentar a una persona con un cóctel de unos cincuenta elementos y compuestos químicos: una o dos clase de carbohidrato, grasa que incluya los dos ácidos grasos esenciales (linoleico y linolénico), una cierta cantidad de proteína que suministre los nueve aminoácidos esenciales, más suficientes de los no esenciales, trece vitaminas y unos veinte minerales. Si optáramos por esta receta alquímica, no nos bastaría con consumir unas discretas pastillitas, como vulgarmente se cree, sino que habríamos de engullir decenas de kilos de dicha insulsa, carísima y nada placentera bazofia. No es de esperar, por tanto, que los actuales y futuros inventos nos lleven en esa dirección.
     Los retos actuales no consisten en ampliar el repertorio de alimentos y modalidades de consumo de que disponemos, sino en alimentar a los que no tienen qué comer y en asegurar el alimento de una humanidad ampliada. En efecto, los grandes viajes de circunvalación permitieron diversificar enormemente la dieta, al permitir el intercambio de las especies domesticadas en las distintas regiones del planeta, y la revolución en los métodos de recolección, conservación, transporte y distribución han hecho que, desde mediados del siglo XX, la diversidad de lo que se ofrece en los mercados sea, por un amplio margen, la mayor a que ha tenido acceso el ser humano en toda su historia. Las prioridades de innovación en relación con la dieta tienen que ver con la cantidad de alimentos disponibles: con una agricultura de mayor rendimiento por hectárea (casi no es posible ya un incremento neto del suelo laborable o del consumo de agua dulce renovable) y una agricultura más compatible con el medio ambiente. ~

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