La ciudad contradictoria. Entrevista con Teodoro González de León

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En tu obra escrita hay una reflexión constante sobre la ciudad de México, una de tus pasiones intelectuales. En Retrato de arquitecto con ciudad señalas tres etapas de esplendor y coherencia arquitectónica: la ciudad azteca, la única capital lacustre cabeza de un imperio; la ciudad barroca y su continuidad en el siglo xix, y el crecimiento planeado tras el huracán de la Revolución, de 1925 a 1955. ¿Querrías, para ubicar a nuestros lectores, volver a esa clasificación?

El primer momento de armonía fue el siglo XV, porque hubo un equilibrio ecológico delicadísimo entre el manejo del agua, la producción agrícola y el urbanismo –las calzadas eran diques que contenían las aguas–, que los españoles no entendieron en absoluto. Luego vino la debacle de la Conquista, la pérdida de los dioses, que para mí fue la peor derrota. Y no vuelve el equilibrio hasta la ciudad barroca de finales del XVII y principios del XVIII, cuando resuelven parcialmente el problema del agua con las obras de desagüe… eso propicia que ya se pueda construir y planear a largo plazo. La ciudad barroca tiene una arquitectura y un urbanismo muy sólidos: era una ciudad muy delicada, con un sistema de plazas que va de lo pequeño a lo grande; un urbanismo, en fin, hecho a base del espacio público. Esto dura como hasta el final de la Reforma. Después de un momento oscuro, que es la etapa armada de la Revolución, entra México en un período de volver a crear espacio público, a pequeña escala, que es la ciudad de los treinta y los cuarenta, cuando los rascacielos sólo llegan a los doce pisos. Me acuerdo cómo me impresionó, en la avenida Juárez, el edificio de los “Regalos Nieto” –en la planta baja–, que era el de los Seguros La Nacional, de 1930, de doce niveles; cuando quince años después fui a Nueva York, me di cuenta de cómo México era en realidad bajita. Era una ciudad muy habitable, caminable por completo, antes del boom demográfico. A partir de ahí se desbarata, y es la ciudad actual, donde nos hemos devorado el espacio público. Nos desbordó la demografía.

 

Goytisolo dice de Estambul algo que podría aplicarse a México: “ciudad palimpsesto”, donde las sucesivas capas borran las anteriores pero dejan un rastro, un reflejo. ¿Te gusta esta metáfora para la ciudad de México?

Es bonita, pero tal vez la puedas aplicar a todas las ciudades, y, mejor que a ninguna, a Roma, que tiene todas las capas históricas visibles, desde los etruscos hasta el barroco, pasando por el Medievo o el Renacimiento. México no las tiene tan visibles: por ejemplo, en el Centro Histórico hay monumentos del siglo XVIII, pero ninguno del XVI; y los restos del periodo prehispánico son casi artificiales, están mal tratados.

 

Igual que el Ricardo Zavalita de Conversación en la catedral preguntando por el Perú, yo formularía, con la venia de Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió la ciudad de México?

A partir de no creer que México fuera a crecer con esa velocidad, ni que fuera a acumularse en la primera etapa de crecimiento esa tremenda cantidad de gente nueva que no hubo manera de controlar. Luego están las patadas de ahogado que dio el régimen de Uruchurtu, que no creyó en la demografía tampoco, que quiso congelar el crecimiento con un decreto. Y que hizo que la ciudad creciera en su frontera con el Estado de México, dispersándose, en lugar de ir encauzando con planeación y naturalidad su crecimiento del centro a la periferia y no a la inversa, como sucedió.

 

Has definido a México como la ciudad moderna en cuatro espacios, con puntos de articulación caóticos: uno serían los grandes desarrollos de conjuntos habitacionales; otro, las zonas de alta densidad arquitectónica, en particular Polanco y Reforma; otro, la ciudad para el automóvil, eco de Las Vegas –emblemático, el Periférico con edificios que son anuncios–, y otro, el inmenso espacio de los asentamientos irregulares. ¿Te parece que estos conjuntos han cambiado desde que lo publicaste?

No. Creo que esa clasificación aún funciona, y casi todo es producto de la ceguera de Uruchurtu y su creencia en el automóvil. Él nunca dio el paso al transporte colectivo, y su modelo siempre fue Los Ángeles, donde tenía casa, por cierto. Tuvo que dejar el gobierno de la ciudad para que empezaran, con enorme retraso, las obras del Metro, por ejemplo. Creía que el mayor uso del automóvil era la gran libertad, como todavía hoy hay angelinos que defienden su derecho de cenar a setenta kilómetros de distancia. ¡La locura! Con Uruchurtu, el paradigma de ciudad europea que era México se transforma en ciudad estadounidense y viene el declive, la pérdida de espacio público y el triunfo del automóvil. Este modelo envenenó además la mente de mucha gente, el último: López Obrador.

 

Vamos a algunos hechos puntuales. ¿Qué responsabilidad tuvo Ciudad Universitaria en el fin del Centro Histórico? ¿Cuál es tu relación con eso?

Para mí es una relación muy ambigua, porque yo participé en el concurso.

 

Como un estudiante rebelde que se opuso a los proyectos originales.

Así fue. Nuestra idea, a fin de cuentas, fue la que triunfó, y teníamos un gran entusiasmo por el proyecto, ante todo por la generosidad del gobierno de Ávila Camacho de donar más de setecientas hectáreas para la Universidad, lo cual era increíble, algo propio de una persona que está pensando en construir el México moderno. Nadie podía prever lo que vendría: todo mundo pensaba que salir de los centros congestionados era la solución, drástica, pero la solución. Después nos dimos cuenta de que esa mudanza marcó el principio del declive del Centro. No sólo la salida de los estudiantes, sino de los negocios asociados con la Universidad: fondas, librerías, cafés, etcétera. El corazón de la ciudad fue abandonado y quedó en manos –va a parecer horrible lo que voy a decir– de los pobres, sin poder adquisitivo para renovarlo. Se me hace estupendo que los pobres vivan en el Centro, pero que no vivan sólo ellos, eso es lo importante. Ninguna zona que se sectoriza es buena, ni la muy rica, cerrada con bardas, donde está cancelado el espacio público, ni la ocupada por los que no tienen el dinero para sostenerla, como pasó con el Centro Histórico. Por eso la solución integral pasa por la repoblación de distintas capas sociales, para favorecer así que los ingresos de la propia gente, y sus necesidades asociadas, ayuden a renovarlo.

 

Esto me lleva a tu crítica del movimiento moderno. ¿Cuándo te das cuenta de que tu formación junto a Le Corbusier entraña una utopía irrealizable para una ciudad como la nuestra?

Fue un proceso paulatino, pero bastante rápido. Creo me di cuenta plena a los tres o cuatro años de mi estancia con Le Corbusier, al enfrentarme a realidades concretas. Cuando me empezaron a ofrecer estudios urbanísticos y me hice amigo de antropólogos y sociólogos, y empecé a ver la realidad de una ciudad más allá de su simple arquitectura. Al principio lo vivía con la sensación de estar perdiendo el tiempo, pero hoy creo que aprendí a ver la realidad “real” de México, y me di cuenta de que todo el andamiaje del movimiento moderno y la limpieza formal de las ciudades, la sectorización por divisiones, es absurdo… Eso me hizo entender la complejidad de la ciudad, que es plural, allí está lo interesante, y también me hizo no aborrecer este lugar. La ciudad de México es complejísima, sucia, corrupta, pero de una intensidad inigualable. Puedes visitar ciudades europeas bellísimas que son pequeños cementerios, o ciudades americanas llenas de jardines con calles vacías.

 

En la lógica de cu, ¿qué lectura harías del proyecto de Ciudad Satélite?

Satélite fue una consecuencia directa a la obstrucción de Uruchurtu, al no permitir que se hiciera adentro ese desarrollo. En aquel tiempo estaba muy lejos y no había Periférico; llegabas por una avenida delgadita, y era verdaderamente una ciudad satélite. Fue producto de una mala política urbana. Si eso nace como una continuidad que se suma a los espacios que ya existían dentro de la ciudad, como un espacio que crece del centro a la periferia y no de la periferia al centro, habría sido espléndido. Pero la velocidad del crecimiento y la ceguera política hicieron mucho daño.

 

¿Y el proyecto de El Pedregal, que es tan audaz en su origen?

Es el símbolo de lo privado, porque, tal como lo concebía Barragán, el planteamiento eran bardas, lo cual también es interesante, si lo piensas como una propuesta plástica, como un laberinto urbano. Hoy algunas bardas son muy pequeñas, pero él pensaba que todas fueran altas, para producir ese aislamiento de la vivienda que había dentro. Era como una escultura que regalaba a la ciudad, un “espacio público cerrado”. Es decir, no es participativo lo que está detrás, pero ese laberinto también era un evento. Luego están los jardines volcánicos, de verdad únicos. Empero nunca visibles desde fuera. El plan no se cumplió, sin embargo. Muchas veces por el deseo de ciertos arquitectos de “presumir” sus obras y no respetar, por tanto, el concepto del laberinto de bardas.

 

Hablemos del proyecto de Nabor Carrillo y Fernando Hiriart de rescate del Lago de Texcoco. ¿Vale la pena como batalla por librar ante la opinión pública?

Fernando Hiriart, que era amigo mío, me enseñó el proyecto de Nabor Carrillo para rescatar el Lago de Texcoco y volver a la ciudad lacustre y toda la serie de mejoras que traería esa empresa. De hecho mucho se avanzó y crearon un sistema de excavación provocado por hundimientos de extracción de agua muy inteligente y práctico. Incluso estudiaron la posibilidad de usar energía atómica para la excavación. A mí me sorprendió el proyecto y me volví un gran defensor suyo. Sin embargo, los planes del gobierno cambiaron, y el proyecto que triunfó fue el del drenaje profundo, su antónimo: el primero consistía en volver al equilibrio lacustre del siglo XV, pero moderno, y el segundo, en terminar de secar el Valle, con sus fatales consecuencias.

 

¿Pero el drenaje profundo funciona?

Está terminado, pero ha fallado en varios niveles, por los hundimientos. Creo, sin embargo, que ambos proyectos no se oponen, los dos podrían ser perfectamente complementarios: el drenaje profundo para sacar demasías peligrosas eventuales, y el Lago, para reciclar el agua de la ciudad. El proyecto tiene muchas ventajas adicionales: impediría el crecimiento descontrolado de esa inmensa zona de la ciudad, ayudaría a regular mejor la temperatura y la humedad de la atmósfera, evitaría las tolvaneras, y al ser una reserva inmensa de agua evitaría el abuso del agua contenida en el subsuelo, lo que ayudaría a contener el hundimiento.

 

¿Y piensas que aún es factible?

Todavía es factible: el gran hueco de tierra no está urbanizado. Y ocuparía el espacio de tres veces la bahía de Acapulco. Pero ya está contaminado de política. Para construir el nuevo aeropuerto, que habría hecho factible el rescate de los lagos, a los propietarios de la tierra les ofrecieron una miseria. El que ofreció ese dinero a la gente de Atenco lo hizo para no realizar el proyecto, no se me ocurre otra explicación. Fue perder la única forma de que el aeropuerto tenga más pistas, que es lo que necesita. La ampliación del aeropuerto que se está haciendo va a aliviar los problemas del edificio, pero no va a dar mayores vuelos.

 

¿Y cuál ha sido la reacción de la clase política ante la actualización de este proyecto que has hecho junto a Alberto Kalach y mucha más gente?

Lo que a nosotros nos interesaba era que lo vieran los que iban a tener el poder de realizarlo. Hicimos una campaña de medios muy grande y escribió en la prensa muchísima gente. Hasta hay por ahí un artículo de Felipe Calderón, antes de que fuera candidato, elogiando el proyecto. Convencimos a Carlos Hank González, que le puso un entusiasmo absoluto y nos ayudó a presionar a Montiel, quien a regañadientes aceptó apoyarlo. El problema fue con López Obrador, quien de plano se negó a recibirnos, a diferencia de Cárdenas, que fue un impulsor al que le fascinaba el proyecto, pese a que su secretario de obras tenía sus reservas, discutibles en todo caso. Con López Obrador fue imposible. Cuando Julieta Campos entró a su gabinete, intentó conseguirnos una cita, pero López Obrador se negó a ver el proyecto, básico para la ecología del Valle; no le importó.

Esa ceguera me dejó estupefacto, porque sólo le pedíamos media hora para exponerle el proyecto. Si tenía ya alguna idea en contra, nunca lo supe; sí sé que él apoyaba el aeropuerto de Tizayuca, porque lo anunció en su plan de gobierno lanzado antes de las elecciones, esa tontería de hacer el aeropuerto más lejano del mundo de una gran ciudad. Entonces me di cuenta de que por ahí estaba la cosa, que apoyaba el proyecto contrario al que haría factible la recuperación de la ciudad lacustre y que incluía un nuevo aeropuerto en mitad del Lago. Porque la infraestructura del aeropuerto, siendo tan fuerte, haría posible con naturalidad los doscientos millones de pesos que cuesta el Lago, que no es en absoluto una cifra astronómica.

 

¿Y se podrá hacer algo con Ebrard?

Ya se le enseñó el proyecto, lo vio con muchísimo cuidado, y vamos a ver qué es lo que sucede.

 

Sobre el Centro Histórico, tienes una posición bastante osada contra la conservación a ultranza.

Los edificios, como la gente, necesitan ganarse la vida, y a veces requieren cirugías. Guardando, eso sí, el orden urbano, o si es una estructura arquitectónica admirable, conservándola como tal y dándole un uso que no la vaya a tocar. Pero todas las estructuras admiten intervenciones que permitan adaptarse a la vida moderna: en una casa colonial, la parte de abajo era para animales y criados tratados como animales, y no se puede vivir en ella; entonces necesita adaptaciones. Hay que hacerlo con toda tranquilidad, con respeto y amor al edificio, pero fuera de normas obtusas o miedos paralizantes. Las ciudades son organismos vivos, en permanente transformación, y la mejor manera de salvar el legado del pasado es reutilizándolo inteligentemente. ¿Que sentido tiene construir nuevos edificios con base en una arquitectura detenida en el tiempo, que niega tu época y tu sello?

 

¿Y cuál es tu dictamen de los sucesivos proyectos de rescate del Centro Histórico? Creo que en este terreno la gestión de López Obrador fue buena.

Así es. Pero empezó por la parte “blanda” del Centro Histórico, la parte poniente, industrial, financiera, ya más o menos sana, que es la más fácil. Qué bueno que empezaron. Pero falta la parte más difícil, la norte, que está intocada y francamente invadida por el comercio ambulante. No puedes pasar ni siquiera como peatón, tienes que ir al ritmo del vendedor, el ruido de sus maquinitas es infernal, la contaminación es visual, olfativa y acústica…

 

¿Qué habría que hacer ahí?

El problema es que se trata del gran centro comercial de los pobres, y no sólo de la ciudad sino de todo el centro del país. ¿Y cómo cerrarlo? Eliminarlo me parece una operación política que rebasa mi imaginación, y no sé si hay que atacarlo por el otro lado: dejar que vendan, pero creando espacio público para que se pueda circular, limpiando las calles… se podría pensar en techar las calles, y convertirlo en un zoco oriental, ¿por qué no? Con tal de que haya un orden.

 

Siguiendo con el Centro, ¿por qué no hacemos una parada en el Templo Mayor?

¡Eso es de una gran tristeza! Se rompió la traza original de la ciudad y lo que rescataron, en el estado en que está, no es digno del esplendor de la ciudad azteca. El techo de lámina que recubre las ruinas es horrible. Si al menos hubieran pensado en una gran celosía a la altura de San Ildefonso… El problema es que además está impregnado de demagogia nacionalista que vuelve imposible incluso abrir ese debate.

Con las obras de “rescate” del Templo Mayor desaparecieron sin más dos casas coloniales del siglo XVI que eran una joya en sí mismas, y de los pocos ejemplos de esa época que la ciudad conservaba. Cuando se lo reclamé a Gastón García Cantú me dijo “no te preocupes, las vamos a desmontar piedra por piedra”. ¿Pero cómo, si eran de madera? Los muros no eran de piedra, eran de argamasa, y los patios de madera. Fue un despropósito que contrasta con las obras que se estaban haciendo en ese tiempo en Mérida, la de España, donde Moneo hizo ese museo subterráneo que es una joya, moderno y, a la vez, respetuoso con el entorno.

 

¿El Zócalo se debe intervenir? ¿Por qué no lo hemos hecho? ¿Qué pasó con el concurso en el que participaste?

El concurso nació porque yo le llevé la idea a Cuauhtémoc Cárdenas de hacer una remodelación del Zócalo, que incluía, entre otras muchas mejoras, un paseo de buganvillas en una escuadra de doble hilera. A él le pareció una aportación magnífica, pero decidió sacarlo a concurso, y no lo gané. Yo proponía también quitarle la reja tonta que tiene la Catedral, que además es de baja calidad, pero el Cardenal se “escandalizó” con esta idea, porque decía que la propiedad estaba definida por la barda.

 

Hablemos del Metro: ¿por qué se empezó tan tarde?, ¿por qué se detuvo?, ¿por qué no hay una cultura del transporte público?

El tiempo en que podrían haber empezado, que habría sido facilísimo, era el de Uruchurtu. Entonces ya existía el proyecto y él se negó. Allí se perdieron veinte años.

 

¿Y por qué está detenida la ampliación?

La primera vez que se detuvo fue con López Portillo, que pensó que se estaba equivocando de estrategia y paró la inversión que hasta entonces se había hecho en el Metro. Él apostó por el proyecto de Hank González: los ejes viales. A final de cuentas, no fue una operación tan errada, ya que le dio coherencia al tráfico de la ciudad, uniendo puntos incomunicados, y de lo que seguimos viviendo. Lo imperdonable fue la destrucción de los camellones y sus palmeras, seña de identidad de la ciudad. Los ejes viales no eran incompatibles con los camellones. De allí, el proyecto del Metro empezó a naufragar, con pequeños avances inconstantes y grandes paradas.

 

¿No te parece inconcebible que la administración perredista de la ciudad lleve nueve años sin invertir en el transporte por antonomasia para la gente sin recursos?

A cambio del elefante blanco de los segundos pisos. Yo le digo a mis amigos que apoyan a López Obrador: ¿te das cuenta de que el segundo piso es la obra más contraria para el pueblo? Conecta dos áreas de ricos, queda vacío casi todo el día y se satura completamente en las horas pico. No sirve para nada, es una arbitrariedad total. Ahora ya todo el mundo entiende lo que es el tráfico inducido: la generación de tráfico a través de una obra. Cuanto más espacio se crea para los automóviles, más automóviles hay. Medidas puntuales elementales ayudarían mucho más que esa porquería.

 

París o Madrid son ciudades que crecen hacia abajo: abajo para los servicios, los puntos de encuentro de transporte, los estacionamientos, y arriba para cuidar, pulir, conservar el patrimonio. ¿Sería viable el mismo modelo en México, donde tenemos el problema del subsuelo?

Es difícil de hacer en el Centro, pero fácil en todo lo que no forma parte de los restos del Lago. Por ejemplo existe todo un proyecto de rescate de San Ángel que pasa por hacer subterráneo el paradero de microbuses, pero no se ha avanzado nada en él. Eso salvaría el barrio con todo su legado virreinal. Hay que sanear el transporte público de superficie de una forma radical, pero eso es un problema político de tales dimensiones que nadie quiere hacerle frente. No se puede seguir con esas unidades ineficientes, pequeñas, alocadas, agresivas… Pero año con año, esa mafia –que impide que las cosas cambien– se fortalece más y establece más complicidades con el gobierno, en lugar de irla acotando paso a paso.

 

México debe de ser la única ciudad en el mundo en que los taxis llegan llenos y se van vacíos al aeropuerto y viceversa.

Es tal el absurdo que, si un taxi del aeropuerto lleva a un pasajero a un hotel y encuentra ahí a gente que quiere ir al aeropuerto, tiene prohibido por ley recogerla. Sale lleno pero debe regresar vacío.

 

¿Cuál es tu lectura del vertiginoso desarrollo de Santa Fe?

Tiene una parte buena: cuando se empezó Santa Fe, con Manuel Camacho Solís, había una presión fortísima sobre Polanco, que iba literalmente a tronar por la expedición de licencias, por el constante aumento de altura, de densidad de los edificios. Entonces Jorge Gamboa y Camacho pensaron en esa salida a través de Santa Fe. Creo que el proyecto funcionó, por la cantidad de inversión que se mandó allá y por algunas joyas de arquitectura. Pero faltó más espacio público; está concebido como un gran fraccionamiento de lotes inmensos, para grandes empresas: no ha prosperado el proyecto de hacer un centro, falta un corazón. Además, ya es un paso a otros lugares, como Toluca. Pero tuvo la virtud de solucionar la saturación de una zona que funciona muy bien y que hay que seguir cuidando como Polanco. En ese sentido, el “Bando 2” decretado por López Obrador, de frenar el crecimiento de la ciudad en las zonas protegidas, ha sido bueno, ya que condujo inversiones a la colonia Doctores, a La Condesa, a todo el Centro.

 

¿Tienen salvación Nezahualcóyotl, Ciudad Azteca, Chalco? ¿Cómo pueden articularse esas zonas? ¿Las hacemos parte de la ciudad o las convertimos en islas autónomas? Si tuvieras una varita mágica, ¿qué pensarías para esas zonas paupérrimas?

No lo sé. Por ejemplo, Nezahualcóyotl, Ciudad Azteca inclusive, ya son lugares muy sólidos, están bastante arbolados, sorprendentemente. Con un desorden infinito, pero arbolados. Les falta estructurar instituciones que laboren por el barrio, que lo cuiden, que tomen medidas ya de microcirugía. Yo no los veo como suburbios, son muy animados, tienen vida de barrio. ¿Qué necesitan? Seguridad y quizá lugares de trabajo cercanos, para evitar viajes afuera. Todo lo que se pueda expandir el Metro, habría que hacerlo, y en cada salida tener algún establecimiento social, de trabajo o de servicios, que los fuera estructurando. Pero en ningún caso los veo como lugares tristes, ya no lo son.

 

¿Y cómo detener el crecimiento? Porque el problema es que la presión sobre el terreno virgen sigue siendo inmensa.

La única forma es ser inflexible en la ocupación de las zonas altas, donde se recargan los mantos friáticos de la ciudad. Y lo demás irlo planeando, adelantarse a la ocupación ilegal y al uso político del suelo. Si todavía hay gente que quiere vivir en la ciudad de México, nadie la va a parar. Hay que darles el camino, trazar por dónde, llegar antes que ellos.

 

Y articular los municipios conurbanos del Estado de México con la ciudad, porque son parte de ella.

Por supuesto. Sabemos que López Obrador nunca habló con el gobernador del Estado de México, algo imperdonable, porque no hay frontera, nadie sabe dónde está la línea que separa el Distrito Federal de Estado de México. Afortunadamente, creo que Ebrard ya estableció un contacto formal con el Estado de México. Hay que ver la ciudad como un todo articulado.

 

La entrada al Ajusco reúne tres obras mayores tuyas, la Universidad Pedagógica, el Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica, ¿cómo te gustaría que viéramos esos espacios?

Lo que me interesa al hacer arquitectura es que, en cierta forma, el edificio y la arquitectura dialoguen con el espacio público, vía pórticos, vía huecos que penetran, vía invasión de la plaza que entra en el propio edificio… es decir, establecer una ambigüedad entre el espacio donde empieza la arquitectura y aquél donde acaba lo público, y viceversa. Una idea contraria al rascacielos, que es hermético y en donde todo es espacio privado.

 

Acabas de publicar un libro sobre un viaje que hiciste al Japón para estudiar su arquitectura moderna. Como dice Nooteboom, el gran equívoco del Japón es que la gente va a buscar la tranquilidad milenaria y se enfrenta al desarrollo urbano más estremecedor y fantástico del mundo. ¿Hay algo que México pueda aprender de Tokio?

Lo que es sorprendente del Japón –tal vez no tanto de Tokio– es la combinación entre la modernidad y la tradición. No hay trajes regionales, como aquí, y el kimono, que es el traje nacional, es una indumentaria para sentirse a gusto. Tienen una mejor relación con su tradición y una mejor relación con la modernidad, y nosotros tenemos ambas en permanente conflicto. Ojalá ésta sea una reflexión útil para nuestra ciudad. ~

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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