Ilustraciones: Raúl Arias

España y la conquista de China

En el siglo XVI, los españoles soñaban con conquistar China desde las Islas Filipinas. En este texto –que nace de una serie de conferencias pronunciadas en México por invitación de El Colegio Nacional, la Fundación Anglo Mexicana, el PEN Club y la embajada del Reino Unido–, Thomas reconstruye las apasionantes peripecias, las grandiosas esperanzas y los planes de ese poco conocido proyecto.
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Muchos habitantes de esta gran ciudad albergaron extraordinarios planes y sueños sobre la conquista de China a finales del siglo XVI. Fueron consecuencia directa de la conquista de Filipinas, que se realizó saliendo desde estas orillas en la década de 1560.

Esas islas, como es sabido, entraron en la imaginación de los europeos cuando la maravillosa expedición de Magallanes llegó hasta ellas en 1521. Magallanes era un portugués al que la corona española había encargado realizar su viaje global. Llamó al archipiélago islas de San Lázaro. Pero el nombre no duró. Magallanes murió en combate en la isla de Cebú. Su llegada encontró la resistencia de los naturales del lugar, que él y los demás exploradores llamaban indios. El mando de una expedición muy disminuida recayó en Juan Sebastián Elcano, un vasco que demostró la esfericidad de la tierra.

El error de Magallanes fue gastar más en manzanilla antes de dejar Sanlúcar de Barrameda que en la pólvora que le habría podido salvar la vida.

Estas aventuras planteaban la cuestión de dónde terminaba el interés portugués y dónde comenzaba la responsabilidad española, en lo que España consideraba el extremo Occidente.

El papa en 1492 y el Tratado de Tordesillas en 1493 habían trazado una línea que separaba los intereses portugueses y españoles en la región del Atlántico y Brasil. Pero entonces nadie sabía con seguridad que el mundo fuera redondo. La incertidumbre con respecto a Oriente se resolvió en 1529 con un tratado firmado en Zaragoza. Según ese acuerdo, los españoles renunciaban a todo interés en las legendarias islas de las Especias, las Molucas, y aceptaban una divisoria a 17 grados al este de las islas: lo que quedaba al oeste estaría bajo control portugués. A cambio,el rey de España, siempre necesitado de dinero, recibió la formidable cantidad de 350.000 ducados. El tratado de Zaragoza podría haber terminado con los intereses españoles en las Indias Orientales y las misteriosas islas de San Lázaro, pero la especulación en torno al archipiélago continuó. El aparentemente inmortal Pedro de Alvarado –el gran amigo y segundo de Cortés, a quien los mexicas llamaban “hijo del sol” por su cabello rubio– organizó una flota cuyo objetivo sería visitar y quizá colonizar esas islas. La expedición de Alvarado nunca llegó a realizarse, por razones vinculadas a la rebelión chichimeca en Nueva España, pero uno de sus comandantes, Ruiz López de Villalobos, atravesó el Pacífico y alcanzó el extremo sur del archipiélago. Aunque los portugueses lo superaron, dejó su marca en la historia al dar a las islas el nombre de Filipinas en honor de Felipe, el joven regente de España y futuro Felipe II. Uno de los hombres que viajaban en la flota de López de Villalobos era el piloto y fraile Andrésde Urdaneta. Le costó mucho tiempo regresar a México, pero cuando llegó informó de lo que había visto al virrey Luis de Velasco, que encargó a López deLegazpi establecer una presencia española en Filipinas. López de Legazpi era un vasco originario de Guipúzcoa, donde, como su padre, había sido escribano, y mantuvo esa ocupación en México. Actuaba en nombre del gobierno local y fundó una cofradía, el Dulce Nombre de Jesús. En 1564, cuando atravesó el Pacífico, era un viudo de avanzada edad y tenía nueve hijos.

Al principio López de Legazpi se instaló en la isla de Leyte y después fue a Cebú, donde había muerto Magallanes. Finalmente se dirigió a la gran isla de Luzón. La conquista de esos y otros lugares fue relativamente fácil, puesto que, como escribió elfraile agustino Martín de Rada, en Filipinas no había reyes ni señores que gobernaran grandes extensiones. La forma de gobierno típica era un pequeño pueblo, que constituía una diminuta república independiente, dirigida por una especie de oligarquía. Las excepciones a esta regla eran lugares como Manila, donde los musulmanes habían establecido un régimen más ambicioso y, supongo, más efectivo. Esos musulmanes, decía Rada, eran tan conquistadores como los españoles, y probablemente menos sutiles y más brutales. A Legazpi le resultó fácil convencer a los indígenas de que los españoles eran libertadores en la misma medida que nuevos amos.

Aun así, la expedición de Legazpi tuvo algunos momentos difíciles en los primeros años, porque durante un tiempo los “naturales”se negaron a cultivar cualquier producto que a los españoles les gustara comer. Legazpi fundó una ciudad española en Manila, en el lugar donde anteriormente había habido una gran población musulmana, y más o menos al mismo tiempo uno de sus nietos, Juan de Salcedo, y su segundo Martín de Goytí comenzaron la conquista del resto de la isla de Luzón. Manila se convirtió en la capital española de las islas. El galeón de Manila, que llevaba productos chinos como porcelana o seda a Acapulco, en la Nueva España, para cambiarlos por plata, comenzó su larga y extraordinaria historia. Fue por entonces cuando empezó el romance español con la idea de trasladar la conquista de Filipinas hasta China. Primero podemos ver al propio Legazpi escribiéndole a Felipe II para proponer la construcción de seis galeras que debían “correr la costa de China y contratar con la tierra firme”. Muy pronto un agustino escribía sobre China como si ya fuera el siguiente asunto de la agenda imperial española: “para conquistar una tierra tan grande y de tanta gente es necesario tener cerca el socorro y la acogida para cualquier caso, aunque según me he informado […] la gente de China no es nada belicosa”. Las frases pertenecen a una carta de julio de 1569.

A partir de entonces los españoles empezaron a recoger información sobre China asiduamente, no solo de los comerciantes portugueses y filipinos de las islas, sino también de inmigrantes y mercaderes chinos (“sangleyes”) en Manila y otros lugares.

Al mismo tiempo Legazpi, que se acercabaa los setenta años, mostraba que como conquistador no tenía nada que envidiarle a nadie y volvió a escribir al rey para decirle que “mediante Dios fácilmente y no con mucha gente serán sujetados”. En febrero de 1572, tras algún retraso, el virrey de la Nueva España, Martín Enríquez de Almansa, que era la máxima autoridad para las Filipinas, dio nuevas instrucciones a Juan de la Isla, uno de los antiguos capitanes de Legazpi, para que llevara un poco más lejos el descubrimiento de China. Le iban a dar tres buenos barcos. Felipe II, sin duda excitado por la noticia de la reciente gran victoria de los españoles y sus aliados en Lepanto, parece haber aprobado la expedición personalmente. Las instrucciones de Enríquez a De la Isla no solo aprueban un viaje de exploración, sino también “la conquista de tierra española”.

Así se instaló “la empresa de China” en las mentes del virrey, de los miembros del Consejo de Indias en Castilla y del gobernador de Filipinas en Manila.

En esa época las ambiciones de los conquistadores españoles parecían ilimitadas, como puede verse en una carta que envió a Castilla en enero de 1574 Hernando Riquel, escribano de la gobernación en Manila. Este funcionario creía que China podría conquistarse con menos de sesenta buenos soldados españoles. En julio de ese año Guido de Lavezaris, gobernador de Filipinas tras la muerte de López de Legazpi, comunicó al Consejo de Indias sus esperanzas con respecto a la expansión española en esas tierras: “Espero en Dios que por este principio ha de ensanchar y ampliar Vuestra Majestad sus reinos y señoríos en gran número, trayendo el verdadero conocimiento de la Santa Fe Católica a tanta gente bárbara y ciega.”

La perspectiva de una invasión española de China empezó a obsesionar al virrey Enríquez. Era natural, porque de él dependía escoger a la persona adecuada para dirigir una expedición española al país de Ming. Al final nombró a Juan Pablo de Carrión, que era otro de los antiguos lugartenientes de Legazpi y conocía las Molucas. Carrión estaba totalmente convencido de los beneficios de la conquista: casi cualquier esfuerzo valdría la pena para someter a España “estas islas [China] muy abastecidas de todo género de bastimentos […], muy ricas y grandes”. Ofreció armar dos galeones y dos pinazas, a sus expensas, “para acometer la conquista de China”.

Al rey Felipe II le seguían interesando esos sueños extraordinarios, pero estaba tan preocupado por la rebelión en Holanda que no tomó ninguna decisión. Aun así, las cartas siguieron cruzando el Atlántico, debatiendo lo que podría hacerse al otro lado del Pacífico, y los chinos ofrecieron establecer un pequeño enclave comercial en la costa de Fujián, comparable al que tenían los portugueses en Macao. Lo dirigirían frailes agustinos apoyados por una pequeña unidad de soldados españoles encabezados por otro antiguo compañero de Legazpi, el asturiano Miguel de Loarca, que había obtenido una gran encomienda en Panay. Como todas las colonias españolas en América, Filipinas había sido dividida en encomiendas.

La primera expedición española partió de Manila hacia China en junio de 1575. Algunos de los soldados de la flotilla creían que iban a igualar los resultados de Cortés y Pizarro. Los religiosos adoptaron disposiciones para permanecer en China y los soldados regresaron a Manila, espoleados por el deseo.

El nuevo gobernador, el doctor Francisco de Sande, era culto (había estudiado en la Universidad de Salamanca), ambicioso y persuasivo. El 6 de junio de 1576 escribió al rey Felipe para comunicarle que había diseñado un plan para subyugar China con seis mil arcabuceros y piqueros. Sande presentó varias sugerencias sobre el modo en que ese ejército imperial podía conquistar China, por medio de una guerra muy justa. ¿No merecían desprecio los soldados chinos? Aunque eranmuchos, eran idólatras y sodomitas y se entregaban al robo y la piratería. Era el tipo de comentario que hacían a menudo los españoles cuando contemplaban una nueva conquista. Sande pensaba que lo más acertado sería conquistar una provincia y después convencer a la población de que los españoles eran libertadores. ¿No era lo que había ocurrido con la política de Cortés hacia los tlaxaltecas y los totonacas, cerca de Veracruz? Después España utilizaría a los colaboradores chinos para dominar otras provincias, como los españoles habían usado a los mexicas después de 1521.

Esas ideas empezaron a oírse por todos los rincones del imperio. Diego García de Palacios, juez de la Audiencia de Guatemala, le dijo al rey en una carta de marzo de 1578 que sería tan fácilcomo deseable reclutar a cuatro mil hombres en América Central y enviarlos a China en galeras. Se le pediría al rey que enviase bronce para construir pistolas.

El Consejo de Indias tenía sus dudas. Se decía que el emperador de China tenía cinco millones de hombres bien armados, así que la conquista podía no resultar tan fácil como pretendía el juez Palacios. Ahora el rey también dudaba. “En cuanto a conquistar China, que os parece se debía hacer desde luego, acá ha parecido que por ahora no conviene tratarde ello”, escribió al gobernador. En cambio, el rey quería mandar regalos al emperador en Pekín. Entre ellos habría retratos del monarca de su pintor de la corte preferido, Sánchez Coello.

Pero la causa de la conquista no estaba perdida. La vuelta a una estrategia militar fue en gran medida impulsada por Alonso Sánchez, un jesuita fuerte y decidido que partió a lo que llamaba “reinos de China” en marzo de 1582. Cuando volvió a Manila informó que era imposible predicar el Evangelio en China sin un apoyo militar. Hablaba constantemente de los asombrosos beneficios que la realización de la “empresa de China” aportaría a España. Pero pensaba que sus predecesores en el debate habían subestimado el número de combatientes necesario. Creía que se necesitarían diez mil hombres para completar la conquista, aunque doscientos serían suficientes para tomar Cantón.

El padre Sánchez descubrió que el público de Manila se mostraba receptivo. El obispo de Manila en ese momento era Domingo de Salazar, un dominico de abundantescualidades. Se le consideraba una especie de Bartolomé de Las Casas filipino. Había estado en la Nueva España, donde aprendió suficiente náhuatl como para predicar en esa lengua. Pocas veces estaba de acuerdo con el gobernador, Diego Ronquillo, pero en esa ocasión ambos coincidían en que ocho mil hombres y doce galeones serían suficientes para conquistar China y tomar su imperio como Cortés había hecho con el de los mexicas y Pizarro con el de los incas.

En la primavera de 1583 se reunió en Manila una junta especialmente nombrada por el general Ronquillo para debatir “la empresa de China”.

Había algunas discrepancias sobre el legítimo derecho del rey de España a embarcarse en una conquista de esta naturaleza. El obispo Salazar inició lo que llamaba un proceso jurídico-teológico que produciría un plan para una conquista, que envió al papa. El gobernador escribió que en su opinión conquistar China presentaría “poca dificultad”. Propuso que se reclutaran ocho mil soldados.

Es de justicia señalar que a muchos colonos españoles no les gustaba que los sueños de conflicto se extendieran por el archipiélago. Los portugueses, anexionados por los españoles tras la muerte de su último monarca independiente, pensaban que la guerra dañaría el comercio y los jesuitas portugueses, que tenían mucha más experiencia en Oriente, intentaron distanciarse de sus colegas españoles.

Sin embargo, en la primavera de 1586 la comunidad religiosa de las Filipinas le dio un gran apoyo a la idea de conquista. El presidente de la Audiencia convocó las juntas generales de todas las hermandades religiosas del archipiélago. Los clérigos defendían que China podría tomarse para beneficio español con un ejército de entre diez y doce mil hombres, dirigido por el gobernador de Filipinas. Este ejército podía formarse en cualquiera de los dominios del rey, pero los líderes religiosos pensaban que era preferible contar con vascos. Sería fácil reunir a seis mil japoneses y quinientos esclavos africanos servirían de ayuda. Debía prestarse mucha atención a las armas necesarias. Habría que tener dinero disponible para sobornar a algunos mandarines.

Las resoluciones de esta extraordinaria reunión concluían con una indicación del gran número de nuevas encomiendas que se establecerían en China, por no hablar de un nuevo grupo de jueces, duques, marqueses y virreyes que habría que nombrar. Desde el principio se alentaría el mestizaje con los chinos, porque las chinas eran “serias, honestas, retiradas y fieles y honorables súbditas de sus maridos y normalmente de gran gracia, belleza y discreción”. Los dirigentes de las órdenes pensaban que tras la conquista de China vendrían las de India, Cochinchina, Camboya, Siam y las Molucas, Borneo y Sumatra.

Muy pronto empezaron a llegar a Manila soldados voluntarios, que provenían de la Nueva España e incluso Cuba, mientras que el daimyō Komidshi Yukanga ofreció seis mil hombres para actuar en China o en Borneo. Francisco de Luján dirigía a los cubanos. Si las cosas hubieran ido bien, quizá Luján se habría convertido en el marqués del Río Amarillo.

A Alonso Sánchez lo nombraron procurador de las órdenes en Filipinas y volvió a España para ofrecer una valoración de las posibilidades a Felipe II.

El monarca vio a Alonso Sánchez tres veces. Como era habitual en esas ocasiones, nombró un comité para que estudiara las recomendaciones que habían llegado de Manila. Era un buen equipo de hombres ilustres. Durante sus deliberaciones Alonso Sánchez, que no había perdido el sentido de la proporción, vio que la noticia de la derrota de la Armada Invencible en agosto de 1588 exigía que transcurriera un tiempo antes de que el rey pudiera pensar en otra gran expedición marítima. Claudio Aquaviva, superior general de la Compañía de Jesús, rogó a Sánchez que fuera a Roma para hablar del asunto con el papa. Lo hizo, aunque tuvo que ver a cuatro pontífices, porque Sixto V, Gregorio XIV, Inocencio IX y Clemente VII se sucedieron rápidamente en el cargo.

La idea de una expedición militar destinada a conquistar China nunca se abandonó explícitamente. Pero tampoco se hizo nada. Como el gran funcionario que era, Felipe II pensaba que la procrastinación yel silencio eran lareacción correcta ante las ideas de los gobernadores filipinos y sus aliados religiosos. Los altos funcionarios no responden las cartas si no saben qué decir.

Así se perdió la gran oportunidad. El cristianismo no se convirtió en la religión dominante de China, como había ocurrido en la Nueva España. Ningún aristócrata español recibió un título con el nombre del Río Amarillo. ~

 

Traducción de Daniel Gascón

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