Escape de Disney World

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Después de una juventud de tiras cómicas y una primera madurez de dibujos animados, Mickey Mouse encontró su vocación como emblema corporativo. En tiempos heráldicos, sólo las bestias mitológicas o las fieras rampantes aspiraban a decorar escudos de armas. En el siglo de las caricaturas no es extraño que el Reino de la Fantasía tenga por logotipo a un roedor de manos enguantadas. Como la estrella de Mercedes o el doble arco de McDonald’s, Mickey es una marca registrada. A estas alturas de su consolidación empresarial, sería un pavoroso error de reparto incluirlo en una película. El anfitrión del emporio Disney no puede rebajarse a tener historias: es el talismán que convalida las transacciones de un territorio donde sólo hay transacciones. Cuando una tormenta tropical se abate sobre Disney World, los visitantes compran impermeables amarillos. “Nunca me había sentido tan ridículo”, comenta un padre que parecería un bombero errante de no ser por el ratón tutelar adherido a su espalda. “¿¡Le dices ridículo a Mickey!?”, protesta un hijo que conoce el valor de los mitos.
     Umberto Eco advirtió que cada atracción Disney World desemboca en “un supermercado disfrazado donde compras obsesivamente, creyendo que todavía estás jugando”. El consumo es el principio rector y el fin último del lugar, pero se confunde con la diversión. Incluso el dinero adquiere otra dimensión simbólica. En Disney World puedes pagar en dólares o en la moneda local, que parece acuñada por un banco de dibujos animados. Aunque la equivalencia es de uno a uno, los disneydólares representan algo más que una divisa: el ingreso a otra realidad. Ahí el dinero se somete a la lógica de la fantasía, es un artículo desplazado que reclama una imaginativa manera de pertenecer a ese entorno, como los soldados de la guerra civil que recorren la Calle Principal, o los coches color malvavisco que hacen las veces de taxis. El dinero se vuelve un juguete, aunque sirva para lo mismo que en el olvidado mundo de fuera. Y no sólo eso: también cumple las funciones de souvenir, lo cual redondea sus méritos comerciales. Para tener un recuerdo adicional, numerosos visitantes prefieren “no gastar” sus últimos disneydólares, olvidando que ya los han gastado.
     A diferencia de las ferias donde el hijo puede subir a aparatos de vértigo sin que el padre lo acompañe, Disney World exige otro nivel de participación. Después de todo, la familia ha viajado desde lejos para llegar ahí y busca una experiencia en común muy superior a la que provocan las ferias de cualquier domingo. Una vez pagada la entrada, los juegos son para todos y los padres se ven obligados a mostrar una excepcional tolerancia ante la caída libre y el mareo. Esto suele llevar a una división sexual de la diversión forzada: el padre asume la participación en los transportes suicidas, mientras la madre contempla con paciencia budista el no siempre agitado carnaval de las hadas y los peluches. Confieso que pasé portodas estas fases del lugar común y subí con mi hijo a un vagón remotamente vaquero que subió y bajó rieles en espiral hasta demostrarnos que la verdadera emoción consistía en recorrer de espaldas una rueda de 360 grados. Mientras apretaba los dientes en lo alto, también me apretaba el pecho para que no se me cayeran las tarjetas de crédito. La imagen revela algo más que los miedos del ciudadano capitalista ante el desplazamiento inmoderado: Disney World te sacude como muñeco de caricaturas hasta sacarte el último centavo. “Mickey es un ratón limpio“, explicó Walt Disney, lo cual no significa que esté dispuesto a lavarse las orejas. Es impoluto porque no necesita la mancha de una personalidad. La repetición de su imagen cancela cualquier argumento ajeno a la estadística. Su éxito es el de lo que se reitera sin freno conocido: Mickey sonríe desde el cielo provisional de millones de camisetas.
     La utopía tiene el defecto de no existir, y en 1955 Disney ideó la segunda mejor opción del utopista: levantar un falangsterio superior a la realidad. El impacto de Disneylandia en Californa fue tan grande que Nikita Krushov lamentó que abstrusas razones de seguridad le impidieran ir ahí durante su visita oficial a Estados Unidos. El custodio de la aurora socialista deseaba atestiguar la arcadia de plástico y los cocodrilos motorizados de sus rivales. La heterotopia del ratón limpio se pone en escena en un presente eterno, que incorpora el pasado y el futuro como espectáculos en miniatura y reordena la geografía con caprichosa voluntad. No es casual que Disneylandia haya sido la primera ciudad que surgió respaldada por un programa de televisión. Los parques temáticos de Disney se articulan al modo de un montaje visual que prefigura el zapping: un parpadeo permite pasar del Lejano Oeste a la Mansión Encantada, un baluarte pirata, un afluente del Amazonas o los cohetes del porvenir.
     Walt Disney murió en 1966 y un rumor rodeó su deceso: el creador de Mickey había pedido que lo congelaran. Aunque los voceros de la empresa desmintieron esta pretensión de eternizarse en frío, la idea resultaba lógica para alguien que vivió para reunir épocas dispares en una actualidad donde nada sucede por primera vez porque todo es una reiteración. Lo que ves ahora pasó en forma idéntica hace unos minutos. En Disney World, los hechos siguen una secuencia que no concluye (sólo se rebobina). Con el mismo impulso con que los trenes del parque regresan al punto de partida, los continuadores de la empresa Disney prolongaron el sueño del patriarca como otra variante de la congelación: Disney World y Disneyland París conservan el código original de diversión sin posibilidad de sorpresa. Cada tanto tiempo, un estreno cinematográfico agrega un rincón a la ciudadela, pero su funcionamiento es tan similar al del conjunto que nunca trae un cambio de estilo. La villa del ratón se conserva en estado de pulcritud extrema. Su irrealidad o, como prefiere Eco, su hiperrealidad, depende de que todo esté nuevo. No hay opciones para el deterioro o el uso inmoderado, entre otras cosas porque nadie vive ahí. El control del espacio es absoluto, lo cual no impide que algún transeúnte se robe algo.
      
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     Mi familia y yo salimos de prisa del show del Rey León y olvidamos la cámara en el asiento. Volvimos dos minutos después y ya no estaba ahí. Me aconsejaron ir al día siguiente a la oficina de Objetos Perdidos (que en inglés recibe un nombre más optimista: Lost & Found). Tomé un autobús entre prados y estanques hasta una zona apartada. Creí sustraerme a la lógica del parque de atracciones, sin saber que me incorporaba a su núcleo duro. Cuando describí mi cámara, una de esas empleadas que parecen conocer las respuestas antes de oír las preguntas me vio como si yo fuera el informante de una tribu preverbal. No bastaba con saber la marca y el modelo. Disney World es visitada por millones, sí, millones de cámaras. Cada una tiene una especificidad. Por desgracia, yo no pude ser más específico. “¿Cuántas fotos había tomado?”, preguntó la mujer. Naturalmente, yo no lo recordaba. Habíamos llegado a un punto de inflexión kafkiano: la cámara perdida sólo podía ser en verdad mía si yo cumplía con el requisito paranoico de saber el número de fotos tomadas que albergaba. La mujer repitió su pregunta. Entonces demostré que provengo de una cultura convencida de que la lotería es el principal remedio contra la adversidad. Cerré los ojos y dije un número. La empleada fue a ver. No, mi cámara no estaba ahí. Aunque esto pudiera ser cierto, mi mente supersticiosa asociará para siempre la pérdida de la cámara a mi incapacidad de decir el número correcto.
     Pero no era ése el sitio para tratar al destino como algo que se improvisa. La pregunta de la responsable de Objetos Perdidos revelaba el mecanismo contable del lugar. Disney World ha desterrado la posibilidad de azar. En Semana Santa, cien mil personas recorren Disney World; cada una de ellas recibe pasaporte de ciudadanía y cada una está de paso. En esta metrópoli que odia lo sedentario, incluso la noción de “visitante” es exagerada. Sólo hay pasajeros: el espectáculo y el traslado son una y la misma cosa.
     Las dos experiencias más sorprendentes que tuvimos ocurrieron en nuestra llegada y nuestra salida. Dos sobresaltos vinculados con el tiempo y el espacio, del todo ajenos a la seguridad glacial que promete Disney World. El primero ocurrió al desempacar en el hotel. La maleta de nuestro hijo contenía un objeto que no habíamos puesto ahí. Junto a su fiel peluche Coco, había un despertador, uno de esos artefactos redondos, con manecillas juguetonas, coronado por dos campanillas, que en las caricaturas suenan tanto que no sólo despiertan a Pluto sino que lo lanzan hasta el techo. ¿Por qué estaba ahí? Esto ocurrió algunos años antes del 11-S, pero aun así no costaba trabajo asociar un despertador con una bomba terrorista.
     Fue uno de los momentos del viaje en que actué con mayor infantilismo. Evacué a la familia del cuarto, tomé la maleta (juzgando que si no había explotado para llegar ahí tampoco lo haría para ir al estacionamiento), saqué el reloj con dos dedos de la mano izquierda (juzgando que la explosión sólo me amputaría esos apéndices que en ese momento me parecieron prescindibles) y lo deposité en un bote de basura (juzgando que por el hecho de quedar ahí pasaría de ser amenazante a ser reciclable). Cuando me volví para dirigirme al cuarto, vi a mi hijo y a mi mujer parapetados tras un coche a dos metros de distancia. Sus ojos brillaban como si yo regresara de Vietnam. Una mano benévola o el distraído azar colocaron ese absurdo despertador en la maleta para crear ese juego alternativo, el único en verdad divertido de Disney World. Bueno, el único no. También la salida tuvo lo suyo. Más información más adelante.
      
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     Volvamos ahora a la urbe obsesionada por el desplazamiento. Disney World sigue el principio de las excursiones infantiles, donde nada es tan divertido como el viaje en autobús. “Aunque la meta sea el paraíso, lo que más les gusta es el camión”, comenta la mayor experta en niños que conozco. Disney World industrializa esta idea. Moverse no es un camino a la diversión, es la diversión. En este sentido supera a Disneylandia, pues su territorio es muy superior (el doble de Manhattan, el mismo de San Francisco). Sus tres grandes hoteles están enlazados por un monorriel: el vértigo mecánico comienza en el lobby. Lejos, muy lejos, quedan los automóviles. El visitante mexicano suele llegar en avión. Si acaso lo hace en coche, el estacionamiento, última instancia de la sociedad motriz anterior a Disney World, le parecerá un predio del tamaño de Chihuahua.
     En un sitio donde lo más interesante es moverse, la tensión deriva de la espera. Los sociólogos del deterioro calculan que, en un día promedio, una visita de ocho horas puede estar compuesta por cinco horas de colas. Por eso, la mayor innovación arquitectónica de los parques con el sello Disney son los tendajones anexos a cada uno de los juegos, diseñados para ocultar las colas. Al estar bajo techo, tienes la sensación de que te encuentras “dentro”. El sinuoso recorrido de la fila hace que no puedas ver el punto de llegada, y la música, los carteles y hasta los olores generan la impresión de que eso ya es parte del show. Aunque un letrero anuncia el tiempo estimado de espera, el visitante no ve tanta gente, y se queda ahí. Después de una hora de serpentear en un espacio inverosímil, está al borde del ataque de nervios pero sabe que no hay marcha atrás: ya invirtió demasiado en en ese recinto que, sin estar despejado, no parecía tan lleno.
     Las colas son el principal escenario del psicodrama. Como las familias se sienten obligadas a ser felices el día entero, sufren severas crisis emocionales en el largo preludio al juego que durará unos minutos. Purgatorios de la frustración en un sitio que pide ser recorrido, las colas producen monstruos. En esa encrucijada, la madre recuerda que ella había sugerido otra opción, seguramente despejada, y le reclama al padre con una acritud que parece incluir a todas las rubias que le han gustado. Un momento de ruptura en que los niños descubren que un berrinche puede ser tan eficaz como los instrumentos del doctor Mengele. Las colas son la oportunidad de que alguien vomite, un obeso de ciento cincuenta kilos te unte sudor y mantequilla de palomitas, y una argentina exclame con potencia impía: “¡Vení, nene, vení!”. En ese trance de sudor, lagrimas dignas de mejores teledramas y manitas desconocidas que embarran pulpas dulces en el calcetín, los padres que conservan un mínimo de compostura pueden sentirse héroes de la voluntad. Han hecho todo eso por sus hijos, son capaces de sufrir en silencio junto al vástago que sufre en estéreo y que después de la caída libre querrá volver a hacer la misma cola. Esta sumisa entrega preconciliar amerita un más allá compensatorio. Después de cinco días en Orlando, los padres merecerían una moratoria moral: mamá podría pasar un fin de semana con Kevin Costner, y papá con Sharon Stone sin que eso calificara como infidelidad.
      
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     En mi calidad de reincidente en la procreación, también lo he sido en la disneymanía. Nuestra hija oyó los relatos de su hermano sobre el Mundo Disney como Isabel de Castilla los de sus cronistas de Indias, hasta que decidimos que también ella merecía su dosis de hiperrealidad. Esta vez fuimos a Disneyland París. El parque fracasó con el nombre de Euro-Disney, pues se trataba de un oxímoron y de un error antropológico: la tribu del ratón promete un esencialismo ajeno al mestizaje.
     A pesar del cambio de nomenclatura, Disneyland París es un sucedáneo más o menos pálido de Disney World. Para empezar, los franceses no saben producir sonrisas ajenas a la conciencia, y, en todo parque que aspire a ser gringo, el trato humano depende de la sonrisa que certifica que ese instante debe ser vivido como un éxito (aunque tu habitación sólo esté disponible dentro de dos horas). No, los franceses no saben reír así ni disponen de ortodoncistas que convierten la dentadura en seña de identidad nacional. Tampoco saben hacer colas. La Ilustración no fue en vano. Aunque esto es bueno para la Francia que rodea a Disneyland, crea problemas en un terreno donde las colas deben responder a un ritmo de campo de exterminio. Esclarecidos por el siglo de las luces y alertados acerca de su responsabilidad individual por el existencialismo, los franceses (incluso los que no fuman Gaulois) rompen las reglas y se meten a codazos. Estamos en el único sitio donde la cultura de la libertad fomenta el vandalismo.
     Las largas filas de expiación contribuyen a prestigiar el movimiento. El hombre detenido mira los funiculares y los vagones que lo circundan como fugitivas formas del edén. En Disney World —ese bazar urbano integrado por una castillo bávaro, una montaña espacial y dumbos voladores— lo único local es la mecánica, la ciudad transporte, sin otro destino que ella misma. Los veintiséis mil empleados no califican como lugareños: en primer lugar, porque juegan a estar ahí (los hombres de camisa guinda son espectadores de los espectadores), y en segundo, porque casi todos trabajan de noche, aspirando palomitas o supervisando rayos láser para que el sitio amanezca en perpetuo estado de presente. En los estudios MGM, una cafetería de los años cincuenta incluye meseros que ponen en escena la dudosa psicología de entonces: si un niño se niega a comer, lo amarran a la mesa y le embarran cucharadas. La realidad se transforma en un programa de televisión: nadie puede culpar de crueldad al mesero porque está actuando, es emisario de una época cuya mayor virtud es que ya no existe. Al ver esto, mi hijo, que nunca comerá las verduras que deseamos (y que yo tampoco como), me dijo: “Qué bueno que tu mundo ya se fue”, frase lógica en la galaxia Disney.
      
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     ¿Por qué las familias van y regresan a ese enclave que cumple con ser distinto pero no siempre hace sentir bien? En Variatons on a Theme Park, Michael Sorkin argumenta que el éxito de Disney World depende, en buena medida, de su deliberada inautenticidad. No puede decepcionar porque no promete ser otra cosa que una imitación artificial, sin un modelo preciso que le sirva de referencia. “Lo que se falsifica”, comenta Eco, “es nuestro deseo de consumir”. En este sentido, nuestra conducta es más falaz que las honestas simulaciones del parque, condicionadas por la idea de que la tecnología aporta más dosis de realidad que la naturaleza.
     El ingobernable reino de lo auténtico puede ser decepcionante. Entras a la jungla en pos de monos araña y después de seis horas no has visto ninguno y ya fuiste presa de los mosquitos; vas a cazar un crepúsculo a un peñasco arriesgado y las nubes te tapan la vista; llegas a la playa de las bellezas en tanga, y encuentras una convención de esperpentos desinhibidos. En un planeta inestable, Disney World ofrece las virtudes de lo previsible y la superioridad de la imitación: “Se parece al mundo, pero en mejor”, escribe Sorkin.
     Disney World es el primer enclave urbano con copyright: su paisaje está patentado. Aunque vive de la imitación de escenarios y personajes célebres (el lejano Oeste, el castillo de Ludwig, Pinocho, La guerra de las galaxias), otorga una nueva significación a la copia. Ahí el Hotel Polynesian cumple el doble propósito de evocar los palafitos en los que se inspira y ser un edificio de Lego. Estamos en una segunda realidad: las lianas de plástico evidente demuestran que jugamos a atravesar la selva. Los parques temáticos de Disney son sitios detrás de la aventura, no porque ahí se conozcan los trucos de la tramoya, sino porque ingresamos a un entorno precodificado por los cuentos de hadas, el kindergarten, la televisión, los estrenos de los últimos sesenta veranos: Goofy nos da un abrazo de fieltro mientras Indiana Jones se acerca a proximidad ideal para oler su épico sudor.
     La singularidad que encuentran los viajeros es la de constatar, ya dentro del Reino de la Fantasía, que el lugar sigue siendo imaginario. De ahí la importancia de los vistosos tornillos de plástico en el palacio de Cenicienta, el ronroneo mecánico en las piraguas primitivas, la cortesía de las cascadas que caen cuando ya no pueden salpicarnos, la robótica amabilidad del personal. El mundo se reproduce con honesto artificio. La misión de los hombres consiste en imitar el gozo pánico de Porky y compañía. En parajes garantizadamente falsos, sentimos la perturbadora fascinación de ser ficticios, copias de las copias. Los amantes de la veracidad pueden bajar los escalones de la Tumba 7 de Monte Albán o despreciar El caballero del casco dorado, el espléndido óleo que por desgracia no es de Rembrandt. Disneylandia es el emporio de la mentira: vale la pena describir sus contrabandos culturales, pero sirve de poco lamentar que las lágrimas de Blanca Nieves sean de glicerina: su efecto depende de su descarada irrealidad.
     Como los parques de atracciones se proponen replegar las calles tristemente verídicas, la periferia no suele ser tomada en cuenta. La disneificación del espacio oculta lo que queda fuera, el entorno más allá de la Ciudad Alterna. Pero en forma oscura, el parque se rodea de una Ciudad Parásita (en sus primeros diez años, Disneylandia ganó doscientos setenta y tres millones de dólares; y su abusiva periferia, quinientos cincuenta y cinco millones). Por ello la segunda heterotopia se propuso absorber en su propio territorio todos los negocios paralelos. Disney World se alza entre suficientes lagunas y pantanos para estar garantizadamente aparte. Su tamaño enfatiza la importancia del transporte: el día es una canastilla que sólo se detiene con los fuegos artificiales de la noche.
     La sensación de pertenecer a un ecosistema dominado por los vehículos comienza en el aeropuerto de Orlando, donde un tren une las dos terminales y los anuncios prometen que muy pronto nuestros mejores amigos serán de plástico. De hecho, el aeropuerto ofrece la posibilidad de un juego adicional. Llegamos al otro sobresalto que nos hizo desafiar el tiempo y el espacio. Para ese momento, mi familia ya se había convertido en el reparto de una obra teatral. Nos habíamos representado tanto a nosotros mismos que nos veíamos en tercera persona. Esta es la última escena de un grupo que ya no distingue entre ser protagonista o espectador. El día del regreso, el padre se presenta en el mostrador del aeropuerto, la cabeza decorada por su hijo con las emblemáticas orejas negras. El encargado de American revisa el boleto y descubre que la familia ha llegado una hora tarde a la cita. Estamos ante uno de los grandes momentos en la ronda de las generaciones: papá cometió una pendejada. Ya no hay tiempo para registrar el equipaje. La familia debe romper un récord paraolímpico, entre carritos de maletas y monjas con zapatos de Peter Pan.
     En el control de metales, se dispara un ruido atronador. Un comando descubre que el hijo lleva un revólver en la maleta, junto a su cocodrilo de peluche. No importa que el arma sea una estafa comprada en el galerón donde actúan los dobles de Indiana Jones: un niño empistolado califica como aeropirata. Hay que decir adiós a las armas, y correr rumbo al tren sin dejar de gritarle al huérfano de armamento: “¡En México podemos comprar una AK-47!”. Luego viene la carrera por el túnel de plástico que conduce al avión, el check-in de pánico, el sprint a empellones hasta los asientos. “¡Lo logramos!”, dice el equívoco jerarca de la tribu. “¡Este juego sí estuvo genial!”, comenta el hijo, después de experimentar la única emoción real que permite Disney World: el inesperado escape. –

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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