El tamaño de una ignorancia

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Hace poco más de un año, el 27 de enero de 2005, se conmemoró el 60 aniversario de la liberación por tropas soviéticas del campo de exterminio de Auschwitz. A diferencia de lo sucedido en anteriores ceremonias —señaladamente en 1995, al cumplirse medio siglo de este suceso—, los actos celebrados esta vez tuvieron un carácter marcadamente oficial y recibieron la mayor cobertura mediática jamás otorgada a este tipo de ceremonias. Todos los jefes de Estado de los países o antiguas potencias involucradas en la Segunda Guerra Mundial, empezando por Alemania, pronunciaron discursos inevitablemente calificados de “históricos”. El 25 de enero, en el Deutsches Theater de Berlín, lejos del recinto de Auschwitz-Birkenau y de la rampa donde los vagones de ganado sellados depositaron a millones de judíos deportados de todos los países europeos invadidos por el ejército alemán, el canciller Schröder, reconociendo que sentía “vergüenza” ante los asesinados y los sobrevivientes que atendían al acto, pronunció estas palabras que suenan justas y necesarias: “El recuerdo del nacionalsocialismo y de sus crímenes es una obligación moral. No sólo se lo debemos a las víctimas, a los supervivientes y a sus familiares, sino también a nosotros mismos”.
     El discurso de Schröder, además de reflejar el espíritu conmemorativo en el que se enmarca, hace patente un fenómeno de reciente aparición en Europa -el estreno del film Shoah, de Claude Lanzmann, en 1985 es una fecha probable de su inicio-, que asume la forma, por así decirlo, de una institucionalización de la memoria del exterminio de los judíos europeos. En sus diversas manifestaciones e implicaciones, este fenómeno, asimismo presente en la sociedad estadounidense, merece una revisión crítica; de hecho, ya ha dado lugar a confrontaciones, debates y reformulaciones de gran interés y calado tanto histórico como filosófico.
     Ahora bien, especialmente difícil resulta abordar dicho fenómeno —la recepción de la Shoá y su construcción como objeto político y cultural— y sus actuales reformulaciones críticas en un ámbito como el español. Por una sencilla razón: entre las diversas anomalías que hacen de España un país aún relativamente al margen de las grandes corrientes o tendencias de pensamiento europeas, destaca en este contexto bien la ausencia de información o la voluntad de desinformación sobre la Shoá. En España no ha calado la conciencia europea de que el exterminio de los judíos constituye uno de los mayores cataclismos del siglo XX. Las razones de que esto sea así son de diversa índole, pero todas ellas arraigan en la historia reciente de este país. Salvo algún episodio aislado, como la colaboración de la “División azul” con las tropas alemanas, España se mantuvo al margen de la Segunda Guerra Mundial, y su alejamiento, por un lado, de los foros internacionales hasta fines de 1955 y, por otro, de la CEE hasta 1986, ha contribuido a facilitar el desconocimiento de mucho de lo acaecido en Europa de 1939 a 1945. En fin, la pervivencia de la dictadura del general Franco, primero, y, después de la muerte del dictador, la necesidad de garantizar la instauración de un régimen de libertades enmarcado en un estado de derecho acentuaron lógicamente la tendencia a “mirar hacia adentro”, por cierto reveladora, y desde al menos 1982, de los muy reales problemas que enfrenta este país para lograr, ya a destiempo, un encaje en la modernidad europea.
     ¿Cómo hablar, pues, de Auschwitz en un país que lo ignora todo de la compleja percepción contemporánea de lo que Auschwitz representa? En los institutos de enseñanza media y secundaria en España no se aborda el estudio del exterminio de los judíos europeos, ni los profesores de historia y de filosofía reciben formación específica al respecto, como es ya frecuente desde hace al menos diez años en la mayoría de los países de Europa occidental. Sólo recientemente, algunas aún tímidas iniciativas pedagógicas se han plasmado en la organización de seminarios de formación para maestros o alumnos. En uno de éstos, celebrado en la Universidad Carlos III de Madrid en 2005, los estudiantes reconocían la utilidad de recibir información precisa y correcta de la Shoá, entre otras reveladoras razones porque ello les permitía comprender que habían estado manejando tópicos nocivos, increíblemente del estilo de “los judíos controlan el mundo”, “son muy poderosos, son manipuladores, controlan la prensa y los Estados Unidos”.1 También constituye motivo de perplejidad para muchos extranjeros que España sea prácticamente el único país de Europa occidental donde es frecuente toparse, incluso en influyentes medios de comunicación y entre intelectuales que gozan de la mejor reputación, con la comparación del conflicto de Oriente Medio entre palestinos e israelíes y la política nazi de exterminio de los judíos europeos. Una comparación que pone de manifiesto no sólo una total ausencia de rigor histórico en los comentaristas y analistas que la utilizan, sino, sobre todo, una brutal falta de ética.
     Por ignorar, en España se ignora incluso, a estas alturas, las diferencias de naturaleza entre los campos de concentración y de exterminio en el complejo universo de los Lager alemanes. De los documentales programados por la televisión pública española de enero a marzo de 2005, centrados la mayoría de ellos en la evocación de los republicanos y combatientes antifascistas españoles deportados a Mauthausen y Buchenwald y, en el caso de las mujeres, a Ravensbrück, una y otra vez se definía estos tres campos de concentración como “campos de exterminio”, y en más de un caso se afirmaba que muchos deportados a estos campos perecieron en cámaras de gas. Sonroja tener que recordar datos y realidades de habitual referencia tanto en la literatura especializada como en obras de divulgación general, pero no hay más remedio ante la apabullante desinformación española.
     Primero, los campos de exterminio, todos ellos instalados en territorio polaco, fueron concebidos principalmente para la aniquilación de las diferentes poblaciones judías de Europa. Chelmno, Lublin-Maidanek, Treblinka, Sobibor, Belzec y Auschwitz-Birkenau son los seis campos de exterminio de la galaxia concentracionaria nazi, y sólo ellos admiten ser definidos como tales.
     En segundo término, no había cámaras de gas en Buchenwald, Bergen-Belsen, Flossenbürg o Theresienstadt, por mencionar campos de gran envergadura, y las de Dachau se sabe que no entraron en funcionamiento; sí funcionaron en algunos campos de concentración, como Natzweiler-Struthof, Neuengamme, Stutthof, Sachsenhausen, Mauthausen y Ravensbrück, pero la finalidad de la deportación a estos campos no era la aniquilación en este tipo de instalaciones: esa especificidad correspondía a los deportados raciales (judíos y gitanos). La mortalidad era ciertamente muy elevada en los campos de concentración debido a las durísimas condiciones de internamiento, y en algunos, como Bergen-Belsen, llegó a alcanzar el 90 % después de la pandemia de tifus de enero a marzo de 1945 (en esa pandemia murieron Anna Frank y su hermana y también la madre de Simone Weil, transferidas desde Auschwitz en la “marcha de la muerte”). La mayoría de las imágenes de archivo repetidas hasta la saciedad en reportajes de noticias o en películas documentales, como Noche y niebla de Alain Resnais, provienen precisamente de Bergen, y las montañas de cadáveres arrastradas por bulldozers hasta las fosas comunes corresponden a la liberación del campo y al intento de frenar la terrible pandemia. No son, en ningún caso, “emblemáticas” de los campos de exterminio. De hecho, no hay imágenes de “muerte” o de “horrores” de los seis campos instalados en territorio polaco: sólo subsisten, de Treblinka, una toma donde, a lo lejos, se divisa un tractor trabajando en lo que se supone eran obras de nivelación de terreno, y en lo que respecta a Birkenau, una serie de fotos tomadas por un oficial ss de la llegada y primera selección a pie de rampa de varios convoyes de judíos húngaros, y cuatro clichés de pobre calidad, tomados por un Sonderkommando, en los que puede verse una parte del proceso de incineración de cadáveres a cielo abierto.
     En tercer lugar, no es cierto que todos los deportados corrieran la misma terrible suerte ni que el ser conducidos a un campo de exterminio o a un campo de concentración fuera insignificante respecto de las posibilidades de supervivencia de los deportados. Basta con comparar las cifras de los sobrevivientes para comprender que la deportación de los judíos tenía otra finalidad. En el caso de Francia, disponemos de cifras suficientemente exhaustivas y precisas como para poder establecer dicha comparación. Así, si se compara el número de deportados no raciales de Francia con el de deportados raciales (en su inmensa mayoría judíos) que sobrevivieron a la deportación, puede verse con toda claridad la diferencia que había entre ser deportado a Buchenwald, Dachau o Belsen por motivos políticos u otros, y ser enviado a uno de los campos de exterminio en Polonia, a donde preferente y masivamente eran enviados los judíos. Así, de las 63,085 personas deportadas desde Francia a campos de concentración en calidad de resistentes, rehenes, detenidos en redadas, prisioneros políticos o presos comunes, lograron regresar, es decir sobrevivieron, 37,025, o el 59%. Simultáneamente, se deportó desde Francia a campos de exterminio en Polonia, mayoritariamente a Auschwitz-Birkenau, un total de 75,721 judíos residentes o ciudadanos de este país. Regresaron 2,500, es decir, el 3%.
     Cabe preguntarse, en este contexto de ignorancia o desinformación, cómo se lee en España una obra como la de Primo Levi, que ha adquirido, además, el estatus de obra testimonial clave de la experiencia del exterminio. Tampoco es este el lugar de hacer un repaso, por sucinto que sea, a la recepción de esta obra desde fines de la década de 1980, coincidiendo el suicidio de Levi con su traducción al castellano y su difusión en el ámbito de esta lengua, gracias a la labor editorial de Mario Muchnik. Pero sí vale la pena acercarse a algunos de los análisis, reflexiones y debates que sigue suscitando, y que ponen de manifiesto el potencial de esta obra; tal es la finalidad de la siguiente entrevista a Philippe Mesnard y François Rastier.
     — Ana Nuño

El célebre dictum de Adorno marcó largamente el pensamiento acerca del genocidio. ¿En qué sentido podemos decir hoy que Levi y su obra son una réplica a su visión?
     Phillippe Mesnard: En primer lugar, démosle la palabra al propio Levi: “Entonces me pareció que la poesía era más idónea que la prosa para expresar lo que me oprimía. Cuando digo ‘poesía’ no pienso en nada que sea lírico. En aquellos años, si acaso, hubiera reformulado la frase de Adorno: después de Auschwitz, no se puede escribir poesía que no trate de Auschwitz”. Es posible que esto signifique que toda la fuerza del acto poético, que supera a la propia poesía, no debe preocuparse de otra cosa que de Auschwitz, para volver a adquirir sentido, dado que en el interior de los perímetros concentracionarios y genocidas se habría diseñado una especie de anti-sentido, como si dijésemos “la anti-materia” (no quiero utilizar la metáfora cósmica del “agujero negro”, por más tentadora que sea, tanto como la de Anus Mundi, título del libro de Wieslaw Kielar2). Añadiría igualmente que si la poesía es, para él, “más o menos como la prosa”, y que él “no piensa para nada en la lírica”, esto significa que las formas literarias que podrían parecer “naturales” para manifestar un testimonio sobre esta experiencia, no le resultan satisfactorias. Va a buscar por tanto otros caminos, como el de una poesía que, por ejemplo, no corresponda a ninguna tendencia determinada, un camino no transitado aún. No cesa, por tanto, de experimentar en su escritura, de ensayar. Tras la formulación de Levi, que parece desmarcarse de Adorno, yo no encuentro, sin embargo, que esté en profundo desacuerdo con este último, sino que hace más bien un comentario a su dictum.

François Rastier: Merecería la pena recontextualizar el dictum tal como lo hizo Bollack (L’Écrit3). Aun cuando para Levi ya no se puede hacer una poesía que no tome en cuenta a Auschwitz, esto no puede considerarse como una regla inflexible, aunque se aplique, según mi opinión, a su propia poesía.

Si el testimonio es un género literario, ¿qué lo distingue de la poesía, de la ficción narrativa, de la declaración judicial?
     PM: El testimonio no es un género literario. Cuando se admite en él una dimensión literaria, se rechaza no obstante la división en géneros, del mismo modo que ciertos testimonios escritos se resisten a las interpretaciones, y a su vez las rechazan. Es por esto que muchos reducen la escritura de Levi a estereotipos de una simplicidad escolar que no obstante les satisface y eso ocurre, en particular, a quienes desean reafirmar su propia mística. Es el caso de Giorgio Agamben. Pero volvamos a su pregunta. Muchos no distinguen el testimonio de la poesía, de la ficción o de una declaración jurídica —a condición, desde luego, de admitir la literalidad que se atribuye a los legisladores—; para muchos, el testimonio puede asumir cualquiera de esas formas, u otras, sin que dichas formas alcancen a definirlo. Porque, de todos modos, ¡una forma nunca es suficiente para definir una expresión!
     FR: Ulises ha sido el último en dar testimonio en verso. Elie Wiesel afirma que los griegos inventaron la tragedia y nosotros el testimonio. El testimonio del exterminio ha trascendido la esfera propiamente jurídica de la declaración escrita ante la justicia para convertirse en lo que Perec, en relación a Antelme, llama la verdad de la literatura. Eso impone revisar la presunta antinomia entre ética y estética, tal como está formulada en la actualidad.
      
     François Rastier se refiere en su libro al compromiso ético que Levi habría asumido en lo que concierne a la transmisión de las experiencias que vivió en el Lager, compromiso que adquirió la forma de un “decálogo”. ¿En el origen del “decálogo” de Levi pueden detectarse huellas de la influencia del judaísmo?¿En qué consiste exactamente ese “decálogo” y qué relación tiene con su obra?
     FR: El “decálogo” privado de Primo Levi formula, no exento de humor, las normas de escritura que él se impone a sí mismo: “Escribirás de manera concisa, con claridad y correctamente; evitarás volutas y arabescos, sabrás explicar por qué has utilizado cada palabra en lugar de cualquier otra; amarás e imitarás a quienes sigan tu misma senda”. La forma de estos mandamientos morales subrayan el compromiso ético del escritor, situándolo a muchísima distancia del post-romanticismo exaltado y depresivo, que se ha convertido en algo vulgar, ordinario.
     PM: Yo añadiría que estos mandamientos no están exentos de humor o, mejor dicho, de ironía, lo que no es contradictorio con su contenido moral.

A la luz de la obra de Levi, ¿cómo deben leerse e interpretarse conceptos tales como: “zona gris” o “infierno” (ya sea el Infierno de Dante u otros)? ¿Por qué y cómo estos conceptos tienen un papel determinante en autores como Steiner o Agamben?
     PM: No sé si son conceptos, pero en todo caso son opuestos entre sí. La “zona gris” expresa la sociabilidad, precaria y degradada, producto de las formas concentracionarias. El “infierno” es un concepto eminentemente cultural que no tiene nada que ver con el campo, salvo por el hecho de que a menudo fue evocado por los deportados para describir la violencia a que eran sometidos.
     Para Steiner o Agamben, la zona gris es indudablemente impenetrable ya que su pensamiento funciona a partir de un método binario, tras el que se oculta una concepción teológica privada de toda comprensión de la complejidad social, cualquiera que ésta sea.
     FR: La noción de zona gris procede de los escritos antifascistas de la década de 1930. En Levi designa toda una serie de compromisos que pretenden comprender, no condenar.
     Cuando Steiner ve en el exterminio una forma de consumación del Infierno de Dante, ese cliché le permite exonerar al nazismo a costa del cristianismo. Que Agamben haga de la zona gris un espacio de excepción concuerda con su teología negativa de la excepción, que él mismo conecta con la teología política de Carl Schmitt, Kronjurist de Hitler y teórico del estado de excepción permanente que fue el Reich.

Las opiniones de Agamben y Steiner son muy apreciadas, sobre todo en círculos intelectuales. ¿Por qué dicen ustedes que sus ideas son tendenciosas e incluso peligrosas?
     PM: La respuesta está incluida en lo dicho anteriormente. El problema, a mi entender al menos, está en la fascinación que despierta su pensamiento y en la ausencia de crítica que suscita y de la que, a la vez, se nutre. Es el problema de la recepción “posmoderna”. Son numerosos los intelectuales que alimentan una fe, a menudo no confesada (¡una mala fe!), en la irracionalidad, y les gusta reverenciar a las seudo-autoridades como si su veneración las valorizara.
     FR: Los autores que usted menciona no suelen decir lo que se espera de ellos y utilizan un doble lenguaje que contenta a todo el mundo. A pesar de sus diferencias, ambos se apoyan en Heidegger (ver el Martin Heidegger de Steiner, y El lenguaje y la muerte, de Agamben). A la manera de corrientes catastrofistas y/o apocalípticas (Spengler y Soloviev para Steiner, Carl Schmitt y su Katechon en el caso de Agamben), encuentran que el exterminio simbolizado por Auschwitz es el inicio de una nueva era en la que los valores están invertidos, en la que la democracia carece de sentido y la excepción se convierte en la norma. La interpretación que ofrecen de Auschwitz es cripto-teológica y biopolítica, conciben el exterminio con unas características que hacen imposible y bloquean toda comprensión histórica. Su radicalismo elitista acompaña el ascenso de los fundamentalismos. Pero dado que son conocidos, por su propia notoriedad, es necesario leerlos con atención.

¿Sobreviviente y testigo son sinónimos? ¿Por qué hubo sobrevivientes que no fueron escuchados o que no tomaron la palabra para testimoniar?
     FR: Muchos sobrevivientes no testimoniaron porque sentían que la voluntad de ceguera continuaba después de la guerra: ciertos testigos fueron considerados fabuladores e incluso se los recluyó. De otros conocemos sus experiencias a partir de testimonios publicados (como Si esto es un hombre).
     No fue hasta la década de 1990 que la recogida de testimonios comenzó a ser sistemática. La indudable debilidad de un “acontecimiento sin testigos” es el tópico de lo indecible, pero no ha impedido que el exterminio se haya convertido en uno de los acontecimientos históricos mejor documentados.

¿En qué medida tiene un sentido especial la elección de determinadas palabras para designar la destrucción de los judíos de Europa, algunas de las cuales son incluso antagónicas entre sí? ¿Es lo mismo hablar de Holocausto, de Shoá, de genocidio?
     FR: Holocausto tiene un sentido religioso, Shoá significa en hebreo catástrofe natural: en ambos casos la responsabilidad histórica está ausente. Genocidio es una calificación jurídica que no está únicamente ligada al exterminio nazi. Por mi parte, prefiero hablar de exterminio sin más, término que se comprende perfectamente.

Si el escritor-testigo siente que tiene un deber que cumplir hacia los desaparecidos (los hundidos) y está convencido de que ha sobrevivido (es un salvado) para contar lo ocurrido y testificar, ¿puede llegar a pensar que sobrevivió únicamente para eso?¿Se suicidó Levi cuando acabó de contar y testificar?
     PM: Una cosa es vivir con la experiencia concentracionaria y otra es estar deprimido. A esto contribuye el desgaste y la decepción de la función de “sobreviviente profesional”, como Levi terminó por calificarse, y de lo que tuvo una visión muy crítica a partir de la década de 1980.
     Es necesario saber —es posible que esta sea una de las enseñanzas que Levi nos quiso transmitir— y no reducir los hechos a una explicación monocausal que responda a lo que la mayoría espera, y que termina finalmente por tranquilizarla.
     Trazar una línea recta entre los campos y el suicidio es una respuesta demasiado evidente para ser justa; el suicidio de Levi se convirtió muy rápido en un objeto cultural.
     FR: Como el propio Levi dijo en relación a Améry, el suicidio no puede interpretarse. Pueden haberse dado dos tipos de razones. Por un lado, la obsesión que persigue al sobreviviente —y que Levi describe en el poema que lleva este título— y que atestigua también la conversación telefónica que mantuvo con el gran rabino de Roma una hora antes de su muerte. Y por otro, su pesimismo —o su lucidez— sobre la evolución del mundo (le decía a Wiesel: “es peor que antes”). Levi, ciertamente atormentado por el pasado, se suicidó presumiblemente por pesimismo a la vista del presente: se vio afectado por la ignorancia y la indiferencia de los colegiales ante los que había ofrecido su testimonio, por el avance del negacionismo, todo lo cual lo negaba como víctima, testigo y sobreviviente.

Dentro de unos pocos años no quedará ningún sobreviviente de los campos —ni víctimas, ni verdugos— que ofrezcan testimonio y nos alerten acerca de la necesidad de vigilar para que no se repitan los hechos. ¿Cómo combatir el olvido, el negacionismo o la indiferencia de la posmodernidad?
     FR: Distingamos el propio acontecimiento (que pronto pertenecerá completamente a la historia) del exterminio, que ha trascendido la referencia política para pasar a ser en la actualidad un problema intelectual, un “objeto cultural” que pertenece cada vez más a nuestro presente, del deber de la memoria que se ha convertido en un deber de educación.
     El negacionismo ha sido ahora desbordado por la derecha, por el “afirmacionismo” de todos aquellos que proclaman que la máxima culpa de Hitler ha sido fracasar en su objetivo. Más que la indiferencia, la posmodernidad cultiva la ambigüedad en torno al sado-masoquismo (ver la crítica de Levi al film de Liliana Cavani, Portero de Noche) o a situaciones límite (Agamben sobre la esencialización del “musulmán”, a quien sitúa en el centro de la “Rosa mística” de Dante). La complacencia se concreta en la hipocresía patética de Benjamin Wilkomirski, (Fragments4), infestada de pathos y de visiones de espanto (ratas saliendo del vientre de mujeres embarazadas), y que fue colmado de premios antes de detectarse lo que realmente era.
     Autores como Levi, Antelme, Améry, Kluger ejercen, sin embargo, una crítica silenciosa contra esta suerte de complacencia: con su preocupación ética, proclaman también la verdad de la literatura.
     PM: Suscribo todo lo dicho por François Rastier en su respuesta. Y quiero finalizar diciendo que la única postura inteligente que le queda a los sobrevivientes es la posibilidad de intentar ser comprendidos, una posición crítica que dejó abierta precisamente Levi. –

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