El rescate y Parpadeo (cuentos)

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El rescate

 

El cuchillo rebana de un tajo la granada y el cautivo despierta enfebrecido a la salobre oscuridad de su mazmorra. De los signos profusos de sus sueños deduce su inminente ejecución. Amanece. Un resplandor recorta rombos de luz en el hierro de la alta, desdeñosa ventana.

Caviloso, el prisionero llama a sus alguaciles. Se finge agente de ricos mercaderes y ofrece comprar su libertad.

Le permiten lavarse el rostro y antes del mediodía dos enhiestos custodios lo presentan ante el sultán.

El soberano, hombre cruel y justo, le concede el más arduo privilegio: estimar el precio de su vida.

Sin regateos, el prisionero compromete su honra.

Fijado el monto, el sultán –un rictus de sorna en el semblante– libera a su cautivo, quien parte rumbo a su remoto país a recaudar la suma de su propio rescate.

 

Largo es el viaje de retorno; poblado está de incertidumbres.

Marismas, juncales donde acechan las fieras, al fin la meseta pedregosa en que los suyos se empecinan en sembrar mijo. Apenas unas peñas en dónde reposar la vista. A cada paso agradece el cautivo a sus confusas deidades la inusitada clemencia del sultán.

 

Su modesta patria, desaliñado entreverase de cercas y casuchas, lo acoge con azorado regocijo: dábalo por muerto. Llegado a casa, la visión de unas avecillas negras que alborotan desde sus balcones de lodo le conmueve más que los mimos de los suyos.

Terminados los festejos, reúne su hacienda.

Pero tan pobre es su tierra como elevada la deuda, y los dioses mayores, tras un cerco de nubes siempre en el horizonte, escatiman las lluvias.

Entabla empréstitos, suplica limosnas. Espera a la próxima cosecha. Un ensordecedor enjambre entenebrece el cielo y el mijo se malogra. Ante el escuálido rebaño de cabras le pesa haber tasado con holgura su vida.

Rumia, insomne, su valía. Contempla una luna menguante y se resuelve. Nadie –lo sabe– comprenderá su decisión.

Toma al fin la ruta que apunta a las lindes del desierto. Ardua es la travesía. Peñascos. La tentación de flaquear lo aguijonea. Juncales y marismas. Las fortificaciones de la ciudad vibran en la distancia. Hasta que una vez ya no se esfuman.

 

El prisionero se apersona ante el sultán.

El sátrapa desgrana distraído un lustroso fruto en dientes color rubí. Tarda en reconocer al atezado forastero que, inmensa humildad o inmenso orgullo, se deja caer de rodillas. Los brazos tendidos hacia el frente, el infiel solicita el grillete: no ha logrado reunir la suma estipulada.

Conmovido e incrédulo, le ordena levantarse y comparte con él los agridulces granos carmesíes.

Lo acoge como su huésped. Lo alaba, lo agasaja. En desafío a escandalizados consejeros, le brinda su nombre y le desposa con la más dulce y florida de sus hijas.

Al concluir los fastos de las bodas resplandece un alfanje.

 

 

Un jaspeado mausoleo ampara en su frescura el cuerpo del yerno real. En acato al edicto, la plebe llora la dolida muerte, y los poetas riman la edificante historia.

Envuelta en una atorrante nube de zumbidos, la abyecta cabeza del infiel, en lo alto de una pica, marca con su sombra terrible el moroso trayecto del sol.

El viento se entretiene con unas golondrinas. ~

 


 

Parpadeo

 

 

Pendiente durante lustros de la evolución de los ejércitos, el Dios de la guerra solía inclinar alternativamente la balanza. Barriendo con la mirada desde su palco de nubes el lodazal de quejidos agónicos, estandartes rasgados, costillares equinos erizados de flechas, se decide a resolver.

En turbulento exabrupto, las aguas del Río Amarillo desbordan su cauce. Gargantas y valles más abajo, una columna de refuerzos se azolva.

Maniobra inspirada o golpe de la fortuna, el general Wou Ki consigue cercar a Ling Xu, general enemigo, su horma y medida, su perpetuo rival. Se lo apresa vivo. Con gran comedimiento, un centenar de hombres escolta al cautivo hasta el lejano cuartel de campaña.

 

Por vez primera, los veteranos militares se escrutan el semblante. Poco o nada transluce: la enhiesta dignidad del sometido, el regocijo soterrado del captor. Sin pestañear, Ling Xu aprende una noticia que le concierne: al despuntar el día se le habrá ejecutado. Wou Ki se ufana de su verdugo de excepción.

Afanoso por mitigar el oprobio del vencido, Wou Ki agasaja al desastrado Ling Xu. Doncellas de esbelto talle y delicada tez amenizan el banquete con sistros y campanillas. Al vehemente calor del vino de arroz, los generales repasan, minuciosos, su longeva rivalidad. Sensibles ambos a la pericia y civilidad recíprocas, desmenuzan sutilezas de estrategia militar. Habrían –intuyen sin decirlo– podido ser amigos. Las horas nocturnas fluyen líquidas y cordiales.

 

Wou Ki se levanta solemne y da por terminado el convivio. Un reverberar de bronce convoca al verdugo, silueta silenciosa que ensombrece a trasluz un biombo de seda bordado de salamandras. Henchido de orgullo, pródigo en halagos almibarados, Wou Ki lo hace pasar, lo presenta a su huésped.

El verdugo enmascarado insinúa ante Ling Xu una reverencia muda y se lanza en la esmerada demostración de sus habilidades. En amplios y enrevesados molinetes, dos espadas en forma de hoja de sauce cortan precisas el fresco aire del alba. La coreografía de las evoluciones –concede el cautivo Ling Xu–, admirable; el verdugo, un verdadero artista; los veloces alfanjes –consiente en el tris de un parpadeo–, dos silbantes golondrinas.

El derroche de virtuosismo se alarga, Wou Ki en vano embeleso ante el intrincado baile de músculos y aceros.

“Retarda sin motivo”, se dice Ling Xu, “mi encuentro con la muerte”, y rectifica su dictamen: su perpetuo enemigo, un hombre fatuo y presuntuoso.

–No veo necesidad de tanta demora. Lo que ha de hacerse, hágase ya –protesta, la vista en la línea de difuso fulgor tras las colinas.

Sin tornarse a mirarlo Wou Ki responde para el horizonte:

–Hace ya tiempo que el nuevo día ha comenzado.

Lúcido de pronto, Ling Xu percibe el bullicio de los ruiseñores. Asiente.

Su cabeza se desprende y rueda en tumbos sangrientos trazando un burdo arabesco por el entarimado. ~

 

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(ciudad de México, 1970) es escritor y cineasta. Publicó el libro Evocación de Matthias Stimmberg (Heliópolis) en 1995, traducido al francés y reeditado por Interzona en 2007.


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