El ocaso de la ciudadanía

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El ciudadano, en España, es una especie política en declive, si no en grave peligro de extinción: aunque también sería posible decir que es una especie que no llegó a arraigar muy saludablemente. La plena ciudadanía, la seguridad jurídica, la igualdad entre hombres y mujeres, las instauró la II República, después de los progresos graduales
de la Restauración; pero la República duró muy poco, menos aún si se compara con la inhumana longevidad de la tiranía franquista. La única manera efectiva de medir las duraciones en la historia es pensarlas en términos de vidas humanas. Imaginemos un hombre o una mujer joven que en 1933, en Alemania, hubiera cumplido veinte años: la duración entera y atroz del nazismo fue de doce años y unos meses, de modo que ese hombre o esa mujer, si había logrado sobrevivir al terror policial y a la guerra, cuando murió Hitler aún era joven, tenía por delante lo más sólido y mejor de su vida. Pienso ahora en un español que en 1936 tenía quince años y estaba asomándose a la primera juventud, que alcanzó los 18 en 1939, cuando las tropas de Franco entraban en Madrid. Le doy una cara y un nombre, el de un amigo muy querido, el escritor, actor y director de cine Fernando Fernán-Gómez. En 1939, en vez de ciudadano, se convirtió en súbdito. Y cuando pudo ejercer por primera vez en su vida uno de los signos cruciales de la ciudadanía, el derecho a voto, habían pasado 37 años, y con ellos su juventud, y el tiempo en que habría podido gozar más intensamente de sus derechos civiles y ejercitar los deberes y responsabilidades que definen al ciudadano, y de los que el súbdito está no sólo excluido, sino también disculpado.
     En la conversación de Fernán-Gómez, en sus espléndidos libros de memorias, se trasluce una sensación de estafa: la guerra desbarató sus mejores años de formación y la dictadura le privó de experiencias, de libertades, de descubrimientos que ya no le sería posible satisfacer, igual que no le serían devueltos, ni a él ni a nadie, los años de espera, de ese tiempo en suspenso que es el tiempo pantanoso de las tiranías.
     Jurídicamente, los españoles somos ciudadanos desde la Constitución de 1978, que ahora, si uno presta atención a una parte de la clase política, es una especie de rémora centralista y sombría, pero que entonces se nos antojaba como un tesoro valioso y muy frágil, muy imperfecto, también, desde luego, pero vital en los sobresaltos de finales de la década, en la noche siniestra del 23 de febrero del 81, cuando pareció muy probable que esa Constitución tuviera una vida tan corta como las mejores entre sus predecesoras, la de 1812, la de 1869, la de 1931. Esa noche yo tenía 25 años casi recién cumplidos. A la mañana siguiente, helada y luminosa, caminé como todos los días a la oficina en la que trabajaba entonces, y aún no estaba claro si cuando llegara a ella sería detenido, ni si las libertades que llevaba tan poco tiempo disfrutando y ejerciendo iban a durar mucho más que aquella caminata. Por esa época, en algunos edificios oficiales, aún había funcionarios que llevaban en la pulsera del reloj una banderita con un águila, y una pistola en el interior de la chaqueta, en una sobaquera como las de los policías de las películas.
     Días más tarde, participé en una gran manifestación en defensa de la democracia: éramos miles y miles de personas, en la capital de provincias donde yo vivía, y teníamos frío y estábamos asustados, temiendo que la situación, tan confusa, derivara cualquier día hacia otro golpe militar, o que esa misma noche, mientras nosotros caminábamos en silencio, con una mezcla rara de abatimiento y presencia de ánimo, nos atacara una de aquellas partidas de fascistas que quemaban quioscos y asaltaban lo mismo sedes de partidos que bares de homosexuales. Esa noche, todas las personas que estábamos allí, en la Plaza Nueva de Granada, en tantas plazas y avenidas de España, teníamos tal vez una sola cosa en común, pero era tan fuerte, tan sólida, que contaba más que cualquier diferencia: éramos ciudadanos, y queríamos seguir siéndolo, y sabíamos que la ciudadanía no es un derecho que garantizan las leyes, un privilegio irreversible, sino una conquista reciente, frágil, conflictiva, que no garantizaba ningún paraíso, pero que al menos nos salvaba de algunas formas de infierno. A diferencia de las multitudes fanáticas que rugen una sola consigna, que disuelven la identidad de cada uno en una masa compacta, fascista o comunista o nacionalista o futbolística, a nosotros nos unía, más o menos instintivamente, una noción de las innumerables diferencias que nos señalaban a cada uno, políticas y vitales, sexuales, de aficiones, de creencias. Comprendíamos de pronto, amargamente —o quizás lo comprendimos más tarde—, que el golpe militar no había sido sólo posible por culpa de la reacción, sino también por culpa de las divisiones y deslealtades entre los demócratas, por el espectáculo bochornoso de las discordias y cainismos políticos que habían llevado a la dimisión del presidente Adolfo Suárez. Leyendo libros sobre la Guerra Civil, escuchando a nuestros mayores, que la habían vivido, nos dábamos cuenta también de que a la victoria franquista no sólo contribuyó la disciplinada crueldad del ejército de África, la ayuda de Hitler y de Mussolini, la indiferencia egoísta y ciega de las democracias: también conspiró contra la República la falta de solidaridad entre quienes hubieran debido defenderla, la creencia suicida de que los intereses territoriales o de partido podían sobrevivir si se hundía el edificio legal que los sustentaba a todos.
     Pero la exaltación de aquellos días no duró mucho. Nos acomodamos en la libertad, sin recordar que habíamos estado a punto de perderla, y sin darle demasiada importancia, sin pensar que no es un don invariable, sino que ha de ser inventada, defendida cada día, cuidada, precisamente porque tampoco es un don natural. Lo natural es la barbarie, el dominio de los fuertes sobre los débiles, la preferencia por el halago y el apoltronamiento y no por el esfuerzo. Por otra parte, ni en la derecha ni en la izquierda había mucha vocación liberal, en el sentido más noble de la palabra. La derecha venía de donde venía. Pero la izquierda no venía tampoco de un pasado intelectualmente glorioso. Hablo en primera persona: la mayor parte de los que éramos de izquierdas a finales de los setenta no teníamos verdaderas convicciones democráticas. Por falta de tradición en nuestras vidas, y también por dogmatismo y ceguera política. Nos habíamos educado en el desdén hacia las formas de lo que llamábamos democracia burguesa y en la veneración de unos cuantos tiranos, incluso de algunos matarifes, de modo que nuestra sensibilidad hacia la médula de la ciudadanía —el sueño o el proyecto del individuo autónomo que toma racionalmente sus decisiones y establece sus vínculos de solidaridad con otras personas igual de soberanas— era muy limitada. Nos era más fácil ver colectividades que individuos: las masas, los pueblos. Y no nos parecía que un sistema que no era el paraíso total al que aspirábamos —la célebre utopía, tan añorada ahora—, sino una democracia formal, frágil, mediocre, con todas las taras de la realidad inmediata, mereciera lealtad.
     Sin el menor esfuerzo, la clase política fue cambiando las ideas —las pocas ideas que tenía— por la publicidad electoral, y aboliendo la educación en beneficio del halago. El ciudadano, por definición, es un adulto: sabe que es responsable de sus actos, que los paraísos no existen, que las mejores cosas se logran con perseverancia y con dificultad, y que nada le es dado desde siempre y para siempre, que no hay circunstancias inmóviles, ni para bien ni para mal, marcadas por el destino, sino procesos urdidos por los actos y los intereses humanos, y limitados siempre, en última instancia, por nuestra falibilidad y por el hecho lamentable, pero cierto, de que envejecemos y morimos. El ciudadano, para entender el presente, para tomar decisiones que sólo a él le corresponden, necesita una información lo más certera posible sobre el pasado y sobre el mundo a su alrededor. Con frecuencia, esas informaciones son fuente de incertidumbre más que de seguridad, y de desasosiego más que de complacencia, y siempre chocan con la dificultad de conocer y comprender. Pero el ciudadano acepta que la incertidumbre es preferible a la seguridad ciega, y que si es imposible saber de verdad cómo es el mundo exterior y cómo fue el pasado, hay grados de aproximación a ese conocimiento, y diferencias radicales entre la historia y la leyenda, igual que entre la astronomía y el horóscopo.
     Por algún motivo, no sólo la clase política, sino también las minorías intelectuales más visibles, optaron por fomentar lo contrario: no la ciudadanía adulta, sino el infantilismo caprichoso y quejica; no la solidaridad racional, sino la pertenencia telúrica; no la responsabilidad de los propios actos, sino la disculpa universal combinada con la conveniente culpabilización de un "otro" que cobra, según épocas y según territorios, diferentes y torvas encarnaciones, pero que siempre tiene la virtud de explicarnos confortablemente la razón de nuestros infortunios, la legitimidad de nuestros caprichos o de nuestros abusos.
     En épocas remotas, la izquierda había defendido la tradición ilustrada de la universalidad y la tradición obrera del internacionalismo, y había sostenido que una firme educación pública era uno de los mejores mecanismos de igualación social y de desarrollo de las capacidades humanas. En épocas remotas, la izquierda, a diferencia de la derecha, había basado su pensamiento en la idea fluida y animosa del devenir frente al inmovilismo eclesiástico y cavernícola del ser.
     De pronto, en la España democrática, la izquierda abandonó el universalismo y el internacionalismo para hacerse fervorosamente nacionalista: no sólo en Cataluña o en el País Vasco, sino en cualquier otra comunidad autónoma, socialistas y comunistas o ex comunistas competían con los nacionalismos dominantes en entusiasmo vernáculo, y cuando no había nacionalismo lo inventaban, como fue el caso de mi tierra natal, Andalucía, que en veinte años de gobiernos socialistas continúa en la cola de todos los índices de desarrollo y bienestar, pero ha sufrido un proceso de "andalucización" galopante, gracias, entre otras cosas, a una zafia televisión pública que lleva gastados miles de millones en la transmisión perpetua de fiestas folklóricas o de groseros programas en los que la chocarrería analfabeta recibe el nombre de cultura popular.
     El nacionalismo como ideología obligatoria tiene cierto número de ventajas: la primera, que se difunde con mucha facilidad, ya que a todo el mundo le gusta que le digan que pertenece a una comunidad privilegiada, antigua, inmemorial, y que ese mérito no le cuesta nada, ya que lo posee por nacimiento, por herencia genética; la segunda, que ofrece una disculpa estupenda para cualquier error, para cualquier contratiempo: la culpa de lo malo que nos sucede no es nuestra, sino de los invasores que nos expulsaron de nuestro paraíso primigenio, o bien de ese malvado gobierno central que frustra los deseos benéficos de nuestros gobernantes vernáculos. Las incertidumbres y las responsabilidades de la ciudadanía adulta quedan canceladas en beneficio de un gozoso narcisismo, de un derecho permanente a la queja contra lo que otros me han hecho, nos han hecho, incluso de una visión romántica de uno mismo y del pueblo al que siente que pertenece como rebeldes en lucha, rebeldes que, sin embargo, disfrutan de todo tipo de ventajas, de comodidades materiales, de garantías jurídicas, todas ellas suministradas por el sistema contra el que se encuentran tan heroicamente en lucha. El rebelde ficticio, el oprimido ilusorio, hace compatible así todos los bienes de la prosperidad y la democracia con los prestigios de la persecución: viaja, por ejemplo, en una excelente línea de autobuses urbanos, y al mismo tiempo, si así lo considera oportuno, puede quemar alguno de dichos autobuses, opción ésta que le hará verse a sí mismo como un luchador callejero de Belfast o de Ramala, sin el inconveniente de ser perseguido por la policía ni procesado por la justicia, ni de padecer siquiera la recriminación de unos padres enternecidos por su juvenil inconformismo.
     El secreto, dice un personaje de Saul Bellow, es disfrutar al mismo tiempo todas las comodidades de la civilización y todas las ventajas de la barbarie, sin agradecer las primeras ni responder de las segundas.
     A las dictaduras les viene bien la mezcla de adoctrinamiento y analfabetismo que convierte a las personas en súbditos dóciles, en chusma para llenar las plazas y los graderíos de los estadios o los circos y, en caso necesario, en carne de cañón. La ciudadanía democrática no es posible sin la escuela, y por eso la instrucción pública, universal y rigurosa fue desde la Revolución Francesa un permanente sueño progresista. Lo que se es de nacimiento no se tiene que seguir siendo para siempre; los mejores rasgos de una persona necesitan empeño y paciencia para desarrollarse; la misma condición humana es un proceso de aprendizaje, que empieza nada más nacer; y, como decían los mayores, "nadie nace sabiendo". Hay que aprender, entre otras cosas, que cada uno de los logros que nos hacen el mundo más habitable, los que damos desdeñosamente por supuestos —entre ellos el derecho a la sanidad y a la educación, o la jornada de ocho horas, o la igualdad jurídica de hombres y mujeres—, son conquistas muy recientes, que han costado mucho, y de las que carecen la mayor parte de los seres humanos. Nada de lo que más importa es gratuito, todo tiene que ser aprendido, preservado, mejorado: y la Historia nunca es el relato de un pueblo elegido, idéntico siempre a sí mismo a través de milenios, en perpetua lucha contra un enemigo exterior. Los seres humanos no se agrupan "naturalmente", por afinidades étnicas o lealtades paleolíticas, sino por actos artificiales de concordia o de disputa política, por intereses de clase, por decisiones personales que pueden ser unas veces acertadas y otras erróneas, o erróneas un tiempo y acertadas otro, de modo que nada es seguro, nada está hecho desde siempre ni para siempre. Cada ser humano es distinto y único, pero sus matices y sus diferencias no le impiden el diálogo fraternal con los otros: la ciudadanía se basa, como la experiencia de la literatura, en esa doble condición, en esa dialéctica entre lo irreductiblemente único y lo anchurosamente compartido. El ciudadano, igual que el lector, se relaciona con los otros a través de su propia singularidad personal, y disfruta no sólo de lo que le es semejante, sino de lo que no se le parece en nada, igual que es capaz de amar la tierra donde vive y también otras en las que es sólo un viajero o tan sólo un visitante imaginario.
     Muy poco de todo esto se enseña en las escuelas españolas: con una coartada progresista, para mayor vergüenza, se quiere enseñar el interés tan sólo por lo más inmediato —lo de uno, "lo nuestro", la complacencia en lo que se es en lugar del esfuerzo por llegar a ser algo mejor o algo distinto, la mitología y no la historia, el adoctrinamiento y no la instrucción, la haragana indulgencia y no la apasionada emulación de lo mejor: lo mejor de uno mismo y de los otros, lo mejor del legado de nuestros antecesores, que no son sólo nuestros vecinos, ni nuestros paisanos, ni los que hablan nuestra misma lengua.
     La condición de ciudadano es un hecho jurídico y político, pero también un proyecto siempre en marcha, uno de los sueños más tenaces de la imaginación humana: en Atenas no eran ciudadanos ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros; en la Europa liberal del siglo XIX, y en los Estados Unidos, sólo lo eran los varones con un cierto nivel de ingresos; y costó mucho que la ciudadanía teórica de las leyes empezara a volverse cierta gracias a los progresos difíciles de la justicia social, de la tolerancia hacia lo minoritario y lo diferente, que aún están muy lejos de generalizarse entre nosotros, y que son una quimera en la mayor parte del mundo.
     El proyecto político de la democracia, pues, no sólo no ha sido superado, sino que en gran medida no ha empezado a cumplirse. Incluso es posible que la idea de ciudadanía esté en trance de desaparecer, y no sólo en España. Lo que sucede aquí es una variante de corrientes mucho más generales, que en su mayor parte proceden de los Estados Unidos, cosa que no sé cómo no sorprende o pone en guardia a los fervientes antiamericanos que tienden a abrazarlas. Nadie quiere ser ya un ciudadano autónomo, un sujeto soberano, responsable de sus actos, fiel a sus afinidades elegidas, a sus fraternidades sentimentales o políticas. La moda son, casi en todas partes, las identidades subrayadas, la pertenencia a grupos homogéneos y también impermeables, la casi infinita subdivisión en cofradías de intereses que a ser posible cuenten con una coartada de victimismo o de marginación, o adquieran su legitimidad indiscutible en virtud de los sufrimientos de generaciones anteriores. Que mi bisabuelo fuera esclavo en una plantación puede justificar que yo gane una plaza universitaria por encima de alguien que la merecía más; si una novela que yo he escrito o una obra teatral que he dirigido reciben una mala crítica se estará insultando, por ejemplo, al pueblo andaluz, ya que se da la circunstancia de que nací en la provincia de Jaén. Borges observó una vez que los irlandeses vivían dominados por la misteriosa pasión de ser incesantemente irlandeses. Lo propio de estos tiempos es ser incesantemente algo, y serlo de nacimiento, para siempre, sin fisuras, ser irlandés o riojano, homosexual, mediterráneo, mujer, joven, descendiente de los aztecas o de los guanches, miembro genético de una comuna separada, narcisista, que se alimenta gozosamente de sí misma, que convierte cualquier forma de crítica contra uno de sus cofrades en un agravio malintencionado contra la colectividad entera.
     No es extraño que esa ideología tenga tanto éxito. Por comparación con los privilegios de los grupos inatacables, la ciudadanía es una forma incómoda y hasta peligrosa de intemperie. Que se lo pregunten si no a esas personas aisladas y heroicas que se empeñan cada día en ejercerla en el País Vasco. –

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