El futuro del periodismo

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Dejé hace poco el cargo de corresponsal extranjero que he ejercido durante once años, y me pregunté si el propio oficio, en caso de que quisiera retomarlo algún día, seguiría existiendo. “Estamos viviendo el final de la época dorada”, me comentó un colega de The New York Times que llevaba unos treinta años mandando sus reportes desde todos los continentes. Se acordaba de cuando la redacción ni siquiera cuestionaba sus gastos por más extravagantes que fueran; ahora tenía que justificar sus viajes, y los lujosos almuerzos que desde el inicio del periodismo han sido herramienta básica para aflojar la lengua de los entrevistados se estaban volviendo nada más que una sabrosa memoria.

Me fui del lado editorial de la revista donde trabajo, The Economist, al lado del manejo de su sitio de internet –de la creación del periodismo a laborar en las entrañas de sus medios de producción. Lo hice porque quería entender el cambio que internet está ocasionando en estos medios de producción; un cambio que amenaza con alterar por completo el oficio del periodismo como lo conocemos hoy.

Y es que hoy, como en los tiempos del comunismo, los medios de producción ya pertenecen al pueblo. En marzo de este año Jay Rosen, profesor en la facultad de periodismo de la New York University, publicó en su blog personal lo que llamó un “seminario volante”: una colección de artículos de varios comentaristas que describe con claridad aterradora la crisis que está enfrentando la profesión.*

El hecho de que haya podido hacerlo es muestra de la razón básica de la crisis. Hace unos cuantos años habría sido inconcebible que él pudiera reunir, publicar y difundir en todo el mundo las opiniones de los expertos líderes en el tema, y hacerlo solo y sin costo. Pero lo que facilita tanto la enseñanza para él (y la investigación para mí) es lo mismo que dificulta la vida de sus jóvenes alumnos. Si en el pasado podían esperar una competencia feroz para los puestos de trabajo en la prensa, hoy se les enseña a no soñar con un trabajo fijo, a mantenerse siempre adaptables a un mercado cuyas facciones cambian como la superficie del mar en una tormenta.

Como escribió Abbott Joseph Liebling, cronista norteamericano, en 1960, “la libertad de prensa se garantiza solamente a quienes tienen una prensa”. Muchos periódicos fueron creados como negocios no rentables por movimientos políticos o dueños ricos que deseaban influir en el poder a través de la opinión pública. El modelo comercial del periódico moderno, que apareció en los siglos XIX y XX, fue una solución ingeniosa al problema de cómo vender algo cuyos costos de producción rebasaban, y por mucho, el precio que los clientes estaban dispuestos a pagar. Un papel que miles de personas leían a diario resultó ser la manera más efectiva para hacer que ciertos mensajes comerciales llegaran a esas mismas personas. Así que en lugar de simplemente vender periódicos a sus lectores, los gerentes de las casas editoriales empezaron a vender sus lectores a los anunciantes. En la mayoría de los casos, la publicidad llegó a ser su principal fuente de ingresos.

Pasó otro siglo; llegó otra innovación, y los periódicos lanzaron sus ediciones digitales. Al principio trataron de cobrar por ellas. Sin embargo, al ver que los lectores eran renuentes a pagar por leer en línea, dudaron poco en quitar los cobros para ampliar su audiencia, creyendo que los ingresos de publicidad aumentarían en la misma proporción.

A ese error se refieren ahora como el “pecado original”. Fue catastrófico para los medios. Sus suscripciones impresas comenzaron a bajar, porque ya no era necesario comprar el periódico para leerlo. Los anunciantes, como era de esperar, siguieron a los lectores y se llevaron su publicidad del papel para transferirla a internet. Y los anuncios en línea resultaron mucho menos rentables para los medios, porque muy pronto aparecieron “agregadores”, sitios que juntaban vínculos a muchos artículos de publicaciones distintas y los agrupaban por temas de interés, cosa muy cómoda para el lector. Habiendo capturado así a la audiencia, esos sitios, cuyos gastos de operación eran mínimos, pudieron ofrecer a los anunciantes precios más bajos. (Uno de los más exitosos ha sido The Huffington Post, que a sus noticias añade artículos de opinión escritos por comentaristas conocidos.) Además, había una sobreoferta de espacios para publicidad en el mercado, ya que miles de otros sitios ahora competían por esos mismos anuncios. Los avisos clasificados, otra gallina de huevos de oro para los periódicos, se habían desvanecido ya desde antes, gracias a sitios de anuncios libres como Craigslist. El precio de la publicidad en línea cayó dramáticamente. Los ingresos de los periódicos desaparecieron. Y una vez acostumbrados a tener todo sin pagar nada, es difícil convencer a los lectores de dar un paso atrás.

 

 

La crisis está en su momento más agudo en Estados Unidos, y no sólo porque ahí es donde internet tiene su más alta penetración, sino también por un accidente de geografía. Por ser un país muy grande, los diarios principales de Estados Unidos sirven principalmente a una sola ciudad y sus alrededores. En tales condiciones, aun cuando varios periódicos compiten en la misma ciudad, uno de ellos tiende a ser el dominante. Al tener cualquier ventaja pequeña, atrae a más lectores, que en su turno atraen a más anunciantes, lo que enriquece al periódico, lo que le permite invertir más recursos, lo que amplía su ventaja, y así en un círculo virtuoso. Por lo tanto, muchos de los diarios metropolitanos eran, en efecto, monopolios, y gozaban consistentemente de márgenes de rentabilidad de más allá del veinte por ciento.

Pero internet arrasó con su dominio. Cuando tanto la publicación como la lectura son completamente libres y gratuitas, los diarios “metro” no tienen ninguna ventaja. Los sitios de los grandes periódicos, como The New York Times o The Washington Post, ofrecen una mejor cobertura de temas nacionales e internacionales. La información local es más abundante y especializada en las televisoras locales y en nuevas fuentes digitales como los blogs, medios que son más atractivos para los anunciantes locales. Los aficionados al deporte y el entretenimiento encontrarán un diluvio de datos en sitios especializados, con los cuales un periódico no puede competir. Como consecuencia, hoy no pasa un día sin advertencias de que uno que otro de los “metro” está cerrando sus corresponsalías en el extranjero (¿y por qué demonios el periódico de una ciudad mediana como Boston o Miami se permitía el lujo de tener corresponsales? Sólo porque tenía el monopolio de la información), está recortando personal y salarios, o se encuentra al borde de la quiebra.

Y, sin embargo, la crisis se siente también en revistas como Time y Newsweek y en diarios como The New York Times. Estos han intentado todo en internet: cubrir las noticias veinticuatro horas al día, añadir materiales de video y sonido, crear reportajes interactivos, cultivar comunidades de lectores, y más. La audiencia en línea a nivel global de The New York Times es varias veces más grande que la que jamás haya tenido para su edición impresa. Pero no ha encontrado la fórmula para recaudar un ingreso que cubra los costos de mantener un equipo editorial de unas 1,150 personas, por no hablar del personal de producción, ventas y demás. Y cabe señalar que este sería el caso incluso si la familia dueña de The New York Times no hubiera tomado inoportunas decisiones de inversión que dejaron al periódico con deudas abrumadoras, razón por la cual ha accedido a la compra de 6.9 por ciento de sus acciones y un préstamo de 250 millones de dólares por parte del billonario Carlos Slim Helú.

Pero es bueno que así sea, dicen los evangelistas de los nuevos medios. Cuando hay tanta variedad de fuentes en internet, el concepto de un periódico como central de abastos noticiero, informando de todo desde el deporte y la moda hasta las notas policíacas y los artículos de opinión sobre la geopolítica, será un anacronismo. Si hoy no existiera, nadie lo inventaría de nuevo.

 

 

Para defenderse, muchos periódicos están contemplando hoy un regreso, aunque sea parcial, al modelo de contenido pagado. Los lectores, argumentan, se darán cuenta tarde o temprano de que la labor de un periodista profesional es algo que no se puede reemplazar con algunos blogs y sitios de aficionados. Aunque fallen muchas publicaciones, se dice, una vez que se haya eliminado la sobreoferta en el mercado, los sobrevivientes podrán volver a cobrar. Y si no, advierten, será un desastre para la democracia, que depende de la vigilancia del cuarto poder para alumbrar el funcionamiento tenebroso de los mundos gubernamental y empresarial.

Es cierto que es difícil imaginar quién financiará la cobertura incesante de los vaivenes de la política a nivel local, las investigaciones que ocupan a un equipo entero de periodistas durante varios meses, o los peligrosos y costosos reportajes desde el corazón de una guerra, si no los periódicos. Pero la idea de que los lectores serán conmovidos a la hora cero por un sentido generalizado del bien común y sacarán sus carteras para rescatar a los periódicos parece una fantasía.

Hasta ahora los únicos medios que han exigido, más o menos exitosamente, que se pague para leerlos en línea han sido los que proporcionan información que es de alguna manera única y que tiene un impacto directo en sus lectores. Entre ellos, algunos periódicos locales que sirven a comunidades pequeñas y estrechas donde juegan un papel comunal importante; y ciertos diarios de negocios y finanzas (como The Wall Street Journal) o revistas para el consumidor, cuya lectura puede brindar una ventaja comercial.

La mayor parte de lo que leemos en el diario, sin embargo, enriquece nuestra conversación, y con el tiempo a la sociedad, pero no nuestro bolsillo. Algunos consideran que esa información, en términos económicos, es un “bien público”, es decir, un recurso cuya producción es costosa pero que, una vez producido, permanece sin importar cuánto se lo consume. Al ser caro pero abundante, el bien público no es valorado “correctamente” por el mercado, y no se puede producir sin subsidios u otra intervención no comercial.

Clay Shirky, un colega de facultad del profesor Rosen en Nueva York, lo expresó con lucidez en uno de los artículos del “seminario volante”: “El ‘nos echarán de menos cuando ya no estemos’ nunca ha sido un buen modelo de negocios.” Pero es claro que los gerentes de los medios no se darán por vencidos tan fácilmente.

Muy de moda está hablar de sistemas de “micropagos”, los cuales permitirían a un lector comprar, en vez del periódico completo, un solo artículo por unos cuantos centavos o hasta fracciones de un centavo de dólar, registrándose sus pagos de forma automática contra una cuenta que podría rellenar a cada rato con su tarjeta de crédito. Como prueba de este concepto suele referirse el éxito de iTunes, la tienda digital de música de Apple, donde las canciones se venden una por una o en álbumes.

Pero los escépticos replican que es muy diferente comprar una canción, que uno volverá a escuchar muchas veces, que pagar por un artículo que uno probablemente no releerá nunca. (Quizá por eso las revistas de mayor calidad, como The New Yorker y –para mi suerte– The Economist, que no se perciben como algo que se lee con premura y se tira a la basura, siguen manteniendo o hasta aumentando sus tirajes.)

 

 

También se discuten otros modelos de comercialización, como ofrecer una parte del contenido gratuito para atraer a los lectores y luego venderles algo más –eventos, ediciones especiales, servicios. También hay que reconocer que la evolución del periódico en otros países ha sido muy distinta a la de Estados Unidos. En Europa suelen cubrir un ámbito nacional y jugar un papel más importante, así que el deterioro se está dando más lentamente. En países menos desarrollados, como la India, donde internet aún no ha llegado a muchos hogares, aunque la clase media está creciendo, el medio no está muriendo; se están abriendo nuevos periódicos.

Pero parece probable que, al cabo de unos años o décadas, el periódico tal y como lo conocemos ya no existirá en muchas partes. Y entonces, ¿qué lo reemplazará como fuente de la información que lubrica la maquinaria de la democracia?

Hay muchas respuestas, pero ninguna es contundente. Internet se ha vuelto un laboratorio para experimentos en la investigación y difusión. Entre ellos se destacan:

El periodismo gradual. El ejemplo más conocido es Talking Points Memo, un blog que mezcla sumarios de artículos de otros medios con comentarios, pedacitos de sus propias investigaciones, y datos enviados por sus lectores, tejiendo así un reportaje continuo que de vez en cuando llega a destapar escándalos antes que los medios tradicionales. Como The Huffington Post, goza de una audiencia suficientemente grande para ganar bien de los anuncios, y con gastos de producción bajos.

El periodismo filantrópico. En sitios web como spot.us, un periodista ofrece hacer un reportaje sobre un tema y le pone un precio. Cuando suficientes lectores hayan prometido una contribución, lo hace y lo entrega. El artículo queda disponible en el sitio y cualquiera lo puede volver a publicar. Este modelo hace al periodista responsable ante sus lectores directamente, como nunca lo ha sido trabajando para un periódico. También se pronostica que los equipos de investigación de los periódicos actuales serán financiados en el futuro por fundaciones filantrópicas, como hoy lo son los centros de investigación social, económica y estratégica –los think tanks.

El periodismo colectivo. Resulta que mucha gente está dispuesta a donar su tiempo con generosidad cuando se siente involucrada en un proyecto que beneficia a la sociedad –véase, por ejemplo, Wikipedia. Para la campaña electoral estadounidense de 2008, The Huffington Post inició el proyecto OffTheBus. Reclutó a miles de voluntarios para reportar detalles de la carrera presidencial estadounidense que los corresponsales, viajando con los candidatos en sus autobuses de campaña (“on the bus”), se perdían. Ciertos periódicos “metro”, con el afán de aumentar su relevancia, también han optado por la colectivización de su trabajo: mientras sus periodistas de planta se enfocan en la ciudad principal, mantienen una red de informantes en las comunidades de alrededor que envían chismes y escriben reportajes en su tiempo libre. En estos modelos, un núcleo de reporteros y editores profesionales maneja el trabajo del colectivo de colaboradores aficionados.

El periodismo partidario. El periodista que tiene una “agenda” es visto con desconfianza. Pero ¿qué importa que seas de la oposición si tu reportaje es certero? Los lectores de sitios de opinión que simpatizan con un cierto punto de vista político demuestran una alta motivación para trabajar voluntariamente en búsqueda de ropa sucia. Si todos lo hacen, ningún secreto quedará a salvo. Y si un partido político los apoya, tanto mejor.

El periodismo de datos. Otra ala más del periodismo colectivo consiste en volver disponible para el público una base de datos enorme, como por ejemplo los gastos de campaña de todos los candidatos políticos a nivel nacional, estatal y local, y proporcionarle las herramientas para explorarla. Este método permite desplegar un ejército de investigadores eventuales que hacen frente a una tarea para la cual el equipo de un periódico nunca tendría tiempo. Es una solución apta para los países desarrollados, donde el reto del periodismo ya no es tanto revelar la información secreta como encontrar tendencias sospechosas en una masa creciente de información pública.

 

Indudablemente, estos y otros nuevos métodos añaden herramientas al oficio del periodismo. Pero ¿pueden reemplazar al periodista profesional con años de experiencia, un profundo conocimiento, amplias redes de contactos, un sexto sentido para lo oculto y la mentira, y una fina apreciación de la diferencia entre hechos y opiniones?

Claro que un periodista profesional contestará que no. “El vasto populacho nunca producirá gran periodismo –y ni siquiera una cantidad suficiente de periodismo a la altura que ha nutrido nuestra república–, así como nunca efectuará cirujía amateur de manera generalizada, ni creará millones de cuadros al óleo”, escribió Tom Watson, periodista y emprendedor también citado por Rosen en su blog.

Los visionarios como Rosen y Shirky no afirman conocer la solución. Pero Shirky compara, en su ensayo, la situación actual con la invención de la imprenta hace quinientos años. Ese acontecimiento también impulsó una democratización enorme de la información, cuyas repercusiones tardaron décadas en desarrollarse. La posibilidad de comparar versiones divergentes de textos clásicos, por ejemplo, causó una crisis de confianza en las fuentes antiguas. “Así son las verdaderas revoluciones”, apuntó Shirky. “Las cosas viejas se rompen antes de que las cosas nuevas se pongan en su lugar.”

Creo que también hay una réplica un poco más sofisticada para el pesimismo de Watson. Miremos otra vez esos periódicos “metro” de Estados Unidos, producto de la geografía particular de aquel país. La célebre “objetividad” o “neutralidad” que hoy se toma por sentado como marca clave del periodista honrado no es un principio tan básico, sino que también tiene que ver con esa geografía. Al ser el medio dominante en su ciudad, un periódico tenía que satisfacer a una amplia gama de lectores y mantener un punto de vista que no alejara demasiado a ninguno –al revés de la situación de unas décadas antes, cuando era de rigor que un medio fuera partidario. En el Reino Unido, donde yo crecí, la situación es distinta. Siendo un país geográficamente pequeño, sus periódicos más importantes reparten la audiencia no por regiones sino por nivel socioeconómico y filiación política. Por lo tanto, no pretenden tener el mismo nivel de neutralidad.

Tenemos aquí, entonces, un ejemplo claro de cómo el modo de producción puede influir en la naturaleza del producto. El periodista y el periódico no son el periodismo: son simplemente una de las formas encontradas para la difusión impresa, e incluso dentro de ese marco sus papeles han cambiado de acuerdo con los variados modelos comerciales. Claro que un miembro típico del populacho no llegará a ser un gran periodista, así como no será gran cirujano o pintor, pero eso no supone que el periodismo no se hará con otros métodos y por medio de personas que no sean periodistas.

Quizás habrá que inventar una nueva palabra en lugar de “periodismo” para romper la asociación entre la actividad de informar y la práctica por la cual esta se ha hecho hasta hoy. Pero no sería apropiado que un periodista tratara de acuñarla. ~

 

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* http://journalism.nyu.edu/pubzone/weblogs/pressthink /2009/03/26/flying—seminar.html

 

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