El desafío Hispano

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A mediados del siglo XX, los Estados Unidos de América se habían convertido en una sociedad multiétnica y multirracial caracterizada por una cultura mayoritaria dominante angloprotestante (bajo la que se englobaban múltiples subculturas) y por un credo político común enraizado en esa cultura mayoritaria. Sin embargo, tal y como se estaban sucediendo los acontecimientos a finales del siglo XX, Estados Unidos iba en camino de convertirse en una sociedad anglohispana bifurcada con dos lenguas nacionales. Esta tendencia era resultado, en parte, de la popularidad de la que gozaban las doctrinas del multiculturalismo y la diversidad entre las elites intelectuales y políticas, así como de las políticas gubernamentales de educación bilingüe y acción afirmativa promovidas y sancionadas por dichas doctrinas. De todos modos, la auténtica fuerza impulsora de la tendencia hacia la bifurcación cultural ha sido la inmigración procedente de América Latina y, muy especialmente, de México.
     La inmigración mexicana está provocando la reconquista demográfica de zonas que los estadounidenses habían arrebatado por la fuerza a México en los decenios de 1830 y 1840 y que están siendo ahora mexicanizadas de un modo comparable (aunque distinto) al de la cubanización que se ha producido en el sur de Florida. La mexicanización está difuminando, además, la frontera entre México y Estados Unidos y está introduciendo una cultura muy diferente, al tiempo que está favoreciendo la aparición, en algunas zonas, de una sociedad y una cultura combinadas, medio estadounidenses y medio mexicanas. A la vez que avanza la inmigración procedente de otros países latinoamericanos, también lo hacen tanto la hispanización en todo Estados Unidos como las prácticas sociales, lingüísticas y económicas propias de una sociedad anglohispana.
     La inmigración mexicana tiene esos efectos debido a los rasgos que la diferencian de la inmigración pasada y presente proveniente de otros países y debido, también, a lo poco que los inmigrantes mexicanos y su progenie se han asimilado a la sociedad americana en comparación con otros inmigrantes de antaño y con los actuales inmigrantes no hispanos.

Por qué es diferente la inmigración mexicana
La inmigración mexicana contemporánea no tiene precedentes en la historia estadounidense. La experiencia y las lecciones extraídas de la inmigración pasada resultan de escasa relevancia a la hora de entender la dinámica y las consecuencias de esta nueva inmigración. La inmigración mexicana difiere de inmigraciones pretéritas y de la mayoría de las restantes en la actualidad debido a una combinación de seis factores.
      
Contigüidad. Cuando los estadounidenses piensan en inmigración, piensan en símbolos como la Estatua de la Libertad, la Isla de Ellis y, más recientemente, quizás, el aeropuerto Kennedy. Los inmigrantes llegaban a Estados Unidos tras cruzar varios miles de millas de océano. Las actitudes de los estadounidenses hacia los inmigrantes y las políticas de inmigración del país han estado y, en gran medida, continúan estando influidas por esa imagen. No obstante, esas premisas y políticas son de escasa o nula relevancia para el caso de la inmigración mexicana. Estados Unidos afronta actualmente una afluencia masiva de personas de un país pobre y contiguo (y cuya población asciende a más de un tercio de la estadounidense) que atraviesan una frontera de más de tres mil kilómetros de longitud delimitada históricamente por una simple línea sobre el terreno y por un río de escasa profundidad.
     Esta situación es históricamente insólita para Estados Unidos y para el mundo en general. Ningún otro país del Primer Mundo tiene una frontera terrestre con un país del Tercer Mundo (y, aún menos, una de más de tres mil kilómetros). Japón, Australia y Nueva Zelanda son islas; Canadá comparte frontera únicamente con Estados Unidos; lo más cerca que llegan a estar los países europeos occidentales de países del Tercer Mundo es en el estrecho de Gibraltar (entre España y Marruecos) y en el canal de Otranto (entre Italia y Albania). La importancia de la prolongada frontera mexicano-estadounidense queda puesta aún más de relieve por las diferencias económicas entre ambos países. “La distancia de renta entre Estados Unidos y México”, señala el historiador de Stanford David Kennedy, “es la mayor del mundo entre dos países contiguos.”1 Las consecuencias que conlleva el hecho de que quienes emigran tengan que cruzar tres mil kilómetros de frontera relativamente abierta y no tres mil kilómetros de alta mar son inmensas en lo tocante tanto a la vigilancia y el control de la inmigración, como a la difuminación de dicha frontera (a medida que van surgiendo comunidades transfronterizas), a la sociedad, la gente, la cultura y la economía del suroeste estadounidense, y a Estados Unidos en su conjunto.
      
Número. Las causas de la inmigración mexicana (como de la procedente de otros lugares) radican en la dinámica demográfica, económica y política del país emisor, y en la atracción económica, política y social que ejerce Estados Unidos. De todos modos, no hay duda de que la contigüidad favorece la inmigración. Los costes, retos y riesgos que supone la inmigración para los mexicanos son mucho menores que para otros inmigrantes. Ellos pueden ir a México y volver de allí con gran facilidad, y mantener el contacto con su familia y amigos. Coadyuvada por esos factores, la inmigración mexicana aumentó a un ritmo constante tras 1965. En los años setenta, unos 640,000 mexicanos emigraron legalmente a Estados Unidos, y fueron 1,656,000 en los ochenta y 2,249,000 en los noventa. En esas tres décadas, los mexicanos representaron un 14, un 23 y un 25%, respectivamente, de la inmigración legal total. Se trata de porcentajes que no igualan los de los inmigrantes que llegaron procedentes de Irlanda entre 1820 y 1860, o de Alemania en los decenios de 1850 y 1860.2 Pero resultan, de todos modos, elevados en comparación con la elevada dispersión de las fuentes de la inmigración de antes de la Primera Guerra Mundial y en comparación con otros inmigrantes contemporáneos. A ellos hay que añadir el gran número de mexicanos que entra cada año en Estados Unidos de forma ilegal.
     En 1960, la población estadounidense nacida en el extranjero según sus cinco principales países de origen se hallaba relativamente dispersa:

Italia                    –    1.257.000
Alemania          –    990.000
Canadá                –    953.000
Reino Unido    –    833.000
Polonia               –    748.000

     En el año 2000, los nacidos en el extranjero según sus cinco principales países de procedencia evidenciaban una distribución muy distinta:

México           7.841.000
China             1.391.000
Filipinas       1.222.000
India               1.007.000
Cuba                952.000

     En el transcurso de cuatro décadas, el número de habitantes nacidos en el extranjero se expandió enormemente, los asiáticos y los latinoamericanos reemplazaron a los europeos y los canadienses, y la diversidad de fuentes cedió su lugar al predominio de un único emisor: México. Los inmigrantes mexicanos constituían, en el año 2000, el 27.6% de la población total estadounidense nacida en el extranjero. Los contingentes de no nacidos en Estados Unidos que les seguían en número eran los procedentes de China y de Filipinas, que representaban sólo el 4.9 y el 4.3% de ese total.3
     En los noventa, los mexicanos supusieron, además, más de la mitad de los inmigrantes latinoamericanos que llegaron a Estados Unidos, y los inmigrantes latinoamericanos fueron, a su vez, casi la mitad del total de inmigrantes llegados a los Estados Unidos continentales entre 1970 y 2000. Los hispanos, un 12% de la población estadounidense total en 2000 (de los cuales, dos tercios son de origen mexicano), incrementaron sus cifras en casi un 10% entre 2000 y 2002 y son ya más numerosos que los negros. Se estima que representarán un 25% de la población en 2040. Estos cambios son impulsados no sólo por la inmigración, sino también por la fertilidad. En 2002, se estimaba que los índices totales de fertilidad eran de 1.8 entre las mujeres blancas no hispanas, de 2.1 entre las mujeres negras y de 3.0 entre las hispanas. “Es el perfil característico de los países en vías de desarrollo”, comentaba The Economist. “El porcentaje de latinos en la población de Estados Unidos se disparará a medida que, en cuestión de una o dos décadas, el grueso de ellos vaya alcanzando la edad de máxima fertilidad.”4
     A mediados del siglo XIX, la inmigración estaba dominada por anglohablantes procedentes de las Islas Británicas. Más tarde, la inmigración previa a la Primera Guerra Mundial evidenció una gran diversidad lingüística e incluyó a numerosos hablantes de italiano, polaco, ruso, yiddish (judeoalemán), inglés, alemán y sueco, entre otros idiomas. La inmigración posterior a 1965 difiere de esas dos oleadas anteriores, ya que ahora más de la mitad de los inmigrantes hablan una misma lengua no inglesa. “El predominio hispano en el flujo inmigrante actual”, señala Mark Krikorian, “no tiene precedente alguno en nuestra historia.”5
      
Ilegalidad. La entrada ilegal de un número sustancial de personas en Estados Unidos es un fenómeno casi exclusivamente posterior a 1965 (y predominantemente mexicano). Durante casi un siglo desde la adopción de la Constitución, la inmigración ilegal fue prácticamente imposible: ninguna ley nacional restringía o prohibía la inmigración y sólo unos pocos estados imponían alguna que otra modesta limitación. Durante los noventa años siguientes, la inmigración ilegal fue mínima: el control de los inmigrantes que arribaban por barco a los puertos era bastante fácil y a una proporción elevada de los que llegaban a la Isla de Ellis se les negaba la entrada. La ley de Inmigración de 1965, las mayores facilidades para el transporte y la intensificación de las fuerzas que fomentaban la emigración mexicana cambiaron radicalmente esa situación. Las detenciones practicadas por la Patrulla de Fronteras estadounidense aumentaron de 1.6 millones en la década de los sesenta a 11.9 millones en los ochenta y 12.9 millones en los noventa. Las estimaciones del número de mexicanos que logran entrar ilegalmente cada año oscilan los 105,000, según una comisión binacional mexicano-estadounidense, y los 350,000 promedio durante la década de los noventa, según el ins. Se ha estimado que dos tercios aproximados de los inmigrantes mexicanos posteriores a 1975 se introdujeron en Estados Unidos ilegalmente.6
     La Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986 contenía disposiciones destinadas a la legalización de la situación de los inmigrantes ilegales ya presentes en el territorio nacional y a la reducción de la futura inmigración ilegal mediante sanciones a los empresarios y otras medidas. Se logró el primero de esos objetivos: unos 3.1 millones de inmigrantes ilegales (de los que un 90% aproximado procedían de México) se convirtieron en residentes legales en Estados Unidos, provistos de su correspondiente “tarjeta verde”. El que no se alcanzó fue el segundo objetivo. Según las estimaciones, el número total de inmigrantes ilegales en Estados Unidos ascendió de cuatro millones en 1995 a seis millones en 1998 y a entre ocho y diez millones en 2003. Los mexicanos representaban un 58% del total de la población que residía ilegalmente en Estados Unidos en 1990; en el año 2000, se estimaba que los 4.8 millones de mexicanos ilegales en Estados Unidos eran un 69% de esa población.7 En 2003, el número de mexicanos ilegales en Estados Unidos era veinticinco veces superior al del siguiente contingente nacional (el de los salvadoreños). La inmigración ilegal es, en su gran mayoría, inmigración mexicana.
     En 1993, el presidente Clinton declaró que el tráfico organizado de personas hacia Estados Unidos era una “amenaza a la seguridad nacional”. Pero la inmigración ilegal es una amenaza aún mayor a la seguridad societal de América. Las fuerzas económicas y políticas que generan dicha amenaza son inmensas e implacables. Estados Unidos no había experimentado nunca anteriormente nada comparable.
      
Concentración regional. Como ya hemos visto, los Padres Fundadores consideraban esencial la dispersión para la asimilación y, de hecho, ésa ha sido la pauta histórica habitual (y continúa siéndolo para la mayoría de inmigrantes no hispanos contemporáneos). Los hispanos, sin embargo, han tendido a concentrarse regionalmente: los mexicanos en el sur de California, los cubanos en Miami, los dominicanos y los puertorriqueños (si bien estos últimos no son técnicamente inmigrantes) en la ciudad de Nueva York. En la década de los noventa, las proporciones de hispanos no dejaron de crecer en esas regiones de mayor concentración. Al mismo tiempo, los mexicanos y otros hispanos empezaron a establecer también cabezas de puente en otros lugares. Aunque las cifras absolutas suelen ser pequeñas, los estados que experimentaron los mayores aumentos de hispanohablantes (en términos porcentuales) entre 1990 y 2000 fueron, por orden descendente: Carolina del Norte (con un incremento del 449%), Arkansas, Georgia, Tennessee, Carolina del Sur, Nevada y Alabama (con un 222% de aumento). Los hispanos se han establecido también con una presencia concentrada en ciudades y poblaciones concretas de diversas zonas del país. En 2003, más del 40% de la población de Hartford (Connecticut) era hispana (puertorriqueña, sobre todo), “la mayor concentración en una ciudad importante fuera de California, Texas, Colorado y Florida”, superior incluso al 38% de población negra de dicho municipio. Hartford, según proclamó su primer alcalde hispano, “se ha convertido en una ciudad latina, por así decirlo. Es una señal de lo que tiene que venir”, ahora que el español se está convirtiendo cada vez más en la lengua del comercio y la administración.8
     No obstante, las mayores concentraciones de hispanos se dan en el suroeste, especialmente en California. En el año 2000, casi dos terceras partes de los inmigrantes mexicanos vivían en el oeste de Estados Unidos y prácticamente la mitad, en California. El área de Los Ángeles alberga a inmigrantes de muchos países y posee un barrio coreano característico, una comunidad vietnamita considerable y, en Monterey Park, una ciudad considerada la primera de los Estados Unidos continentales en albergar una mayoría de población asiática. Las fuentes de la población californiana de origen extranjero, sin embargo, difieren claramente de las del resto de la nación: las personas procedentes de un único país, México, superan en número el total de las procedentes del conjunto de Europa y de toda Asia. En Los Ángeles, los hispanos (mexicanos en su gran mayoría) sobrepasan con mucho las cifras de población de los demás grupos. En 2000, el 64% de los hispanos de Los Ángeles eran de origen mexicano y el 46.5% de los residentes en Los Ángeles eran hispanos, frente a un 29.7% que eran blancos no hispanos. Se estima que, en 2010, los hispanos serán el 60% de la población de Los Ángeles.9
     La mayoría de grupos inmigrantes tienen tasas de fertilidad superiores a las de los habitantes nativos, por lo que el impacto de la inmigración se deja sentir especialmente en las escuelas. El problema de la elevada diversificación de la inmigración que llega a Nueva York es que los maestros pueden tener clases con alumnos que hablen hasta veinte lenguas distintas en sus respectivos hogares. En las escuelas de numerosas ciudades del suroeste, sin embargo, los niños hispanos constituyen una mayoría sustancial del alumnado. “Ningún sistema escolar de una ciudad estadounidense importante”, comentaban Katrina Burgess y Abraham Lowenthal a propósito de Los Ángeles en su estudio académico de 1993 sobre los vínculos entre México y California, “ha experimentado nunca una afluencia tan grande de estudiantes procedentes de un único país extranjero. Las escuelas de Los Ángeles se están volviendo mexicanas”. En 2002, el 71.9% de los estudiantes del Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles eran hispanos, predominantemente mexicanos, y su proporción aumentaba a un ritmo constante; el 9.4% de los escolares eran blancos no hispanos. En 2003, por primera vez desde el decenio de 1850, la mayoría de los niños recién nacidos en California fueron hispanos.10
     En el pasado, según señala David Kennedy, “la variedad y la dispersión de la corriente inmigrante” facilitaron la asimilación. “Hoy en día, sin embargo, un gran torrente inmigrante mana hacia una región definida desde una única fuente cultural, lingüística, religiosa y nacional: México. […] Se trata de un dato que da mucho que pensar, dado que Estados Unidos no ha experimentado nunca nada comparable a lo que está teniendo lugar en el suroeste.”11 Lo que da también mucho que pensar es que cuanto más concentrados están los inmigrantes, más lenta y menos completa es su asimilación.
      
Persistencia. Las anteriores oleadas de inmigración, como hemos visto, decrecieron con el tiempo y las proporciones de personas procedentes de países concretos fluctuaron ostensiblemente. Por el momento, sin embargo, la actual oleada no muestra signo alguno de remitir y es probable que las condiciones que originan que un gran componente de dicha oleada sea mexicano persistan en ausencia de una gran guerra o recesión. A más largo plazo, la inmigración mexicana podría irse reduciendo a medida que el bienestar de México se aproxime al de Estados Unidos. En el año 2000, el pib per cápita estadounidense era entre nueve y diez veces superior al mexicano. Si esa diferencia se redujera a una proporción de tres a uno, los incentivos económicos para la emigración podrían disminuir también sustancialmente. Sin embargo, para alcanzar ese ratio en un futuro mínimamente significativo, sería necesario que México experimentara un crecimiento económico vertiginoso, a un ritmo que superara con mucho al de Estados Unidos. Y aun suponiendo que esto finalmente ocurriera, el desarrollo económico por sí solo no tendría por qué reducir el impulso a emigrar. Durante el siglo XIX, mientras Europa se industrializaba rápidamente y sus rentas per cápita nacionales se incrementaban significativamente, cincuenta millones de europeos emigraron al continente americano, a Asia y a África. Por otra parte, el desarrollo económico y la urbanización pueden traducirse también en una caída en los índices de natalidad y, consecuentemente, en una reducción del número de personas susceptibles de desplazarse hacia el norte. La tasa de natalidad mexicana es cada vez más baja. En 1970-1975, el índice total de fertilidad fue del 6.5%; en 1995-2000, se había reducido a menos de la mitad (el 2.8%). Pero en 2001, el Consejo Nacional de Población del gobierno mexicano predijo que esa evolución no tendría ningún efecto significativo inmediato y que lo más probable era que la emigración total hacia Estados Unidos se situara en torno a una media de entre las 400,000 y las 515,000 personas anuales hasta 2030.12 Para entonces, tras más de medio siglo de elevados niveles migratorios, el perfil demográfico de Estados Unidos y la relación demográfica entre México y Estados Unidos se habrán modificado radicalmente.
     Los niveles elevados y sostenidos de inmigración tienen tres consecuencias importantes. En primer lugar, la inmigración se va cimentando sobre sí misma. “Si se puede predicar alguna ‘ley’ de la inmigración”, señalaba Myron Weiner, “es la de que, una vez empezado, un flujo migratorio induce su propio flujo. Los emigrantes hacen posible que sus familiares y parientes emigren también al proporcionarles información sobre cómo emigrar, recursos para facilitar el desplazamiento y ayuda a la hora de buscar empleo y vivienda”. El resultado es una “emigración en cadena”, por la que la emigración resulta progresivamente más sencilla para cada grupo sucesivo de emigrantes.13
     En segundo lugar, cuanto más se prolonga la emigración, más difícil es detenerla políticamente. Es cierto que los inmigrantes suelen mostrarse favorables a cerrar la puerta tras de sí una vez ellos se hallan dentro. A nivel organizativo, sin embargo, se observa una dinámica completamente distinta. Las opiniones de las elites de los grupos inmigrantes sobre esta cuestión difieren a menudo significativamente de las de sus miembros de base. Enseguida se forman asociaciones de inmigrantes que presionan políticamente para expandir derechos y beneficios para los inmigrantes y que tienen interés en ampliar su base de afiliados potenciales favoreciendo una mayor inmigración. A medida que crece esa base de inmigrantes, se torna más difícil para los políticos oponerse a los deseos de sus líderes. Los representantes de los diversos grupos inmigrantes forman coaliciones que recaban apoyos de quienes están a favor de la inmigración por motivos económicos, ideológicos o humanitarios. Donde más se dejan sentir los beneficios de cualquier éxito que logren dichas coaliciones a nivel legislativo es, por supuesto, en el seno del mayor grupo de inmigrantes, es decir, entre los mexicanos.
     En tercer lugar, los niveles elevados y sostenidos de inmigración retrasan y pueden incluso obstruir la asimilación. “La constante afluencia de recién llegados”, concluyen Barry Edmonston y Jeffrey Passel, “especialmente a los barrios de predominio inmigrante, mantiene viva la lengua entre la población inmigrada y sus hijos”. Como consecuencia, señala Mark Falcoff, “la reposición constante de población hispanohablante que suponen los recién llegados se produce a un mayor ritmo que la asimilación de la misma” y de ahí que el uso extendido del español en Estados Unidos “sea una realidad que no puede cambiarse, ni siquiera a más largo plazo”.14 Como ya hemos visto, el descenso de la inmigración de irlandeses y alemanes tras la Guerra de Secesión y la drástica reducción de inmigrantes del sur y el este de Europa tras 1924 facilitaron su asimilación a la sociedad americana.

De mantenerse los actuales niveles de inmigración, no es de esperar que entre los inmigrantes mexicanos se produzca esa transferencia de lealtades, convicciones e identidades: el gran éxito de la asimilación estadounidense del pasado no se reproduciría necesariamente en el caso de los mexicanos.

Presencia histórica. Ningún otro grupo inmigrante de la historia de Estados Unidos ha reclamado para sí o ha estado en disposición de formular una reivindicación histórica sobre una parte del territorio estadounidense. Los mexicanos y los mexicanoamericanos, sin embargo, sí que pueden plantear (y plantean) tal reivindicación. Casi la totalidad de Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah formaron parte de México hasta que los perdió como resultado de la Guerra de la Independencia Tejana de 1835-1836 y la Guerra Mexicano-Americana de 1846-1848. México es el único país que Estados Unidos ha invadido, llegando incluso a ocupar su capital (apostando a los marines en los llamados “salones de Montezuma”), para luego anexionarse la mitad de su territorio. Los mexicanos no olvidan aquellos hechos. Consideran, de un modo bastante comprensible, que tienen unos derechos especiales sobre esos territorios. “A diferencia de otros inmigrantes”, señala Peter Skerry, “los mexicanos llegan hasta aquí desde una nación vecina que sufrió una derrota militar a manos de Estados Unidos y se instalan predominantemente en una región que fue una vez parte de su patria. […] Los mexicanoamericanos se sienten allí en su propio terreno como no se sienten otros inmigrantes”.15 Ese “terreno” se materializa a nivel humano en las, aproximadamente, veinticinco comunidades locales mexicanas que se han mantenido ininterrumpidamente desde antes de la conquista estadounidense. Concentradas en las “patrias” mexicanas del norte de Nuevo México y a lo largo del Río Grande, sus poblaciones son hispanas en más de un 90%, y más del 90% de dichos hispanos hablan español en sus casas. En dichas comunidades, “se ha mantenido el dominio cultural y demográfico hispano sobre la sociedad y el espacio, y la asimilación de los hispanos es débil”.16
     Algunos académicos han sugerido que el suroeste podría acabar convirtiéndose en el Quebec estadounidense. Ambas regiones tienen poblaciones católicas y fueron conquistadas por pueblos angloprotestantes, pero, a parte de eso, tienen muy poco en común. Quebec está a cinco mil kilómetros de Francia y no existe un contingente de varios centenares de miles de franceses que intente entrar en él cada año, legal o ilegalmente. La historia muestra que existe un grave potencial de conflicto cuando la población de un país empieza a referirse al territorio de un país vecino como si se tratara de su propiedad y a formular derechos especiales y reivindicaciones sobre dicho territorio.
     La contigüidad, el número, la ilegalidad, la concentración regional, la persistencia y la presencia histórica combinadas convierten a la inmigración mexicana en diferente del resto de la inmigración y plantean problemas para la asimilación de las personas de origen mexicano a la sociedad estadounidense.

Resumen. El lugar central que ocupa México en la inmigración y la asimilación en Estados Unidos resulta claramente visible si se asume lo que ocurriría si el resto de la inmigración continuase, pero la inmigración mexicana se detuviera repentinamente. El flujo anual de inmigrantes legales descendería en unos 160,000 y se ajustaría más, por tanto, a los niveles recomendados por la Comisión Jordan. Las entradas ilegales disminuirían espectacularmente y el número total de inmigrantes en situación irregular en Estados Unidos iría descendiendo gradualmente. Las explotaciones agrícolas y otros tipos de negocio en el suroeste se verían afectados, pero los salarios de los estadounidenses de menor renta mejorarían. Amainarían los debates en torno al uso del español y a la oficialidad o no del inglés como lengua de los gobiernos estatales y del gobierno nacional. La educación bilingüe y las controversias que ésta genera decaerían, como también lo harían las polémicas acerca de las prestaciones sociales y otras ayudas a los inmigrantes. El debate sobre si los inmigrantes resultan una carga económica o no para los gobiernos estatales y federal quedaría zanjado de una vez por todas en sentido negativo. La educación y las cualificaciones medias de los inmigrantes residentes en Estados Unidos y de los que continuasen llegando alcanzarían niveles sin precedentes en la historia estadounidense. La afluencia de inmigrantes evidenciaría nuevamente una elevada diversidad, lo cual supondría un mayor incentivo para que todos los inmigrantes aprendieran inglés y absorbieran la cultura americana. La posibilidad de una división de facto entre un Estados Unidos predominantemente hispanohablante y otro anglohablante desaparecería y, con ella, una importante amenaza potencial a la integridad cultural y, posiblemente, política de los Estados Unidos.

Asimilación individual y consolidación de enclaves diferenciados
En el pasado, los inmigrantes se agrupaban junto a los de su propio grupo en “enclaves” vecinales y, a menudo, en ocupaciones concretas. Al llegar la segunda y la tercera generaciones, los miembros de cada grupo se iban dispersando progresivamente y se iban diferenciando en términos de residencia, ocupación, renta, educación y (al integrarse en matrimonios mixtos) ascendencia. La naturaleza y el alcance de la asimilación variaban de una persona a otra. Para algunas era rápida y total, y coincidía con un movimiento social ascendente y hacia fuera del enclave inmigrante. Otros “se quedaban atrás” en el enclave y en las ocupaciones propias de la primera generación. Estas variaciones eran reflejo de las diferencias entre individuos en términos de familia, capacidad, energía y motivación. Las raíces de la asimilación han de ser buscadas en el nivel individual y no de grupo.
     Pero del mismo modo que diversos factores personales, económicos y sociales favorecen la asimilación, hay fuerzas que promueven la expansión y la consolidación de la comunidad inmigrante. El grado en que una comunidad cohesionada se mantiene como tal tiende a estar en función de su tamaño y de su aislamiento. Las comunidades rurales, pequeñas y apartadas, pueden ser capaces de mantener su cohesión social y cultural a lo largo de varias generaciones. Por el contrario, las comunidades judías, polacas e italianas de las ciudades del noreste y del Medio Oeste de principios del siglo XX tendieron a fusionarse con su entorno urbano en el transcurso de dos o tres generaciones. La capacidad de una comunidad inmigrante para sostenerse a sí misma en una sociedad urbana con una economía compleja que exige interacciones variopintas entre individuos y grupos depende, en gran parte, del tamaño de dicha comunidad.
     Los procesos de asimilación individual y consolidación comunitaria son complejos, comportan contradicciones inherentes y son, en última instancia, conflictuales. También pueden coexistir y reforzarse mutuamente de modos específicos. El desarrollo de una comunidad inmigrante de grandes dimensiones y económicamente diversificada puede generar oportunidades para que sus miembros individuales se asimilen económicamente, mediante la movilidad ascendente, a la clase media americana. Sin embargo, una educación y un progreso socioeconómico mayores tienden también a menudo a fomentar la conciencia de grupo y el rechazo a la cultura mayoritaria o dominante. Los negros de clase baja continúan creyendo en el sueño americano, mientras que los negros de clase media son más propensos a rechazarlo.17 Si los mexicanoamericanos alcanzan un estatus de clase media sin salir de la propia comunidad mexicano-americana, su propensión a rechazar la cultura estadounidense y a adherirse a la cultura mexicana, así como su disposición a propagar esta última, podrían verse aumentadas.
     Por otra parte, el hecho de haber nacido en Estados Unidos o de nacionalizarse estadounidenses facilita el hecho de que los individuos puedan viajar y cruzar la frontera de ida y de vuelta, manteniendo así el contacto y la identificación con su lugar de origen.18 La posesión de la ciudadanía americana facilita también la expansión de la comunidad inmigrante al permitir que los nuevos ciudadanos puedan traer al país a un número mayor de familiares del que podrían permitirse si fuesen simplemente residentes legales permanentes. Además, lógicamente, los ciudadanos pueden votar y participar en el gobierno y, por tanto, están en disposición de promover los intereses de su comunidad étnica de un modo mucho más efectivo.
     En el pasado, la asimilación individual triunfó generalmente sobre la consolidación de enclaves diferenciados. Con el tiempo, la dispersión territorial, la diferenciación ocupacional y de renta, y los matrimonios intergrupales provocan una asimilación creciente, aun cuando permanezcan ciertos vínculos comunales y las generaciones posteriores puedan tratar de revivir una conciencia de comunidad. Es muy posible que todas esas fuerzas actúen de un modo muy similar en el caso de los mexicanoamericanos. No obstante, dados los rasgos distintivos de la inmigración mexicana, no podemos suponerlo sin más. “A los mexicanoamericanos”, como dice David Kennedy, “se les abrirán nuevas posibilidades que estaban vedadas a otros grupos inmigrantes previos. Tendrán la cohesión y la masa crítica suficientes, dentro de una región definida, como para, si así lo deciden, conservar su cultura característica por tiempo indefinido. Podrían incluso atreverse a hacer finalmente lo que ningún colectivo inmigrante anterior hubiese podido siquiera soñar: desafiar los sistemas cultural, político, legal, comercial y educativo existentes para realizar un cambio fundamental, no sólo de lengua, sino también de las instituciones mismas sobre las que llevan a cabo sus actividades”.19
     En 1983, el distinguido sociólogo Morris Janowitz detectó que algo parecido estaba ocurriendo ya por entonces. Tras advertir la “fuerte resistencia a la aculturación entre los residentes de habla hispana”, afirmó que “los mexicanos son un grupo inmigrante sin igual en lo tocante a la fuerza persistente de sus lazos comunales”. Como consecuencia:

Los mexicanos, junto a otras poblaciones de habla hispana, están generando una bifurcación en la estructura sociopolítica de Estados Unidos que coincide aproximadamente con las divisiones nacionales. […]
     [La] situación de México, al otro lado de la frontera con Estados Unidos, y la fortaleza de las pautas culturales mexicanas implican que la “historia natural” de los inmigrantes mexicanos haya sido y sea en el futuro divergente de la de otros colectivos inmigrantes. Hay zonas enteras del suroeste a las que no es aventurado referirse como territorios irredentos: secciones de Estados Unidos que se han mexicanizado en la práctica y que, como resultado, han pasado a ser objeto de disputa política.20

Otros autores se han pronunciado también en un sentido similar. Los mexicanoamericanos, por su parte, sostienen que el suroeste les fue arrebatado tras una agresión militar en la década de 1840 y que ya ha llegado la hora de la reconquista (que, demográfica, social y culturalmente, está ya sin duda en marcha).
     Cabe la posibilidad de que todo esto se traduzca en algún tipo de iniciativa que ambicione reunificar esos territorios con México. Aunque ésta parezca hoy en día improbable, el profesor Charles Truxillo, de la Universidad de Nuevo México, prevé que hacia el año 2080, a más tardar, los estados suroccidentales de Estados Unidos y los estados norteños de México se unirán para formar un nuevo país: “la República del Norte.” La base para tal posibilidad la proporcionan actualmente la auténtica riada de mexicanos que se desplazan hacia el norte y el incremento de los vínculos económicos entre comunidades a ambos lados de la frontera. Desde el 11 de septiembre, la frontera ha hecho más honor a su nombre, pero, aun así, las fuerzas que la han ido debilitando a lo largo de estos años son persistentes y poderosas. Los académicos y los observadores han explicado que dicha frontera se está “diluyendo”, “desdibujando”, “desplazando” (hacia el norte, se entiende) o “convirtiendo en una especie de línea de puntos”. Esto da lugar en el suroeste de Estados Unidos y, hasta cierto punto, en el norte de México a lo que, dependiendo de los autores, ha sido denominado como “MexAmérica”, “Améxica” o “Mexifornia”.21 Robert Kaplan, al comentar esta tendencia en 1997, llegaba a la conclusión de que a lo largo del tramo oriental de la frontera, “la reunificación del Estado de la Estrella Solitaria con el noreste de México está convirtiéndose en un hecho histórico consumado de manera silenciosa y anodina”. En el otro extremo (el occidental) de dicha línea fronteriza, las encuestas de opinión y los estudios académicos sugieren que la identidad de California se está convirtiendo rápidamente en una identidad hispana (esto es, mexicana). The Economist informó que, en el año 2000, las poblaciones de seis de doce de las ciudades importantes situadas en el lado estadounidense de la frontera eran hispanas en más del 90%, otras tres lo eran en más del 80%, una lo era entre el 70 y el 79%, y sólo dos (San Diego y Yuma) eran hispanas en menos de un 50%. “En este valle todos somos mexicanos”, declaró un ex comisionado del condado de El Paso (con un 75% de población hispana) en 2001.22
     Si la tendencia continúa, podría producir una consolidación de las zonas de predominio mexicano, que pasarían entonces a convertirse en un bloque autónomo, cultural y lingüísticamente diferenciado y económicamente independiente, dentro de Estados Unidos. Dada “la coincidencia singular de etnia hispana con una territorialidad regional específica y con una ideología de multiculturalismo”, advierte Graham Fuller, “podemos estar poniendo los cimientos de lo único que puede apagar el melting pot: un área y un colectivo étnicos tan concentrados que sus miembros no querrán ni necesitarán asimilarse a la vida de la América multiétnica y anglohablante mayoritaria”.23

La hispanización del suroeste
La persistencia de la inmigración mexicana y las elevadas cifras absolutas de mexicanos (que continúan en aumento) reducen los incentivos para la asimilación cultural. Los mexicanoamericanos dejan de concebirse a sí mismos como miembros de una pequeña minoría que debe adaptarse al grupo dominante y adoptar su cultura. A medida que su número sigue creciendo, aumenta su compromiso con su propia identidad y cultura étnicas. El crecimiento numérico sostenido favorece la consolidación cultural y los lleva no a minimizar, sino a ensalzar las diferencias entre su cultura y la estadounidense. Como el presidente del Consejo Nacional de La Raza declaraba en 1995, “el mayor problema que tenemos es un choque cultural, un choque cultural entre nuestros valores y los valores de la sociedad americana”. A continuación, procedía a dar, con todo lujo de detalles, razones de la superioridad de los valores hispanos sobre los estadounidenses. De manera parecida, Lionel Sosa, un próspero empresario mexicanoamericano de Texas, elogiaba en 1998 a los emergentes profesionales hispanos de clase media que parecían angloamericanos, pero cuyos “valores se mantenían muy diferenciados de los de un ‘anglo'”.24
     Los mexicanoamericanos muestran una disposición más favorable a la democracia que los mexicanos. No obstante, existen profundas diferencias entre los valores y la cultura mexicanos y estadounidenses, que afectan a los mexicanoamericanos y de los que han dado fe diversos mexicanos y mexicanoamericanos que destacan por su perspicacia reflexiva. En 1997, Carlos Fuentes, el principal novelista mexicano, explicaba con elocuencia tocquevilliana la distinción entre la herencia combinada española e india de México (con su “cultura de catolicismo”) y la cultura protestante de Estados Unidos (descendiente “de Martín Lutero”). En 1994, Andrés Rozental, un alto cargo del ministerio de exteriores mexicano, afirmó: “Existe una diferencia inherente entre nuestras dos culturas y es que la cultura mexicana está más profundamente enraizada que la cultura estadounidense.” En 1999, el filósofo mexicano Armando Cíntora atribuía las deficiencias educativas, entre otras, de los mexicanoamericanos a sus actitudes y resumía éstas en tres expresiones: “Ahí se va” (“¿A quién le importa? Ya está bien así”); “Mañana se lo tengo” (“Mañana estará listo”), y “El valemadrismo” (“No hay nada que valga realmente la pena”). En 1995, el futuro ministro de exteriores de México, Jorge Castañeda, hacía referencia a las “diferencias salvajes” entre México y Estados Unidos, que incluyen divergencias en el grado de igualdad social y económica, en las instituciones dedicadas a reducir la desigualdad, en las creencias acerca de la imprevisibilidad de los acontecimientos, en las concepciones del tiempo ejemplificadas por síndrome del mañana, en la capacidad de conseguir resultados con rapidez y en las actitudes respecto a la historia, expresadas en “el tópico de que los mexicanos están obsesionados con la historia y los estadounidenses, con el futuro […]”. Lionel Sosa identifica los diversos rasgos hispánicos centrales (diferentes de los angloprotestantes) que “nos frenan a los latinos”: la desconfianza hacia las personas de fuera de la familia; la falta de iniciativa, independencia y ambición; la baja prioridad que se da a la educación; la aceptación de la pobreza como virtud necesaria para entrar en el Cielo. Robert Kaplan cita a Alex Villa, un destacado mexicanoamericano de tercera generación de Tucson, quien dice que no conoce a casi nadie dentro de la comunidad mexicana de South Tucson que crea en la “educación y el trabajo duro” como camino hacia la prosperidad material y que esté dispuesto, de ese modo, a “comprar acciones de Estados Unidos”. Es necesaria una “revolución cultural”, dice Armando Cíntora, para que México se una al mundo moderno. Si bien los valores de los mexicanos están sin duda evolucionando, ayudados por la difusión del protestantismo evangélico, es improbable que esa revolución esté pronto terminada. Mientras tanto, el elevado nivel de inmigración procedente de México sustenta y refuerza entre los mexicano-americanos los valores mexicanos que constituyen la fuente primaria de su rezagado progreso educativo y económico y de su deficiente asimilación a la sociedad estadounidense.25
     A medida que su número aumenta, los mexicanoamericanos se sienten cada vez más cómodos con su propia cultura y, en muchos casos, más desdeñosos hacia la cultura estadounidense. Exigen reconocimiento para su cultura y para la identidad mexicana histórica del suroeste de Estados Unidos. Invocan y celebran crecientemente su pasado hispano y mexicano. Lo que ha conseguido su crecimiento numérico, según un informe de 1999, “es ayudar a ‘latinizar’ a muchas personas hispanas que encuentran cada vez más fácil afirmar su herencia […] su número les da fuerza y las generaciones más jóvenes crecen sintiendo un mayor orgullo étnico al tiempo que la influencia latina empieza a trascender a otros campos como el del espectáculo, la publicidad y la política”. Un dato es suficientemente sintomático de lo que depara el futuro: en 1998, José reemplazó a Michael como nombre más popular entre los niños recién nacidos tanto de California como de Texas.
     En comparación con la media estadounidense, los mexicanoamericanos son pobres y lo más probable es que continúen siéndolo durante un tiempo. De todos modos, la situación económica general de los hispanos va mejorando lentamente a medida que un número cada vez mayor de ellos pasa a engrosar las filas de la clase media. Aunque sólo algunos de los 38 millones de hispanos son votantes, todos ellos son consumidores. El poder de compra anual estimado de los hispanos en 2000 era de 440,000 millones de dólares.26 Además, la economía estadounidense se caracteriza cada vez más por la formación de mercados altamente segmentados en los que los atractivos de las ventas se diseñan a medida de los gustos y preferencias especializados de grupos concretos. Esas dos tendencias combinadas han creado poderosos incentivos para que las compañías estadounidenses dirijan reclamos especiales directos, en español, al mercado hispano. Entre ellos se incluyen productos diseñados especialmente para los hispanos, de los que los más evidentes son los diarios, revistas, libros, radios y televisiones en lengua española, pero que también abarcan una gama mucho más difusa de productos adaptados específicamente para los hispanos y para segmentos particulares (mexicanos, cubanos, puertorriqueños) dentro de esa categoría más general. El tamaño de dicho mercado anima a las empresas a realizar cada vez más reclamos comerciales en español. Tal y como sostiene Lionel Sosa, las compañías deben atraer a los “clientes étnicos” y a los “mercados minoritarios” a través de unos medios y un lenguaje que dichos clientes puedan considerar persuasivos. Por usar sus propias palabras, “el dinero habla“.27
     De importancia central en el surgimiento de una comunidad hispana en los noventa fue Univisión, la mayor cadena de televisión en lengua española de Estados Unidos. Univisión, según se decía en 1996, podía obtener “recursos ilimitados de su matriz, Televisa, la multinacional más poderosa de México”. La audiencia entre las personas de dieciocho a 34 años de edad de los noticiarios vespertinos de Univisión en Nueva York, Chicago y Los Ángeles parecen rivalizar con (o incluso superar a) las de la ABC, la CBS, la NBC, la CNN y la Fox.28
     La continuidad de los elevados niveles de inmigración mexicana e hispana en general unida a las bajas tasas de asimilación de dichos inmigrantes a la sociedad y cultura americanas podrían acabar por transformar Estados Unidos en un país de dos lenguas, dos culturas y dos pueblos. Pero esto no sólo transformaría Estados Unidos. También acarrearía profundas consecuencias para los hispanos, que estarían en Estados Unidos pero no serían de Estados Unidos. Lionel Sosa termina su libro, The Americano Dream (una obra llena de consejos para los hispanos que aspiren a hacerse empresarios), con las palabras siguientes: “¿El sueño americano? Existe, es realista y cualquiera de nosotros puede compartirlo.” No es cierto. No existe tal sueño americano (“Americano” dream). Sólo hay un único sueño americano (American dream), creado por una sociedad angloprotestante. Los mexicanoamericanos compartirán ese sueño y esa sociedad sólo si sueñan en inglés. ~

—Traducción de Albino Santos
Tomado de Quiénes somos, de Samuel P. Huntington, cap. 9, Barcelona, Ediciones Paidós, 2004 (de próxima aparición). Reproducido con autorización.

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