El 68, cartas cruzadas

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31 de julio de 2003

 

¿Por qué Letras Libres incluye al Movimiento Estudiantil de 1968 como un "trauma de la historia"? ¿O debería escribir la Historia? Porque, en efecto, existe la que podríamos llamar "versión lánguida del 68", un mito mexicano más, de "los malos contra los buenos". Alguna vez Marcelino Perelló dijo (y ya no recuerdo dónde), en afán de combatir este mito, lo cual me parece correcto, que también nosotros, y no sólo el gobierno, "fuimos unos hijos de la chingada". No sé lo que entienda por eso Marcelino, pero mi desacuerdo es completo: nos faltó, precisamente, ser el audaz que tiende trampas políticas, la frialdad del que conoce las fisuras del sistema y se cuela por donde ve una para obtener soluciones. Nos faltó la habilidad política de quien consigue lo que desea. Y si a eso llamamos "chingarse al otro", es un error grave, tan grave que sigue entorpeciendo toda negociación: nada sale, nada resulta en México porque "el otro" siempre cree que ceder un solo ápice es permitir que se lo chinguen. Con ese afán el PAN bloqueaba propuestas correctas del PRI y hoy éste le paga con la misma moneda. Ceder es, en México, "rajarse". Y nadie quiere ser tildado de rajón. Antes muerto. Creo, Marcelino, que fuimos algo peor que "hijos de la chingada": a la vez ingenuos y dogmáticos. La ingenuidad nos hizo exigir lo imposible, como la desaparición del cuerpo de granaderos; el dogmatismo nos llevó a proclamar que ninguna exigencia era negociable, ni siquiera la de solución imposible. Así convencimos al gobierno, que poco necesitaba en su feroz autoritarismo, de que no actuábamos de buena fe. Y eso, buena fe, es quizá lo único que nos sobró. Ésa fue nuestra culpa como dirigentes. Es el pecado que siguen cometiendo los dirigentes: del CGH a Atenco: nadie puede admitir que "el otro", la otra parte, el que piensa distinto, pueda tener algún asomo de razón. A la oposición hay que aplastarla. Fue el lenguaje con el que Fox llegó a la Presidencia: iba a despanzurrar las "víboras tepocatas", a humillar al antiguo régimen, a gobernar solo y su alma (y una que otra alma buena) porque los otros debían ser aniquilados. Y los resultados están a la vista: ha quedado inmovilizado en su castillo de la pureza. Nosotros le enseñamos ese camino al país. Te mando un saludo, Marcelino. –
     — Luis González de Alba

 

7 de agosto de 2003

 

Luis:
Cuál será el móvil de Letras Libres al hablar —al hacer hablar— del 68, te preguntas. Cuestión pertinente, pues se trata, en principio, de una revista literaria, no política ni histórica. Además de reconocer la saludable práctica de descompartimentar, de romper rediles, deberemos admitir que la historia, toda la historia, toda historia, es literatura.
     Recuerdo un texto tuyo de hace ya un buen de años en el que, a propósito de la crónica de no sé qué mitin o manifestación, lo decías. La historia no son los hechos. La historia es lo que se dice, lo que alguien dice, acerca de los hechos. La historia se escribe sobre, por supuesto. Pero también se escribe desde. Desde el tiempo y desde la distancia.
     Nadie se baña dos veces en el mismo río, decían los clásicos, y cada quien ve el paisaje desde la colina en la que está parado. Y cada relato, cada crónica, cada reflexión, proceden de un determinado sujeto. Y en esa condición son irremisiblemente subjetivos, por objetivos que se pretendan. El determinado sujeto. El sujeto determinado. Determinado por su circunstancia orteguiana. Así, el texto histórico, por más que el autor se esfuerce en ser leal a la realidad y desprenderse de sí mismo, no dejará de ser un punto de vista. Una lectura, una escritura. No dejará de ser ficción. Literatura.
     Han pasado treinta y cinco años, Luis. Como quien no quiere la cosa. Cuando protagonizamos aquellas jornadas no éramos niños, pero casi. Hoy, treinta y cinco años después, no somos viejos, pero casi. Y, entre casi y casi, los casi viejos de hoy no dirán lo que hubieran dicho, hoy, los casi niños de entonces. La edad lo hace a uno más perspicaz y más suspicaz. Más cauto. Pero también lo ablanda a uno. Lo hace conservador. Conservador del propio cuerpo en primer lugar, y, por metonimia, de todo el resto.
     Siete veces cinco. Cinco veces siete. No es poca cosa. Pero tampoco demasiado. En cualquier caso, es una distancia incómoda para considerar al movimiento. Tan lejos y tan cerca, dirá Wenders. Y qué engendra esa dificultad, esa imposibilidad que tu marcas, entre una H que parece quedarle grande y una h que a todas luces le queda chica.
     Treinta y cinco años son muchos años, pero me temo que estos treinta y cinco lo son más que otros. El mundo es otro en grado y de manera que nadie se hubiera atrevido a predecir. En particular, aquella revolución que tanto amamos se nos quedó en los brazos. La perspectiva de transformación revolucionaria del mundo —no engañemos ni nos engañemos: de eso se trataba— ha prácticamente caducado. ¿Cómo transmitir hoy, cómo evocar siquiera, más allá de la anécdota, aquella vibración, aquella tensión, aquella intensidad? Aquella ingenuidad y aquel dogmatismo, como los llamas tú.
     Entre todas las versiones, todos los puntos de vista, del movimiento del 68, destaca la que tú llamas lánguida y que yo, esdrújula por esdrújula, prefiero llamar tétrica. Versión que pone el acento en la represión y olvida, omite, oculta, a los reprimidos. Lo reprimido. Que esteriliza al movimiento y lo convierte en nota roja. Si le preguntas a un joven de hoy en qué consistió el 68, nueve sobre diez te dirán que fue una masacre. Muy pocos te podrán decir qué decíamos y cómo lo decíamos. Como si nosotros no hubiéramos estado. Pasábamos por ahí.
     Y es para salirle al paso a ese ninguneo infame por lo que alguna vez dije que éramos unos cabrones, unos hijos de la chingada. Pero no "al igual que el gobierno" ni mucho menos. No de la manera en la que puede serlo, y lo fue, el gobierno. De ninguna manera. Cabrones e hijos de la chingada como Valentín Campa, Demetrio Vallejo, Víctor Rico Galán y tantos otros revolucionarios recluidos en las ergástulas del reino, y por cuya libertad tomamos la calle. Subversivos, intransigentes e irredentos. Peligrosos, nocivos e intolerables para el gobierno y sus sistemas.
     Digamos que Díaz Ordaz fue un gran represor. Ciertamente lo fue. Pero digamos también que, ciertamente, no le ha de haber costado mucho encontrar a quién reprimir. Hasta ya,
     — M.

 

     7 de agosto de 2003
     Marcelino:
     Retomo la cuestión por el final de tu carta. Dices que tomamos la calle por la libertad de Campa, Vallejo, Rico Galán "y tantos otros revolucionarios". De acuerdo: tú y yo sí, y unos cuantos más en Ciencias, Filosofía, Economía, Políticas y el Poli. Pero no creo que hubiéramos juntado un millar para ir a la calle. Año con año las manifestaciones convocadas por la izquierda y bajo demandas de la izquierda, eran escuálidas y lamentables. ¿Cómo ocurrió que, en agosto y septiembre de 1968, nos encontráramos súbitamente conduciendo un movimiento de masas? En breve, ¿por qué salieron a la calle, a marchar con nosotros, los mismos jóvenes que poco antes nos echaban de sus escuelas a pedradas cuando íbamos a predicarles la Buena Nueva del antiimperialismo? He dicho durante años que uno de cada mil habría podido decir, el 30 de julio, quién era Vallejo, quién Campa. Porque éramos unos cabrones y unos hijos de la chingada les impusimos esos nombres, como hubiéramos podido imponer muchos otros: si tú, a la mitad del Zócalo, el 27 de agosto, hubieras gritado: ¡Vamos a sacar a Mxyzptlk! (¿recuerdas ese personaje de Supermán?), la gente te habría seguido. Todos los seres humanos, cuando estamos en masa, somos profundamente estúpidos. Y a veces en privado también.
     Los nombres no salieron de "las bases", lenguaje de la época, sino de los dirigentes, de nosotros. La pregunta no es por qué salimos a la calle tú, yo, Escudero, Raúl Álvarez, Gilberto Guevara, etcétera, sino por qué salió la Facultad de Medicina en pleno, Químicas, Ingeniería, el Poli, y luego ¡la Ibero!, por qué se unieron universidades de todo el país. Gente que no nos habría seguido en nuestro proyecto revolucionario, que nos callaba con gritos de "concretito" cuando comenzábamos a divagar por terreno resbaladizo, pero que guardaba un sórdido enojo, una molestia indefinible, una inquietud más cercana a Wilhelm Reich que a Lenin.
     Cuando el secretario de gobernación, Luis Echeverría, nos ofreció recibirnos ¿no contestamos, en plena euforia, que su invitación, por ser telefónica, no había sido pública y que por ese motivo no asistiríamos? Esa barrabasada (que fue, quizá, el punto de quiebre rumbo al precipicio) sólo se entiende si la vemos como un acto fallido: no queríamos dejar la fiesta y cualquier pretexto era bueno. Pero así convencimos a un gobierno paranoico y autoritario de que estábamos planeando un golpe revolucionario. Algunos, con militancia en la izquierda, habríamos deseado ese golpe, como tú dices, y si no lo dimos fue porque no teníamos ni idea de cómo darlo, de cómo armarnos; pero, sobre todo, porque no nos lo habrían permitido los centenares de miles que marchaban por las calles. La prueba es que pocos se armaron, en la década siguiente; pero la inmensa mayoría volvió a su vida cotidiana como después de una gran borrachera.
     Por eso es tan injusto que hayamos hecho del 2 de octubre el símbolo del 68. Es nuestra vocación mexicana por el martirio. Festejamos en septiembre la minúscula rebelión del cura Hidalgo y olvidamos que la Independencia se firmó once años después, sin sangre ni pólvora. Y así qué chiste. Lamentamos la caída de Tenochtitlán, capital del imperio odiado por todos sus vecinos, en vez de festejarla como piedra fundacional de nuestro país. Esa vocación es la que nos sigue teniendo jodidos: impedimos la inversión de quien sea en donde sea, en el área que guste, porque primero debe pasar nuestro examen de admisión y los capitales se van a China. Tenemos vocación perdedora y cuando ganamos ni cuenta nos damos.
     Concluyes señalando que el presidente Díaz Ordaz fue un gran represor, "pero no le costó mucho trabajo encontrar a quién reprimir". En efecto, el "machismo político", que ve en toda negociación una transa, nos llevó a maniatarnos frente al tigre que ya rugía fuerte. Un error que siguen cometiendo los dirigentes mexicanos y que aprendieron de nosotros.
     Un saludo,
     — Luis

11 de agosto de 2003
     Luis:
     De injusticias va la cosa. Es injusto, en efecto, haber convertido Tlatelolco en el emblema del movimiento. Y lo es no sólo por la actitud enfermiza que recubre, la vocación de martirio que tú señalas, sino, y sobre todo, porque la memoria del dos de octubre, inmovilizada y descontextualizada, ha comportado el olvido del movimiento mismo.
     El protagonismo es desplazado, los reflectores enfocan a los represores y dejan a los estudiantes y su palabra en la penumbra. Es como si la censura, que silenció nuestra voz entonces, hubiera saltado la frontera de los siglos y siguiera actuando hoy. Por caminos insospechados y especialmente insidiosos. El triunfo definitivo de la represión.
     Pero me parece igualmente injusto —es lo menos que puedo decir— considerar que aquellos jóvenes que se jugaron la vida por la liberación de los sindicalistas presos, eran un poco tontos, y que lo hubieran hecho con el mismo fervor por la del tal Mxyzptlk. Es un poco demasiado. No se lo merecen. No te lo mereces. Tu afán por desmitificar, por otra parte legítimo, te lleva excesivamente lejos, me temo.
     La estulticia colectiva existe, sin duda. La historia y la vida cotidiana están plagadas de tales ejemplos, y se te hubieran podido ocurrir otros mejores. Hubieras podido, sin demasiado esfuerzo, buscar, y encontrar, una multitud de muestras adecuadas. Ciertos conciertos y tocadas, discotecas y raves de hoy en día —ciertos, no todos— constituyen, digamos, ilustraciones magníficas.
     Podías haber pensado en los antiguos progroms, o acordarte de Canoa, de cualquier otro de los linchamientos, tan lamentablemente recientes y frecuentes. O podías haber mencionado, incluso, el conjunto mundial de telespectadores, quienes, a pesar de su irremisible soledad, constituyen también una muchedumbre, sintonizados todos en la misma frecuencia; muchedumbre que no destaca precisamente por su sagacidad y buen gusto.
     Nada de todo eso estuvo en el 68. El 68 fue, definitivamente, otra cosa. Se trató de una movilización no sólo numerosísima sino, además, excepcionalmente inteligente, generosa y vital. Y gozosa. Sorprendentememte lúcida, generosa, vital y gozosa, diría yo. Incluso comparada con otras similares del mundo, en el estilo y en el tiempo.
     Afirmas que muchos de los estudiantes movilizados no hubieran podido decir entonces quién era Demetrio Vallejo. Quizás. Pero si no lo sabían, tampoco lo ignoraban. En todo caso, digamos que sabían lo que precisaban saber. Nunca, y en parte alguna, los movimientos sociales han sido protagonizados y llevados a cabo por los eruditos y los estudiosos, aunque luego, a veces, también estén ahí. Yo no sé qué tanto conocían a Rousseau los sans-culottes parisinos del fines del XVIII, ni cuántos chinacos juaristas habían leído al Nigromante. Pero si no fuera por los sans-culottes y los chinacos, a lo mejor todavía reinarían los Borbones en Francia y los Habsburgo en México. Cosa que, dicho sea de paso, no sería vista del todo mal por más de uno.
     La historia se escribe a borbotones. La historia individual y la colectiva. De repente, en unos días, en unas semanas, los acontecimientos se precipitan, y sucede lo que no había sucedido en siglos. Y las conciencias también se precipitan. Y en unas horas puede uno aprender, puede uno entender, lo que no había aprendido ni entendido en años. Y puede uno, súbitamente, adherirse entusiasta, apasionadamente, a aquello que poco antes le era ajeno e indiferente. Así se enamora uno a menudo, de la gente y de las causas: de golpe.
     Porque de eso se trata en última instancia: de amor. De pasión. Los grandes movimientos populares, y el nuestro no fue la excepción, han sido siempre profundamemte apasionados. Es el querer el que está en juego. Más que el saber o el poder. Y fue el amor por la libertad y la justicia el que nos llevó a las calles y a los auditorios. Lo que nosotros entendíamos, quisimos entender, por justicia y libertad. Lo que nosotros dijimos eran la justicia y la libertad. Finalmente, de nuevo, el objeto de amor es siempre dicho, inventado.
     Y aquí es dónde emerge la tercera injusticia. No parece equitativo, no parece sensato, exigirle al movimiento estudiantil el cálculo y la frialdad de una organización política propiamente dicha. Debería ser innecesario decirlo: son cosas distintas. Aunque a veces se solapen, y una pueda dar origen a la otra. Los movimientos populares tienen su propia dinámica, sus propias connotaciones. Sus propios límites. Los movimientos acostumbran ser efímeros, espontáneos y horizontales. Y apasionados. Por ello mismo, impredecibles. Y es en esa condición como poseen su función y su lugar en el devenir social. Lugar y función indiscutibles, pero que no son los de un partido, un grupo de poder o una organización conspirativa.
     No le pidas peras al olmo, Luis. Te quedarás sin peras y maltratarás al olmo.
     Hay, como siempre, más cosas por decir que las dichas. Quedo a la espera, interesado, de tu siguiente texto.
     — M.

12 de agosto de 2003
     Marcelino:
     En ninguna parte recuerdo haber dicho, ni ahora ni en otras reflexiones al respecto, que "…aquellos jóvenes que se jugaron la vida por la liberación de los sindicalistas presos, eran un poco tontos." Digo algo más complicado:
     Uno. Que, para empezar, nadie pensó que se estaba jugando la vida. No nos adornemos ex post facto: una vez que sabemos lo ocurrido. Yo no me habría pasado tres años de mi juventud en la cárcel por dos señores desconocidos. Simplemente, jamás supusimos que algo tan normal como una manifestación, un mitin, pudiera costar cárcel y muerte. No lo pensó nadie. Dos. Que hubo algo (y no sé todavía definir ese algo) no ideológico que impulsó la movilización de los jóvenes en el 68. En cuanto al aspecto gozoso del Movimiento, al que haces referencia, he sido el primero y quizá único entre los líderes en señalarlo públicamente desde años atrás, pero particularmente en "La fiesta y la tragedia", ensayo publicado por Nexos en celebración de los veinte o veinticinco años de aquella ruptura de la rigidez priista. Decirlo me causó enconos de pequeños y felicitaciones de grandes. Así que no es esa la parte que debo añadir, sino el porqué, los porqués…
     Unos meses antes de comenzar el 68, ¿no hicimos algunos dirigentes una huelga de hambre en Ciencias Políticas "por la liberación de los presos políticos"? Fue de risa, y apenas cruzando el prado que separaba de Ingeniería esa escuela, nadie sabía nada y quienes iban a volantear para dar noticia de la huelga debían salir por piernas. ¿Por qué los mismos que nos corrían a pedradas de sus escuelas y facultades un mes antes marcharon luego tomados del brazo con nosotros? No salieron para liberar a Vallejo ni por Campa. Salieron para romper su propia cárcel: acabamos con el país de sacristía y de cacique priista. Alguna vez dijo el presidente Díaz Ordaz que buscábamos acabar con México. Lo negamos entonces, pero tenía razón: acabamos con ese México, el suyo, el de ellos, dimos al traste con el país donde todo eran prohibiciones, en cine, en música, en teatro; donde llevar el pelo un poco largo, apenas como luego lo usó el presidente López Portillo, costaba detención y trasquilamiento sobre una patrulla. Me repito: el 68 no lo explica Lenin, lo explican Freud y Reich. Los presos fueron un símbolo que sólo prendió porque ya el inconsciente se estaba desbordando. Los presos le dieron nombre a un sentimiento inasible de opresión. Nombraron lo inefable.
     Y luego de que la inmensa mayoría de los estudiantes nos echaban a pedradas de sus escuelas por hablarles de sindicalistas presos, de Vietnam, ¿qué…? ¿El Espíritu Santo los iluminó para que salieran a pedir la libertad de Campa y Vallejo "a riesgo de sus vidas", como aseguras? ¿Nunca tuvo importancia que Campa fuera suegro de Raúl Álvarez? No, Marcelino. Nadie salió por eso. Creo que ni siquiera tú y yo. Salimos porque algo se nos rompió por dentro a los jóvenes, pobres y ricos, en universidades públicas y privadas, las gratuitas y las de altísimas cuotas: todos salimos, sin distinción de clase social, grado de mestizaje (de nada en un extremo a nada en el otro) o religión. Salimos a protestar por la cárcel en la que vivíamos, en Filosofía se nos unieron las muchachas de la democracia cristiana, con sus falditas tableadas y buenos perfumes, que habían sido nuestras feroces opositoras y, cuando ya estábamos en las calles, los dirigentes de izquierda logramos hacer de los presos políticos el símbolo de algo inexpresable, interno, inasible, una inconformidad que no tenía palabras para expresarse.
     Por eso tuvimos éxito donde antes habíamos fracasado. Mientras fue cuestión ideológica, pedir la libertad de unos comunistas presos, el asunto le importó a muy pocos. Pero luego la demanda de libertad para otros tomó resonancias íntimas que nunca había tenido, adquirió la simpatía de lo similar: libertad para nosotros. Repito un ejemplo que he puesto varias veces: la enorme pinta en tu Facultad, la de Ciencias, que decía: "Y nos levantaremos cuando se nos dé la gana…" ¿A qué te suena, sino a protesta contra el padre-presidente, el padre-cacique, el padre-sacristán? En toda su "locura", fue ésa una demanda más sentida, pero no podíamos plantearla: no era seria. Y nos pusimos serios. Nosotros, los dirigentes, y no los represores, a fines de agosto enviamos brigadas a requisar toda manta, toda pancarta que no planteara los seis puntos. Exclusivamente eso y sólo eso. Y así despojamos de su colorido al más alegre contingente de Filosofía y Letras que se haya visto. Los muchachos habían hecho pancartas estrafalarias, locas, maravillosas, ininteligibles. Se las arrebató la comisión de orden del Consejo Nacional de Huelga. Como imagen, les impusimos al cura sectario, obtuso y estrecho de Morelos.
     "Se trató de una movilización […] sorprendentemente lúcida, generosa, vital y gozosa", dices. Pero, ¿me lo vienes a contar a mí, el único dirigente que ha planteado el aspecto vital y gozoso de ese movimiento? ¿Y que decirlo me ha costado diatribas, caricaturas de mis palabras, burlillas de la intelectualidad izquierdizante?
     Cuando publiqué por primera vez tales opiniones también hubo gente, en la intelectualidad de izquierda mexicana, que me acusó de lo mismo que tú: dice González de Alba que aquellos jóvenes que se jugaron la vida por la liberación de los sindicalistas presos, eran un poco tontos, pues salieron nomás a echar desmadre. Una reducción absurda. Sostengo que los jóvenes no izquierdistas (que eran todos, salvo unos centenares) salieron porque ellos mismos estaban hartos, hartos de sus familias, de su país, de su gobierno, del partido eterno, de no poder vestir y arreglarse como se les pegara la gana. Aquel coro en mi contra por decir tal herejía fue silenciado por un artículo de Octavio Paz en Proceso. Al parecer, no te enteraste.
     Y de mi afirmación: que la multitud nos habría seguido a lo que fuera, da un ejemplo real la intervención de Sócrates en el Zócalo, cuando la falta de lucidez del dirigente al micrófono, la de la masa enardecida y la de quienes pudimos habernos opuesto y no lo hicimos, se aunaron en un error fatal: dejar guardias que deberían resistir allí dos semanas, hasta el 1o de septiembre. Y eso cuando no se le permitía a nadie, absolutamente a nadie, ni del PRI, plantarse en el Zócalo (ahora cualquiera lo hace y ya se nos olvidó lo que significaba).
     En fin, Marcelino, termino esta conversación electrónica contigo diciéndote que, a treinta y cinco años de distancia, sigo convencido de lo que NO movió a la gente: ni Campa ni Vallejo ni el artículo de disolución social. La movió, de inicio, la agresión vil al Politécnico y a la Preparatoria en julio, luego el discurso del rector Barros Sierra, la indignación por la barbarie. Pero eso fue apenas el principio, el motor de las primeras movilizaciones. No es la explicación final. Luego vino un territorio desconocido, un campo nunca antes imaginado, una libertad nunca sentida, y de allí, de ese núcleo duro, no de Campa o Vallejo, arrancó la pasión que caracterizó al siguiente mes, el de agosto. El de septiembre nos aisló porque no supimos sacar provecho a agosto. Y el final todos lo conocemos, aunque tampoco estamos de acuerdo en los móviles de lo ocurrido. Tú no estuviste presente, yo sí y puedo asegurarte que los primeros disparos salieron de donde estábamos nosotros, los dirigentes, y los hicieron hombres jóvenes, en ropa civil, que se identificaban al grito de Batallón Olimpia. Los soldados nunca dudaron: les disparábamos nosotros. Y respondieron. Las fotografías los muestran apuntando hacia arriba. No falta mucho para acabar de saber quién tendió esa trampa y cuántos cuerpos militares y policiacos se confundieron entre nosotros esa tarde.
     Pero la otra explicación, la del motivo que unió a los jóvenes por encima de ideologías, aún se la debemos al país. La que hemos construido, la que han ustedes construido en estos treinta y cinco años es una bobada que reza así: hubo una vez, hace muchos muchos años, en que los jóvenes cobraron súbita conciencia política de izquierda y salieron a jugarse la vida con tal de obtener la libertad de un par de comunistas presos hacía diez años. ¿De veras? No mames.
     Te envío un saludo a la distancia de los años.
     — Luis González de Alba

19 de agosto de 2003
     Luis:
     Cierto, no dices que fuimos un poco tontos, dices algo bastante más contundente. Contundencia que la generalización, y el recurso a la primera persona del plural de presente de indicativo, no logran atenuar. En efecto, ha de ser complicado.
     No lo discutamos. Es una polémica cerrada antes incluso de haberse iniciado. A las palabras se las lleva el viento. A las impresas también, sólo que, ay, tardan más. Lo dicho, sin embargo, dicho está. Tampoco discutiré tu paternidad —y exclusividad— sobre la versión festiva del movimiento. Dejémoslo así. En buena hora.
     Prefiero centrarme en el que parece ser el hilo conductor de tu discurso. Según ese hilo —delgado y frágil como un hilo—, nosotros habríamos sido los maestros, los inventores de la intransigencia en este país. Aparte de un tanto presuntuoso, es, a todas luces, un juicio erróneo. La intransigencia ya estaba ahí, por supuesto. Siempre lo ha estado. Un recorrido por la historia, por la de México y por la del mundo, nos proveerá de tantos ejemplos como queramos. De hecho la historia es sobre todo eso: la historia de las intransigencias.
     El propio episodio de la caída de Tenochtitlan, que tú recuerdas y deploras no celebremos, es una magnífica muestra. A la feroz intransigencia de los conquistadores se opuso una transigencia, una conllevancia, cándida y fatal, de los conquistados. Juárez fue intransigente con Maximiliano y, pese a los buenos oficios y llamados a la tolerancia del propio Victor Hugo, lo fusiló. Los mineros de Cananea decidieron que ya estaban hasta el gorro de la intransigencia de la Consolidated Copper, y los que no la pagaron con la vida purgaron su propia intransigencia en San Juan de Ulúa. Y hubo unos señores desconocidos que encabezaron una huelga ferrocarrilera y cuya intransigencia les complicó considerablemente la vida. Otros, como Luis Gómez Z., resultaron más transigentes. Y les fue mejor.
     No deja de ser curioso, por otra parte, que los ejemplos que tú ofreces, de movimientos que aprendieron de nosotros el "dogmatismo y la ingenuidad", son movimientos ganadores. Tanto el CGH como los vecinos de Atenco se salieron, en lo esencial, con la suya. Incluso Vicente Fox, que, según tú, también sería uno de nuestros discípulos, ganó (aquí entre nos, yo no consideraría la intransigencia una de las principales carencias del actual Presidente de la República. Hay otras más llamativas. Y, dicho sea de paso, una "víbora tepocata", de ilustre pasado priista, es hoy su mano derecha).
     Nosotros no ganamos, pero tampoco perdimos. A la larga, el pliego petitorio acabó siendo cumplido, al menos en sus puntos principales, los no coyunturales, los tres primeros. La gran mayoría de los presos políticos fueron dejados en libertad, y el artículo 145 del Código Penal, derogado. Los granaderos ahí siguen, pero un poco de adorno. Sustituidos, reducidos a su mínima expresión. Es ésta una característica común en los movimientos sociales: actúan a destiempo, con retraso. En matemáticas eso se llama sistemas dinámicos con retardo.
     La represión propiamente dicha, en este país, ha reculado muy significativamente. De momento, ésa es toda nuestra herencia. No la intransigencia. Ni tampoco, recordémoslo, la democracia, como más de un heredero advenedizo se ha apresurado a reclamar. La democracia, entendida ésta como la realización de comicios confiables, no fraudulentos, no estuvo nunca entre nuestras miras. La democracia no deja de ser, finalmente, un procedimiento de asignación del poder político, y, en esa medida, no nos interesó. No dudo que, al cuartear las estructuras del Poder, el movimiento haya incidido también, como sobre otras tantas cosas, sobre la cuestión electoral y la alternancia, pero no de manera directa. De ningún modo.
     El nuestro fue un movimiento libertario, antirrepresivo. Sólo eso. Todo eso. Y su proyección era mucho más amplia y ambiciosa que la del mero pliego petitorio estricto. Los seis puntos fueron un estandarte, no un pretexto. No necesitábamos ningún pretexto. Necesitábamos texto. Discurso. Y ese discurso supimos elaborarlo. Al igual que otras movilizaciones contemporáneas con la nuestra —no perdamos de vista que fuimos la proyección local de un movimiento internacional e internacionalista—, construimos un discurso nuevo, especialmente atractivo y subversivo. Los franceses, en su mayo parisino, no se tomaron siquiera la molestia de plantear ningún pliego petitorio.
     Nosotros sí, y lo hicimos bien. Tanto, que el referéndum que ellos, los franceses, perdieron, nosotros muy probablemente lo habríamos ganado. No cualquier demanda, ni mucho menos, habría funcionado. No es, no fue, arbitrario. De ninguna manera. El papel de los dirigentes es precisamente el de dar voz, el de dar nombre a la inquietud compartida. Nombrar lo inefable, dices tú. Inefable que en el momento que es dicho, deja de serlo. Y ese inefable, en 68, fue bien nombrado. Y se llamó, entre otros, Che Guevara y Ho Chi Minh, se llamó Campa y se llamó Vallejo. No podía llamarse de otra manera.
     Y Freud también estaba ahí. Está por demás recordarlo. Siempre está. En todo lo que hacemos y en todo lo que decimos. El inconsciente dicta. No sé si se desborda, pero dicta. El que Freud estuviera, sin embargo y como siempre, no impidió que estuvieran otros. Lenin, ya que lo mencionas, también estaba. Ni modo que seamos puro inconsciente. A pesar de todas las motivaciones individuales y colectivas, conscientes e inconscientes, se trató, sí, de un movimiento político y de izquierda, en el sentido más estricto de ambos términos. Las falditas tableadas a lo mejor también estaban ahí, pero no fueron ellas las que dieron el tono y el color del movimiento.
     Es preciso decir que el estallido, el trueno del 68 no se debió a un rayo en cielo despejado. El cielo estaba cargado. Fue el resultado de años del trabajo abnegado, sordo, del trabajo político de cientos de activistas incansables, en la Universidad, en el Politécnico y en tantos otros lugares. Resultado del trabajo de Édgar en la Viga, de Raúl en Medicina, de Miguel en Químicas, del Lobo en Derecho, de César en la ESIME. En todas esas escuelas que tú menosprecias y de las que alguna vez, por lo visto, algún grupo de porros —porque había porros a los que se debía enfrentar, y no eran habas— echó a alguien a pedradas.
     Y fue el resultado de todos los movimientos anteriores: en 65 el de los médicos, en 66 en la propia Universidad, en 67 en el Politécnico. Y fue el resultado de la ferviente e ininterrumpida solidaridad con Cuba y Vietnam, de docenas de mítines y manifestaciones lamentables, de docenas de corretizas y golpizas.
     Todo ese trabajo acumulado generó en el verano de 1968 un vórtice en la historia. Y se les unieron miles y miles con los que se lanzaron al asalto del cielo. Que al reclamar la libertad de Vallejo proclamaban la propia, como dices tú mismo en un pasaje, bello y desconcertante, de tu última carta. Miles y miles que sí sabían, desde el mero principio, que ponían en riesgo su tranquilidad y su seguridad. Que podían perder la libertad. Y que podían morir.
     Aunque a ti, Luis, te parezca una mamada. También eso debe explicarlo Freud. Salud. –
     — M.
      
     19 de agosto de 2003
     No, Marcelino, no es eso lo que me parece una mamada, sino el concepto de iluminación súbita de la multitud, el Pentecostés de la conciencia social. Y no desprecio las escuelas que citas, me limito a señalar que de allí nos corrían a pedradas, y no los porros, sino los estudiantes que deseaban clases y no mítines por Vietnam (me refiero a los tiempos anteriores al movimiento). Lo cual, además, no me parece mal: uno va a la escuela a estudiar. Sólo te recuerdo el hecho para ofrecer una prueba de que el asunto de los presos políticos, como otros, no estaba en la conciencia de las mayorías. Y no sólo eso, sino que resistían, en ocasiones con violencia, nuestros intentos de evangelización. Luego… luego algo ocurrió que ustedes (los que sostienen la versión racional, basada en la conciencia) tienen muy claro y yo no acabo de entender. Lo digo sin ironía.
     Tampoco me quiero atribuir la paternidad de la versión festiva del movimiento, sólo te señalo mi sorpresa cuando me la recuerdas precisamente a mí, of all people, atacado por publicar esa versión: soy, de entre los participantes, su expositor más conocido. Por lo demás, creo que estamos de acuerdo en muchos aspectos. Debo admitir que, por mi parte, sigo inconforme con mi propia interpretación de aquellos hechos. Quizá tengas razón… No estoy seguro de nada.
     Recuerdos.
     — Luis

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