De la calle al mercado

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Como todos los días de la semana, doña María Isabel Álvarez se levanta a las tres de la mañana. Debe estar a más tardar a las cuatro en el tianguis del mercado “José María Pino Suárez”, de Villahermosa, para recibir la carga de verduras y legumbres que a diario le llega de la Central de Abastos. A las cinco ya está lista para surtir a las decenas de compradores que llegan de casi todos los municipios de Tabasco y de algunas poblaciones de Chiapas cercanas a la capital tabasqueña. A las once se prepara para asistir, como todos los miércoles, a la reunión del grupo de mujeres de su colonia que, como ella, se hicieron acreedoras desde hace casi dos años a un pequeño crédito que les otorgó una financiera especializada en microcréditos. En el grupo, que integran veinte mujeres, abundan los más diversos giros: las hay que venden alhajas, perfumes y calzado, y también las que venden comida o son dueñas de una pequeña tienda de abarrotes. Otras más –como doña María Isabel– tienen pequeños puestos en el tianguis y pertenecen a la Asociación de Tianguistas del Mercado “Pino Suárez”. Doña María Isabel decide encargarle el puesto a una sobrina que le ayuda a diario con las ventas. Apenas si tiene tiempo para llegar puntual a la reunión y no pagar la multa que en el grupo se cobra a las impuntuales.

Para nadie es un misterio el hecho de que buena parte de la producción y el consumo de cualquier sociedad ocurre fuera de la esfera monetizada que envuelve a la denominada “economía formal”. Sencillamente, millones de personas en el mundo se retiran de esa economía en efectivo, pretendidamente regulada y fiscalizada por el Estado, para terminar refugiándose en una “contraeconomía” en la que la producción y el consumo informales tienen valores de uso que poco o nada tienen que ver con los que el mercado les asigna. La aparición y el espectacular crecimiento de esa “contraeconomía” a escala internacional ha dado pie a dos grandes concepciones: la de quienes la tildan de nociva –debido a la evasión de impuestos, la competencia desleal, la corrupción y la delincuencia que genera– y la de quienes justifican su aparición como alternativa para la supervivencia. En México, según cifras de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), hay aproximadamente treinta millones de personas comprendidas dentro de una informalidad que representa anualmente alrededor del 13% del Producto Interno Bruto (PIB).

Pero hablar de la informalidad en el caso mexicano es hablar necesariamente de sus causas: la mala fiscalización, el exceso de trámites y regulaciones, así como el casi nulo crecimiento económico, se traduce año con año en un mayor número de personas dedicadas a una infinidad de actividades informales. Conforme a estimaciones de la Organización Económica para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), alrededor del 44% del empleo urbano en el país se puede situar perfectamente dentro de los márgenes de la economía subterránea. Dentro de ese escenario de búsqueda de oportunidades que implica la informalidad, las mujeres han tenido un papel muy importante a lo largo de los últimos años. Dedicadas a negocios unipersonales, realizando sus actividades en instalaciones improvisadas en la vía pública, en un tianguis o en la calle, las mujeres de la informalidad han encontrado una asombrosa variedad de maneras de ganarse la vida. Lo hacen con una distinción respecto al esfuerzo de sus compañeros del género masculino: las mecánicas de la exclusión y la inmovilidad social operan en su contra con más fuerza de modo tal que, en el caso femenino, la informalidad adquiere peculiaridades evidentes. Entre mujeres, la generación de riqueza tiende a compartirse y a distribuirse con arreglo a un esquema de reciprocidad que suele observarse en menor medida en un contexto dominado por hombres. Ejemplo de ello es la multiplicidad de productos de todos los usos y marcas que cientos de miles de vendedoras se intercambian unas con otras con la finalidad de ver ampliados sus negocios. La solidaridad, por otra parte, también es un sello distintivo de esa contraeconomía femenina que ha llevado a muchas Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) y a más de siete mil instituciones privadas de microfinanciamiento en todo el mundo a utilizar, con una variedad de propósitos, ese tejido solidario como medio para reducir las grandes desigualdades de género, originadas por un entorno económico signado, no pocas veces, por la discriminación sexual y la competencia desmedida.

La gama de productos y servicios que son objeto de intercambio en el vasto universo de la informalidad en México sólo tiene en la inventiva y la tenacidad el límite para que millones de mujeres no desdibujen, de una vez por todas, la frágil línea que separa a la economía formal de esa compleja red de relaciones e intercambios que constituye la llamada “economía subterránea”. La variedad que ofrecen es, para decirlo contundentemente, portentosa: ropa, calzado, alimentos, perfumes, cosméticos, medicina alternativa, accesorios para el cuidado personal y la salud son apenas una porción de productos que se extiende con facilidad a la venta de cursos de idiomas, al entrenamiento de mascotas y hasta la prestación de servicios esotéricos. Mujeres provenientes de los estratos medio y bajo de la sociedad mexicana; en consecuencia, mujeres que integran con seguridad uno de los ejércitos de ventas más poderosos del país. Cada una de ellas multiplica en potencia la penetración en el mercado de un sinnúmero de marcas y afianza el tejido de una red amplísima de consumidores.

Algunas estimaciones de la OIT señalan que en México cerca del 33% –nueve millones, aproximadamente– de las personas con actividades comprendidas dentro de las actividades informales son mujeres; lo que no siempre existe son cifras que revelen con mayor o menor precisión la magnitud que, desde la informalidad, la sola participación femenina significa dentro de la siempre nebulosa medición del pib. Lo que no siempre existe es la apreciación cualitativa de la contribución de esos varios millones de vendedoras a la sobrevivencia de una gran cantidad de hogares a lo largo de todo el territorio mexicano.

 

Hace ya casi dos años, desde que el grupo de mujeres de su colonia recibió los microcréditos, que doña María Isabel funge como presidenta del grupo “La Esperanza”. Así le pusieron entre todas al grupo solidario que la financiera les pidió que constituyeran. “Al principio nos costaba trabajo entender eso del grupo solidario –dice doña María Isabel–, pero después nos quedó claro que se trataba de que todas las del grupo respondiéramos por las que se atrasaran en sus pagos. Todas somos responsables de que el grupo cumpla con sus créditos, por eso es importante que sólo mujeres cumplidoras trabajen con nosotras.” Junto a doña María Isabel, Susana Bravo –propietaria de una cocina económica– y Juanita Velazquez –vendedora de cosméticos– forman la mesa directiva de “La Esperanza”. Susana es la secretaria del grupo y Juanita es su tesorera. Susana tiene la responsabilidad de llevar un registro de los acuerdos tomados en cada una de las reuniones semanales y Juanita es la encargada de llevar el control de los ahorros de todas las mujeres. El personal de la financiera les había dicho que el crédito se les otorgaría contra un ahorro obligatorio que se incrementaría semanalmente con las aportaciones individuales. “Eso es bueno –anota doña Juanita– porque cada una decide cuánto quiere depositar a su ahorro personal. Es un hábito que nos formamos mientras utilizamos el crédito para invertirlo en nuestros negocios.”

A las doce del día todo está listo para iniciar la reunión, que no habrá de durar más de una hora. Presidenta, secretaria y tesorera toman su asiento frente a las asistentes, que conversan de cuanto es posible conversar en una reunión entre mujeres. Con el pase de lista empieza formalmente la junta.

Las primeras experiencias de microfinanciamiento para mujeres tuvieron lugar en un país pobre, Bangladesh, cuando en 1974 el economista Muhammad Yunus formuló las primeras nociones de microcrédito. Orientados fundamentalmente a los estratos más pobres de su país, los microcréditos promovidos por Yunus tuvieron en el ahora emblemático Banco Grameen –fundado en 1976– la vía institucional para extender los beneficios del microfinanciamiento a una gran cantidad de mujeres y para ofrecer servicios asociados con las ideas del capital social, posteriormente desarrolladas. A tres décadas de la fundación del Grameen, su metodología exitosa –traducida en la superación de la pobreza por parte de un gran número de mujeres bengalíes– ha sido un modelo para las más de siete mil instituciones orientadas a las microfinanzas que, según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), existen en el mundo, las cuales en su conjunto tienen un mercado potencial de alrededor de mil millones de personas.

Con la metodología evolucionada que tales microfinancieras han implementado, las garantías tradicionales que la banca convencional exige son reemplazadas por la responsabilidad colectiva de un grupo –mujeres, en su mayoría– que se convierte en el sujeto de crédito y al que personal especializado supervisa con regularidad. El otorgamiento de los pequeños créditos, sin la necesidad de garantías reales y a tasas de interés por debajo de las ofrecidas por la mayor parte de las instituciones bancarias, ha tenido una gran penetración entre millones de usuarios en un considerable número de países. Ha permitido, para el caso específico de América Latina, que grandes organizaciones como Action International, institución no lucrativa fundada en 1961 en Estados Unidos, introduzcan –desde principios de la década de los ochenta– los llamados grupos solidarios y una serie de extensiones del modelo del Branco Grameen, entre las cuales la promoción del desarrollo local, la organización comunitaria, la capacitación y el estímulo del ahorro entre hogares pobres constituyen aristas de una visión alineada con las nociones de capital social elaboradas a partir de los años ochenta.

Una gran organización orientada al microfinanciamiento tiene, según la experiencia de Action International en varios países –entre los que se encuentra México–, retos muy puntuales que tienen que ver con la naturaleza de su nicho. En primer lugar, deben ser capaces de cubrir sus propios costos y de generar economías de escala; conseguida la viabilidad económica, tales organizaciones enfrentan el reto de constituirse en instituciones financieras reguladas por las autoridades de su país de origen y de acceder a los mercados de capitales del mundo, a través de fondos comerciales e inversiones en deuda o en acciones privadas. Conforme a un estudio realizado en la Universidad de Ohio (González Vega, Schreiner, Meyer y Navarra,1996, citados por Yoskira Naylett Cordero Correa en Metodología de microcréditos), el crecimiento de cualquier institución dedicada a otorgar microcréditos es el mejor indicador de su éxito: es el mecanismo que asegura la sustentabilidad y la disminución de los costos operativos promedio, mientras los activos institucionales se consolidan. Una empresa financiera que tiene como clientes a personas provenientes de los estratos pobres de una sociedad determinada –aseguran en sus conclusiones los investigadores citados– será exitosa en la medida en que sus más altos ejecutivos se decidan a hacerla viable, y en que el diseño de sus políticas de financiamiento se ajusten con pertinencia a las características de su mercado meta, y también en el grado en que –en aras de su consolidación como instituciones comerciales privadas con una función social– dispongan de una tecnología costo-eficiente que permita estrechar su relación con los clientes.

 

En México, como en otros países de América Latina, África y Asia, existen experiencias de microfinanciamiento privado que han demostrado mayor o menor impacto en la superación de la pobreza femenina. A diferencia de casos específicos como los observados en Bolivia (Crecer), Nepal (Centre for Self Help Development), la India (Share Microfin Limited), Bangladesh (Grameen y Bangladesh Rural Advacement Comittee) y las Filipinas (Opportunity Microfinance Bank), donde –a través de una combinación afortunada de participaciones accionarias, crédito en efectivo y capacitación en salud y nutrición– las empresas financieras han contribuido con el “empoderamiento político” de sus beneficiarias, en el caso mexicano el microfinanciamiento a la población femenina ha tendido a centrarse, casi exclusivamente, en la disminución de las brechas socioeconómicas entre géneros a través del otorgamiento de créditos para pequeños negocios.

El caso más notorio es el de Financiera Compartamos, empresa que desde su nacimiento en la década de los ochenta ha tenido un claro enfoque social al canalizar buena parte de sus créditos hacia zonas rurales con mayor pobreza del país. Nacida de la asociación “Gente Nueva” (organización que, integrada en 1982 por un grupo de estudiantes de las universidades Anáhuac, Panamericana e Iberoamericana –en respuesta a una iniciativa de la Madre Teresa de Calcuta, formulada a raíz de una visita a México–, desarrollaba actividades de financiamiento social con recursos provenientes de organizaciones internacionales), Compartamos es a la fecha una institución financiera regulada por las autoridades mexicanas y de las pocas en América Latina con acceso a los mercados de capitales del mundo. “En 1990 –nos explica Laura Gayol, encargada de Relaciones Externas de la empresa– nace el Programa Generadora de Ingresos, semilla de Compartamos, brindando oportunidades y ofreciendo el crédito como un medio para hacer crecer a las microempresas y contribuir al desarrollo de México.”

Creada en la década de los ochenta en Estados Unidos por John Hatch, fundador del FINCA (Fundación para la Asistencia Comunitaria Internacional), la Metodología del Banco Comunal consiste básicamente en lo siguiente: un grupo de entre veinte y cuarenta personas organizadas elige a un comité para funciones administrativas; el banco otorga créditos a cada uno de sus miembros, los cuales efectúan aportaciones periódicas a los recursos de la propia comunidad –es posible la captación por transferencias de fondos de empresas privadas e instituciones gubernamentales; los miembros del banco comunal son sujetos de créditos sucesivos, incrementados conforme al cumplimiento en el pago de los créditos anteriores. Finalmente, el banco promueve el ahorro de sus integrantes en la medida en que condiciona el monto de los créditos posteriores a la cuantía de los ahorros individuales. Bajo esta metodología, la distribución parcial de las utilidades, derivadas de los préstamos otorgados a los propios miembros, estará en función de las aportaciones de cada quien al capital comunitario.

Afiliada a Action International, organización que a través de diversos mecanismos de financiamiento ha auspiciado la constitución de importantes empresas microfinancieras en Estados Unidos, América Latina y en el continente africano, Compartamos es actualmente en México uno de los primeros esquemas sustentables de financiamiento privado para los segmentos populares de la población mexicana. “Se calcula –dice Laura Gayol– que la población ocupada que no recibe un salario fijo es de quince millones de personas, y se estima que el número de microempresas tan sólo en zonas urbanas es de siete millones. El 73% de estas microempresas se fondean con recursos propios; las demás lo hacen a través de instituciones financieras, proveedores o prestamistas.” Frente a esas cifras, la tarea de Compartamos es aún muy grande, si se considera que al día de hoy atiende a más de 450,000 clientes en 145 oficinas de servicio, distribuidas en veintiséis estados de la República, de entre los cuales Oaxaca y Chiapas son las entidades federativas en donde la empresa tiene la mayor cobertura y antigüedad.

Si bien la ausencia de capital social entre los beneficiarios meta, la dispersión de las poblaciones, la dependencia respecto a una sola actividad económica y la inseguridad jurídica se consideran como algunas de las causas que en cualquier contexto de subdesarrollo limitan la efectividad del microfinanciamiento, Compartamos ha enfrentado hasta ahora el reto natural que supone la penetración en un mercado tan complejo como el que constituye la población más desfavorecida del país. La empresa es consciente, por otra parte, de la tendencia nacional y mundial hacia la feminización de la pobreza. “El beneficio que reciben los clientes de Compartamos –concluye Laura Gayol– se ve reflejado en sus familias, pues el 98% de ellos son mujeres que elevan su calidad de vida y la de sus hijos, transmitiendo valores como la responsabilidad, la solidaridad y el trabajo, recibiendo así indirectamente un beneficio educativo y social… Para cumplir con su misión, la empresa tiene como meta llegar en 2008 al millón de clientes, ofreciendo además servicios de ahorro, crédito y seguros, ampliando así las fronteras del sector financiero que atiende segmentos populares.”

Las calles de Villahermosa parecieran arder mientras la temperatura alcanza con facilidad los 34 grados centígrados. Al calor inmisericorde que sofoca se suma ese tránsito infernal que de unos años para acá domina las principales arterias villahermosinas. A mediodía se inicia, como ha venido ocurriendo cada miércoles desde hace casi un año, la reunión del grupo solidario “La Esperanza”. Algunas mujeres, obligadas a utilizar el transporte público, llegarán retrasadas para el inicio de la junta, que comenzará invariablemente, tras diez minutos de tolerancia, en la casa de Juanita Velazquez –la tesorera. Allí se encuentra ya el promotor de la financiera, que estará en la reunión para atestiguar el pago –inexcusable– de todas las mujeres. El depósito de los pagos se deberá efectuar después en una cuenta bancaria cuyo número se les proporcionó para ello. “Anótense en la lista, que nadie se quede sin estar en la lista”, dicen algunas de ellas. La lista es de cumpleaños, y servirá para organizarle a cada una un pequeño convivio el día de su natalicio. Nadie, afortunadamente para el grupo, se queda esta vez sin hacer su abono. “Apúrenle, apúrenle, que voy por mis niños a la escuela”, grita en tono de broma a sus compañeras una señora para quien cincuenta minutos son más que suficientes para ir al corriente y enterarse de cómo están pagando las otras. “Bueno señoras, nos vemos aquí la semana que viene”, dice el promotor, que da por terminada la junta tras el registro de los abonos y la recomendación de continuar con los pagos puntualmente. Minutos después, la casa de Juanita se vacía para volver a su calma acostumbrada. Las mujeres han vuelto a su trajín en medio del calor inclemente de las calles.

¿Qué hacer con las mujeres, una vez que se han convertido en sujeto de microfinanciamiento? Una regla general para el éxito de los microcréditos sugiere que, a decir verdad, muy poco si no existe un mínimo de actividad económica que evite que sus familias simplemente se endeuden. En ese sentido, el problema tiene que ver más con la formación y la experiencia de las beneficiarias que con la naturaleza de su actividad. La labor de instituciones y organismos públicos y privados no deja de tener un peso significativo dentro del ámbito de las competencias mejoradas de la población meta. En México, un ejemplo en ese sentido lo constituye la Oficina de Educación Financiera del Grupo Financiero Banamex. Creada en noviembre de 2004 como parte del objetivo de Citigroup de promover a nivel mundial la formación y el entrenamiento financiero entre personas de baja condición socioeconómica, la Oficina tiene propósitos vinculados con esa formación de recursos humanos que bien pueden sustentar todo el trabajo del microfinanciamiento. “Para acercar a los grupos más desfavorecidos de la población –nos dice Loreto García Muriel, titular de Educación Financiera Banamex– se asignó un nombre más amigable al programa de educación financiera: ‘Saber Cuenta’, mismo que ha sido aceptado por los diversos grupos de la población objetivo.” Con socios estratégicos provenientes de los sectores público, privado y social, y entre los cuales destacan la Secretaría de Educación Pública, la UNAM, el IPN, Financiera Compartamos, Fincomún, Papalote, Proempleo y Fundación Merced, entre otros, el programa de educación financiera de Banamex tiene en “Cómo optimizar”, “Cómo administrar” y “Cómo generar” sus tres grandes líneas temáticas orientadas a personas, familias, comunidades, instituciones y empresas. “Existen algunos programas que abordan temas similares –señala García Muriel–. Sin embargo, se trata de programas aislados y segmentados que no obtienen los resultados que se logran cuando existe sinergia entre diversos sectores, y cuando la estrategia aborda esta necesidad desde una orientación integral.”

Otra visión sobre lo que hay que hacer para que el microfinanciamiento sea una labor exitosa, sostiene que alcanzar sus objetivos depende de que las mujeres sean capaces de construir ese tejido necesario al que se ha dado en llamar “capital social”. Acuñado en 1916 por Lyda Judson Hanifan, educador presbiteriano que utilizó el término para referirse a determinados centros comunitarios de Estados Unidos, y popularizado en los años ochenta por el profesor de Harvard Robert Putnam, a raíz de varios estudios sobre la sociedad civil en Italia, el concepto de capital social tiene que ver con “el inventario de conexiones activas entre personas; la confianza, entendimiento mutuo, valores y comportamientos compartidos que unen a los miembros de redes humanas y comunidades y hacen posible la acción cooperativa”. (Cohen y Prusak, In good company: How Social Capital Makes Organization Work ).

Respecto a la incorporación de los conceptos del capital social en el terreno de los microcréditos para mujeres en México, la estructuración del trabajo no estructurado, la organización de las actividades informales desarrolladas y la capacitación continua son parte de esa estrategia integral que hace falta para la construcción de una gran cantidad de redes microempresariales. Bajo el enfoque de la “construcción comunitaria” que se desprende del concepto, se incentiva a la comunidad a asumir un papel casi autogestivo –opuesto al asistencialismo y al voluntariado– para concretizar iniciativas grupales como las cooperativas de consumo y de producción, o la conformación de organizaciones de ahorro.

En el ámbito de la empresa, el capital social se traduce en la práctica en la definición del ramo de trabajo, en la habilidad para asociarse y para formarse continuamente, así como en la capacidad de adquirir compromisos con jefes y subordinados, con clientes y proveedores, con subalternos y colegas. El capital social se refleja, finalmente, en la creación de empleos y en la revaloración de la persona como creadora de riqueza, como unidad individual capaz de considerarse siempre a sí misma como quien “trabaja por su cuenta.” (Llano Cifuentes, La creación del empleo).

 

Comenzaron con un crédito que apenas ascendió a los cuatro mil pesos. La financiera les había prometido que sus montos se incrementarían para el siguiente ciclo si cubrían sus abonos semanales con puntualidad, y si ahorraban lo suficiente con constancia. Algunas mujeres, como doña María Isabel, utilizaron ese dinero comprando más mercancía para sus negocios y decidieron ahorrar semana a semana una cantidad que les permitiera duplicar, si era posible, los cuatro mil pesos iniciales. Pasados cuatro meses –el tiempo que dura un ciclo, según los criterios de la financiera–, las mujeres recibieron un segundo cheque. Eran ahora ocho mil pesos que podrían incrementarse si el grupo conservaba la puntualidad y las ganas de seguir trabajando. El día en que terminaron de pagar el primer ciclo para iniciar el siguiente, las mujeres organizaron una pequeña fiesta. No todas las que habían empezado con el grupo continuarían en él. “Algunas se cansaron de llegar a las reuniones semanales y decidieron no seguir en el grupo –dice doña María Isabel–, otras se atrasaron en sus pagos y entre todas tuvimos que cubrir sus adeudos. A ésas no quisimos incluirlas de nuevo.” Cada ciclo es, así, una especie de período de prueba y aprendizaje. Ahora las mujeres están por comenzar el octavo ciclo. Pronto se iniciará la depuración de integrantes que viene repitiéndose desde que el grupo recibió su primer crédito, desde que muchas de ellas consiguieron salir de la calle donde vendían chácharas, para irse a buscar un mercado más grande para sus productos.

Un mercado quizá tan grande como el tamaño de sus sueños. ~

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