Creador de sí mismo: Salvador Dalí

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El Dalí que yo conocí tiene bastante poco que ver con el efervescente provocador que fue desde los años veinte hasta los cincuenta y aun más allá de esta década. A finales de los setenta en España era poco menos que un leproso, no aceptado por el establishment cultural, principalmente el catalán, que abominaba de su exhibicionismo precedente. Todavía más detestaba su posición política, que le había llevado a defender con vigor los últimos fusilamientos de Franco en septiembre de 1975 (aunque acabó desmintiéndolo) después de haber ejercido como una especie de bufón-artista de cámara de la Corte de los Milagros en El Pardo. Dalí era entonces una persona al borde de la enfermedad, que daba la sensación de desamparo y que buscaba reconocimiento, no ya riqueza ni provocación. Curiosamente, la había logrado antes en París y Londres con su exposición antológica de 1979, pero no en Madrid y menos aún en Barcelona. Con esta última mantuvo un resto de malentendido fundamental hasta el final de sus días.
     Hoy, en cambio, con ocasión del centenario, parece que se produce una reconciliación total. No va a haber en España una gran exposición antológica, como parece ser el propósito de la que va a tener lugar en Venecia y varios museos norteamericanos (como el de Filadelfia, que posee la “Premonición de la Guerra Civil”). El propósito de la que está teniendo lugar en Barcelona y luego se podrá mostrar en Madrid (Centro de Arte Reina Sofía), Florida y Holanda resulta más modesto y monográfico: la relación de Dalí con la cultura de masas del siglo XX, pero ofrece una panorámica suficiente de su trayectoria como artista plástico y permite conocer mejor varios aspectos de ella. Es, de todos modos, lamentable que no hayamos tenido la posibilidad de conocer en España gran parte de la obra daliniana dispersa por museos y colecciones particulares. Pero ahora hasta diarios de gran tirada han publicado apreciables números monográficos acerca de su significación. Ha comenzado, además, la edición de las Obras Completas del artista, que incluyen textos hasta hace poco inéditos (los más importantes y conocidos han sido reeditados recientemente por Tusquets). Abundan las exposiciones monográficas menores o los ciclos de conferencias, y parece haberse descubierto un filón inagotable de aspectos monográficos en un artista que no hace tanto era simplemente desdeñado o cuyo aprecio se reservaba para unos pocos años en el total de su trayectoria. De su conflicto político con Breton, el maitre à penser del surrealismo, derivó una condenación de toda su obra posterior.
     Dalí, sin embargo, siempre tendrá en su contra no ya a una parte de la crítica y los historiadores del arte, sino una faceta misma de su propio modo de ser. No se trata de cualquier tipo de juicio político. Cuando publicó su primer escrito autobiográfico —todos los restantes también lo fueron—, George Orwell lo reseñó afirmando que se trataba de “un ataque frontal contra la decencia y el buen gusto”; si había un libro al que se pudiera atribuir “hedor físico” éste era sin duda el de Dalí. No creo que los entrecomillados obedecieran tan sólo a la reacción pudibunda de un severo moralista, sino que más bien eran el subrayado de determinados aspectos del talante daliniano. El propio Gibson, autor de la biografía más extensa del pintor, ahora reeditada, da pruebas a lo largo de su libro de la profunda antipatía que le causa el personaje que ha elegido como tema de trabajo.
     En realidad, de Dalí no es condenable tanto la posición política, la sexualidad morbosa o la provocación publicitaria como la sensación de absoluto y radical egocentrismo e indiferencia acerca del otro. Creo que esto es lo que Orwell quería decir. Pero, al mismo tiempo, se trata no ya de un pintor importante, sino de un personaje crucial en la cultura contemporánea, original como pocos y polifacético como casi ninguno. El propio Orwell da la sensación de haber pensado así. Como tal, Dalí se creó conscientemente a sí mismo. Eso —según el mismo declaró— era “más importante que mi talento [como pintor]. Mis excentricidades son actos concentrados, deliberados. No son ninguna broma, sino lo que más cuenta en mi vida”. Afirmaba de sí que era el surrealismo mismo, y quizá la afirmación merezca ser retenida teniendo en cuenta la pluralidad de su actividad, a la que no llegaron el resto de los miembros del grupo.
     Puede, en efecto, dar la impresión de que en Dalí había sólo escenografía. Pero nada más falso que esta impresión. Cuando nos acercamos a su relación con otros creadores en su fase inicial (Lorca o Buñuel), descubrimos que fue el determinante de las actitudes más rupturistas, por así decirlo, de las más situadas en la vanguardia. Dalí abominaba del costumbrismo de Lorca e introdujo en Le chien andalou las escenas más importantes. No sólo eso. Con un mínimo de la perspectiva que nos da el conocimiento cada vez más afinado de su trayectoria, se puede decir que fue uno de los artistas más trabajadores y originales del siglo XX, capaz de abordar una pluralidad ingente de materias y de tratamientos. Y ello a pesar de que muchas de sus actitudes episódicas resulten en el mejor de los casos puro happening destinado a asombrar a los circunstantes. En sus diarios juveniles emplea un término que en realidad resulta válido para el resto de su vida. Es “animalada”, sinónimo de acto gamberro y divertido que viene a ser la expresión de una personalidad y un motivo para pasar el tiempo. En el fondo haciendo uso y gala de una voluntad omnipotente e irrestricta, siguió haciendo esas “animaladas” hasta el final de sus días. La sociedad lo aceptó porque le había convertido en imagen de lo que ella consideraba como un artista.
     ¿De dónde obtuvo Dalí la fuerza para su originalidad y su capacidad creadora? Hay en él, sin duda, un apego marcado y unas raíces determinables que aparecen en sus cuadros e incluso en su tipo humano. Pla le identificó con esa locura característica del Ampurdán recorrido por la tramuntana, que le hacía capaz de luchar y conseguir a lo largo de su vida repetir los pequeños caprichos infantiles inaccesibles a la mayoría. Más concreta desde el punto de vista geográfico parece la caracterización de Foix como “el solitario del Cap de Creus”. No se entenderá nunca a Dalí si no se mantiene en la memoria el paisaje marítimo de Port Lligat, que es el escenario de sus cuadros incluso durante la etapa norteamericana (1940-1948). Si se quiere ampliar algo más el horizonte, hay que identificar también a Dalí con Cataluña: cuando editó un diario exclusivamente dirigido a ofrecer noticias acerca de sí mismo lo hizo con el escudo barrado. Incluso esa propensión a creer con mayor o menor ingenuidad en los imparables avances de una ciencia omnicomprensiva tienen mucho que ver con la tradición izquierdista, federal, del Ampurdán. Como algunos otros grandes espíritus, Dalí constituye una demostración de que el localismo es capaz de trascender hasta la universalidad.
     A la fuerza telúrica de la comarca se debe sumar un mundo interior rico, aunque monotemático, basado en el uso, abuso y, en definitiva, el vicio de la autointerpretación. Su pintura hasta los años cincuenta consistió en la “objetivación consciente y sistemática de asociaciones e interpretaciones delirantes”, respondiendo a una de esas teorías científicas, el freudismo. Pero, además, su erotismo es pieza esencial para interpretar su mundo interior incluso en el momento en que pretendió optar por tesis políticas muy conservadoras. Nada hay de gratuito en él; es por completo desinhibido y transparente, y sobre él dio Dalí numerosísimas informaciones que concretó todavía más en privado. Otra cosa es que fuera limitado o morboso. Resulta evidente que presenta una faz oscura y, al mismo tiempo, íntimamente humana, propia de cualquier persona.
     Dalí siempre pretendió que en realidad no era tan gran pintor pero que quería perdurar como escritor. Sus numerosos libros autobiográficos, manifiestos y artículos de tesis no pueden ser en absoluto desdeñados. En primer lugar, su bagaje doctrinal no es despreciable, y su creatividad resulta comparable a la de los más conocidos exponentes del surrealismo. En varias ocasiones introdujo en el movimiento un giro importante: fue él quien descubrió la “belleza comestible”, reivindicación de las formas del modernismo gaudiniano, incluso de la estética kitsch, frente a las formas geométricas de la más reciente vanguardia. En cuanto a los textos más largos, se trata siempre de obras autobiográficas de unas características muy precisas. En realidad lo que cuenta en ellas no es tanto la estricta veracidad como la utilización junto a ella de la pura y simple fabulación, que sigue siendo veraz puesto que es lo que Dalí ha soñado o querido. Nunca mejor que en estos textos, repetidos una y otra vez con variaciones significativas, se aprecia el absoluto egocentrismo daliniano. Es significativo que si el primero de estos libros se denominaba La vida secreta de Salvador Dalí, el título pensado en su momento para el segundo fuera Vida resecreta. El artista no podía pensar nada más que en sí mismo, y lo debía hacer siempre añadiendo nuevas revelaciones (o invenciones) a las anteriores. Félix Fanés ha señalado con razón que Dalí partió de toda una tradición de la literatura francesa, la decadentista, más fin de siglo que cercana a la Primera Guerra Mundial. No escribió unas memorias, ni tampoco propiamente lo que se entiende por una autobiografía. El primer término debe ser reservado para la vida pública; el segundo hace referencia a la propia identidad, pero con pretensiones de objetividad. Lo que escribió Dalí fueron unas “confesiones”, sólo en parte ciertas, sin voluntad alguna de exactitud y siempre con la posibilidad de modificar lo sucedido por su autointerpretación desde el presente o por un acto de voluntad, espontáneo o no. De la lectura de esos libros no se deduce ningún atractivo por el personaje, pero sí una quizá morbosa fascinación por su literatura. Su sinceridad (o la imaginación al fabularla) difícilmente encuentra parangón en la literatura del siglo XX. Constituye el ejemplo más patente del dandi encerrado en su propio mundo, sólo que parece, al mismo tiempo, estar guiñando un ojo para quitar trascendencia a lo que escribe.
     Detrás de este tipo de escritura hay una auténtica envergadura intelectual. Se puede tomar a broma la larga lista de manifiestos que redactó Dalí a lo largo de su vida, pero si se examinan de forma detenida se puede comprobar que mantienen una coherencia interna. Se trata siempre de textos de ruptura con el establishment, como el llamado Manifest groc, pero lo siguen siendo cuando no se le deja hacer que sus proyectos se cumplan de forma completa, como el manifiesto defendiendo el derecho a su propia locura. En su Manifiesto místico hay idéntica voluntad de romper con lo corrientemente admitido en los medios de las artes plásticas, y algo parecido cabe decir de sus tesis estéticas finales en paralelo con doctrinas científicas recientes.
     En un libro periodístico aparecido recientemente (Carol y Playá), se trata pormenorizadamente la posición política del Dalí desde los años cincuenta hasta los setenta. Quizá, sin embargo, no se tienen en cuenta los precedentes. El Dalí juvenil fue un extremista de izquierdas y un catalanista. Si chocó con la doctrina política del surrealismo fue en parte por su rigidez leninista, pero también por un incidente vital al que no se ha solido dar verdadera importancia. Estallada la Guerra Civil, durante toda ella Dalí mantuvo una postura favorable al Frente Popular. La aparición de Hitler en sus cuadros no obedece a una preferencia política sino a una obsesión irracional; además, lo que verdaderamente le reprochó Breton es haber tratado a Lenin sin el debido respeto. Lo que le hizo entregarse a doctrinas reaccionarias fue comprobar los padecimientos de su familia en la zona controlada por el Frente Popular. Se adhirió entonces a otro extremismo, un monarquismo racionalista que resultaba coincidente con las doctrinas imperantes en la extrema derecha europea del momento (Maurras, por ejemplo), y a un cristianismo nada sentido en lo íntimo, sino que era una actitud entre estética y política. Su caracterización denigratoria como Avida dollars es posterior y no significa ningún juicio político sino moral. No puede evitarse pensar que sobre Franco y su régimen tenía, más que admiración rendida, curiosidad irónica. En unas declaraciones que fueron suprimidas por la censura, llegó a comparar al dictador con Don Tancredo, esa figura que en las plazas de toros consigue logra evitar la embestida de la bestia con base en una absoluta inmovilidad. Esta sentencia encierra una profunda sabiduría, pero, claro está, la prensa española sólo se hizo eco de la comparación entre la serenidad de Velázquez y la de Franco. Del mismo modo, su retrato de la nieta del dictador fue también distante e irónico: la representó, con ocasión de su matrimonio con D. Alfonso de Borbón, como una niña adornada con una flor de lis en el caballo. Franco representó para él la seguridad y no le supuso, en cambio, otras ventajas que la desmesurada de presentar sus retratos en el Museo del Prado.
     El eje de la mencionada exposición conmemorativa acerca del pintor ampurdanés está constituida por su relación, partiendo de su pertenencia a una vanguardia cada vez más consciente de sí misma, con esa cultura de masas que sólo eclosiona en el siglo XX. Claro está que todos los grandes artistas han influido en ella, pero quizá lo han hecho de forma indirecta y a lo largo del tiempo, al margen de que sólo han tenido verdadero impacto en algunas de sus formas (el diseño, por ejemplo). Dalí estuvo fascinado por la cultura de masas, deseó cambiarla sujetándola a patrones propios, y trató de abarcar todos los campos posibles.
     Quizá en el terreno en el que resultó menos efectivo fue en el más popular, es decir, el diseño de objetos de la vida cotidiana. Es inevitable tener la sensación de que no llegaba a apreciarlos, como tampoco sus reproducciones seriadas, motivo para un colosal fraude. No eran más que un reflejo de la vasta y repetitiva panoplia de objetos en que la huella del creador se iba alejando hasta convertirse en una caricatura. Todo esto vale, por ejemplo, para las esculturas realizadas en tamaño gigante a partir de un minúsculo modelo de cera. Otros objetos están realizados con auténtico y voluntario mal gusto, como si fuera exigible rebajar la calidad para llegar a acceder a las masas. En ese sentido, bien se puede decir que Dalí fue un precursor en la estética de lo kitsch.
     Pero en este caso, como en tantos otros, lo teorizó de un modo que puede parecer más o menos convincente pero que, desde luego, fue coherente con esa intimidad que constituía el motor de su creatividad. El Angelus de Millet, convertido en una imagen absolutamente popularizada, fue interpretada por él como una escena de fuerte contenido sexual, incluso sádica, al identificar la figura femenina con la mantis que devora al varón tras el acto sexual. Para él la difusión del cuadro, sobre el que repitió variantes en toda la década de los cuarenta, fue una revelación del subconsciente popular colectivo y, con su intervención, al objetivar su interpretación sólo pretendía revelar la realidad oculta.
     Pero lo que llamó especialmente la atención de Dalí fueron las nuevas artes nacidas de la tecnología y capaces de llegar de forma directa a un gran público. Probablemente, junto con la literatura, nada le interesó a Dalí tanto como el cine. Ya hemos visto que probablemente ha sido minusvalorada su coautoría de los grandes filmes realizados con Buñuel. Pero durante su estancia en Estados Unidos acudió a Hollywood como un lugar de peregrinación. Para él la cinematografía era un medio de expresión propio, pero también un motivo de atracción, porque engendraba mitos populares que podían ser paralelos o coadyuvantes del suyo. No deja de llamar la atención el tipo de personajes y obras de la industria cinematográfica que le atrajeron: los hermanos Marx (hasta dónde hubiera podido llegar un guión daliniano con esos protagonistas), la sensual Mae West, cuyos labios sirvieron para el diseño de una butaca, la fantasía de Walt Disney o las películas de Hitchcock, en las que con tanta frecuencia aparece el elemento onírico. La realidad es que todos sus proyectos en este campo resultaron más o menos fallidos, aunque perduren rastros. El problema radicaba en que Dalí era un recién llegado y sus propuestas chocaban necesariamente con las necesidades industriales. De esta manera, por mucha que fuera la influencia de Dalí sobre el cine no se puede decir que, aparte de las colaboraciones con Buñuel, surgiera de ellas ningún producto acabado y definitivo. Hay, además, en sus colaboraciones una escenificación a veces excesivamente literaria (por ejemplo, a la hora de evocar sueños, en el caso de sus propuestas a Hitchcock). También se puede decir algo parecido de su dedicación a la fotografía: en el fondo no fue un profesional de este nuevo arte él mismo, sino que hizo seguir sus instrucciones a quienes lo eran. Además, se limitó a componer tableaux vivants que tenían mucho de literario: por ejemplo, lograr una calavera mediante la disposición estratégica de una serie de cuerpos desnudos de mujer.
     Otro aspecto nada desdeñable de Dalí es el que se refiere a las performances, de las que tan a menudo fue protagonista y, en algún sentido, inventor. Sus actuaciones, como por ejemplo cuando hubo de enfrentarse con el gran sanedrín surrealista por motivos políticos, ya hacían previsible su fecundidad en este terreno. Pero hay que recordar también, como se advierte en la muestra reseñada, que en la exposición universal de Nueva York (1939), dedicada a los avances de la tecnología, consiguió montar una especie de pabellón o barraca titulado El Sueño de Venus, construcción efímera en las antípodas del mundo racionalista que presidía el resto de la muestra. Era una especie de girl show basado en la diosa del amor y que de esta manera ofrecía el otro lado del ser humano. La taquilla de venta de entradas venía a ser la cabeza de un pez monstruoso. Los organizadores impidieron que modificara la imagen de la Venus de Botticelli convirtiendo su parte superior en la de un pez. Si bien se mira, el Teatro Museo de Dalí en Figueras corresponde estrictamente a este tipo de actividad artística. Hay muchos museos dedicados de modo monográfico, pero sólo un Teatro-Museo. Con ser importantes los cuadros, lo es también la escenografía, siempre particularísima y producto de sus obsesiones individuales.
     Una última cuestión que cabe preguntarse en un año como el del centenario se refiere a la descendencia de Dalí y su relación con posteriores e incluso actuales muestras de creatividad. Después de haber estado en la vanguardia de tantos ismos contemporáneos, Picasso concluyó su trayectoria volviéndose hacia sí mismo sin tener nada que ver con el arte informal de la Segunda Guerra Mundial. Miró sirvió de punto de apoyo al expresionismo abstracto norteamericano; su influencia ha sido también importante en el diseño e incluso, hasta cierto punto, en el cine de animación (MacLaren).
     ¿Qué decir a este respecto de Dalí? Procuremos trascender la fecha de 1939, hasta aquella en la cual es reconocido su papel central en el surrealismo. Su obra posterior tiene, para mi gusto, escaso interés cuando se refiere a temas religiosos, mientras que cuando se empeña en representar la flotabilidad de la materia o en los descubrimientos de la holografía es virtuoso, pero tiene poco que ver con cualquier evolución reciente del arte contemporáneo. En cambio, con lo que Dalí tiene muchos puntos de contacto es con la vuelta al realismo o con los pop. Su Pan del Teatro-Museo de Figueras tiene esa presencia mágica de las alacenas de Antonio López, por ejemplo. En cuanto al pop, baste con recordar que Dalí fue el primero en representar una botella de Coca-Cola en un cuadro —”El sueño de América”—, cuya estructura compositiva está plagiada de un Rafael. Hay un paralelismo entre algunos de los retratos de Andy Warhol y otros de Dalí (por ejemplo, el del propio D. Juan Carlos de Borbón). Por otro lado, no cabe dudar tampoco de que en un determinado momento el tachismo y el arte informal imprimieron su huella en Dalí, aunque principalmente en la obra menor. Finalmente, el gusto por el kitsch —en Jeff Koons, por ejemplo— constituye otro importante punto de coincidencia.
     Pero quizá la herencia más obvia de Dalí es su construcción del artista como un ser completamente al margen de la normalidad que construye su mundo y, al mismo tiempo, acaba por influir en la estética popular. A este respecto hay que decir que por más que la vida de Dalí y sus relaciones con Gala y con sus secretarios parezcan en ocasiones un reality show, su literatura es infinitamente superior a los diarios de Warhol. Y por supuesto, también su pintura. –

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