Correción de pruebas

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Robinson deliberado
      
En 1973, Julio Ortega publicó en la editorial Tusquets un muestrario del work in progress de diversos escritores hispanoamericanos que tenía el porte de una de esas carpetas con hilos en las que se archivan valiosos expedientes. El primer texto era de Julio Cortázar y daba título al volumen: Convergencias/Divergencias/Incidencias. Curiosamente, Cortázar no recogió en un libro suyo esta bitácora del viaje por su escritura. “Corrección de pruebas” registra un momento clave de su itinerario; con la fama a cuestas, el autor del Libro de Manuel busca preservar su singularidad y entender el destino de los otros. Todo ocurre a bordo de una camioneta, en las colinas de Provenza, donde la realidad es algo que llega por la radio. La idea del traslado es esencial a la imaginación cortazariana, no como el trámite que un Volkswagen común realiza entre dos puntos, sino como destino y rito de paso. “La autopista del sur” y Los autonautas de la cosmopista subvierten las reglas del tránsito —ahí las carreteras se vuelven zonas residenciales. No es casual que para la edición temática de sus relatos agrupara un volumen bajo el lema de Pasajes.
     Ante las galeras que le llegan del lejano Buenos Aires, Cortázar se somete a un careo con su novela. Ayudado por el insomnio y algunos casetes favoritos, se permite un ejercicio radical: ser los demás ante su libro, los lectores que encontrarán tan raro el principio y “preferirían un poco más de divina proporción”.
     Cortázar divide la ciudad literaria entre “los que leen porque viven” y “los que viven para leer”; lo dice con el feliz desparpajo de quien se cuenta al fin entre los primeros y la autoridad de quien pasó la mayor parte de su vida entre los segundos. “Corrección de pruebas” se ubica en la encrucijada donde el artista se entera de su entorno. El solitario que ha urdido tramas fantásticas va al encuentro de la realidad. El contacto con los otros depara situaciones de cuidado (Cortázar está a punto de atropellar a una buena señora que lleva una bolsa con verduras). El autor del Libro de Manuel deja que sus ficciones sean tocadas por la política sabiendo que no es el primero en mezclar la gimnasia con la magnesia (a fin de cuentas, Ho Chi Minh fue cronista de box). La reflexión sobre su escritura se suspende ante las noticias de la radio (el secuestro de los atletas israelíes en las Olimpiadas de Munich) o los oprobios que la prensa no quiere mencionar: el asesinato de militantes montoneros y del erp en Trelew, Argentina.
     “Robinson deliberado”, Cortázar inventa una isla que circula por Provenza. Un naufragio que puede ser contado es una desordenada maravilla: la arena salvadora y las cosas dispersas que trae la marea. Julio Cortázar se pone a prueba en la turbulencia de sus páginas, y llega a la otra orilla.
      Juan Villoro

Corrección de pruebas en Alta Provenza: doble sentido inmediato e inquietante de la expresión, porque si es un hecho que esta mañana recibí en Saignon las pruebas de galera del Libro de Manuel y voy a corregirlas lejos de mi casa, solo en un dragón perdido en las colinas o a orillas del mar (del dragón se hablará después), al mismo tiempo hay el segundo sentido que saca sus patitas insidiosas para mostrarme el otro lado de la tarea: corregir un libro es también enfrentarlo como prueba, verificar si de veras es prueba de cualquier cosa,

vida trabajo ideas conducta errores gustos esperanzas fracasos enmohecimientos rebabas sin hablar de lo concerto hic et nunc, o sea lenguaje temas escritura idioma perspectivas incidencias desinencias divergencias convergencias necesidad gratuidad narcisismo compromiso destino
      
     ad libitum
     ídem
 
y así meterse el 4 de septiembre de 1972 en un auto e irse solo a cualquier rincón provenzal para medir de más cerca lo ya hecho y lo que queda por hacer; corrección de pruebas, como se ve, bastante más allá de acentos, gazapos, erratas y tachaduras.
     De alguna manera esto será el diario de una rutina de escritor, pero también quisiera ser otra cosa, una confrontación de lo que ocurre mientras se trabaja y que en mi caso es hoy muy diferente que en otros tiempos. La música, por ejemplo, y los boletines de radio, hace años me hubiera sido imposible concentrarme sin estar en una especie de gabinete (aunque sólo fuera mental, producto voluntario de la abstracción en pleno café o en una casa rumorosa de domesticidad); contra lo previsible, la vejez y la historia me vuelven más poroso, me reclaman algo como una ósmosis con lo circundante. Elijo, por supuesto: nadie va a un estadio para corregir las pruebas de un libro, pero mi elección no es ya la penumbra del escritorio sino este auto en el parking de Avignon o de Vaison-la-Romaine, una radio que me da noticias cada cuarto de hora y un fondo de música no siempre intolerable; casi en seguida va a verse la incidencia de estas cosas en algo que años atrás no me hubiera incitado al menor comentario. Y así, cada tanto dejo de trabajar y me voy por las calles, entro en un bar, miro lo que ocurre en la ciudad, dialogo con el viejo que me vende salchichas para almorzar porque el dragón, ya es tiempo de presentarlo, es una especie de casa rodante o caracol que mis obstinadas predilecciones wagnerianas han definido como dragón, un Volkswagen rojo en el que hay un tanque de agua, un asiento que se convierte en cama, y al que he sumado la radio, la máquina de escribir, libros, vino tinto, latas de sopa y vasos de papel, pantalón de baño por si se da, una lámpara de butano y un calentador gracias al cual una lata de conservas se convierte en almuerzo o cena mientras se escucha a Vivaldi o se escriben estas carillas. Lo del dragón viene de una antigua necesidad; casi nunca he aceptado el nombre de las cosas y creo que se refleja en mis libros, no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de fuera, y así a los seres que amé y que amo les fui poniendo nombres que nacían a su modo de un encuentro, de un contacto de claves secretas, y entonces mujeres fueron flores, fueron pájaros, fueron animalitos del bosque, y hubo amigos con nombres que incluso cambiaban después de cumplido un ciclo, el oso podía volverse mono, como alguien de ojos claros fue una nube y después una gacela y una noche se volvió mandrágora, pero para volver al dragón diré que hace dos años lo vi llegar por primera vez subiendo la rue Cambronne en París, lo traían fresquito de un garage y cuando me enfrentó le vi la gran cara roja, los ojos bajos y encendidos, un aire entre retobado y entrador, fue un simple click mental y ya era el dragón y no solamente un dragón cualquiera sino Fafner, el guardián del tesoro de los Nibelungos, que según la leyenda y Wagner habrá sido tonto y perverso, pero que siempre me inspiró una simpatía secreta aunque más no fuera por estar condenado a morir a manos de Sigfrido y esas cosas yo no se las perdono a los héroes, como hace 30 años no le perdoné a Teseo que matara al Minotauro. Sólo ahora ligo las dos cosas, aquella tarde estaba demasiado preocupado con los problemas que iba a plantearme el dragón en materia de palanca de velocidades, alto y ancho muy superiores a mi ex Renault, pero me parece claro que obedecí al mismo impulso de defender a los que el orden estatuido define como monstruos y extermina apenas puede. En dos o tres horas me hice amigo del dragón, le dije claramente que para mí cesaba de llamarse Volkswagen, y la poesía como siempre se mostró puntual porque cuando fui al garage donde tenían que instalar la placa definitiva y además la inicial del país en que vivo, me bastó ver al mecánico pegándole una gran F en la cola para confirmar la verdad; desde luego que a un mecánico francés no se le puede decir que esa letra no significa Francia sino Fafner, pero el dragón lo supo y de vuelta me demostró su alegría subiéndose parcialmente a la acera con particular espanto de una señora cargada de hortalizas.
     

Tiempo de escritura: No se trata de mentir por razones estéticas y pretender que esto nace paralelamente con la corrección de pruebas del Libro de Manuel, pero a la vez sería bueno entenderse porque la intención de escribirlo nació apenas me puse a trabajar el lunes por la noche, bajo un aguacero que me obligó a buscar el primer lugar tranquilo en Avignon, lo que no era fácil a esa hora y con ese tiempo. Me acordé de haber acampado ya a orillas del Ródano, en una plataforma solitaria a pocos kilómetros de la ciudad, una especie de embarcadero donde jamás nadie parece embarcarse y menos desembarcar. Llovía cada vez más tupido y en la radio hablaban sobre todo de los récords batidos esa tarde en los juegos olímpicos de Munich; me consolé de las cosas con vino y tabaco, me acordé que tenía una minicassette con canciones de Jacques Brel y de Paco Ibáñez, y trabajé hasta medianoche como si estuviera en el faro del fin del mundo, sintiendo poco a poco que mi nuevo contacto con el libro me estaba haciendo entrar en esta dimensión curiosa donde todo se mezclaba en una confusa diversidad. Por eso creo poder afirmar que de alguna manera empecé a escribir simultáneamente estas páginas, puesto que tomé notas para hacerlo apenas terminara con las galeras y sin salirme del tiempo del libro, de su último contacto conmigo antes de convertirse en un hecho irrenunciable y con tapas. Y así el extrañamiento sigue tan presente como en esas horas en que todo volvía a darse, cada escena del libro y cada gesto de sus habitantes, pero ahora de otro modo, de la palabra ya impresa al ojo del lector, de criaturas tan mías a este irónico y despiadado corrector de pruebas, y sentir de golpe eso que otros llamarían diferencia estructural, un tal Gómez que ya no se mueve en París sino que sale de estas columnas de papel a orillas del Ródano (se va a empapar si se descuida), una mujer que me está mirando de una manera diferente desde la página, como sorprendida de verme en la caverna de Fafner y no en el departamento de la rue de l'Ouest. Me desconcierta un poco ese desajuste, lo que en francés llaman bellamente dépaysement, de sobra sé que ya estoy fuera de Manuel, de todo lo que giró en torno a Manuel, que han pasado dos años desde que empecé el libro y en esos dos años hubo guerras, triunfos, hospitales (incluso para mí y dos veces), y que en los últimos meses corrí una especie de carrera contra el reloj porque la regla del juego envejecía prodigiosamente el libro y era al revés de los buenos vinos, si no lo terminaba se iba a agriar, sólo serviría para lectores literarios, gentes que todavía creyeran en valores perennes con exclusión de la violenta circunstancia cotidiana. Por todo eso tuve que autoescupirme del libro sin esperar más y bien que se nota, pero las cosas tienen su precio y mejor Manuel feo y vivo que Manuel hermoso y muerto, aparte de que no soy yo el que decidirá estas cosas en el último análisis. Madre querida, qué manera de llover, nadie se enojará si hablo en presente puesto que ya he explicado que esto nació simultáneamente con la corrección de pruebas (ha pasado exactamente una semana y estoy otra vez en las colinas y en Fafner, viendo a las ocho de la mañana las ruinas de Les Baux y aguantándome un mistral de las polainas); si esto dura toda la noche el Ródano se va a desbordar y yo me ahogo en la panza del dragón, va a ser una noticia de policía padre, sorprendido por la tormenta perece a pesar de los esfuerzos de los testigos del drama (otra que testigos a esta hora y con el pluviómetro hasta el bonete), todo el sentido del humor disponible amontonándose para defenderme de algo que cada vez se parece más al pavor, las cuatro de la mañana y Fafner pésima arca de Noé, eso es seguro, nada más aborrecible que el agua para un dragón, si por lo menos fuera un incendio, che; imposible distinguir nada por las ventanillas, las luces de Avignon o una patrulla de salvamento, a este auto se lo traga la corriente, ríete de Shelley, y es precisamente lo que hago aunque no de Shelley sino de mí mismo como única defensa posible, pensar que tengo miedo a orillas de un río inofensivo (espero) y de una lluvia cualquiera, instalado con todos los recursos de la tecnología alemana (“el señor Volkswagen cuida mucho los detalles”, me dijo una vez un mecánico para mi duradero regocijo), la ridiculez de tener miedo cuando se piensa en quienes esta misma noche estarán vivaqueando en cualquiera de los Camiris de nuestros países, con la muerte pegada al cuchillo de cada minuto, de cada traición, de cada alimaña.

No soy más oquista que otros, si me burlo de mí mismo es porque también esto es Manuel, una manera de reconocer decentemente lo que no siempre se reconoce a la hora de enrostrarles a los demás sus prescindencias y sus cobardías sin primero haber probado que no se tiene la viga en el propio. Por lo demás esa noche había trabajado duro en mi burbuja Fafner desamparada en el diluvio, y una cosa estaba clara, la tremenda confusión del principio del libro, esa imposibilidad que sigo teniendo de armar una novela hasta que ella misma lo decida, y a veces le cuesta. Sé que es una imposibilidad, pero conozco también sus causas profundas, la negación de lo literario como proyecto humanista, arquitectónico, la necesidad de una apertura previa, esa libertad que reclama todo lo que voy a hacer y, para eso, ninguna idea clara, ningún esquema formal: ser intercesor o médium, dejar que un chileno aparezca como si fuera a convertirse en un personaje estable del elenco y verlo desaparecer (más bien no verlo, descubrir en algún momento que ya no está ahí, que abrió la puerta y se mandó mudar), a la vez que algún otro va metiendo los codos para instalarse, como Óscar por ejemplo. Me sobra insomnio para acordarme de los tiempos de Los premios, cómo fui dejando que la gente llegara al café, que por así decirlo se me presentaran con los “encantado” de práctica, sin tener la menor idea de lo que les iba a ocurrir, y después Rayuela saliendo poco a poco de una especie de caos en el que el capítulo del tablón fue precedido por otro que en ese momento era para mí el inicio del relato y que suprimí en la relectura final porque ya no tenía razón de ser, como una clave de bóveda que se retira al completar el arco; o todavía peor, 62 o el tanteo en plena oscuridad, ahí sí que llevó un rato conseguir que los niños se pusieran en fila, todavía me lo reprochan en diversos departamentos hispánicos de otras tantas universidades donde por lo visto los autores de tesis preferirían un poco más de divina proporción. Lo otro que vi muy bien esa noche, a falta de paisaje aviñonés, fue el retorno a los climas, a las maneras de otros libros míos, signo probable de cansancio, de estar al término del camino y mirar hacia atrás con los sus ojos tan fuertemientre llorando, y esto que hace unos años me hubiera parecido inaceptable, no por exigencia orgullosa de originalidad sino porque me sentía capaz de inventar nuevos rumbos sin apoyarme en los ya recorridos, lo sentí esa noche como un derecho bien ganado de volver a viejas casas, a antiguos jardines de lenguaje. A su modo el Libro de Manuel se interna por una ruta que nunca había sido la mía, cuenta una historia que pretende reflejar también nuestra Historia de esta misma mañana, busca lo mejor posible esa convergencia a la que se alude en la introducción. Cuando lo empecé hubiera querido un lenguaje mucho más inventivo, algo así como lo que paródicamente asoma en los neofonemas de Lonstein, sus boex, fortrán y mesín, sus tanteos mánticos a base de siglas; puesto que lo narrado proponía algunas exploraciones externas e internas que cada vez creo más imprescindibles en una teoría y una praxis revolucionarias siempre amenazadas de estatismo en sus diversas acepciones, no quería vedarme ninguna provocación en la escritura y por consiguiente en la lectura. Pero de entrada me di cuenta de que, paradójicamente, si éste era un libro de nuestro hoy y aquí, es decir de lo inmediato, no tenía sentido mediatizarlo en el plano de la experimentación y la escritura; el contacto más profundo se vería trabado precisamente por los medios puestos en práctica para establecerlo. Incorporar nuevos códigos expresivos (los estructuralistas pondrán aquí el vocabulario preciso) supone un tiempo más o menos largo por parte de los lectores, cosa que en este caso malograría la intención de inmediatez del libro, única razón de su escritura. Y así, por uno de esos curiosos funcionamientos del mundo de la comunicación, comprendí que sólo escribiendo “horizontalmente” podría transmitir sin demasiada pérdida los movimientos verticales de sentido, las interrogaciones de frontera. En los tiempos de Rayuela yo no tenía el menor apuro porque vivía al margen de lo histórico y sólo me interesaba una ontología, una búsqueda antropológica sin tiempo; por eso nada me vedó ir hasta mi propio límite en materia de escritura, puesto que el lapso entre ella y su camino en los lectores no tenía ninguna importancia. Manuel no puede esperar, desgraciadamente, y en este adverbio se descarga mi tristeza y mi resignación, el precio que debo pagar por algo que apunta a otras cosas que en el pasado; pero la alegría de pagarlo está también aquí, en el presente de estas páginas, y hoy me basta y me sobra.
     En fin, ya que me acuerdo de ese viraje al empezar Manuel, pienso también que tuve miedo y me interrogué en ese nivel que toca una ética, una conducta. Entonces qué, les vas a dar un plato cocinado, vas a escribir para lectores previstos, vas a caer en la trampa de la “realidad” contra la que no hace mucho te levantaste como polenta descuidada. Tuve que luchar contra una sospecha de facilidad (la peor que jamás podría tener en mí mismo), hasta que el mero escribir, seguir adelante, me fue dando razón y paz. Vi bien claro que Manuel vendría en argentino, en mi argentino que estará pasado de moda pero que todavía sirve para jugarse el pellejo cuando llega la ocasión, y que su lectura no reclamaría ningún código, ninguna grilla, ninguna semiótica especial; pero a la vez y entonces, dentro de ese ómnibus lingüístico accesible a cualquier pasajero de cualquier esquina, entonces sí apretar el fierro y acelerar a fondo, entonces sí hablar de tanta cosa que habría que vivir de otra manera (no forzosamente la de Manuel, que es una de las muchas posibles), buscando arrimos y tanteos, asomos a una visión más abierta dentro de la perspectiva revolucionaria, sin pretención de definir a un hombre nuevo del que tan poco se sabe, dejando apenas caer algunos sueños, algunas esperanzas en su camino futuro. Y como me resultaba vertiginoso y confuso, un galopar por tierras desconocidas, caballito argentino del idioma metiéndose en parajes poco cartografiados, entonces me busqué luces de ranchos amigos, ombúes que rompieran un horizonte tan incierto, me volví sin miedo a cosas viejas y por eso en Manuel hay algo de Rayuela, hay los bichos danzando alrededor del farol de 62, hay el que te dije que a su manera es un poco mi paredro, hay paseos por las galerías de París y vidrieras con muñecas, hay el absurdo deliberado de peludos y pingüinos que después de tantos años enlaza con la lotería de Los premios, hay gente que habla y vive como otras gentes ya hablaron y vivieron a través de mí como yo a través de ellas. Las consecuencias exteriores de todo esto son divertidamente previsibles: tantos que le reprocharon a cada nuevo libro que se saliera de la huella precedente, le reprocharán a Manuel que vuelva por ahí a viejas veredas. Pero Manuel sabrá encontrar a sus amigos entre los que leen porque viven y no entre los que viven porque leen.

A esta altura de la tormenta poco me importa que me traten de narcisista; a lo mejor tienen razón y entonces debería importarme todavía menos, porque cada uno es como es y nadie es mejor que el otro, según afirmó siempre mi tía. Hablo aquí de mí porque entiendo que esta experiencia que procuro pasar corto, como en el futbol, tiene un sentido extrapolable. No es fácil mentar ese sentido porque entonces a más de narcisista te tratan de piyado, pero de nuevo mi tía y avanti bersaglieri. En dos palabras (mentira, ya van tres): se me da que ningún escritor de veras puede ya montar un sistema propio y agazaparse en él. Se acabó el escritor araña, el escritor cangrejo ermitaño, el señor que frente al caos exterior reivindica un humanismo decimonónico, loable en su tiempo, pero pulverizado por los detergentes del vigésimo. Entonces, descubrir en diafragma propio que los nobles reductos huelen cada vez más a rancio, y que eso al fin y al cabo no es una catástrofe ni una derogación, comprender que escribir es hoy en día otra cosa que arrancar desde una especie de estatuto del intelectual, y que a la vez exige ser más escritor que nunca (porque aquí te veo venir, amiguito demagogo, contentísimo de lo que crees un triunfo de tanto compromiso vociferado por grupos, manifiestos y congresos, y aprobado por mayorías que reemplazan el talento por el número); irse a la montaña sin ser precisamente Zaratustra, a corregir unas pruebas de galera poco importantes, un librito generoso y atorrante como un buen tango, y decirse que a lo mejor no está mal contar lo que pasa, cómo el solitario de los años cincuenta comprende cada día mejor que escribir o corregir lo escrito no es solamente viajar de adentro para afuera sino que las afueras están ahí, como lo estaban para morder cada día en la ración de avance del Libro de Manuel, y ahora se siguen dando en la gente que viene a espiar a Fafner porque desde luego Fafner no es todavía un espectáculo frecuente en las provincias francesas, un auto de donde sale un ruido de máquina de escribir y un blues de Jimmy Rushing sin hablar de la puzza de unos canelones que se me quemaron; la gente asomándose, la música barroca o pop o quechua —de todo hay en las ondas francesas, me crea—, los boletines sobre los juegos olímpicos donde Mark Spitz, pibe, para qué te cuento. Cosas así le pasan a cualquiera que trabaja aunque nadie va a pretender que un novelista incorpore a cada párrafo, además de su tema, lo que le está sucediendo alrededor; a menos que —y aquí entro yo de nuevo, usted perdone y disculpe— eso que está sucediendo sea también materia y concomitancia del tema, convergencia misteriosa de acaecimientos y resonancias que suceden al tema y lo acompañan como esos perros o esos gatos que a veces se nos apilan en un paseo, nos siguen un rato con aire de gran adhesión y camaradería, para largarnos en cualquier esquina cuando se les acaba el inexplicable motivo por el cual nos habían adoptado.
      
Ahora me acuerdo de todo eso entre solitarios circos de piedra, a mitad de la subida a Saint-Rémy a Les Baux, y por una de las ventanillas de Fafner veo un paisaje absolutamente Paolo Uccelo, sus decorados de piedra que son puro cartón, de donde la industria sacaría alguna vez eso que justamente se llama cartón piedra, y entre esas plataformas angulosas, blanquísimas contra un fondo de vegetación mediterránea achaparrada y reseca, hay acostada sobre una meseta apenas para helicópteros una cosa verde y peluda que a la distancia es exactamente un dragón de Uccello, ese reptil entre mamboretá y tomadura de pelo que San Jorge mata sin el menor mérito en el cuadrito que guardan en el museo Jacquemart-André de París. Me acuerdo de un cuento de Pieyre de Mandiargues en que el protagonista, distraído en un alto del camino, ve de pronto en la hierba reproducirse a escala microscópica el combate de Tancredo y Clorinda; nada sería más natural que en este momento asomara un San Jorge lanza en ristre para repetir en el justo decorado y para el justo observador la pintura de Uccello. Ah, pero no ocurrirá porque Fafner y yo velamos por los dragones calumniados, sabemos que ningún hagiógrafo, por más sectario que fuera (es una antigua vocación dentro y fuera de las religiones) se atreve a escribir que el dragón le había faltado a la princesa de Trebizonda, solamente la tenía atadita a un árbol, parece, y seguro que le traía un menú completo tres veces por día y la desataba de a ratos para que la princesa se diera una vuelta detrás de los árboles a fin de rezar sus oraciones. Es cierto que en el cuadro de Carpaccio, por ejemplo, el dragón es bastante horrible y que el suelo está lleno de huesos, de tendones, una cabeza descarnada y un tronco de lección de anatomía, pero lo mismo la princesa sigue indemne, los muertos son puro decorado para tenerla quietita, en definitiva San Jorge hubiera debido informarse antes de meterle lanza al dragón que en la mayoría de esos cuadros tiene una cara marcadamente sorprendida, como diciendo pero qué carajo es esto, uno la tiene ahí como una palomita y mire lo que pasa. De acuerdo, velaremos toda la tarde, no sea cosa; en cuanto a vos, Fafner, me temo que Sigfrido te madrugó de puro confiado, acordate de lo que le pasó a nuestro Gatica cuando Perón lo mandó a sacarle el campeonato del mundo a Ike Williams, pelea que jamás se sabrá cómo pudo concertarse como no fuera a golpes de dólares y embajadas, y la víspera Gatica declarando que a ese negro de porquería lo iba a hacer moco (versión morigerada ad usum peyerreyis), con lo cual el tal negro se limitó a dejarlo venir y duérmase mi niño, duérmase mi bien, 40 segundos del primer round y a otra cosa, yo ya estaré viejo y lacrimoso pero cuando Firpo y Justo Suárez eran otros tiempos, dragoncito.
     Si me da por el box aquí se va a hablar de todo menos de Manuel, pero como diría el que te dije también hablar del box es hablar de Manuel, claro que depende.

Por ejemplo, hace poco la radio francesa transmitiendo el combate de Monzón y Bouttier, el chauvinismo basado como casi siempre en la ignorancia y en un complejo de inferioridad echándose aire a plena toalla, con lo cual esa noche teníamos a Bouttier que es bello, culto y con una nena de cuatro años, más otra que le anunciaron al final del combate porque como esperaba un varón eso podía minar su moral, y por el otro lado Monzón que sube al ring lanzando una mirada circular de desprecio al público francés (sic), que espera la iniciación del combate con un rostro inexpresivo y brutal de mestizo (soc), y que luego de haber vencido por abandono demuestra de todos modos que por sus venas corre la sangre indomable de los incas (sac), todo eso sin olvidar que cada golpe de Bouttier es una prueba de su talento y su valor mientras que los ataques del campeón mundial no hacen más que poner de relieve su furia homicida. (Me acuerdo de haber leído en una antología cubana un artículo sobre la famosa pelea en que Battling Siki liquidó a Georges Carpentier, mostrando que las reacciones de la época nacían del más puro y transparente racismo; lo más curioso de ese artículo me pareció su autor, un tal Ho Chi Minh que en los años veinte se ganaba la vida como periodista en París…)
      
A todo esto amanecía en Avignon y Fafner no se había caído al Ródano, por lo cual me lavé la cara, armé un rotundo nescafé y antes de volver a galeras, remero afanoso, me planteé por enésima vez el problema del tuteo y del voseo que ya la noche anterior me había jorobado mientras trabajaba. No puedo saber cómo le sonará a usted un diálogo del Libro de Manuel, yo mismo suelo reaccionar de diferente manera según las circunstancias. Sé que me fue imposible hacer hablar de vos a Francine, que es francesa, mientras que a Ludmilla le sale facilito porque habla en español y nadie la está traduciendo como a Francine. Parece trivial y sin embargo hay en esto un problema en el que nadie se siente cómodo. El que te dije, en tanto que argentino, hubiera podido hacer hablar de vos a Francine, pero comprendió que entonces Francine hubiera dicho otras cosas, frases bien traducidas en apariencia, pero con una especie de descolocación psicológica, una desnaturalización de la índole de Francine; cuestión de oreja, dirá alguno, e incluso cuestión de ojo puesto que todo lector escucha con la mirada. Aquí en París, donde paso del vos al tú cinco veces diarias, siento perceptiblemente la diferencia de carga que entrañan los dos tratos, y sobre todo la intransferibilidad de ciertas vivencias, su color, su sentido último. Me alegra que Ludmilla use el vos porque ella está de mi lado más vital, quiero decir que su palabra no solamente comunica sino que toca, dibuja, huele, es parte ya de esa relación amorosa que Andrés no alcanzará nunca con Francine, vista como del otro lado de los gemelos, distanciada por una incomunicación que empieza ya, sin que ellos lo sepan demasiado, al nivel de la óptica del idioma; y por eso tiene razón el que te dije cuando hace hablar de tú a Francine, pero la verdad es que no siempre resultó fácil a la hora de los diálogos apretados, de la última noche de Francine y Andrés en el hotel de Montmartre.

La lluvia había lavado el aire, un sol así de grande no parecía cierto después de la noche diluviana; decidí festejarlo yéndome a trabajar a las Dentelles de Montmirail, que alguna viejita giganta del pleistoceno bordó para la mesita de luz del horizonte en sus siglos de ocio. Encontré un refugio solitario antes de Malaucène y encendí el calentador del café y la radio, dos maneras de ponerse en órbita y evitar la tentación de trepar a los peñascos en vez de trabajar; entonces una canción de Serge Reggiani se cortó en dos y France-Inter anunció lo que acababa de ocurrir en Munich. Escuché, claro, con esa primera sorpresa de la inteligencia domesticada para la cual nada puede suceder en los juegos olímpicos que no sea garrochas, jabalinas y otras turbulencias deportivas; en el primer momento no asocié lo ocurrido con mis preocupaciones literarias y sólo por la tarde, mientras las noticias se sucedían inciertas y todavía esperanzadas, un diálogo de Marcos y Óscar me despertó a la coincidencia de las operaciones: aquí en Fafner había gente que reclamaría la liberación de presos políticos latinoamericanos a cambio del Vip, mientras la radio francesa pasaba cada cinco minutos de Frank Sinatra a Munich, de Juliette Greco a los fedayin, de Canonball Adderley a los rehenes israelís.
     A la espera de lo que pudiera ocurrir el galeote remó duro, por la tarde vio juntarse nubes ominosas sobre las Dentelles y se dijo que era bueno buscar un refugio más ciudadano para acampar, puesto que algo del susto del diluvio rodaniano le andaba todavía por el estómago. En la ruta de Vaison-la-Romaine empezó a tronar y a llover, llegué justo para localizar un terreno al pie de la ciudad vieja, sabiendo que si esperaba un minuto más Fafner empezaría a hacer de las suyas porque este dragón se pone ciego y tonto bajo el agua, no ve nada y tiende a aposentarse en lugares de donde lo sacarán carpiendo los gendarmes porque en Francia, señora, la ley es la ley y a ver sus papeles (en los que siempre hay una falla, una fecha vencida o aunque más no sea la sospechosísima circunstancia de que el dueño del auto nació en Bélgica, se declara argentino y tiene una carta de residencia francesa, sin hablar de la melena, la barba y los blue-jeans, te la debo con estos exilados).
     Como llover llovió, dándome tiempo para recibir una vez más al pingüino turquesa en Orly y asistir a la lenta desagregación de Andrés. La radio no tenía demasiado que decir, los periodistas franceses apostados en la ciudad olímpica miraban con prismáticos las ventanas de la casa del secuestro, se barajaban nombres, Septiembre Negro, la llegada de Willy Brandt, los contactos con Sadat, las reacciones en Tel Aviv y en el mundo árabe, negociaciones confusas, tiradores voluntarios de la policía. De cuando en cuando descansaba de las galeras, no porque estuvieran mal pues creo que jamás se imprimió algo mío con tanta amistad y ganas de que saliera bien desde el vamos, por lo cual es el momento de darles las gracias a Antonio y a Scanga, los dos tipógrafos de la imprenta porteña de Lucho Torres Agüero que se turnaron en la composición, sin hablar de Lucho que me escribió a Saignon para decirme que todo el mundo estaba haciendo lo más posible por Manuel, y de su hermano Leo que a pesar de ser otro de los malditos, relapsos, apátridas y traidores “exilados” argentinos en París, me agregaba una postdata de cronopio desde Buenos Aires. La verdad es que si no fuera por las razones “lineares” que he explicado al comienzo, hubiera pedido que se dejaran esas indicaciones de las galeras que cada tanto informan del cambio de linotipistas, TERMINA ANTONIO / SIGUE SCANGA, esa presencia humana a la distancia, ese contacto de los que están haciendo un libro con su remoto autor. Pero esta vez no podía, demasiada meresunda hay ya en Manuel para complicarle todavía más el capte a los lectores; y así, a la espera de noticias de Munich, las galeras seguían fondeadas en aguas profundas que sacudían a Fafner por todos lados con enorme cólera de este dragón nada proclive a humedecerse; mejor esperar un respiro pensando en otras cosas, lo del exilio por ejemplo, el minucioso montaje de una prensa pretendidamente progresista (lo de revolucionario nos quedaría grande a ella y a mí) que hace un par de años padeció de un conmovedor ataque de patriotismo al enterarse por unas líneas del Nouvel Observateur de París que acababan de darme la nacionalidad francesa (era un error pero no importa, ya me la darán uno de estos días), razón por la cual diarios como La Gaceta de Tucumán me tratan de escritor franco-argentino, cosa que me devuelve proustianamente a la farmacia Franco-Inglesa donde tantas veces en mi juventud fui a comprar geniol so pretexto de una morochita que al final nunca quiso tomarse la pastilla conmigo, malísima. Por supuesto nadie parece recordar que un argentino conserva su nacionalidad aunque por razones prácticas —muy prácticas, como lo saben bien mis amigos de aquí después de mayo de 1968— pida la ciudadanía francesa; es tanto más fácil ahogarse de indignación frente a algo que visto desde la más elemental perspectiva socialista es de una ridiculez absoluta, lo que no impide que numerosos revolucionarios de tintero sigan optando por la banderita y se olviden que a mi manera, desde lejos, fregándome en pareceres y directivas, he sido y soy tan argentino como los aullantes escandalizados por mi presunto doble pasaporte. Me niego, con no poca bronca de los que quisieran llevarme a su terreno más bien barroso, a polémicas que no sirven para nada, pero un solo caso puede servir para liquidar tanto veinticinco de mayo de whiskería nacionalista. A los que como la señora Silvina Bullrich (La Nación, of course, 2-7-72) ironizan sobre la presencia de mis libros en la muestra del Festival de Niza y se preguntan si se deberá a la aureola (sic) de haber nacido en Bélgica y de haberme hecho ciudadano francés (dale nomás), condiciones que no les son dadas a todos los argentinos (resic), no me queda más remedio que decirles que ni siquiera el resentimiento los provee de inteligencia, porque sólo lectores con el nivel mental de una gallina podrán creer que un origen belga y un pasaporte francés tengan algo que ver con los productos de la literatura, máxime cuando la que según parece organizó ese envío era la embajada argentina, que si algo no me tiene es cariño y por razones obvias en la medida en que ella y yo llevamos 21 años, con Perón, después de Perón y así sucesivamente, sin tener el más mínimo contacto, y ya se sabe que el cariño no nace del puro vacío aunque los trovadores hayan tratado de convencernos que sí. Claro que debía ser el segundo diluvio en Vaison-la-Romaine que me empujaba a la bronca (la electricidad y esas cosas), pero de golpe escampó, vi la ciudad vieja en lo alto con todas sus luces y me largué a dar una vuelta, a comprar unas latas para la cena, y al final me dejé tentar por una pizzería fragante y con manteles rojos, que son los que más les gustan a los cronopios, y cuando volví a Fafner eran las diez de la noche y France-Inter desde Munich señalaba los movimientos de la policía en torno a la casa del secuestro, sin que pudiera saberse si iba a dar el asalto o si se llegaría a un acuerdo después de diez horas de negociaciones. Por todo esto no me pareció demasiado insólito volver a mis pruebas y releer, a lo largo de un diálogo muy poco serio, los preparativos para el secuestro del Vip; claro que como en mi taller parecería que los clavos se remachan siempre por partida doble, en la siguiente tanda de noticias me llegó la del secuestro del director de la Philips en Buenos Aires; más que nunca, mientras trabajaba en las pruebas, me ganó una penosa sensación de distancia porque Marcos y Heredia y Susana ya estaban fuera de mí, eran esa letra impresa irrevocable, cuánto hubiera dado por entrar otra vez en el departamento de Patricio y darles las noticias, Munich y Buenos Aires, verles una vez más las caras, sentirlos pegados a este día como durante tantos meses los sentí próximos a mi lectura cotidiana de los diarios que les iba pasando para que la pobre Susana les tradujera a esos franceses cerrados que ni siquiera eran capaces de ser argentinos.

De Munich avisaban que los fedayin iban a salir de un momento a otro con los rehenes, rumbo a un aeródromo; parecía como si las negociaciones hubieran concluido y que el final de la historia fuera a ocurrir en otro país. Mejor dormir, entonces, Vaison estaba oscura y callada, tender la cama, fumar otro cigarrillo consultando el cielo, invocando a Pachamama para que me diera mucho sol el miércoles; creo que soñé con trenes, pero como casi no hago otra cosa a lo mejor estoy mezclando recuerdos, su barajita taimada.
     Uno de los episodios más terribles de Les chants de Maldoror es el de la lucha contra el sueño; aunque soy un gran dormilón no he podido acabar jamás con la mala conciencia que me viene de esas horas (¡un tercio de la vida!) en que nos replegamos a la nada, en que las cosas siguen ocurriendo en torno de nosotros como esa noche ocurrieron en Munich, y no porque yo desde mi dragón en el mediodía francés tuviera la menor posibilidad de incidir en ellas, sino por algo que abarca desde abajo la condición humana, la responsabilidad por darle un nombre.

Dormir es derogar todo testimonio, toda compañía, ese estar ahí que nos define cuando hemos asumido nuestra vida lo mejor posible. Como dar vuelta un espejo, cerrarle la puerta a un amigo, no ver el hambre en los ojos de un gato trepado a la ventana. La mañana del miércoles habría de multiplicar ese sentimiento de culpa que muchos encontrarían absurdo puesto que los de la vigilia bastan y sobran para tener jaquecas, hipo, fobias, y asma; apenas despierto, la radio me trajo la noticia de los dieciocho muertos de Munich, la increíblemente torpe carnicería cumplida por un dispositivo policial que razones de todo género permitían imaginar como uno de los paradigmas del género. Si el paisaje es un estado de ánimo, se comprenderá que me fui inmediatamente de Vaison-la-Romaine y que busqué un rincón en las colinas donde trabajar amargamente solo; lo encontré en un bosque de pinos, entre Malaucène y una aldea llamada Baudin, y como las galeras hablaban en ese momento de otra cosa que de la Joda y del Vip, me hizo bien encontrarme de nuevo con Andrés y Francine en ese restaurante de Montmartre donde Andrés dice una especie de poema. Sólo los demás descubren nuestras obsesiones más secretas, pero un escritor que se relee críticamente puede alguna vez ser también los demás; a mí me ocurre poco porque la inteligencia no es mi fuerte y los sistemas de relaciones que otros verifican inmediatamente, a mí se me dan sin saberlo; tienen que venir los críticos (no siempre profesionales) para mostrarme la recurrencia de ciertos temas en mis libros, el doble o el incesto, sin hablar de las chicas norteamericanas o danesas que producen tesis donde se muestra el camino que ha podido hacer en mí un texto de René Crevel o una máquina de William Hazlitt. Pero esto asoma aquí con demasiada claridad como para no ver, impreso y definitivo, que el poema de Andrés remite nuevamente a la Ciudad, a la vieja sumersión nocturna en hoteles llenos de pasillos y piezas corridas, en vagones de trenes donde interminablemente se busca a alguien que ya se habrá bajado o que no subirá nunca, pasajero terrible de la ausencia.
     A la espera de más noticias de Munich, tomándome un trago para despejarme los ojos donde el alfabeto bailaba un jerk con ayuda de esa música idiota de la radio que me ayuda a trabajar en estos tiempos, volví al sentimiento de la mala conciencia (dormirse mientras fuera suceden cosas que me tocan de cerca, cortarme solo en un dragón rojo mientras hay tanto que hacer, la lista es larga), y me pregunté la razón de Fafner, de estar en un bosque lejos de todo amigo como atmósfera más propicia para la corrección de las pruebas. Esa noche, mientras volvía a Saignon, hice un alto en casa de Claude y Gibbsy Tarnaud y les hablé de esas cosas tan poco explicables. Quizá, les dije, las exiguas dimensiones de mi casa-caracol, esos asientos que se vuelven cama mientras un lavabo para la higiene matinal y nocturna sirve a la vez de fregadero a la hora de los platos sucios, me ovillan en mí mismo, en un retorno nostálgico al útero materno; a eso podría agregarse la evidencia de la fiaca, tener la comodidad de un mínimo de comodidades al alcance de la mano, en Fafner se enciende la radio y el calentador y la luz sin moverse del asiento, los platos y vasos son de papel y se tiran, la comida es una lata que se calienta, la ducha y el shampoo quedan para la vuelta. Claude y Gibbsy veían sobre todo una razón estética, la búsqueda de paisajes diferentes, de incitaciones dentro de corrientes opuestas, la libertad de llevar su casa a cuestas por el mundo. Pero si en todo eso había mucho de cierto, quedaba el poso de la soledad voluntaria, de irme cada vez más de mi casa para no ver a nadie conocido, sentir con una mezcla de placer y de calambre que nadie sabía dónde estaba en ese momento, Robinson deliberado, autonáufrago en bosques y orillas de río. Para alguien que desde hace años ha asumido la necesidad y el deber de acercarse al prójimo no solamente desde la palabra sino insertándose en situaciones concretas que requieren otras formas de acción (aludo a Cuba, claro, pero hay otras geografías y otras historias que no es la hora de nombrar), este fafnerismo estival parece una recurrencia de tiempos estetizantes, la minuciosa organización de una vida de gabinete. Si algo puede rescatarme de una sospecha de recaída es, quizá, lo que estoy escribiendo; pero tampoco seré yo el que zanje la cuestión a la hora de los balances por cesación de negocio.
     Back to the galleys, then, porque he llegado a un pasaje que me hace gracia: la historia de los dólares falsos. Si muchas veces la lectura matinal de los diarios me cortó el hipo al advertir hasta qué punto un telegrama se integraba con eso que seguía desovillándose en mi máquina de escribir, la noticia de los dólares batió todas las marcas y tuve que hacérselo decir a Gómez y a Patricio, igualmente estupefactos y divertidos. Lo que ellos no podían saber es que al comienzo yo había esperado que la historia con mayúscula (digamos, su versión periodística que está lejos de abarcarla, pero es lo único que podemos aprehender contemporáneamente) golpeara seco y duro en la conducta de esa gente, y que me decepcionaba comprobar lo contrario, las noticias llegando como meros armónicos, paráfrasis u ondas concéntricas de lo que estaba ocurriendo en torno a la Joda. Y justamente entonces, después de haber inventado los dólares falsos y el viejo Collins y la agarrada a patadas en la rue de Savoie, Le Monde se descuelga con la noticia que reproduje facsimilarmente: dólares falsos, rue de Savoie (en Lyon y no en París, pero de todos modos, che). Wildeano como siempre he sido, poco podía costarme imaginar un búmerang imprevisto, una repercusión de Manuel en la realidad francesa; los bien plantados me dirán una vez más que esa patafísica no corre a la hora de los hornos, y yo los dejo decir porque si alguna cosa sé es que nunca encenderemos los verdaderos hornos sin echarle al fuego el deslumbrante kerosene de la paradoja y del absurdo.
     Me acuerdo que los huevos fritos me salieron más bien apelmazados pero que la cebolla era como uno de esos momentos del piano de Schumann en que la música se pone a saltar, hay un continuo brinco del sonido que fabrica la melodía como si una langosta espasmódica (todas son así) le indicara al músico los lugares más absurdos del pentagrama para fijar las notas, era una cebolla frita llena de altos y de bajos, partes dulces y partes saladas y sobre todo muchísimas partes picantes gracias a un chorro mal repartido de tabasco. Claro que la tregua no podía durar, a las cuatro de la tarde la transmisión directa desde Munich, la sustitución de los hechos desnudos por el encofrado retórico del sistema. Gobernantes, presidentes, reyes y reinas, y sobre todo primeros ministros, turnándose para decir en variados idiomas la consternación y el horror frente a la escalada de la violencia en el mundo y sobre todo en la ciudad olímpica of all places. Poco se sabía lo que realmente había ocurrido, y poco sabemos hoy aunque el mosaico ya esté bastante bien armado para el que sepa ver; pero eso no importaba frente a la rápida, la astuta, la eficacísima puesta en marcha del condicionamiento de la masa colgada de receptores y diarios. Inútil repetir la jerga conocida, todos habrán escuchado y leído conmigo; pero cómo no vomitar frente a los que lloraban sobre el micrófono por un atentado que interrumpía brutalmente “la tregua, la paz de los juegos olímpicos en esos días en que los pueblos olvidan sus diferencias y sus querellas”, textual, viejito. ¿Tregua, olvido de querellas? Hay que ser miserable para articular una frase parecida, hay que ser cínico para volcar sin el menor retaceo la culpa del terrorismo y su sangre en los grupos y los comandos que lo llevan a cabo; pero la máquina funciona bien, rápidamente se aprietan las teclas de la sensibilidad epidérmica, y entonces el genocidio cotidiano, Vietnam o Biafra, los ahorcados de Turquía y los fusilados de Irán, los 20 años de miseria y de vergüenza de los refugiados de Palestina, la exterminación sistemática en Guatemala, todo eso pasa a un plano nebuloso porque además el hombre es un animal que se cansa, que necesita cambiar de canal informativo; y los psicólogos del sistema han puesto a punto la diversión —en la doble, terrible acepción de la palabra— y cuentan con el conformismo, los bienestares pequeñoburgueses y obreros y campesinos (estoy escribiendo en Europa) que se repliegan asustados al menor temblor del piso, sin hablar de la línea reformista que también aprovecha de ese afincarse en la aurea mediocritas para condenar toda violencia. ¿Pero a quién le gusta la violencia por sí misma? ¿Le gustaba a Trotski, le gustaba al Che? Sólo los nazis (que constituyen para mí una especie de categoría mental fuera de todo periodo histórico y de toda localización nacional, desde los asirios hasta los SS) hallan en la violencia una especie de rescate de la debilidad; y si todo esto es primario y elemental, no me lo callo a esta hora en que France-Inter continúa explicando por boca de embajadores y ministros que sólo una acción concertada de los estados podrá poner coto al terrorismo; de una manera mucho más honda y más justa que yo lo dijo en su día la mujer de Mario Alves de Souza Vieira, torturado a muerte por los gorilas brasileños, en la carta que Heredia le dio a Susana para el álbum de Manuel, y ahora que precisamente corrijo esa página me saltan a la cara las palabras que nadie recordará esta noche en los noticieros de France-Inter: “Es necesario darse cuenta de que la violencia-hambre, la violencia-miseria, la violencia-opresión, la violencia-subdesarrollo, la violencia-tortura, conducen a la violencia-secuestro, a la violencia-terrorismo, a la violencia-guerrilla; y que es muy importante comprender quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan la miseria o los que luchan contra ella…” En esta amargura y esta náusea me alegra haber encontrado esa carta, habérsela dado a Heredia para que también Manuel pueda leerla algún día. Y también por eso, antes de devolver las galeras corregidas a Buenos Aires, agregué una postdata a la nota preliminar donde una sola palabra bastaba para resumir el resto: Trelew.
     Así, desde un balcón sobre las tumbas, desde una lenta angustia infiltrándose más y más en el sentimiento de maravillas con que siempre vi llegar los mensajeros de lo extraño, las señales de un mundo otro, me ha tocado de nuevo vivir un juego de coincidencias que sólo los hipócritas encontrarán casuales, corregir las pruebas de un libro donde a cada página venían a pegarse, falenas monstruosas, las noticias que lo confirmaban y lo justificaban. Cuando volví esa noche a Saignon, todas las inquietudes en el plano literario, que por escrúpulo profesional me habían asediado a lo largo de la escritura, cedían lugar a un sentimiento de conformidad, de acatamiento. Sé que nunca bajé la guardia mientras escribía el Libro de Manuel, y que las falencias y las torpezas no derivan de lo que ahí inventé sino de mis defectos de escritor. Cocodrilos diversos lamentarán una temática que para esos saurios es un retroceso lamentable en alguien que, mientras escribía ficciones puras, les daba una de sus ansiadas cuotas intelectuales cotidianas; esto ni siquiera será nuevo, porque no he olvidado algunas críticas argentinas de Todos los fuegos el fuego para quienes los relatos eran impecables salvo, claro está, “Reunión”. En cuanto al contingente que se alzará contra el tratamiento literario del tema de este libro, entendiendo que incluso en una novela las cosas no pudieron ocurrir jamás de esa manera, los devuelvo a las noticias que sigo escuchando por la radio y leyendo en los diarios, la masacre en el aeródromo de Munich. Sé que el asalto al chalet de Verrières y la liberación del Vip son de un absurdo total; me gustaría que alguien me explicara mejor lo que sucedió en Munich esa noche, y cómo sucedió. Ahora se dice que hasta Moshe Dayán estaba entre los policías alemanes. Vamos, viejo. –Saignon, 14 de septiembre de 1972
© Ugné Karvelis

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