Conversación con Vladimir Nabokov: Entre el fuego y el hielo

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Llegamos en febrero. Los laureles de invierno y los sauces desnudos daban una apariencia aún más melancólica al camino que bordeaba el lago. Se tenía la extraña sensación de caminar dentro de una vieja fotografía. Nos dirigimos a Nabokov para avisarle que ya estábamos ahí y también para decirle que el material que nos había proporcionado era insuficiente. La entrevista (ahora para el Programa del Libro de la BBC2) siguió una ruta precisa: el día anterior a la cita se enviaron las preguntas, se aguardó a que llegaran las respuestas ya redactadas, y sólo fue necesario sentarse frente a la cámara y servir la entrevista, como si se tratara de una rebanada de pastel. Pero tenía que ser un programa de 25 minutos y nos faltaba material.
     Nabokov había estado muy enfermo. Cuando entró a uno de los salones del hotel Montreux Palace, en Suiza, llevaba un bastón, estaba pálido y el cuello de la camisa le quedaba una o dos tallas demasiado grande. Lo acompañaba su esposa. Ella también había estado mal de salud. Me sentí un poco asustado —no sé bien por qué— y, para mi asombro, tras conversar unos minutos y expresarle lo agradable que era saber que la entrevista ya se había llevado a cabo —congelada en el papel antes del arribo de las cámaras, lo que impedía la posibilidad de cualquier evento inesperado—, la señora Nabokov me dijo en voz baja:
     —¿Está usted asustado?
     Me incorporé de un brinco, respondí:
     —No, claro que no, en lo absoluto.
     Pero supongo que al aceptar la premisa de una pregunta tan extraña esa mentira era una respuesta a mí mismo.
     En cuanto a la extensión de la entrevista resultaba claro que Nabokov había dicho todo lo que quería decir, y no quería decir más. Así es que se decidió que leyera un poema y, de inmediato, lo sopesó en términos de tiempo, como un chef que calcula sus ingredientes en cucharadas de extraordinaria precisión:
     —Tantas estrofas a tantos segundos por estrofa… digamos quince estrofaspronunció Nabokov.
     —No, son doce estrofas. Doce —intercedió la señora Nabokov—. Treinta segundos por estrofa, multiplicado por doce, nos da otros seis minutos. Sí, creo que será suficiente.
     No se nos permitió entrar a las habitaciones de los Nabokov: seis cuartos en el último piso del hotel, áticos, como Nabokov los llamó con sequedad. Se nos excluyó bajo pretexto de que no había suficiente espacio, pero habría resultado inverosímil que un hombre dedicado a mantener al mundo a raya no hubiera defendido su privacía. De modo que se desarrolló una tenue incomodidad. La nuestra era una visita de negocios pero ellos vivían en el hotel, así que cuando Nabokov dijo: “Podríamos ir al bar, si quieren ofrecer un trago”, pensé que había querido decir: “si quieren que les ofrezca un trago”. No es que resultara imposible preguntarle a un escritor que se esforzaba siempre por ser preciso qué es lo que en realidad había querido decir, sino que tenía la sensación de que los Nabokov estaban incómodos.
     Bebimos algo de vodka (“Crepkaya, si es para el señor Nabokov”, murmuró el camarero), y Nabokov dijo que quería vodka cuando filmáramos la entrevista al día siguiente: “pero como no quiero que el público se lleve la falsa impresión de que soy un alcohólico, hay que ponerlo en una jarra.” En resumen esto significaba que la enfermedad lo había debilitado, y que la cámara y las luces lo harían aún más.
     Al día siguiente las cámaras iluminaron una habitación del Montreux Palace. Nabokov se sentó en una de esas mesas doradas y colocó sus apuntes contra la jarra de vodka. Las preguntas se sucedieron como imagino que los actores isabelinos desarrollaban sus diálogos: con movimientos ceremoniosos y una secuencia de inflexiones convencionales, o espontaneidad simulada. Ni Nabokov ni yo intentamos la mímica: nos colocamos las tarjetas a la altura de los ojos y leímos en voz alta las palabras que ya habíamos intercambiado en el papel. Cuando todo terminó, conduje a mi compañero de baile de regreso a su asiento, me puse los lentes y leí las palabras: “Gracias, señor Nabokov…”
     A lo largo de la entrevista su esposa permaneció sentada en una esquina del cuarto, en absoluto silencio y con las manos apoyadas sobre el bastón. Pero mientras estuve frente a Nabokov sentí su presencia todo el tiempo. También percibí su abstracción: él era el objeto absoluto de su afecto. Los Nabokov abandonaron el cuarto con lentitud y me pareció que regresaban a un juego de ajedrez inconcluso.
     Antes que nada, don Vladimir, y para no provocar su ira, ¿Cuál es la pronunciación correcta de su apellido?
     Digamos que en ruso hay muchos nombres que a primera vista parecen sencillos, pero cuya ortografía y pronunciación le tienden extrañas trampas al forastero. Le llevó dos siglos al apellido Suvarov deshacerse de la descabellada “a” intermedia: debe de ser Suvorov. Los cazadores de autógrafos norteamericanos que profesan conocer todos mis libros —aunque con gran prudencia evitan mencionar sus títulos— hacen toda clase de trucos con las vocales de mi apellido, tantos como lo permiten las variantes matemáticas. Me conmueve en especial “Nabakav” por las letras a. Los problemas de pronunciación caen dentro de un patrón menos errático. En los campos de juego de Cambridge mi equipo de futbol me llamaba “Nabkov”, o me decían “Macnab” de broma. Los neoyorquinos tienden a convertir la o en ah y pronuncian mi apellido “Nabarkov”. La aberración “Nábokov” es la favorita de los empleados del servicio postal. Pero me llevaría demasiado tiempo explicarles cómo pronunciarlo, así que me he conformado con un eufónico “Nabókov”, con el acento en la vocal intermedia. ¿Quiere intentarlo?
     Usted concede entrevistas bajo el entendido de que no serán espontáneas. Este admirable método garantiza que no haya parches tediosos. ¿Podría decirme por qué tomó esta decisión?
     Hablo con torpeza, hablo muy mal, hablo pésimamente mal. La grabación sin corregir de una de mis conferencias difiere de mi prosa escrita tanto como un gusano difiere de un insecto hecho. Como dije alguna vez: pienso como genio, escribo como autor de prestigio y hablo como un idiota.
     Siempre ha sido escritor, ¿recuerda cuál fue el primer impulso que lo condujo a la escritura?
     Tenía quince años, los lirios estaban en flor; había leído a Pushkin y a Keats; estaba locamente enamorado de una muchacha de mi edad; tenía una bicicleta nueva con manubrio reversible que podía convertirse en bicicleta de carreras (marca Enfield, lo recuerdo). Mis primeros poemas eran desastrosos, pero entonces le di vuelta al manubrio y mejoraron. Sin embargo, me llevó otros diez años darme cuenta de que la prosa era mi instrumento verdadero; la prosa poética, en el sentido especial de que dependía de comparaciones y metáforas para expresarme. De 1925 a 1940 estuve en Berlín, en París y en la Riviera Francesa. Después fui a los Estados Unidos. No puedo quejarme de que los grandes críticos me hayan relegado aunque, como siempre, y al igual que en todas partes, siempre hay uno o dos canallas fastidiándome. Me divierte el que en años recientes los cuentos y las novelas que aparecieron en inglés en los sesentas y setentas, hayan recibido una acogida mucho más calurosa que en Rusia hace treinta años.
     ¿Alguna vez ha fluctuado la satisfacción que le produce el acto de escribir? Me refiero a si ahora es más o menos fuerte que antes.
     Ahora es más fuerte.
     ¿Por qué?
     Porque ahora el hielo de la experiencia se mezcla con el fuego de la inspiración.
     Además del placer que le brinda, ¿cuál cree usted que sea su tarea como escritor?
     La misión de este escritor es el simple acto subjetivo de reproducir con tanta fidelidad como sea posible la imagen del libro que tiene en su mente. El lector no tiene por qué saber y, de hecho, no puede hacerlo, cuál es esa imagen, no puede distinguir qué tan fiel es el libro a la idea que el autor tiene en su cabeza. Es decir, el lector no tiene por qué molestarse con las intenciones del autor, y al autor nada le importa si al comprador le gusta lo que consume.
     ¿Podría darnos una idea de cómo es un día de trabajo para usted?
     A últimas fechas ese patrón se ha vuelto más borroso e inconstante. Cuando llego al apogeo de un libro trabajo el día entero y maldigo los trucos que me juegan los objetos, los anteojos perdidos, el vino derramado. Pero ahora hablar de mi día de trabajo me parece menos interesante.
     Un hotel es un refugio temporal y, sin embargo, usted ha decidido convertirlo en permanente.
     He jugado con la idea de adquirir una villa. Imagino la comodidad del mobiliario, la eficiencia de la alarma contra ladrones, pero me es imposible visualizar al personal adecuado. Los viejos criados necesitan tiempo para envejecer, y me pregunto cuántos quedarán todavía a mi disposición.
     Alguna vez ha considerado volver a los Estados Unidos. ¿Lo hará?
     Regresaré a la primera oportunidad. Soy indolente y perezoso, pero estoy seguro de que volveré con afecto. La emoción que me provocan ciertos paisajes de las Rocallosas es sólo equiparable a la de los bosques rusos que jamás veré otra vez.
     ¿Suiza es un país que le ofrece ciertas ventajas, o es simplemente un lugar sin desventajas?
     Aquí los inviernos pueden ser muy deprimentes y mi viejo galgo ha desarrollado muchas enemistades con los perros de la localidad, pero, a no ser por eso, es un buen sitio.

     Piensa y escribe en tres idiomas. ¿Cuál prefiere?
     Sí, escribo en tres idiomas, pero mi pensamiento está hecho de imágenes. En verdad no tengo preferencia. Las imágenes son puras y, sin embargo, cuando ese cine mudo comienza a hablar uno reconoce el idioma. Durante la segunda mitad de mi vida casi siempre fue el inglés, mi propio tipo de inglés, no la variedad de Cambridge, pero aun así no deja de ser inglés.
     ¿En algún momento le pide a su esposa que critique sus libros?
     Cuando el libro está casi terminado mi esposa revisa una copia que aún está húmeda y tibia. Por lo general me hace pocos comentarios, pero siempre muy precisos.
     ¿Usted se relee? Y, de ser así, ¿qué siente?
     Me releo con fines estrictamente utilitarios. Debo hacerlo cuando corrijo un ejemplar de bolsillo que está plagado de erratas o cuando tengo que controlar una traducción, pero hay ciertas recompensas. En algunas especies de mariposas, poco antes de nacer, las alas de la mariposa que todavía está en estado de pupa comienzan a delinearse en exquisita miniatura a través de los élitros de la crisálida. Cuando me sumerjo en libros que escribí en los años veinte experimento la visión patética de un futuro iridiscente que se permea a través del cascarón del pasado. De pronto, en una fotografía deslustrada parece advertirse un toque de color, el esbozo de una forma. Digo esto con una modestia enteramente científica, no con la presunción del arte que madura.
     ¿Ahora qué autores lee con placer?
     Estoy releyendo los maravillosos versos y la patética correspondencia de Rimbaud. También un compendio de chistes soviéticos increíblemente estúpidos.
     Usted alaba a Joyce y a Wells. ¿Podría señalarnos por qué son tan especiales?
     El Ulyses de Joyce pertenece a un sitio aparte dentro de la literatura moderna, no sólo por la fuerza de su genio sino por la novedad de su forma. Wells es un gran escritor pero hay muchos otros que poseen su misma grandeza.
     La intensidad con la que aborrece las teorías psicoanalíticas de Freud en ocasiones me recuerda la agonía del que ha sido traicionado. ¿Alguna vez lo admiró?
     ¡Qué teoría tan extraña! Siempre detesté al matasanos vienés. Solía acecharlo en oscuros callejones del pensamiento y ahora jamás podremos olvidar la visión del viejo Freud aturdido, tratando de abrir la puerta con la punta de su sombrilla.
     ¿Podría describir el proceso desde que se persigue una mariposa hasta que se exhibe en una colección?
     Sólo se exhiben las mariposas comunes, polillas llamativas de los trópicos que se colocan en un cajón polvoriento entre la máscara primitiva y el vulgar cuadro abstracto. Los ejemplares excepcionales y valiosos se guardan en cajones con cubierta de vidrio en los gabinetes de los museos. En cuanto a cazarlas, perseguir a una belleza que nunca ha sido descrita, y que se desliza sobre las rocas, es una experiencia arrobadora, pero también resulta sumamente divertido encontrar una nueva especie entre los cuerpos desmembrados de los insectos, dentro de una vieja lata de galletas que un marinero envió desde alguna isla remota.
     Siempre siento un leve vértigo al recordar que Joyce pudo haber sido sólo tenor. ¿Tiene usted la sensación de haber rozado algún otro papel? ¿Qué sustituto le sería soportable?
     Siempre he guardado algunas credenciales en caso de que la musa falle. En primer lugar, entomólogo que explora junglas famosas; luego, gran maestro del ajedrez; campeón de tenis con un servicio incontestable; portero que detiene el tiro legendario; y, al final, en último sitio, autor de una serie de escritos desconocidos —Pálido fuego, Lolita, Ada—, descubiertos y publicados por mis herederos.
     Alberto Moravia me dijo que está convencido de que cada autor escribe sobre un solo tema; que tiene una sola obsesión que desarrolla una y otra vez. ¿Está usted de acuerdo?
     No he leído a Alberto Moravia pero, en mi caso, el pronunciamiento que cita usted está muy equivocado.
     Al tigre del circo no le obsesiona su torturador, mis personajes se encrespan cuando me acerco con mi látigo. He visto a una avenida entera de árboles imaginarios perder sus hojas ante la inminencia de mi paso. Si es que tengo obsesiones me cuido bien de no revelarlas por escrito.— Traducción de Laura Emilia Pacheco© William Morrow and Company, Inc.

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