Cataluña y los intelectuales incomparecientes

Félix Ovejero recibió el XVIII Premio a la Tolerancia. En su discurso de recepción, que aquí reproducimos, alentó a los filósofos a terciar en política, denunció la sentimentalidad de la nueva oleada independentista y expuso cómo la distorsión de las palabras por parte de los nacionalismos nos ha llevado a la actual situación.
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Si no estoy equivocado, ni en la historia ni en la aritmética, el Premio a la Tolerancia llega a su decimoctava edición. Ya son años tolerando, a qué negarlo. A la vista de cómo está el patio, o los balcones del patio, de las calles, abanderadas, quizá debamos reconsiderar su nombre y llamarlo Premio a la Cataluña Sensata o, si nos tomamos en serio la estadística y contamos en su exacto número las banderas, Premio a la Cataluña Real. La que nos escamotean. Que ya sabemos que el nacionalismo tiene una relación algo difícil con la realidad. Infrecuente.

En todo caso, lo primero, lo debido, es dar las gracias al jurado por pensar en mí. Inmediatamente después debo decir que “ya tocaba”. Sí, ya tocaba. Cada año, después del buen rato compartido entre conciudadanos razonables –que no se ajustan al promedio habitual–, me iba de esta sala con cierta decepción: “mecachis, tampoco esta vez”.

Aclaro. No he dicho “ya me tocaba”, sino “ya tocaba”. Mi lamento no respondía a que yo pensara que ya era hora de que corriera el escalafón hasta alcanzarme a mí. Hay bastantes personas con más méritos que yo para obtener el premio. Incluso en una segunda ronda. Si esto fuera como los Oscar, donde se puede premiar varias veces a la misma persona, correríamos el peligro de que siempre lo ganara Francesc de Carreras. El lamento no se refería a mi persona sino a mi gremio. Lo que quería decir es que quizá ya era hora de que le tocara a un filósofo político o, al menos, a un aficionado a la filosofía política. Caramba, que la tolerancia es un asunto de nuestra jurisdicción. Ya saben, Voltaire, Locke y esa tropa.

Sin embargo, tras una mínima meditación, se impone reconocer que la culpa de esa omisión no radicaba en los premiantes sino en los potenciales premiados. Quizá, después de todo, no es tan raro que yo sea el primer filósofo –o más o menos filósofo– de la política que recibe el premio. Tiendo a pensar que su generosidad responde más que a mis méritos a que han acabado por pensar: “no encontramos otro a mano”. Y es que los teóricos de la política somos un gremio extraño. No nos interesa la política. Algo bastante raro, como un gastrónomo anoréxico o un sommelier abstemio; como un individuo cuyo único trato con el sexo se acaba en la lectura del Kamasutra, sin pasar nunca a mayores, como si le repugnara el contacto con el cuerpo humano.

 Esa impresión ofrecen mis cofrades. No se sienten capaces de opinar con claridad sobre el bilingüismo, las políticas de normalización o la secesión, aunque, eso sí, tienen opiniones rotundas y muy formadas –y hasta discuten acaloradamente– sobre cosas como las implicaciones morales de la teletransportación, los hipotéticos derechos de los robots o el valor de un paisaje que nadie puede llegar nunca a contemplar. Pura filigrana. En política parecen aplicados seguidores de la doctrina franquista, de aquel Franco que decía: “joven, haga como yo, no se meta en política”.

Eso algunos. Otros solo opinan a favor de corriente, acompasan sus convicciones a lo que dicte el medio, la tribu, el editorial de su periódico de referencia, su particular profeta de las ondas o, lo que es más llamativo, el secretario general de un partido político. Porque, asómbrense, muestran una enorme confianza en los políticos, en los suyos. Cierto es que a algunos eso se les cura cuando ven a los políticos de cerca, cuando descubren cómo y por qué toman las decisiones. Si se dan hasta plagios, como les sucedió hace unos años a los socialistas canarios que, internet mediante, copiaron el programa de Ciutadans, ese mismo que calificaban de facha sus correligionarios de por aquí. Cuando se ven esas cosas, en la vecindad de la política real, es normal que la fe flaquee. Aunque les confesaré que, en lo que atañe a cuestiones teológicas, a mí me sucede exactamente lo contrario: cuanto más conozco a los políticos, más se debilita mi ateísmo. A decir verdad, los políticos son mi única razón para suponer que debe existir Dios. Piénsenlo un instante: si esto no se ha hundido estando en manos de quienes estamos es porque definitivamente alguien en el más allá vela por nosotros. No se explica de otro modo. Claro que entenderán que últimamente tenga más razones para afirmarme en mi ateísmo.

El comportamiento más común entre los filósofos de la política es el desinterés por la política. Incluso les asombra que algunos busquemos en la teoría un instrumento para orientarnos en lo que verdaderamente importa, la vida. Pareciera que en su sentir uno puede leer libros de cocina sin acabar entre pucheros o entretener la vida con la lectura de un manual de sexo sin rozar un solo cuerpo, ni siquiera el suyo. Cuando les adviertes esa circunstancia, te miran como a un bicho raro. Me pasó hace poco. Uno de los mejores filósofos del derecho de este país, buen amigo, persona generosa y de pensamiento sutil, entre bromas y veras me preguntó que cómo era posible que yo, con la cabeza que tenía, perdiera el tiempo con el nacionalismo, un asunto intelectualmente menor. Solo le faltaba añadir, parafraseando a Arcadi Espada, “con lo que tú podrías haber sido”. En su descargo he de decir que él ha hecho política en serio, y con sus artículos en la prensa ha terciado, para decirlo con Mairena, en “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” con la intención de contarnos “lo que pasa en la calle”. El problema de mi amigo es otro: es de Madrid. Y es que tienen razón nuestros nacionalistas, el problema es Madrit, pero no por las razones que alegan ellos –porque en Madrit se pasen las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio pensando en cómo amargarnos la vida a los catalanes–. En realidad, el problema es que a los de Madrit los catalanes les traemos sin cuidado, no pierden un minuto pensado en nosotros, no reparan en que nuestros problemas son los problemas de todos.

Aunque hayan premiado a un filósofo con ganas de terciar en política no les voy a dar la tabarra con sesudas disquisiciones sobre qué es la tolerancia. Bueno, un poco, después de todo alguien ha de cuidar el honor gremial. La tolerancia, como aquel otro, es un concepto discutido y discutible, por razones lógicas, porque si es discutido es que es discutible, por lo mismo que lo que es visto es visible, y, sobre todo, por razones pragmáticas, prácticas, en el sentido no filosófico de la palabra: ¿de qué vamos a vivir los filósofos si no es de discutir sobre conceptos? Con todo, a pesar de ser discutido y discutible, hay doctrina compartida. En lo esencial hay acuerdo en que la tolerancia es un concepto derivado, subordinado a otra cosa. No hay tolerancia a pulso, no se tolera sin más, sino que siempre se tolera algo, algo con lo que se está en desacuerdo –no se tolera lo que nos parece bien–, pero, a la vez, se asume que debemos aceptarlo en nombre de principios más fundamentales. A partir de ahí comienza la discordia. Si para unos la tolerancia equivale a un reconocimiento entre iguales, recíproco, para otros consiste en que el grupo dominante señorea las instituciones y la vida pública, a la vez que acepta –consiente– que los demás vivan a su aire en un gueto, en una suerte de reserva india de su propia identidad, sin salir de sus veredas.

En todo caso, incluso en sus peores versiones, en cualquier idea de tolerancia coinciden un par de circunstancias que ni por asomo podemos reconocer en nuestro entorno más inmediato: que la mayoría es la que “tolera” a la minoría y que a los perdedores, aunque se los ignore en la vida pública e institucional, se les deja respirar en su particular parque temático. En nuestro caso, ni una cosa ni otra: es la minoría la que ostenta el monopolio del poder, como muestran los estudios sobre los apellidos o la lengua materna, que confirman que los que mandan se parecen a los ciudadanos como un huevo a una castaña y, lo que resulta más delirante, que los perdedores ni siquiera pueden coger aire en su propio ecosistema, hasta el punto de que acaban por sentirse extraterrestres, una patología, como sucede con ese nada despreciable número de conciudadanos, literalmente enajenados, que nos dicen que su propia lengua no es su lengua propia.

Vamos, que de tolerancia ni media, aunque se invoque el concepto. Se manosea hasta ensuciarlo, como ha sucedido con democracia, moderación, convivencia, nación, igualdad, autogobierno, pluralidad, discriminación positiva y tantos otros. Ahora mismo Mas decora sus desatinos con la coletilla “democrático y pacífico”: sus desafíos a la ley son “democráticos y pacíficos”; la voluntad del pueblo catalán, de la que oficia como oráculo, es “democrática y pacífica”. Han maltratado tanto las palabras que han conseguido que nos acerquemos a ellas con prevención, como si pudieran contaminarnos con las toxinas inoculadas. Quizá esa ha sido la mayor victoria del nacionalismo, la que le ha permitido escamotear su condición irreparablemente reaccionaria en un celofán de buenas palabras. Pura filfa retórica. Su terreno natural. Porque, no nos engañemos, los nacionalistas han apelado poco a las razones. Lo suyo es el sentimiento, las emociones. Que lo justifican todo, hasta lo injustificable. En los últimos tiempos nos lo repite a diario el presidente de la Generalitat, ese mismo que juró –o prometió, que siempre me hago un lío– cumplir y hacer cumplir la Constitución: ningún texto constitucional podrá contener el sentimiento nacional de los catalanes. Vamos, como el que alega que “la maté porque era mía”. ¿Qué es la ley, resultado de las decisiones democráticas, comparada con los sentimientos, sobre todo, los sentimientos “pacíficos y democráticos”? Una bagatela, chuminadas.

Parece, pues, que se trata de sentimientos. De eso sé un poco, en la parte alícuota que me corresponde como miembro de la especie humana, y, también, un poco más, como investigador del asunto. A la luz de la vida y los libros he de decir que los sentimientos del nacionalismo son un tanto desconcertantes. Los sentimientos son unos bienes extraños, muy distintos de los bienes de consumo, de los que encontramos en el supermercado: cuando se les pone precio se convierten en otra cosa; incluso desaparecen. Si me cobras por una conversación, no estamos entre amigos. Si es por una caricia, no hablamos de amor, sino de otro asunto. Lo que contaba el bolero: el cariño verdadero ni se compra ni se vende. Pues bien, ahora hemos descubierto que los nacionalistas, después de tanto tiempo con el “reconocimiento”, “la desafección” y el “no me ajuntas”, en el fondo estaban hablando de dinero, que sus sentimientos tenían un precio. Los de Madrid venga arrumacos, con delicadeza, evitando rozar su sensible piel, templando el gesto ante los insultos, y, ahora, cuando estaban ya exhaustos de tantas demostraciones de amor, descubren que la relación tenía un precio, que no era amor, sino otra cosa, con otro nombre. Claro que ya habían proporcionado alguna pista cuando pasaron del problema del reconocimiento al del “encaje”, del encaje de Cataluña. En aquel momento deberían haber caído en que los nacionalistas no buscaban amantes, sino mamporreros, los especialistas en encajes.

Pues bien, hablemos del precio. Cansa mucho, desde luego; sobre todo en estos tiempos. Apenas acabamos de llegar a segundo curso de finanzas –cuando, mal que bien, empezábamos a saber de agencias de calificación, primas de riesgos y bonos a diez años–, y ahora nos dicen que tenemos que apuntarnos a un curso de contabilidad y balanzas fiscales: que si flujos monetarios, bienestar, neutralizadas, con IVA y demás. Hasta de concesiones de autopistas. Oiga, que yo lo que quiero es leer poesía. Lo dicho: con lo que podríamos haber sido.

Hemos perdido ya tanto tiempo en discutir tonterías que no viene de uno o dos años más. Así que echemos cuentas, no sin antes advertir que el lenguaje de la contabilidad es particularmente perverso. En los asuntos que nos interesan, en la nación de ciudadanos libres e iguales, está viciado por principio. Sucede como con el amor, que la indecencia arranca en el mismo instante en que se formula la pregunta: “¿y qué gano yo con esto?”. En nuestro caso, cuando la pregunta aparece se puede dar por terminado el limpio vínculo que une a la democracia con las decisiones más justas: el compromiso compartido con el interés general. Una comunidad política no es un fondo de inversión. Entre conciudadanos no cabe la contabilidad sino la justicia.

Lo hemos repetido hasta la fatiga: todas y cada una de las “denuncias” que los nacionalistas arrojan a cuenta del supuesto expolio español las podríamos hacer, dentro de Cataluña, a cuenta de las relaciones entre comarcas. ¿Le conviene al Valle de Arán, la comarca más rica de Cataluña, compartir comunidad política con el Baix Llobregat, la Selva o el Anoia, las más pobres? ¿Por qué no desprenderse de ellas? Y ya puestos, por qué no entramos en detalle y hacemos una lista con nombres propios, de personas “desechables”, para decirlo con la precisa y atroz calificación con la que en Bogotá se conoce a los mendigos. Si los nacionalistas no hacen esas cuentas, si sus balanzas son de vuelo limitado, es porque, sencillamente, los principios de igualdad y justicia no alcanzan a sus conciudadanos. Para ellos, unos, los de su etnia –de su supuesta etnia– son los suyos y los otros no. Como el que no paga impuestos “por el bien de su familia”. Con los demás, solo si salen a cuenta. Nada más lejano de la democracia en su sentido más genuino. No es el compromiso con el Estado –el instrumento de realización de los principios de libertad, igualdad y fraternidad–, sino el vínculo de la víscera, la comunidad de la identidad, de la identidad inventada. Con los otros, la única relación que entienden es la de sociedad anónima, el interés o la amenaza, la que unía al dentista del chiste con su cliente: “doctor, no nos vamos a hacer daño”.

Como muchas voces, mudas cuando se entonaba la cantinela de la identidad, se han unido al coro para entonar “España nos roba”, quizá haya que dirigirse a ellas también, aunque solo sea para decirles que su contabilidad es incompleta, que, si quieren ser precisas, si se toman en serio la verdad, tienen que ampliar el foco. Las cuentas correctas –para decirlo en el léxico de los economistas– se han de hacer teniendo en cuenta el coste de oportunidad. Lo que me cuesta una actividad es aquello a lo que renuncio cuando opto por ella. Por ejemplo, ustedes están pagando el alto precio de dejar de emplear este rato en otras actividades, seguramente provechosas, algo que en verdad les agradezco. Cuando las cuentas se hacen debidamente, la fábula muestra su exacta condición.

Valorar la independencia no es contrastar la situación actual con lo mismo pero sin “desequilibrios fiscales”. Esa comparación tiene tan poco sentido como esa otra, tan del gusto de los liberales de las ondas, que fantasean con lo bien que nos iría cobrando nuestro sueldo sin pagar impuestos. Si los liberales del desayuno olvidan que mis ingresos no son independientes de un paisaje institucional y legal que los hace posibles, ese que pagamos con los impuestos, los nacionalistas escamotean que los ingresos de los catalanes tienen como condición de posibilidad nuestro Estado compartido.

La Cataluña con la que debemos contraponer nuestro presente –el mundo que los nacionalistas nos ofrecen– es otra en la que, entre otras cosas, desaparecen los mercados para nuestros productos –los del otro lado del Ebro y los del otro lado de los Pirineos–, las empresas se marchan y a los bancos se les termina el acceso a la financiación del Banco Central Europeo –vamos, que se hunden, si es que para entonces siguen manteniendo sus sedes en nuestra vecindad–. Ese es el futuro cierto más inmediato.

Ellos, por supuesto, cuentan otras cosas. Es su estrategia habitual, que con tanta pericia practican, el raca raca. Cuántas noches hemos perdido desnudando mentiras que veíamos repetidas al día siguiente por disciplinados pesebristas. Un día habrá que inventariar la nómina, aunque solo sea para restaurar su exacto sentido, a la palabra “expolio”. En este caso la fábula en circulación nos cuenta que, separados de España, esto será jauja. Quizá –aunque improbable– la mentira tenga una dosis homeopática de verdad y sea posible que de aquí a cincuenta años las fantasías nacionalistas se cumplan. Quizá llegará un día en el que atemos los perros con longanizas –de Vic, que serán tiempos de la autarquía– y, por fin, se cumpla la profecía del filósofo Francesc Pujols –dicha en serio, créanme, estas cosas tiene el gremio– de que “los catalanes, por el hecho de serlo, lo tengamos todo pagado, vayamos donde vayamos”. Incluso, por si la dicha de ser catalanes toda nuestra vida terrenal no fuera suficiente, puede que, cuando nos llegue la hora, nos espere en el paraíso una treintena de huríes por cabeza y el suministro farmacológico necesario para estar a la altura. Quién sabe. Ahora bien, lo único seguro, lo verdaderamente importante desde el punto de vista político, es que la travesía hasta la incierta tierra prometida no será un paseo. Cuando cada cual acuda a votar tiene que saber que la comparación cabal es entre unas pérdidas concretas, personales e inmediatas en su vida diaria y unos discutibles beneficios futuros, hipotéticos, inciertos en su distribución y en su fecha.

Apena terminar hablando con tanta crudeza. Mal están las cosas cuando acabamos con las cuentas. Nuestra disculpa –si es que, para no faltar a la costumbre, también esta vez nos toca disculparnos– es que no es nuestra elección, sino la de una clase política instalada en la adolescencia perpetua, para utilizar la feliz expresión de otro poeta. Convencida –no sin razón– de que todo le sale gratis, de que puede engallarse, saltarse la ley y despreciar –de manera “pacífica y democrática”– a sus conciudadanos –recuerden aquel Mas que ante el patético silencio del presidente de la Generalitat de aquella hora, Montilla (¿qué pasaría por su cabeza de esforzado catalanoparlante en aquel momento? Quizá estaba repasando els pronoms febles), le dice a Albert Rivera en pleno debate electoral: “mire si somos tolerantes los catalanes que le dejamos hablar en castellano”–. Esa clase política ha enrarecido el aire con palabras pesadas hasta hacerlo irrespirable, con palabras que no son inocentes y que muchas veces en la historia han precedido a las malas horas.

Cuando contamos estas cosas nos dicen que amenazamos, que queremos meter miedo a los ciudadanos. Nos lo dicen quienes han tensado más allá de lo que jamás podíamos imaginar las relaciones civiles, quienes han hecho del drama su estrategia política y nos han dejado en las puertas de desgarros personales y familiares. Pero también esta vez mienten. Nos limitamos a recordarle al adolescente que se ha hecho mayor y que ya nada va a ser igual, que ha de asumir las consecuencias de sus actos y de sus palabras, como el que le recuerda al trapecista que se puede caer, que quien juega con fuego corre el peligro de quemarse. No es meter miedo, es contar de qué va la vida. Porque la vida, no se engañen, va en serio.

No va a resultar sencillo desandar tantos años entregados al delirio. Como diría aquel otro: va hacer falta un largo invierno tras un verano tan largo.

En todo caso, es hora de terminar. No quiero amargarles la noche, poner a prueba –elevando el precio– su amistad. Muchas gracias, en mi nombre y en el de los filósofos, incluso de los incomparecientes. ~

 

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(Barcelona, 1957) es profesor de economía, ética y ciencias sociales en la Universidad de Barcelona.


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