Antes y después de Swann

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Marcel Proust se preparó toda la vida para escribir A la recherche du temps perdu, En busca del tiempo perdido. Todo lo que escribió antes de la Recherche —crónicas mundanas, ensayos literarios y sobre cuestiones de arte, la novela inconclusa Jean Sauteuil e incluso las traducciones de John Ruskin—, no fue más que un primer borrador, una exploración preliminar, un anuncio de la obra definitiva.
Después de vacilaciones que parecían interminables, de aproximaciones insatisfactorias, Proust descubrió el tono preciso que le permitiría escribir la Recherche. Al hacerlo se transformó en otro escritor y en otra persona. El error garrafal de André Gide al rechazar, en su calidad de lector para la NRF y para Gallimard, el manuscrito de la novela, consistió en haber conocido al Proust de antes, el de los salones y las duquesas, y no comprender que el autor de El camino de Swann era otro. Porque Proust, al emprender la tarea de escribir su obra definitiva, se identificó en forma completa con la obra, fue la Recherche, así como la Recherche, uno de los mayores monumentos verbales de toda la historia literaria, formó al Marcel Proust definitivo, al Proust transformado en sí mismo, al fin, para la eternidad, de acuerdo con el verso de Stéphane Mallarmé que conocía tan bien y que a menudo citaba.
     El gran dolor de la vida de Proust, su permanente vacío —y habría que precisar: de su prehistoria literaria, de Proust antes de Proust—, residió en que nunca estuvo seguro de poder escribir su obra hasta el momento mismo, relativamente tardío, en que comenzó a escribirla, después de haber encontrado una de las primeras frases más breves y más célebres de toda la historia del género novelesco: “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, “Durante largo tiempo me he acostado temprano”.
     En la vida y en la obra de Proust casi todo es contradicción, casi todo desmiente los lugares comunes en uso. Habría muchas entradas que agregar al Diccionario de las ideas recibidas de Gustave Flaubert. Siempre se identifica el estilo proustiano con la frase interminable, digresiva, que parece perder el hilo y lo recupera en última instancia, pero la verdad es que sus frases breves suelen ser fulgurantes y a menudo desempeñan un papel esencial en la arquitectura del texto. Uno de los momentos dramáticos de Un amor de Swann es el de la caída en desgracia del personaje en el salón donde se encontraba siempre con el ser amado, Odette de Crécy. Después de una sucesión de diálogos lapidarios, que anuncian el desenlace, el narrador cierra el episodio con una frase acerada: “Y ya no se habló más de Swann en casa de los Verdurin”.
     Antes, por consiguiente, de encontrar el tono preciso de la Recherche, cuyo núcleo, de una consistencia enigmática, vibra ya en la primera frase, Marcel Proust vivió en la inseguridad y en la frustración. Reviso ahora “Sobre la lectura”, ensayo publicado en 1905, poco tiempo antes de que el autor se sumergiera en su libro definitivo, y que estaba destinado a servir de prólogo para una obra de John Ruskin. El texto, en realidad, es un capítulo de novela, un cabo suelto que ya se acerca mucho a la narración madura. Para el joven Proust, encerrado en la casa de la tía Léonie, la misma del comienzo de El camino de Swann, la lectura era un placer superior a cualquier otro y siempre amenazado por la intrusión de los demás. El joven llegaba a su habitación, “sin poder esquivar el saludo del armero de enfrente, quien, con el pretexto de cerrar su tienda, se instalaba todos los días después de almorzar a fumar su pipa delante de su puerta y a saludar a los que pasaban”, y se enfrascaba en la lectura. El ensayo todavía no habla de Combray, el lugar de la ficción, pero tampoco menciona en ningún momento Illiers, el sitio geográfico, y cambia por primer vez el nombre de un pueblo cercano: Méréglise, donde Proust pasó algunos veranos de su infancia y que figura ya en “Sobre la lectura” como Méséglise. El detalle es más que un detalle: revela que Proust, el lector, el traductor, el cronista y ensayista, ya se deslizaba a la ficción. La lectura, el tema de su ensayo sobre Ruskin, desembocaba en la escritura. Pronto abandonaría estos trabajos y convertiría un proyecto de ensayo de crítica literaria, “Contra Saint-Beuve”, en otro esbozo de novela. Hacia 1909 redactó algunas páginas del final de toda su obra, páginas que ya figuraban a medio escribir en “Sobre la lectura”. Y sabemos que en 1911, a sus cuarenta años de edad, anunciaba a sus amigos que ya había escrito la primera versión de El camino de Swann.
     No conocemos el momento preciso en que termina el Marcel Proust anterior, el personaje inseguro, vacilante, nervioso, obsesionado por la lectura y su prolongación en la escritura, y comienza el Proust definitivo, el de la Recherche. Las biografías y las cronologías nos señalan un período de silencio, un repliegue, un largo año de duelo en un hotel de Versalles por la muerte de su madre, seguidos de una reaparición con el manuscrito terminado y que publicará en forma de libro, con el sello de Grasset, pero editado por cuenta propia y después de largas gestiones para encontrar un editor, en 1913. El misterio del cambio de personalidad de Proust, ese enigma que André Gide no supo descifrar en un comienzo, es profundo. Era, por lo demás, muy difícil no equivocarse. Y ocurre que la explicación, la clave de este misterio, se encontraba en el personaje de Charles Swann. Si Gide hubiera leído bien, sin prejuicios, entregado a la pura seducción del texto, El camino de Swann, y sobre todo su segunda parte, Un amor de Swann, probablemente habría comprendido a tiempo.
     Charles Swann era hijo de un cambista adinerado, es decir, pertenecía a un ambiente de burguesía rica y con numerosos entronques judíos, como el propio Marcel Proust. Era un hombre de mundo, recibido en los sectores más altos de la aristocracia e incluso de la realeza europea, pero había aspirado toda su vida a ser escritor. El lector sabe que había trabajado durante años en un trabajo sobre Jan Vermeer, el pintor holandés del siglo XVII, y que había abandonado este trabajo en algún momento y por alguna razón no demasiado precisos. La elección de Vermeer como tema, uno de los pintores favoritos de Proust, no es en absoluto arbitraria. Vermeer era un hombre enigmático, cuya vida se ha prestado para toda clase de interpretaciones en la historia del arte, y era un pintor de interiores, de momentos de intimidad, de personajes captados en su silencio y su secreto. En otras palabras, era un pintor del tiempo detenido y de la memoria, como Marcel Proust.
     A diferencia de la mayoría de las historias de la Recherche, la de Un amor de Swann ocurrió años antes del nacimiento del narrador. Cuando éste comienza el relato en los años de su infancia, Swann ya está casado; Odette de Crécy se ha convertido en una señora más o menos respetable, un poco gruesa, rubicunda, aceptada en algunas casas, y la hija de ambos, Gilberte, será uno de los primeros amores del narrador. En esta enorme novela cíclica, basada siempre en el sistema musical del tema y las variaciones, las páginas finales, las de El tiempo recobrado, nos muestran a una Gilberte adolescente y que provoca al narrador con un gesto obsceno. La descripción es indirecta, alusiva, pero no cabe duda de que el gesto representa la penetración del sexo masculino en la vagina. Proust, o su voz narrativa, parece decirnos que Gilberte Swann era digna hija de su madre, la libertina Odette de Crécy. Un amor de Swann nos revela que Odette era una mujer grande, de formas esculturales, que atraía a los hombres de un modo irresistible, pero que no correspondía exactamente al tipo femenino que le gustaba a Swann. Antes de conocerla, Swann era un mujeriego impenitente, un coleccionista afortunado y que más bien prefería a las muchachas del pueblo. Poco a poco descubrirá que Odette es una “semi-mundana”, una “démi-mondaine”, como se decía en aquellos años: una persona que ejercía una forma de prostitución elegante, disimulada, pero que llegaba a todos los excesos imaginables, y que para su goce personal prefería más bien a las mujeres. Swann entrará entonces, en la medida en que conozca detalles de su vida privada y sospeche de otros, en un proceso obsesivo de celos y de dependencia amorosa. Llegará al extremo de visitar burdeles, de interrogar a personajes sórdidos, de dedicar su tiempo a una investigación exhaustiva sobre Odette. Se da cuenta, por otro lado, de que ella es un ser mediocre, de cultura escasa, de mal gusto, con excepción de un instinto certero para peinarse y vestirse en forma atractiva. Aquí tocamos un punto esencial: Charles Swann no se interesa tanto en Odette como en él mismo, en su pasión insatisfecha, en su deseo desesperado de conocer todos los episodios de la vida de ella, sin excluir los más oscuros y los más humillantes para él mismo. En último término, Swann era un masoquista, como el barón de Charlus, como el propio Marcel Proust, de acuerdo con diversos testimonios: masoquismo deintelectuales, marcado por una sed inagotable de conocimiento, metido en un movimiento de búsqueda, de investigación del otro, que no tenía término posible. El barón de Charlus, como se revela en pasajes de la Recherche, se hacía torturar con instrumentos de hierro que evocaban para él la Edad Media, el mundo sombrío, pero a la vez cargado de poesía, de sus antepasados remotos. Y se supone que la relación de Proust con Alfredo Agostinelli, chofer suyo en la vida real y modelo de Albertina en la novela, era también de carácter sadomasoquista.
     Todo nos indica hasta aquí que Charles Swann es un autorretrato parcial, deliberado, altamente irónico, y que alude, en último término, a la condición del artista. Es el retrato del artista antes de serlo y expuesto al peligro mortal de no lle-gar a serlo nunca. Algunas páginas de Un amor de Swann son espectrales: Swann, en su búsqueda incesante, comparable a los trabajos de Sísifo, se pasea por un París nocturno, irreal, parecido a una antesala del infierno. Su cochero, un Caronte compasivo, lo mira con tristeza y sabe que sus devaneos no tienen objeto. Swann caerá en el último de los círculos infernales, frente a la perfecta indiferencia de Odette y de Madame Verdurin y su círculo. Hay, sin embargo, un elemento que lo redime todo. Es algo que se refiere a su amor por Odette, pero que sólo Swann es capaz de captar y que produce una liberación instantánea y mágica. Es la pequeña frase de la sonata para violín y piano de Vinteuil. La pequeña frase cumple en Un amor de Swann una función decisiva, reproducida y ampliada al final del libro, en El tiempo recobrado, por el septeto del mismo Vinteuil. La pequeña frase de la sonata es un indicio revelador, delicioso, así como el septeto, escuchado en el gran reencuentro de los personajes en el último tomo, es una culminación en gran escala.

Se ha escrito mucho sobre el modelo que habría inspirado la pequeña frase de Vinteuil. Ahora bien, el paso desde un modelo real de sonata hasta una pieza musical enteramente ficticia, convertida en metáfora de toda obra de arte, es comparable al paso entre el Illiers y el Méréglise de la geografía y el Combray y el Méséglise de la imaginación literaria. En Jean Sauteuil, la extensa novela que sirvió de preparación para escribir la Recherche, la frase pertenece a una sonata de Camille Saint-Saëns que Françoise, precursora de Odette, interpretaba en el piano hasta diez o veinte veces seguidas a pedido de Jean. En la versión definitiva, Marcel Proust ha inventado a un músico, un personaje patético, triste, que proyecta una imagen ridícula en la sociedad, pero que es un genio desconocido, y también ha inventado sus creaciones musicales. En una dedicatoria muy citada a su amigo Jacques de Lacretelle, anotada en un ejemplar de El camino de Swann en 1918, Proust se refiere a los posibles modelos de la sonata, pero deja en claro que se trata de una creación novelesca. “En la medida en que la realidad me ha servido, medida muy débil, para decir la verdad…”, sostiene que la pequeña frase, en parte, es “la frase encantadora pero en definitiva mediocre de una sonata para violín y piano de Saint-Saëns, músico que no me gusta.” Después, en la misma dedicatoria, dice que probablemente pensó en el Encantamiento del Viernes Santo de Parsifal, de Ricardo Wagner, y se refiere también a la sonata para violín y piano de César Franck, al preludio de Lohengrin, a propósito de “los trémolos que cubren a la pequeña frase en casa de los Verdurin”, y a “una cosa de Schubert”. En buenas cuentas, lo esencial se resume en la afirmación del comienzo, “En la medida en que la realidad me ha servido…”, y se refuerza hacia el final, en esta dedicatoria de varias páginas, cuando Proust le repite a su amigo Lacretelle que “los personajes son enteramente inventados” y que “no existe ninguna clave”.
     Al entender el tema de la pequeña frase como parte esencial de la ficción novelesca, la actitud de Swann adquiere un sentido extraordinario, que ilumina todo el resto de la obra. Para Charles Swann, la única realidad superior es la obra de arte. El resto es una sombra imperfecta, una realidad degradada. La frase le dice, cuando él ya sabe que nunca se podrá liberar de los sufrimientos que le ha causado su amor por Odette, lo mismo que le decía en el pasado con respecto a su felicidad: “¿Qué es todo esto? Todo esto no es nada.” La pequeña frase, más que un simple trozo de música, era una “diosa protectora”. De ahí que los músicos, más bien que interpretarla, hicieran “los ritos exigidos por ella a fin de que ella apareciera…” El texto insiste en seguida en la irracionalidad de todo este proceso interior, en el hecho de que los motivos musicales eran ideas que llegaban desde otro mundo, “ideas veladas por tinieblas”, pero que tenían una forma de existencial real, objetiva.
     Las tres o cuatro páginas dedicadas a la pequeña frase en Un amor de Swann corresponden al período en que él comprende que ha perdido a Odette para siempre. La música, por mucho que fuera “diosa protectora y confidente de su amor”, le habla de Odette en voz baja, pero no lo ayuda a seducirla. Le insinúa que sus dolores y sus obsesiones no son nada, lo cual es algo muy diferente. En el fondo, Swann, como Vinteuil, como tantos otros personajes de artistas en la Recherche, son esbozos de un autorretrato y de una respuesta al enigma de la obra de arte. La única salvación de Swann se produce en el contacto supremo con la belleza, en un momento de iluminación que no se puede explicar en términos puramente racionales. Fuera de esa órbita, es un personaje encadenado por su obsesión amorosa, destruido por ella. En épocas anteriores, antes de contraer su enfermedad de amor, era recibido en los círculos más encumbrados de la sociedad y tenía un poder de seducción al parecer irresistible. El círculo mediocre de Madame Verdurin no cree en estos éxitos pasados, no comprende su capacidad intelectual superior y termina por expulsarlo con la mayor crueldad. Ahora bien, Swann no conoce la compensación que tenía el infeliz Vinteuil y que radicaba en su genio de compositor. Swann escuchaba y se imaginaba el momento sublime de la composición. Comprendía que la pequeña frase pertenecía a “un orden de criaturas sobrenaturales que nunca hemos visto, pero que reconocemos deslumbrados cuando algún explorador de lo invisible consigue captar una y traerla, desde el mundo divino al que tiene acceso, para que brille durante algunos instantes encima del nuestro”.
     En otras palabras, Vinteuil, al encontrarse con aquella frase, puesto que la melodía es una aparición y el artista un “explo-rador de lo invisible”, se salva, y Charles Swann, en cambio, artista pasivo, no creador, queda condenado a errar por parajes más bien turbios y siniestros. En el sueño descrito en las páginas finales, Swann camina cerca de Odette por regiones oscuras, en camisón de dormir, cosa que le produce gran confusión y que consigue disimular en parte gracias a la oscuridad. La señora Verdurin, sin embargo, lo mira durante largo rato, con fijeza, hasta que él nota que la figura de ella empieza a deformarse, que su nariz se alarga y que tiene grandes bigotes. El sueño, curiosamente, facilitará la salida de Swann de sus obsesiones enfermizas. Odette aparece en él con la palidez, con los rasgos cansados, con las mejillas demasiado delgadas, que hicieron que a Swann no le gustara en su primer encuentro. “¡Pensar que he malgastado años de mi vida, se dirá, […] por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”
     Marcel Proust exploró durante más de la mitad de su vida las posibilidades que le ofrecía la literatura. Escribió textos interesantes, pero incompletos, aproximados, insatisfactorios. Trabajaba con tenacidad y con angustia, sin saber si su exploración iba a conducirlo a un hallazgo importante. Estaba enredado en la realidad, en los lugares geográficos, en los personajes casi siempre mediocres que lo rodeaban, en las obras de arte de moda, y le costaba descubrir el acceso a la verdadera ficción. De pronto se encontró con su pequeña frase mágica, superior, clave de su entrada en la obra maestra: “Longtemps…”, etcétera. Encontró el tono preciso, la voz narrativa original, única en la novela contemporánea. Todas sus ideas literarias se reordenaron y se volvieron fecundas a partir de ahí. En el texto encontramos a cada rato imágenes de despliegue, de desarrollo desde un punto de partida muy pequeño, incluso invisible. Habla de los papeles japoneses que se colocan en un vaso de agua y se abren, formando figuras sorprendentes. Explica cómo el sabor de un poco de pasta azucarada impregnada en té hace resucitar toda la infancia del narrador, con las historias anteriores a su nacimiento contadas por los personajes mayores de la familia y que después le permitirían escribir Un amor de Swann. Es el procedimiento de la memoria creativa, involuntaria, el de la memoria profunda descrita en otro contexto por André Breton, convertida aquí en soporte de una de las arquitecturas literarias más poderosas y complejas del siglo XX. No se trata sólo de un monumento de la memoria personal. Al describir la iglesia de San Hilario de Combray, por ejemplo, edificio tan imaginario, tan ficticio como la sonata de Vinteuil, puesto que Proust tomó elementos de diferentes iglesias de Normandía que conocía a fondo, el texto consigue resucitar las profundidades de la Edad Media francesa. El procedimiento se repite a lo largo de toda la obra a nivel culto, pero también a niveles populares, aspecto de la novela de Proust que se ha señalado pocas veces. Cuando describe los guisos que confeccionaba Françoise, la cocinera, cuando comenta sus giros de lenguaje, cuando enumera los pregones callejeros de París en los episodios de Albertina, Proust entra en el mundo “carnavalesco” descrito por Mijail Bajtín a propósito de Rabelais. Lo que ocurre es que la dimensión de Proust, la amplitud de su registro, por lo menos en la literatura francesa, sólo se pueden encontrar en un Rabelais, un Balzac, un Saint-Simon, un Victor Hugo.
     A pesar de moverse en su juventud en un mundo lujoso, Marcel Proust, enfermizo, homosexual, judío, partidario a contra corriente del capitán Dreyfus, se convierte de modo inevitable en un marginal, como le sucede a Swann, y eso lo lleva a captar otros mundos, o, si se quiere, un mundo que se agita por debajo de las apariencias. En todo este enorme cuadro, Charles Swann es el artista sin la obra de arte. Es Proust antes de la Recherche, en la época de su exploración desesperada y al parecer infructuosa. En otras palabras, Swann es el Proust de la prehistoria, el Proust que todavía no había encontrado la pequeña frase inicial, el tono narrativo preciso para que su obra novelesca pudiera germinar y desplegarse frente a nuestros ojos.
     Se podría intentar, antes de terminar, una comparación entre la situación de Swann frente a Odette y la de Proust poco antes de enfrascarse en la escritura de En busca del tiempo perdido. Da la impresión, desde luego, de que Proust, que había tenido amores heterosexuales en su juventud, se aparta de la sociedad en forma deliberada, por su opción homosexual, por su decisión de hacerse dreyfusista militante, por su trabajo siempre nocturno, en vísperas de sumergirse en la escritura de su obra mayor. En 1907, poco después de salir del largo duelo por la muerte de su madre, episodio decisivo para la aparición del novelista maduro, conoce al joven chofer de taxi Alfredo Agostinelli. Todo indica que la relación de Proust con Agostinelli, transformado en personaje femenino en La prisionera y en Albertina desaparecida, fue tan atormentada y marcada por la obsesión de los celos como la de Swann con Odette. Swann descubrió en un momento determinado que ya nunca podría ser feliz, que los momentos de felicidad pertenecían a un pasado irrecuperable, y que la única salvación, la única redención, se encontraban en el arte. Es probable que Proust haya descubierto lo mismo durante el episodio de Agostinelli y que esto haya contribuido a determinar su entrega definitiva a la escritura. Hacia 1913, fecha de publicación de El camino de Swann, el escritor, después de grandes esfuerzos y padecimientos, había conseguido que Agostinelli, acompañado de su pareja femenina, se instalara en su casa y le sirviera de secretario. Pero Alfredo Agostinelli volvió a escapar de París en diciembre de ese año y murió en un accidente en los primeros meses de 1914. Proust, encerrado en una habitación de paredes acolchadas, en interminables jornadas nocturnas, asediado por el asma, se había convertido ya en el forzado de la Recherche, en el héroe de su obra monumental. Y Charles Swann, con sus amistades aristo-cráticas, sus aficiones de diletante, sus penas de amor, quedaba muy lejos. Quedaba extraviado en los parajes vagamente infernales del sueño de las últimas páginas. –— Este texto es el prólogo a Un amor de Swann,
que el Círculo de Lectores publicará próximamente.

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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