Memoria para la biblioteca

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El concurso de arquitectura para la nueva Biblioteca Nacional “José Vasconcelos” se anunció a bombo y platillo, o actualizando los términos: por radio, prensa e internet. Dada a conocer como el gran acontecimiento del actual gobierno, a falta de signos patrios recientes, la convocatoria parece más una excusa para celebrar el fin del sexenio foxista: un monumento.
     Finalmente, parte del jurado se reunió y falló los siete equipos finalistas, dando señales precisas de su talante y posición. Un jurado de lujo que prometía estar compuesto por reconocidos arquitectos internacionales de la talla de Shigeru Ban, Aarón Betsky o Tod Williams, acabó formado en esta etapa por el arquitecto colombiano Carlos Morales, Carlos Jiménez de Houston, Jorge von Ziegler, director general de bibliotecas del CNCA, el ingeniero civil Francisco de Pablo, la bibliotecóloga Elsa Ramírez, los arquitectos mexicanos José Luis Cortés, Felipe Leal, Mario Schjetnan, la catalana Carmen Pinós, el estadounidense Mark Rovins y la canadiense Brigitte Shim. Este extenso grupo evaluó 592 propuestas y escogió doce proyectos, de los que se estudió el currículo para seleccionar a los siete finalistas.
     Éstos fueron: el equipo formado por el mexicano Isaac Broid junto a los colombianos Daniel Bonilla y Giancarlo Mazzanti; los mexicanos Alberto Kalach, Juan Palomar, Tonatiuh Martínez y Gustavo Lipkau, que propusieron un jardín botánico rodeado de biblioteca; David Chipperfield de Londres y Josep Lluís Mateo de Barcelona, con cajas neutras sustentadas en sus obras construidas; Salvador Arroyo, Juan Carlos Tello y Alejandro Hernández Gálvez, siendo éste último el crítico más radical a la convocatoria y único equipo que incluyó a “jóvenes locales”; Eric Owen Moss de Los Ángeles y el brasileño Héctor Vigliecca con proyectos que apelan desde la distancia al pasado prehispánico, a la plaza o al Sol.
     Con ellos el jurado apostó por una generación intermedia de notables arquitectos en pleno desarrollo y reconocida trayectoria, evitando el brillo espectacular de las grandes estrellas del universo arquitectónico, que sin duda se presentaron. A su vez apagó las suspicaces críticas que aseguraban el éxito amañado de TEN Arquitectos y la indudable inclusión de González de León o Legorreta, beneficiarios de reinos pasados. El cauteloso jurado tejió, en la última fase de selección, un cuidadoso equilibrio geográfico e integró un equipo joven al grupo. Es decir, se establecieron las condiciones para pasar a la segunda fase, sin presiones, sin suspicacias y sin crítica sólida (aunque quedan muchos críticos en constantes exhibiciones de autoinmolación).
     En la segunda fase, que juzgará un nuevo jurado los días 2 y 3 de octubre, se definirá el proyecto ganador del futuro contenedor de libros. Pero una biblioteca es algo más que un edificio representativo o un conjunto de cajas a la moda; es el cerebro de una cultura, la cabeza de un proyecto vertebrado capaz de conectar todas las bibliotecas de la República y del mundo, con los medios más sofisticados. Para ello habría que empezar por el contenido antes que por el contenedor, construyendo un acervo y, sobre todo, una cultura de la lectura.
     Y siempre fue así: la biblioteca de los Ptolomeos de Alejandría, que llegó a contener setecientos mil rollos, parece ser que se erigió cuando ya poseía una notable colección; la de Isidoro de Sevilla se construyó para guardar “muchas cosas sagradas y otras muchas mundanas”; y la Biblioteca Laurenciana de Florencia, que Miguel Ángel hiciera famosa con la escalera manierista y excesiva por la que se accede a ella, era para almacenar y catalogar los libros que Lorenzo el Magnífico ya tenía.

Sin ir tan lejos, la Biblioteca Palafoxiana de Puebla es el resultado de un largo proceso de captación, clasificación y censura virreinal que culminó con la apropiación de una capilla existente, para convertirse —ya entonces— en un orgullo para el obispado poblano y para la corona que servía.
     El mismo Mitterrand hizo construir la nueva Biblioteca Nacional con el respaldo logístico de la red de bibliotecas francesas y ante la presión del creciente aumento de colecciones y usuarios. Asimismo, la reciente Biblioteca de Alejandría, que proyectó el noruego Snoetta —resultado de un exitoso concurso—, se inició con un convenio internacional para nutrirla de libros de todo el mundo, aunque ahora el intransigente islamismo imperante frustra con censura teocrática el idílico proyecto.
     Pero para construir un acervo, una colección, una cultura de la lectura, hace falta tiempo. Y el concurso se convocó con prisas, para inaugurar el edificio ganador antes de finalizar el sexenio que corre, con el riesgo de echar a andar un nuevo elefante blanco. No hará falta mucha memoria para recordar que la biblioteca del Centro Nacional de las Artes se inauguró con unos pocos libros en los primeros anaqueles a los que llegaba la vista de las cámaras, en la inauguración triunfal del saliente presidente Salinas, y la Videoteca Nacional Educativa sigue semialetargada y sin contenido tras la discreta inauguración del presidente Zedillo.
     Otro asunto es el concurso de arquitectura —per se— como ejercicio democrático. En los primeros balbuceos de la democracia mexicana se trató de abordar el camino del concurso, que tan buenos frutos ha dado en los países donde es el mecanismo obligado para contratar un proyecto para la administración. Aquí fueron precipitados, y a veces partían de hipotecas electoralistas tan pesadas que acababan abortando en el proceso de adjudicación. Fueron torpes intentos de un país con poca tradición en este fértil campo, y generaron entusiasmo y frustración —por este orden— entre los arquitectos. Cabe recordar, por mencionar unos ejemplos, los concursos del Zócalo o de la Casa de las Ajaracas, en el Centro Histórico de la ciudad de México, ambos profusamente publicados en sus momentos, y todavía por hacer.
     Con todos estos referentes, con la memoria colectiva, debe lidiar el concurso para la nueva Biblioteca Nacional de México. Tiempo al tiempo. Y queda por ver si la exclusión de los más jóvenes, los apresurados plazos y un prudente jurado claramente alineado con el internacionalismo local, no son más que mecanismos para satisfacer los intereses electoralistas del gobierno, que espera inaugurar el nuevo elefante sin libros antes de finalizar el sexenio. Llegado el caso, habría sido mejor un arco triunfal o una estatua ecuestre.
     Sin embargo, más allá de las suspicacias, habrá que confiar en que este concurso, como los anteriores, sea un paso certero hacia la construcción de un proceso democrático y plural de una profesión que ha ido perdiendo su compromiso con la sociedad, y que necesita concursos para enmendarse. Quizá esta convocatoria podrá mostrar un panorama de la arquitectura nacional e internacional de principio de siglo y, con suerte, logre trascender la propia disciplina. ~

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