El minimalismo escénico de Ludwik Margules

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Elegir la obra de Albert Camus Los justos para ser representada en un momento de avanzado terrorismo mundial como el que vivimos exige una valerosa postura. Ante los hechos actuales, la obra de Camus resultaría débil, si no hubiera pasado por el tamiz crítico de Ludwik Margules. Representar esta obra hoy en día no fue un acto de oportunismo. Ludwik Margules trabajaba este texto desde muchos años atrás, y lo que desencadenó la decisión de la puesta en escena fueron los sucesos del 11 de septiembre de 2001. Necesitaba un catalizador para penetrar en el profundo significado de Los justos, no como justos sino como representantes del vacío y la nada.
     Los nihilistas rusos de principios del siglo XX, lo mismo que los anarquistas españoles de esa época, atentaban contra personalidades específicas y no involucraban a inocentes o mataban indiscriminadamente, como es el caso en nuestros días. El conflicto que se instaura en la obra de Albert Camus es de orden ético: ¿Qué hacer cuando el blanco escogido, el gran duque Sergio, va acompañado de sus sobrinos y todos serían condenados a morir? La repuesta de los revolucionarios se divide entre los que discriminan y los que no. Un siglo después, ese matiz carecerá de importancia y ni siquiera será planteado. Éste es el propósito de Margules en su versión: ya no puede darse el lujo de una ética elemental. Atrás quedó el deseo armónico de hallar un equilibrio de carácter existencial: la versión de Camus aún se eleva en idealismo mientras que la de Margules es implacable.
     Sin embargo, debemos entender que Camus no hace una defensa del terrorismo, a pesar de que califique a estos primeros revolucionarios de asesinos delicados y temerarios mediocres, y de que el título de la obra sea de carácter paradójico: Los justos. Kaliáyev, quien duda la primera vez en matar al gran duque, no dudará la segunda. Sabe que lo pagará con su propia muerte y esto es un consuelo. Tal vez en el fondo, valores de tipo cristiano, aunque se niegue la religión, subyazgan fuertemente enmascarados. De ahí que Ludwik Margules sienta la necesidad de desenmascarar y de intervenir para destacar el aspecto de pretendida pureza y de entrega a un dogmatismo irrefutable en el que no puede dejar de estar presente un antisemitismo latente que germinará sin duda en el futuro triunfo de la Revolución Rusa. Un paso más allá de Camus, hace decir al personaje Vóinov: “También he pensado que hay demasiados judíos con nosotros. Eso no le gusta a nuestro pueblo. Hay que purificar el partido.” Ideologías que ponen en primer término estas aseveraciones carecen de límite e instauran el menosprecio por la vida.
     En El hombre rebelde, Camus explica claramente su posición y es la referencia obligada a su obra de teatro. Para él, el nihilismo derivado de una religión que ha dejado de serlo acaba en terrorismo. Sus palabras lo declaran: “En el universo de la negación total, por la bomba y el revólver, por el valor también con el que iban al cadalso, estos jóvenes trataban de salir de la contradicción y de crear los valores de que estaban faltos.” El suicidio elegido es la justificación metafísica que conduce al desprecio por la vida humana, para llegar al extremo final de que nada vale nada, ni siquiera el bien de la sociedad. “Morir, por el contrario, anula la culpabilidad y el crimen mismo”, lo que otorga a la causa su carácter de irreprochable y de perfecta. Una muerte de este tipo garantiza el perdón y el ingreso en la Historia, llámense revolucionarios, nihilistas o terroristas del 11 de septiembre. Así que las causas desinteresadas dan mucho qué pensar. En el fondo, todo rebelde es un egocéntrico.
     Este planteamiento radical de los hechos llevó a Ludwik Margules a una puesta en escena coincidente con el desnudamiento de valores. Si se justifica cualquier acto que conduzca al derrocamiento de una institucionalidad caduca y opresiva como lo era la del zarismo, los elementos escénicos deben ir acordes con ese pensamiento. No puede permitirse un escenario fácil y halagador, la búsqueda es hacia las esencias y el mensaje debe llegar directamente al espectador sin crearle falsas expectativas. El trabajo debe ser de orden simbiótico. Las luces no se apagan, los actores carecen de tablado y se encuentran en el piso a unos centímetros de los asistentes. Los tonos neutros del vestuario no distraen y la atención se fija en los rostros y en los cuerpos de los actores en una doble prueba de percepción inmediata de su palpitar al unísono del público. Doble, porque también los actores perciben la vida misma de quienes los contemplan. Se trata de un exhibicionismo, de un fuerte duelo de miradas que provoca la identificación entre actor y espectador. Es casi una experiencia mística de orden secular. Y extremando más la metáfora, un clímax corpoespiritual.
     La proximidad entre actor y espectador envuelve el espacio teatral en su mínima expresión, aún más allá de la técnica estanislavskiana o brechtiana, pues en este caso la falta de perspectiva une a ambos elementos. Si no hay perspectiva, sólo queda el involucramiento actor-espectador. Se ha perdido la situación ideal de quien ve sin ser visto (Stanislavski) o la actitud analítica (Brecht). Ambas posiciones aíslan al espectador. Aquí se trata de incorporar al espectador y de ni siquiera permitirle el respiro de los intermedios, pausas que distraen, para obligarle a formar parte de esa conspiración de vida y muerte que obsesiona a los personajes. El aplauso también es retirado del espectador, aunque reaccione y lo recupere, pero de manera innecesaria. Una situación con tal intensidad no puede ser interrumpida por sonido alguno. Es más, el aplauso rompe el encanto, o más bien, el desencanto.
     El peso sobre los actores es total: su palabra deberá ser suficiente por sí para imbuir la pasión. Su cuerpo, su movimiento, su expresión, la calidad de su rostro, las manos, los pies, los ojos, las cejas, cada poro y arruga de su piel están sujetos a escrutinio y de eso dependen. Deberán ser conscientes e inconscientes de ello, participar de la falta de barrera e instaurarla cuando sea necesario. Pero el fenómeno se da, como imagen en espejo, en el espectador, quien de igual manera está expuesto y sujeto a inspección, no sólo por el actor, sino por otro espectador. De tal manera que el acto de la presencia es algo irrefrenable.
     Tal decantación, lograda por el director y sus actores, sólo puede alcanzarse luego de un largo camino de despojamientos. La carrera de Margules ha ido purificando los pasos de la quintaesencia teatral. El suyo ha sido un proceso que me gustaría calificar de místico, en el sentido de no conformarse con la vana terrenalidad dominante y expiar —sí, expiar— por medio del trato humano la comunión entre actor y espectador. Un director que no sólo abarca el ámbito de sus actores, sino el de los espectadores que se someten a su trato-teatro. Por eso se da una experiencia mística desacralizada.
     Y si hay desacralización, quiere decir que primero hubo un espacio sagrado. Un espacio que respetar y no hollar. Espacio que borra el concepto de tiempo convirtiéndolo en un ritmo propio y diferente. Espacio definido por la unión muerte-vida y que separa de la actualidad. Espacio que en las obras clásicas se quiso mantener, pero que en esta que nos ocupa se borra definitivamente para alcanzar por otra vía, la negativa o desacralizadora, su esencial manifestación. Los dos grandes delirios de la humanidad, espacio y tiempo, se reducen a una nada, a un vacío donde comulgan el nihilismo ideológico y la vía negativa de los místicos, ambos perseguidos y condenados. El minimalismo escénico es una prueba en este camino. De tal modo que en la congruencia entre texto, espacio y actuación desembocan en una reducción de orden ascético. Todo ello en provecho de la mejor comprensión del mensaje que ha de ser descifrado de esta lectura entre líneas que hace Ludwik Margules de Los justos. ~

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