El mexicano feliz

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Ninguna encuesta puede medir el grado de sinceridad de los entrevistados y tal vez por eso sirven de poco para tomar el pulso de la opinión pública, pero todavía son una buena herramienta para detectar patologías sociales, si en vez de tomarlas al pie de la letra intentamos elucidar por qué la gente miente al responderlas. En la última encuesta de Gallup International sobre felicidad, esperanza y optimismo económico, publicada a principios de año, la inmensa mayoría de la población mexicana se declaró feliz y satisfecha con su vida. Gozamos tanto la injusticia, la corrupción, la impunidad, los secuestros, las extorsiones, los embotellamientos colosales, la matanza nuestra de cada día, los desfalcos al erario, la compra masiva de votos, el paupérrimo nivel educativo, los arrimones en el transporte público y el grotesco diluvio de spots electorales que ocupamos el cuarto lugar en el campeonato mundial de caritas risueñas, solo por detrás de las Islas Fiyi, Filipinas y Colombia. ¿Será indestructible la resignación que la Iglesia católica nos inculcó desde los primeros años de la Nueva España? ¿De veras nos gusta vivir así?

Hay buenas razones para dudarlo. Para empezar, en México la palabra infeliz es un insulto. La infelicidad denota un fracaso total en la vida, no solo en el terreno económico, sino en el afectivo, y por eso quien la sufre no se la confiesa ni a su mejor amigo, ya no digamos a un encuestador. La ideología conservadora sostiene que, pese a sus penurias económicas, el mexicano pobre tiene el sostén emocional de la familia y eso lo fortalece tanto anímicamente que puede considerarse, por derecho propio, más feliz que el promedio de la población yanqui, sueca o francesa, cuyo pesimismo se refleja, por cierto, en la misma encuesta de Gallup. De aquí podríamos concluir, con fondo musical de violines y los ojos anegados en llanto, que el desarrollo económico amarga la existencia y por el contrario, “en la pobreza se sabe querer”, como diría el buki Marco Antonio Solís. Pero yo no creo que el mexicano sea tan imbécil para pensar así. Más bien le pone buena cara a la desgracia para no quebrarse. Su modesta aspiración a la felicidad es una estrategia de supervivencia, porque si además de padecer las de Caín agravara sus desventuras con reflexiones amargas, ni siquiera tendría fuerzas para levantarse de la cama.

Pero ese temple de carácter, digno de encomio, puede tener efectos perversos cuando el estoicismo activo degenera en conformismo agachado. El espíritu de lucha de los mexicanos ha dado grandes frutos cuando emigran a Estados Unidos, pero no puede todavía sacudirse yugos ancestrales en su propia tierra, por la apatía aparentemente dichosa de un amplio sector de la población. Cuando Peña Nieto recibió con alfombra roja y caravanas de lacayo a Donald Trump, asistí con mi señora y varios amigos a una manifestación convocada por la sociedad civil para exigir su renuncia. Creí que la marcha sería muy concurrida pero solo alcanzó a reunir siete u ocho mil personas. Por instrucciones de Miguel Ángel Mancera, el lacayo del lacayo, la policía nos impidió el acceso al Zócalo. Meses después, la Marcha Zombi congregó a treinta mil jóvenes disfrazados de muertos vivientes, que desfilaron radiantes de júbilo por Paseo de la Reforma. Apuesto que todos ellos se hubieran declarado felices en la encuesta de Gallup.

Paradojas del escapismo: en un país repleto de fosas clandestinas, con provincias enteras en manos de sicarios que han resucitado la tradición prehispánica del zompantli, decorando bardas y fachadas con las cabezas de sus víctimas, miles de jóvenes prefieren solazarse en el terror ficticio, cuando tienen el verdadero delante de sus narices. Si los encuestadores de Gallup preguntaran a nuestros zombis en qué consiste su felicidad, quizá descubrirían una infrahumana falsificación de ideales. En todo el mundo la masa embrutecida es presa fácil de cualquier moda imbécil, pero cuando un pueblo ya tiene la lumbre en los aparejos, la aspiración colectiva a una felicidad degradada es mucho más dañina, porque nulifica la fuerza política de la frustración y el descontento. El letargo de los muertos vivientes solo terminará cuando se produzca el despertar de los infelices. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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