Cómo enfrentar la desigualdad

Este año, México tendrá una elección crucial para su todavía joven democracia. Además de la agresiva contienda que se aproxima, preocupa el nivel al que han escalado los retos en el país. Los fracasos continuos en seguridad y combate a la corrupción, en las políticas contra la discriminación y la desigualdad, y en las medidas a favor de la educación y el medio ambiente, han dejado, no una lista de pendientes, sino de urgencias. Estos temas deberán guiar el debate electoral de los siguientes meses.
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Letras Libres ha reunido a un grupo de expertos para que detallen los desafíos más apremiantes que tiene México hoy día en materia económica, ambiental, educativa, de género y seguridad. Si en algo coinciden todas esas voces es en que la voluntad política se ha contentado con crear instituciones huecas y aprobar reformas mancas que no convocan el apoyo de los sectores clave ni de la ciudadanía. ¿Qué diagnósticos tomar en cuenta para poner estos temas sobre la mesa? Este número es una apretada agenda de malestares nacionales. Pero más que eso: un panorama para empezar a tener una discusión más transparente.

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En la actual década, a raíz de la crisis económica y financiera de 2008-2009, la desigualdad se ha convertido en uno de los temas más importantes en las discusiones sobre política y economía, y ha ocupado un lugar preponderante en la agenda electoral. En buena parte esto se debe a que la crisis tuvo su origen en economías desarrolladas; a que hubo una transferencia sin precedente de recursos a favor del sector financiero que la ocasionó; a que coincidió con el inicio del proceso de jubilación de los baby boomers, y a que conllevó una lenta recuperación económica. Aunque estas sean las causas más importantes, gracias al incremento en la desigualdad en Estados Unidos y Europa, el tema cobró renovada importancia y ha ocasionado que se busquen culpables para explicarla: la inmigración, el comercio y el cambio tecnológico son los chivos expiatorios más socorridos.

El énfasis en la igualdad es, por supuesto, bienvenido. Hace mucha falta entenderla y estudiarla, sobre todo en países, como México, donde los índices de desigualdad se han mantenido históricamente altos. Durante décadas se ha ignorado, escondido y minimizado su importancia. No obstante, la discusión acerca de ella no debe ser solo ideológica para realmente avanzar en la ruta hacia una sociedad más justa.

Este debate y el supuesto dilema entre prosperidad y desigualdad –escoger entre prosperidad e igualdad no solo en términos de fines, sino también de medios: ver la prosperidad como un instrumento para disminuir la desigualdad o la igualdad como una fuente de prosperidad– están íntimamente ligados con el proceso de desarrollo y el entendimiento de la economía. Sin embargo, en las discusiones pocas veces se toma en cuenta que el progreso y los avances relevantes contra la desigualdad han ocurrido solo gracias a la multiplicación del intercambio: de ideas, avances tecnológicos, formas de organización, bienes y servicios, activos. Sin intercambio no hay forma de crear riqueza, reducir la desigualdad o abatir la pobreza. De hecho, el intercambio es precisamente lo que permite a quienes forman parte de una transacción aprovechar sus diferencias para mejorar su situación y, de ese modo, disminuir su desigualdad. Más aún, el gran principio de la economía –la ventaja comparativa– permite entender cómo todos los agentes pueden ser competitivos en términos relativos aunque no lo sean en términos absolutos en la producción de ninguno de los bienes y/o servicios.

La pregunta central es cómo garantizar que todos los miembros de la sociedad puedan participar del intercambio para progresar. Este es el principal pendiente de la economía mexicana y la reforma cuyo éxito es más difícil de lograr. El intercambio productivo requiere tanto del cumplimiento contractual como de un Estado de derecho que admita varios tipos de mudanzas: geográfica, de actividad, de uso de nuevas tecnologías, de abandonar una producción de bajo valor agregado para optar por una mejor. Es esta movilidad –que no flexibilidad como se insiste de manera errónea– la que sostiene el progreso. El problema es que, aunque parezca paradójico, la movilidad plena requiere estabilidad: macroeconómica para que lo urgente no predomine sobre lo importante, y de Estado de derecho para que sea rentable y razonable invertir en esos cambios. Lo anterior solo es posible en el marco del respeto a la ley y un compromiso con la legalidad y, sobre todo, de una sociedad en que se tome en serio a los demás: sus derechos, sus propuestas, su voto, sus méritos, sus talentos e ideas.1

Aunque a primera vista pareciera que el corazón de la desigual- dad reside en el ingreso o en los activos que una parte de la población acumula en detrimento de la otra, la desigualdad nace y se alimenta de la visión que algunos grupos de interés tienen de su superioridad frente a los otros. En su acepción más primitiva, esta visión tiene como resultado la discriminación que –aunque todavía con fuerte presencia– ya no es la norma como en el pasado. Hoy, esa falsa sensación de superioridad se expresa a través de un acceso desigual a las garantías individuales, entre las que se encuentran la libertad, el trabajo, la producción y la consecución del propio destino, así como la protección mínima que las instituciones deben a sus ciudadanos.

El análisis de la desigualdad en México se confunde a menudo con el de la pobreza; ello redunda en una evaluación limitada, que se centra en los síntomas y no en la raíz. Por más que nos guste autodefinirnos como un país pobre y tengamos la costumbre de achacar a esa pobreza cualquier fracaso en el camino hacia el desarrollo, la verdad es que México es lo suficientemente rico como para pensar en serio en erradicar la mayor parte de su pobreza extrema. Dejar de vernos como un país pobre implica, por un lado, comprender que el desarrollo se puede alcanzar si se invierte lo adecuado y de manera inteligente y, por el otro, supone la responsabilidad ineludible de hacerlo. En el fondo, reconocerse como pobre se convierte en una excusa, una manera de decir que “no se puede”.

¿Cómo enfrentar la desigualdad? La pregunta no es nueva y tanto la derecha como la izquierda, en sus manifestaciones más clásicas, han procurado respuestas sin éxito. Con el objeto de buscar equidad de resultados, la izquierda insistió en que el Estado administrara los procesos productivos y se encargara de asignar y garantizar su adecuada distribución con miras a la equidad. El fracaso de este ejercicio es de sobra conocido.

Para la derecha, por el contrario, la equidad debe perseguirse en términos de igualdad de oportunidades para producir con calidad. De ese modo, el mercado, con su propia dinámica, fijará el ingreso de las personas de acuerdo al mérito en el entorno profesional o a la producción de bienes y servicios que los consumidores favorezcan. Si bien los resultados parecen mejores desde esta perspectiva, lo cierto es que son muchas las personas que acaban siendo marginadas de los procesos y oportunidades de participar. El principal motivo es la falta de Estado de derecho y tres de sus manifestaciones más recurrentes en México son la extorsión, la corrupción y la informalidad.

Un análisis de cada una permite ponderar su contribución a la pronunciada desigualdad en el país. Constituye, además, un primer acercamiento a la agenda que se debe enfrentar en el futuro.

1. Extorsión. Con la extorsión disminuyen el tamaño del mercado y las posibilidades de distribución del ingreso resultante. Aunque al principio parecería que hay un costo por no participar de ella (trámites más lentos, mayor inseguridad), reducir de modo significativo la extorsión implicaría, a fin de cuentas, tasas de crecimiento más altas, empleos formales, mayor competencia, señales de precios que premiarían el esfuerzo y la inversión y una mayor probabilidad de éxito. En otras palabras: la extorsión favorece la desigualdad al expropiar los frutos de la productividad (de empresas y personas) y construir mecanismos ilegales para que estos frutos terminen en manos de quienes no contribuyeron al éxito de una inversión.

El crimen organizado acude a un tipo grave de extorsión cuando hace uso de la violencia (secuestro, derecho de piso, amenazas, etc.), pero no es la única manera en que la extorsión se manifiesta: extorsiona el franelero cuando cobra por lugares de estacionamiento que no son suyos, el funcionario público que otorga permisos a quien no corresponde o los niega a quien cumple la ley; extorsiona el sindicato que, sin representatividad real entre los trabajadores, emplaza a huelga. Todos ellos se benefician de la renta de sus puestos, no de su talento, de su trabajo, o de la legítima propiedad de los activos productivos. Ahora bien en un ambiente de extorsión extendida, las grandes empresas establecen una infraestructura de logística, producción y comercialización que las vuelve relativamente inmunes a ella, en tanto las pequeñas y medianas no pueden hacerlo. De ese modo, la extorsión convertida en norma premia a las empresas grandes, al tiempo que castiga a las pequeñas y medianas. Más todavía: crea un incentivo para que las primeras compren a las segundas y terceras, que así evitan la extorsión al momento de volverse exitosas. Esto reduce de forma sensible la competencia futura.

2. Corrupción. El impacto de la corrupción en la desigualdad es múltiple, pero quizás el más significativo –incluso más que el de la malversación de fondos públicos, que, por supuesto, importa– sea el costo en materia de incertidumbre jurídica sobre los derechos de propiedad. En un sistema donde autoridades y jueces son corruptibles, la protección a los derechos de propiedad no puede ser eficaz ni tampoco promover un ambiente de bajo riesgo para el retorno de inversión. Sí, la corrupción supone riesgos de inversión –que se suelen pagar con mayores expectativas de ganancia–, lo que desafortunadamente hace inviables numerosos proyectos, en especial, del segmento pobre de la población.

Otro tanto ocurre cuando la corrupción permea otras fuentes de generación de riqueza, incluido el trabajo. Líderes sindicales corruptos –al lado de las patronales– debilitan no solo los derechos legítimos de los trabajadores (colocándolos, precisamente, en una situación de desigualdad), sino que además merman las ganancias dinámicas que resultan del crecimiento de las empresas.

Por último, el costo de la corrupción lo paga siempre, en mucha mayor medida, la población más pobre. El desvío de recursos y el peculado se traducen en menos hospitales, medicinas, trabajadores sociales, escuelas, maestros, enfermeras, policías y un presupuesto menor para los programas destinados a los que viven en pobreza extrema, ancianos, personas con discapacidad, indígenas y enfermos en situación de marginación. Aunque, por lo general, no se piensa así, la corrupción es el mayor combustible de la inequidad: a través de ella los recursos que están pensados para el bien público y los programas sociales se redirigen a los bolsillos de la clase política. De manera determinante, la corrupción también contribuye a la ausencia de Estado de derecho.

3. Informalidad. Una de las falacias más repetidas sobre la informalidad en México es que los informales lo son porque son pobres. Esa conclusión omite la principal variable de la ecuación de la informalidad: el costo de pertenecer a la formalidad versus sus beneficios. A medida que los costos disminuyan y los beneficios aumenten, el tránsito a la formalidad será rentable y por tanto mucho más rápido. El costo de la extorsión es aquí particularmente pernicioso: la formalidad no será atractiva si la extorsión es generalizada, pero, a la vez, en la informalidad se cuenta con una “ventanilla única”. Mientras no se reduzca esa informalidad, quienes viven en ella no solo quedan atrapados en un círculo vicioso de baja productividad, sino que contribuyen a la inequidad a través de la evasión fiscal y expandiendo la corrup-ción y la extorsión.

Cuando se toca el tema de la desigualdad, la solución más inmediata y atractiva suele ser un sistema impositivo que aumente de manera progresiva. En efecto, es fundamental que los que más ganan paguen mayores impuestos. Así lo dispone el artículo 31 de la Constitución que obliga a los ciudadanos mexicanos a contribuir a los gastos públicos “de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes”. A su vez, el gasto debe ser ejercido de una manera adecuada y con el propósito de que se cuente con una infraestructura física e institucional que fomente el crecimiento y el bienestar.

No obstante, aunque un Estado con mayores ingresos puede, gracias a una buena administración, conducir a una mayor inversión en bienestar social y, por ende, contribuir al poder adquisitivo de quien menos tiene, la única manera de disminuir la desigualdad de forma sostenible es con el aumento generalizado de la productividad. Ello ocurrirá solo cuando se pueda garantizar la movilidad, de tal suerte que los factores de la producción dedicados a actividades que generan bajo valor agregado puedan mudarse a otras de un valor más alto. El Estado de derecho es imprescindible para lograrlo.

Si todos los factores –trabajo, capital y recursos naturales– se mantienen en lo mismo, el crecimiento promedio seguirá siendo insuficiente. En México hay un fuerte rezago en la productividad, no solo laboral, sino también empresarial, del sector público y de las empresas estatales. Y la principal razón de ello es la ausencia de Estado de derecho: sin él es demasiado arriesgado emprender el cambio de sector, de región, de empleo o de actividad necesarios para obtener una productividad más alta. No es casualidad que donde hay Estado de derecho con reglas sólidas y de aplicación general también haya éxito y crecimiento (como sucede en el comercio exterior); mientras que donde predominan la extorsión, la falta de respeto a los derechos de propiedad y la corrupción, la inversión y el crecimiento sean menores.

La movilidad implica inversión: se invierte en la educación de uno mismo, en la de los hijos. Se invierte para convertir ideas en innovación productiva; en capital de trabajo para poner un nuevo negocio, o para hacer crecer el que ya se tiene; en mudarse de barrio, ciudad, estado o país en busca de mejores oportunidades. La inversión implica riesgo e importantes sacrificios. Ni el primero ni los segundos se asumen si no se tiene un nivel mínimo de certidumbre sobre las condiciones que permitirán que la inversión genere rendimientos. No se invierte de manera conveniente en vivienda en un lugar donde no se respetan los derechos de propiedad. No se invierte en creatividad cuando no se respetan los derechos de autor o se violan patentes (aunque las excesivas restricciones también pueden resultar contraproducentes). No se pone un negocio en una ciudad donde el principal costo variable es el derecho de piso o la extorsión por parte de funcionarios.

Hay otras asignaturas pendientes para disminuir la desigualdad y erradicar la pobreza. Todas ellas son importantes y urgentes. Pero nunca serán suficientes los esfuerzos que pretenden la igualdad de resultados o la igualdad de oportunidades si no se parte de la igualdad en el respeto a los demás. Es exactamente este elemento intangible el que, al tomar en serio a todos y cada uno de los ciudadanos, permite el florecimiento del Estado de derecho, las ideas, la prosperidad y la equidad.

El respeto a los demás y a sus derechos implica, además, la aceptación cultural de dos elementos, ausentes en el país, que obstaculizan el crecimiento: uno, la aceptación de la legítima generación de utilidades (es extendida la percepción de que el dinero es siempre mal habido) y, dos, la unión entre los distintos segmentos de la sociedad, que ahora mismo no ven su propio éxito en el éxito ajeno. Es quizás en este sentido que, efectivamente, la aceptación de la corrupción sí tiene un elemento cultural: en la medida en que el mexicano no se solidarice con la suerte del otro y vea en su éxito siempre una injusticia, habrá espacio para la extorsión y la corrupción que tanto retrasan al país. ~

1 Para un deslumbrante análisis de estos puntos véase: Deirdre McCloskey, Bourgeois equality. How ideas, not capital or institutions, enriched the world, Chicago, University of Chicago Press, 2016. Es el último volumen de la trilogía The bourgeois era.

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es doctor en economía por la Universidad de Virginia. Es director general y socio fundador de la consultoría De la Calle, Madrazo, Mancera, S.C y columnista de El Universal.


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