Fotografías: Hugo Rubiano

Ser rapero en el gueto colombiano

El rapero Santacruz Medina regresa a Las Cruces, en el centro de Bogotá, luego de años de viajes por el mundo. Las Cruces, tierra de delincuentes y de artistas, de donde salió en los años noventa el mejor hip hop del planeta.
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Santacruz Medina está nervioso. Como cuando tenía menos de veinte años y subió por primera vez a un avión para hacer una gira que incluyó presentaciones en veinticinco países de Europa. O como cuando lo entrevistaron de la bbc de Londres. O como cuando Naciones Unidas lo premió en el Parlamento Europeo de Bruselas. Así de nervioso. O más. Porque, además de nervios, hay dolor. No dolor por volver al barrio. Dolor por haber tenido que irse.

Son las ocho de la mañana de un miércoles en el centro de Bogotá. Y Santacruz regresa en taxi al barrio Las Cruces. Después de tres años.

Y que Santacruz regrese a Las Cruces es como que Carlitos Tévez vuelva a Fuerte Apache. Santacruz, a fines de los noventa, junto a otros raperos del barrio, representó a Las Cruces por el mundo entero. Fue gracias a ellos que todo el ambiente del hip hop comenzó a preguntarse cómo sería la vida en ese gueto del que salían los mejores artistas de Latinoamérica.

Pero Santacruz está nervioso porque la última vez que estuvo aquí dijo que ya no se podía más. Llegó a la casa de Golpe Directo, una escuela de hip hop que dirigía para jóvenes del barrio, y quisieron asesinarlo. Dos hombres. A puñaladas. Un vecino, como la víctima iba a ser Santacruz, intercedió y apenas sufrió raspones. Era de noche en Las Cruces, su barrio de toda la vida, y uno de los más peligrosos del centro de Bogotá. Santacruz entró a la casa corriendo. En una bolsa de consorcio metió lo más que pudo. Un amigo pasó a buscarlo en un auto y se fue. Su mujer también. Para siempre. Más tarde los ladrones saquearon los equipos de sonidos y computadoras que los pichones de raperos del barrio usaban para grabar sus discos. Fue en 2010.

Durante más de dos años vivió escondido. No daba su dirección real. O daba varias, todas falsas. Y en los recitales o eventos iba del camión a la tarima y de la tarima al camión. Y a la casa. O al lugar en el que vivía, que no es lo mismo. Porque casa, dice él que era la de Las Cruces.

Hasta hoy. Que regresa. Porque tenemos que hacer fotos.

–¿Cuánto te duele no poder vivir más aquí? –le pregunto arriba del taxi.

–Es que lo era todo. Con mi mujer planificamos nuestra vida entera en Las Cruces. Siento cosas encontradas. El trabajo en Golpe Directo materializaba el sueño de vida que teníamos. De aportar lo que aprendí desde mi experiencia de vida; con el hip hop como herramienta para mejorar la educación de los niños. Darnos cuenta que no era tan valorado, tan significativo, fue una desilusión. Queríamos convertir al barrio, hacerlo turístico por su cultura, por nuestra cultura, por la cultura del hip hop.

 

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Corrían los ochenta en Las Cruces. En esos tiempos era muy común que bandas compuestas por familias o pandillas del barrio viajaran a robar al exterior. Esa era –es– la idiosincrasia de la delincuencia en Colombia. Si eres buen asaltante, debes viajar. Tenían distintas modalidades. Estaban los que hacían “escapes” arriba de los colectivos y robaban a los pasajeros sin que las víctimas lo notaran. O a los transeúntes en las principales calles de la ciudad que visitaban. Robaban billeteras, abrían carteras o bolsos o mochilas. Las mujeres se especializaban hurtando ropa en los comercios, que enviaban y se vendía en los centros comerciales de Bogotá. Después estaban los “apartamenteros internacionales”: ladrones que entraban a los departamentos cuando los dueños no estaban. Forzaban las cerraduras y los desvalijaban. El primer antecedente de esta modalidad aparece en 1960. Un diario informaba sobre la detención de una banda de colombianos acusados de robar casas en Miami.

A fines de los ochenta una banda de “internacionales” regresó a Las Cruces. Volvió como lo hacían todos los que viajaban a robar. Con varias gruesas cadenas de oro y los bolsillos llenos de dólares para comprar casas y locales. El destino había sido Nueva York. Habían vivido en el Bronx. Y trajeron algo que nunca nadie había traído.

–Esto es lo que se escucha en Nueva York –dijeron recién llegados, mostrando unos casetes.

Y esos casetes comprados en el Bronx comenzaron a sonar en los equipos musicales de las casas de Las Cruces. Esa fue la primera vez que se escuchó hip hop en el centro de Bogotá.

Desde la noche en que quisieron matarlo, Santacruz Medina no se animó a regresar. Apenas intentó pasar. Pasar no es lo mismo que regresar. Santacruz veía al barrio como un paso obligatorio antes de dirigirse a cualquier destino. Siempre. Cada vez que podía pasaba cerca de Las Cruces. Necesitaba mirarlo de cerca. Y recordar.

Hoy Santacruz vuelve, de chaqueta de cuero negra, una visera plana y unos pantalones oscuros, y me cuenta arriba del taxi que los casetes de hip hop llegaron a un pequeño sector de Las Cruces, al de los más jóvenes. Él era uno de ellos. De esos “peladitos” que admiraban a las “ratas” (asaltantes) y tenían como único proyecto de vida crecer y viajar a robar a otro país y convertirse en un “internacional”. Como ellos.

–Cuando aparece el hip hop hay dos cambios bien marcados. Unos se dedican a la delincuencia y otros a hacer hip hop. También había otros veinte jóvenes que ya bailaban breakdance. Y comenzaron a formarse las que serían las grandes bandas de hip hop colombianas. Escribían canciones de los piyos, los ladrones, de la policía, pues digamos lo que aquí llamamos la calle. La situación de nuestras pandillas.

El hip hop sonaba en el barrio. Cada vez más. Ya había grafiteros. Los peladitos buscaban las traducciones y videos sobre los raperos del Bronx. Y comenzaron a encargar casetes a cada banda que viajaba a Nueva York. Los fines de semana los adolescentes de Las Cruces iban a una discoteca para menores en el centro de Bogotá. Se juntaban afuera y, cuando llegaban los quince minutos de cada hora que el dj pasaba rap, entraban. Y salían cuando el dj cambiaba de ritmo. Y a la hora lo mismo. Entraban quince minutos y salían. Y así hasta el cierre.

De golpe el arte, la música, cambió los sueños de los peladitos. Porque como en cualquier barrio pobre de Latinoamérica, en Las Cruces los jóvenes recibían un solo mensaje:

Tienes que ser delincuente. Y tienes que ser el mejor delincuente. Y tienes que salir del país a delinquir.

Esa era la meta.

Pero las metas cambiaron, dice Santacruz, gracias al hip hop. Y el mensaje era:

Tienes que ser el mejor rapero. Y tienes que hacerte famoso. Y tienes que representar al barrio. Y tienes que dar la vuelta al mundo haciendo tu música.

Las bandas se iban formando. Con nada. Con entusiasmo y nada más. Porque no había cómo grabar esas letras que se escribían a la salida de los colegios. En el tiempo libre en el que no se robaba. A veces armaban tarimas y se subían a explicarle a la gente qué era el rap. Años más tarde se iba a instalar una frase en el ambiente del hip hop: “Ser rapero y no ir a Las Cruces es como ir a Nueva York y no ir al Bronx.”

El taxista se muestra tranquilo. Hemos tenido suerte en ese aspecto. Santacruz Medina y el fotógrafo pasaron por el hotel en el que me hospedo y pedimos un auto hasta Las Cruces. Existía la posibilidad de que el conductor se negara a llevarnos. En Bogotá muchos afirman que la droga hizo que el barrio esté cada día más peligroso. Que los peladitos se despiertan, consumen pegante y bazuco (crack) y roban a los mismos vecinos. Desde los ocho o nueve años en adelante. Sin importarles que a la noche, cuando regresen los familiares de esos vecinos, haya represalias. La última generación postergó esos viejos sueños de ser un “internacional” por su adicción a las drogas. El año pasado Santacruz fue convocado para cantar en distintas escuelas. Después del show propuso algo. A los “chinos” que entregaran su cuchilla, él les regalaba una pelota. No fueron muchos los que estuvieron conformes con el cambio. La pelota es solo un juguete. Y el cuchillo en un barrio como Las Cruces es un juguete para defenderse, para cuidarse; un juguete que puede lograr que la vida sea más larga.

Son pocos minutos de viaje. Nos juntamos a primera hora de la mañana para hacer las fotos con la mayor tranquilidad posible. Y que casi nadie vea a Santacruz. O que no lo vean las personas que no tienen que verlo.

Hay gente en el barrio; hay movimiento. Y algo de sol. Santacruz se pone contento al ver los carteles de publicidad pegados en las paredes del próximo evento en el que se presentará junto a varios grupos del barrio. Se llama “Muestras para no delinquir”. Comenzó hace diez años, pero hace tres que dejó de hacerse en Las Cruces. Fue cuando algunas pandillas comenzaron a atentar contra los raperos más reconocidos. A un integrante de La Etnnia, un grupo que llegó a ser premiado en Barcelona y reconocido por The New York Times, un sicario le había tirado cinco disparos a quemarropa.

Además del fotógrafo y Santacruz, arriba del taxi hay un vecino del barrio que nos acompaña. Y que cuenta que en la última semana fueron asesinadas seis personas. Todo comenzó con el asesinato de un “man” que traficaba droga y armas, y que estaba en contra de los ratas que robaban en el barrio.

A Santacruz le pasó lo mismo. Se opuso a los robos en el barrio. Primero lo amenazaron y después quisieron matarlo a puñaladas. Zafó y tuvo que irse del barrio. Hacía diez años que dirigía la Escuela de Hip Hop Golpe Directo. Un espacio en el que los jóvenes aprenden los cuatro elementos del género: rap, breakdance, grafiti y dj. Y puedan grabar sus pistas. Todo gratis. Cada vez que un programa de televisión quería entrar a filmar la casa, los asaltantes ponían la mira en los equipos de filmación. Una tarde uno de ellos se acercó a hablar con Santacruz. Le dijo que iban a robar a todos los periodistas; que estaban dispuestos a brindarle una parte del botín para sus gastos. Santacruz se negó. Y comenzó a recibir un mote. Decían que era “sapo”. Ser sapo es ser buchón. De la policía. Golpe Directo había recibido una mención de Naciones Unidas por luchar por los derechos de los jóvenes y dar un mensaje contra la delincuencia.

–Comenzamos a ser perseguidos –dice Santacruz–. Uno, por las autoridades locales como los dirigentes sociales y la policía. Tener una casa para jóvenes era, para ellos, estar asociados con el expendio de drogas y decían que les enseñábamos la delincuencia. Y dos, por las mismas bandas del crimen y expendedores de drogas. En la casa dábamos otro mensaje. Les decíamos que estaban manipulados, que eran víctimas de unos “manes” que lo único que querían era atrapar clientes.

De repente, las cosas habían cambiado. Por el rap, por el arte. El que tenía la admiración de la gente era el rapero, y no el asaltante internacional que llegaba en un auto. Hacer música era tener un reconocimiento, salir en las revistas, en la televisión, los ojos de las muchachas. Todo lo que generaba antes el que andaba en una moto y vestía mejor con dinero robado. Subirse a una tarima valía protagonismo. Eso era pura envidia para las bandas.

La pandilla más peligrosa era conocida como Los Bolívar. Y era conocida, en esa época, por su odio hacia los raperos.

Santacruz recuerda otro episodio que grafica la situación entre los asaltantes y los jóvenes de la casa Golpe Directo. Un muchacho que delinquía y pintaba buenos grafitis había pasado seis años en la cárcel. Cuando salió se unió a ellos y protagonizó un cortometraje. Durante las sesiones de rodaje, los asaltantes miraban. Y le decían:

–Eso no va a darte de comer.

–¿Qué haces con ellos? Denunciando las vueltas… Con eso no vas a llegar a fin de mes.

Y el man terminó regresando a las andadas.

Santacruz Medina está dolido. Recuerda los talleres que se dictaban, las obras de teatro que se brindaban en la casa para los chicos del barrio. El estudio de grabación para que los peladitos pudieran hacer música. El videoclip, protagonizado por una niña que perdió a un hermano, donde denunciaba a los Falsos Positivos –grupos del Ejército que asesinan adolescentes de barrios humildes para hacerlos pasar como guerrilleros, y así aumentar las estadísticas y pedir un mayor presupuesto–. Pero dice que si el trabajo que hicieron sirvió para alguien, ya está, ya alcanza, se da por satisfecho. Entre todos los actos de agradecimiento recuerda a una señora del barrio. Que le dijo:

–Usted lo estaba haciendo… lo que pasa es que no lo comprendieron.

La primera pandilla de Santacruz se llamó Sindicato 07. Estaba compuesta por manes del barrio y la escuela. Todos delinquían. Y la escuela era un lugar al que iban para comer más que para estudiar.

–Ya había rebeldía, por eso el nombre. Éramos la oposición a lo que quería imponer la escuela.

Santacruz dice que los delitos se hacían para subsistir. Era un atracador. Iba hasta el centro de Bogotá armado y robaba a los transeúntes. Siempre fuera del barrio. Eran dos carreras paralelas. La del delincuente y la del artista. Cuando no robaba, se la pasaba en el sótano de la casa de un amigo. Queriendo hacer música. La primera canción trató sobre una problemática grave en los últimos años de los ochenta en Bogotá, y en especial en Las Cruces: las violaciones a mujeres arriba de los buses.

–Era una crítica a algo que se tornó muy normal en el barrio. Abusaban de las mujeres en la parte de atrás del bus y el chofer nunca veía nada. El sistema no las defendía; las terminaba culpando, las acusaba de ser responsables de la violación por la manera de vestir o cosas así.

A partir de esa primera letra el rap pasó a ser otra cosa. Y al tiempo los jóvenes de Las Cruces podían ir a ensayar a un teatro de La Candelaria, el sector más turístico del centro de Bogotá. Eso hacía que Santacruz pasara más tiempo fuera de Las Cruces, que tuviera la mente puesta en otra cosa. Ya había formado junto a un grupo de amigos Gotas de Rap. Era 1990. Cinco años después lanzaron Contra el muro. Fue la primera grabación de rap underground y hardcore de Colombia. Desde ese día muchos colegas del barrio empezaron a creer en sus talentos. Si pudo uno podían todos. El arte le había ganado al único mensaje que daba el barrio.

Fueron cuatro años que incluyeron cuatro giras por Europa. De Las Cruces para todo el mundo. El barrio se conmocionó. Los piyos sentían que ya no había que ser un ladrón internacional para viajar. Y toda Colombia entendía por primera vez que además de asaltantes, en Las Cruces había artistas.

¿Qué tan reconocidos eran en el exterior?

–Nos movíamos en limusina, teníamos camarines exclusivos. Las mujeres hacían fila para besarlo a uno. Teníamos barras libres, buenas comidas. Cuando llegamos a Londres nos recibió la embajada de Colombia. Estuvimos en la mejor calle de la ciudad, donde paran todos los artistas. Nos invitaron al Parlamento Europeo cuando ni el presidente colombiano podía entrar.

Todo desde Las Cruces. Cualquier rapero de Bogotá decía ser de Las Cruces, por más que no viviera en el barrio. Ser rapero y decir que uno era de Las Cruces daba “chapa”. Porque además de Gotas de Rap, en Las Cruces se formaron más bandas. Como La Etnnia o New Rappers, de las más exitosas. Y decenas de grupos más que hacían rap pero no vivían de hacer rap.

Pero también pasaban otras cosas. Si uno iba a buscar un trabajo y decía que era de Las Cruces, el currículum terminaba en el cesto de basura. Y la violencia no cesaba. Era –es– muy común que la policía le pagara a los sicaritos del barrio para matar a los integrantes de las pandillas más conflictivas.

Gotas de Rap se dividió en 1999. Melissa, la única mujer del grupo, fue asesinada en Estados Unidos. Había viajado a visitar a su marido a una cárcel de ese país y cuando salía fue sorprendida por una banda. Se trató de una venganza entre colombianos internacionales.

Eso consolidó la separación de la banda. Un integrante volvió a lo de siempre y hoy vive delinquiendo en Europa. Otro se hizo evangelista y se radicó en Estados Unidos. Así pasó con la gran mayoría. Zebra, un integrante de La Etnnia que formó parte de la gira del grupo por Francia, hoy vive en la calle. Su adicción a las drogas lo llevó a la indigencia.

–Y yo me encontré con que sin el hip hop no tenía otra forma de ganarme la vida. Y empecé otra vez mi carrerita.

Empezar otra vez la carrerita significa volver a los atracos. Santacruz Medina ya tenía veinte años y la modalidad era el robo de carros. La carrerita duró poco. Y fue a parar a La Modelo, una cárcel de Bogotá que tiene capacidad para tres mil internos pero que llegó a recibir a ocho mil. Allí pasó tres años.

–Ese era el problema de muchos. Somos pocos los que vivimos del rap, ayer y hoy. Digamos que la cultura no ha resuelto la expectativa económica. Y los peladitos comenzaron a tener hijos, responsabilidades. Y esto no daba de comer. Perdimos a muchos chinos con talento. El hip hop es muy marcado en los jóvenes. Desafortunadamente, también es muy cercano a la delincuencia. Aquí, la delincuencia está muy arraigada.

Salió de La Modelo y volvió al barrio. Al tiempo reincidió. Para sobrevivir, dice. En la cárcel ya había puesto todo en la balanza. La bacana vida que había tenido gracias al rap y todo lo que había perdido por la delincuencia. Era empezar de nuevo. No había dinero ni equipos de sonido, nada. Todo se había esfumado en su estadía carcelaria.

Hasta que se presentó en un concurso de la Alcaldía de Bogotá y ganó una beca en dólares. El proyecto de Santacruz consistió en hacer una revista de hip hop. Y detrás del emprendimiento llegó Golpe Directo. Ahí la vida volvió a ser música. Las armas volvían a ser las rimas. Al tiempo comenzó su carrerita como solista y grabó varios discos y fue invitado a los festivales más importantes del género en Latinoamérica.

Dos años después de su última noche en el barrio, dos años después de vivir escondido, con miedo, triste por tener que estar alejado de Las Cruces, surgió la posibilidad de abrir otra Escuela. Es en el barrio Teusaquillo, donde Santacruz me recibe. Aquí se dictan distintos cursos de preparación para los jóvenes que quieren ingresar a la universidad. Y, si estaba Santacruz, no podía dejar de haber un taller de rap. Llegan peladitos de todos los barrios queriendo aprender.

Nos movemos por la calle central. Hay algunos comercios y taxis y colectivos. Las Cruces es un barrio más viejo que humilde. O viejo primero, y humilde después. Antes, este territorio estaba visto como un pasaje residencial, con puertas y ventanas de estilo colonial, construidas con materiales artesanales de principios del siglo xx. Las Cruces fue cuna de muchos obreros, artesanos y carpinteros. El Instituto Distrital de Patrimonio Cultural seleccionó más de 174 inmuebles declarados bienes de interés cultural, por su importancia en el desarrollo urbanístico de la ciudad. Pero nunca hubo restauraciones. Y todo se deterioró. Es notoria la falta de mantenimiento. Y la ausencia de recolección de basura, que se descansa en muchas esquinas abandonadas.

Eran paradojas que generaba un barrio como Las Cruces. Discriminado, estigmatizado. Y que a la vez, gracias al rap, todos querían visitarlo. Immortal Technique, un rapero peruano radicado en Estados Unidos, y de los más reconocidos en el mundo, visitó el barrio y Golpe Directo y dio allí una vuelta de prensa. Uno de los tantos festivales que se hicieron contó con la presencia de músicos y dj ingleses, italianos y alemanes. Uno de los managers más importantes del género también se quiso sacar las ganas y viajó a Bogotá. Se quedó varios días en la escuela. No importaban los riesgos; no importaban los gastos; no importaba la mala fama que Colombia tuviera en el mundo; no importaba nada. Importaba conocer Las Cruces. Importaba entender cómo era ese barrio del que salía parte del mejor hip hop del planeta.

–Antes, decir que uno era de Las Cruces generaba que nadie se metiera con uno por miedo. Era como una defensa nombrar al barrio. Con el hip hop lo cambiamos. Mucha gente quería conocernos.

Fue en ese momento, en esa época, que Santacruz y sus compañeros de Golpe Directo soñaron. Y ya sabían de soñar. Desde chicos. El tema es que al principio soñaban con viajar a robar; después pasaron a soñar con hacer giras y presentarse en tarimas, ante gente que hablaba otro idioma. En Las Cruces, si había hip hop de por medio, los imposibles podían tardar un poco más.

–Nosotros queríamos ser como La Candelaria, construir un hotel donde recibir turistas. El hecho de que el barrio tuviera una estructura bien marcada, y que estuviera cerca del centro de Bogotá, hizo que se nos ocurriera. Queríamos traer a la gente de Nueva York que quería conocer Las Cruces. Queríamos que el barrio fuera turístico, y con eso mejorar las condiciones culturales y sociales del lugar. Teníamos todo para hacer una cultura que trascendiera mucho más, desde nuestro barrio.

En Las Cruces hay calles con subidas, calles con bajadas. Pasillos angostos por los que no entran los autos. Y muchos policías. Uno de ellos persigue en moto a un peladito que escapa por una escalera del barrio. Son las nueve de la mañana. Algunos manes ya están consumiendo drogas. Es probable que nunca hayan frenado; que lo estén haciendo desde la noche anterior. Algunos de esos manes nos miran. Otros se arriman. Saben que estamos nerviosos. Algunas fotos se hacen desde arriba del auto. El taxista frena, Santacruz sale y el fotógrafo baja la ventanilla y hace las fotos. En una canchita de futbol unos chinos de ocho o nueve años juegan a lastimarse con la punta de las lapiceras. De a dos, uno contra uno. Es el mismo juego que se hace en las cárceles, pero con cuchillas. Esto es Las Cruces, el barrio que muchos quisieron conocer.

Ya estamos saliendo. Me toca hacer la última pregunta a Santacruz durante nuestro recorrido.

¿Qué extrañás de Las Cruces?

–Irónicamente, a su gente. Me llamo Ever Hauer Rozo. Pero por ese nombre no me conoce nadie. Las Cruces me dio una identidad. Soy Ever Santacruz Medina. Con ese nombre me conocen en todo el país y el mundo. El camino que teníamos no era muy prometedor; lo que nos tenía deparado el destino era ser delincuentes. No había más nada. No teníamos educación de buena calidad ni nadie que nos guiara a ir a una universidad. Pero en otro barrio no hubiese conocido el hip hop. Por eso amo y extraño tanto al barrio. Y a su gente. ~

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(Buenos Aires, 1985) periodista, colaborador del diario Clarín y de otros medios argentinos. Dicta talleres de periodismo en las cárceles. Actualmente trabaja en su primer libro.


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