Recuerdos musicales

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El profesor de canto nos enseña El Danubio azul, diciendo que la letra es del director, que el vals no la tenía. ¿Y cómo sabían que hablaba del Danubio azul?

José de la Luz Marroquín, director del Instituto Laurens de Monterrey, era un hombre culto, como era normal entre los abogados de entonces. Tenía en su casa biblioteca, piano, partituras, discos y cuadros. Cuando supo que un niño tocaba el violín, lo invitó a dar un recital. Pero los pizzicatos nos hicieron reír. De vuelta en el salón, la maestra nos regaña: ¿Por qué se rieron cuando Osvaldo afinaba su violín?

El director nos llama a un recital misterioso. En el centro del foro está una mesa con una antena de radio y una lucecita roja. El músico mueve las manos, como dirigiendo una orquesta, y se escucha una melodía conocida, pero que suena a cosa del otro mundo. Era un teremín.

El ingeniero, chelista y patriarca de la música electrónica Lev Termen (1896-1993) entusiasmó a Lenin, que le permitió viajar como representante de la vanguardia soviética y espía industrial. Estuvo en los Estados Unidos de 1927 a 1938, donde se volvió conocido como Leon Theremin, patentó sus inventos y organizó una empresa con la RCA para comercializarlos. De regreso en la URSS, fue llevado a Siberia, liberado y olvidado hasta que la glasnost lo descubrió, ya nonagenario. En 1989, le dieron permiso para viajar de nuevo a los Estados Unidos y recibir homenajes por su contribución a la música experimental, el cine y el rock. En Albert Glinsky (Theremin: Ether Music and Espionage), veo que no pudo estar en el Instituto Laurens (donde hice la primaria y secundaria de 1939 a 1948), aunque el teremín que escuchamos pudo ser construido por él.

Recuerdo las polcas de Los Montañeses del Álamo y el oso que las bailaba en El Cercado, a donde mi padre nos llevaba de paseo. Me pregunto si, organizando encuentros con músicos polacos, pudieran renovarse las tradiciones folclóricas de ambos países.

Según José Vasconcelos, no había cultura en el Norte de México: “Donde termina el guiso y empieza a comerse la carne asada, comienza la barbarie” (La tormenta, “Cadereyta nos aplaude”). Pero, en la encantadora Lírica infantil de México (que debería reeditarse), están las canciones de mi infancia, aunque Vicente T. Mendoza las documenta en otras partes del país, no en Monterrey.

Me sabía las canciones infantiles tradicionales y también las de Cri-Cri, que escuchaba en la XEW. Pero nunca se me ocurrió componer algo semejante, sino boleros, con letra y música. No sabía solfa, ni existían las grabadoras, así que inventé una notación alfabética (tatán, tatatan, tatatán) que no funcionó.

La Alianza Francesa de Monterrey recibía de París un servicio formidable: la biblioteca circulante, con libros y discos de reciente aparición, que podíamos leer y escuchar hasta la siguiente remesa. Así descubrí a Lully, Couperin, Rameau, que me extrañaron y maravillaron. Guadalupe Marty, la secretaria, me dijo que había mucha música de esa (barroca), pero yo no la conocía.

Uno de mis primeros discos fue la Música acuática de Haendel, que escuchaba todos los días para acabar de despertar y prepararme a salir. Era de vinilo, pero me lo acabé.

Lupe y su hermana Mercedes, mi profesora de francés, estudiaron en Mónaco, enviadas por don Ramón, distribuidor de la Swift de Chicago y promotor de la zarzuela de aficionados (antes de que llegaran a vivir en Monterrey Pepita Embil y Plácido Domingo padre). En su casa había un piano, pero cada una tenía su biblioteca (y algunos libros duplicados), cosa que entonces no entendí. Nunca se casaron, quizá porque eran demasiado cultas.

En ese piano, Ramiro Guerra me hizo una prueba de oído (entonar las notas que él iba tocando), que pasé con alivio, porque mis peores calificaciones fueron las de canto. Admirablemente, Ramiro se las arregló para componer música, aunque no veía. Estuvo en España para estudiar con Joaquín Rodrigo, que tenía el mismo problema.

Los Montfort eran otra familia culta. Carolina, la menor, estudiaba francés en la Alianza; y, en el tocadiscos de su casa, ponía las nueve sinfonías de Beethoven, una tras otra. Alicia y Héctor, sus hermanos, daban recitales de piano a cuatro manos. Llegaron a tocar en la ciudad de México, y se hablaba de una posible carrera internacional. Pero él era ejecutivo industrial, y no se animó a lanzarse; como, afortunadamente, lo hizo, años después, el director de la Fundidora de Monterrey, ingeniero y chelista Carlos Prieto.

El general Bernardo Reyes, amigo de poetas y artistas, apoyó esas tradiciones. Según las Marty, en sus tiempos de gobernador, hubo solistas, orquestas y compañías de ópera que viajaban de Europa a los Estados Unidos y llegaban a Monterrey (no necesariamente a la ciudad de México).

La cultura vino a menos con la Revolución. A mediados del siglo XX, un poderoso resurgimiento industrial no estuvo acompañado de un poderoso resurgimiento cultural, si bien quedaban reductos de aficionados a los libros, el teatro y la música. Uno importantísimo fue el Teatro Sinfónico de la XEH, que animaba Ramiro Garza de una a dos de la tarde. Recuerdo ir caminando y escuchar, casi de casa en casa, la Tocata y fuga de Bach, que anunciaba el programa. Hubo otros: Serenata Española (poemas y canciones), Escenario de Oro (ópera), Panorama Orquestal, Joyas Musicales de la Relojería Suiza, Concierto en Miniatura de la Manteca Regia.

El ingeniero Constantino de Tárnava (1899-1974), de ancestros polacos (hay un escudo de armas Tarnawa), fue hijo de un accionista de la Fundidora de Monterrey, estudió en Notre Dame y compró un pequeño transmisor militar (que se conserva en el Tecnológico de Monterrey) con el cual creó la XEH, primera estación de radio comercial del país y también primera cultural, conceptos que para él no estaban separados. Su primera transmisión experimental la hizo en 1919 desde la sala de su casa, con un pianista (que tocaba música de Castro y Villanueva), una cantante, un declamador y un intérprete de transcripciones musicales para serrucho. Esto último (y todo lo demás) cumplía finalidades simultáneas: la prueba técnica del rango de frecuencias de cuatro fuentes sonoras muy distintas, la difusión cultural y llamar la atención del público y los anunciantes. Desde el Canal de Panamá, el capitán de un barco se comunicó para avisar que la señal llegaba bien y el programa le encantaba, según Ramiro Garza.

En la cercana Ciudad Victoria, donde pasé veranos, había quince minutos por semana de buena música, patrocinados por una funeraria, con un lema desconcertante: “Pregunte a quien hemos servido, cómo sabemos servir”. Alguien me dijo con toda seriedad: Es música de luto.

Federico de Lachica y Pedro Woessner descubrieron una tienda (Sada Gómez) que vendía bombas agrícolas, equipo industrial y, sorprendentemente, discos de buena música. No había otra en Monterrey. Pasábamos horas escuchando los que tenían, con el encargo de que no fuéramos a rayarlos, y comprábamos alguno. No se acostumbraba entonces que las bibliotecas públicas tuvieran discos como tienen libros, fuera de la Alianza Francesa.

Federico tenía buena voz, cantaba arias en reuniones de amigos y hasta grabó un disco por su cuenta. Pedro, como su padre, un hombre de negocios textiles, ponía el tocadiscos y “dirigía” la orquesta frente al espejo, hasta que se aprendía las entradas y salidas. Les debo muchos descubrimientos musicales. También a nuestro profesor y amigo Alfonso Rubio y Rubio. Así como a Luis Astey, que dirigía la biblioteca del Tec (donde fui su ayudante) y daba cursos de apreciación musical. Medio siglo después, Antonio Alatorre me contó que tocaban el piano a cuatro manos, cuando fueron seminaristas.

Con la creación de la Sociedad Artística Tecnológico en 1948, la ciudad volvió a ser frecuentada por artistas internacionales. Recuerdo vivamente a Walter Gieseking tocando a Debussy. La música fue ganando aficionados y normalidad como acto público.

Mi profesor de física les cuenta a unos amigos: Lo que se perdieron. Una buena orquesta y un pianista fabuloso. Movía las manos a tal velocidad que no veías más que un flujo de dedos. Se cansó tanto que, al final, ya no podía tocar con la mano derecha.

Una amiga me habla de un estudiante que le atrae, como buscando información. Por fin, se atreve a preguntarme si es…

–Pero, ¿de dónde inventas eso? 

–Es que le gusta la música clásica. 

Lo feo provoca el cierre defensivo de la sensibilidad, y, por lo mismo, no se recuerda bien, a diferencia de la belleza, que abre los ojos, los oídos y la inteligencia, llama la atención, graba en la memoria. De las sinfonolas y su escándalo, recuerdo poco. Quizá porque eran un horror (olvidado, hasta que llego por la carretera a un bonito lugar, y de pronto lo borra un altavoz). En cambio, la memoria me trae la música de las “Azucenas en camisa” (Gerardo Diego, Poemas adrede), con esa estrofa donde aparece una sinfonola, que me intrigó y recuerdo desde 1952:

Una música en níquel sustentada

cabellos curvos peina urgente

y hay sólo una mejilla acelerada

y una oropéndola que miente. ~

                                                                                                                                                                                                                      Monterrey, 1940-1955

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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