Las últimas lecturas: Diques

Tampoco me consta que abunden, pero los hay, volúmenes que deparan la condena o el hallazgo de seducir al monstruo laberíntico que nos gobierna.
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Ignoro si el descalabro es frecuente. Habrá quienes lo consideren una trivialidad o un mal que a nadie se le desea. Yo lo escarmenté: transitar sin resuello, inerme ante un pavor y un asombro desconocidos, por una obra de la que se retorna deshecho, envenenado, los espejismos del mundo revelándose una insostenible hipocresía que los artificios literarios han vuelto, ya, ineficaz y aun dolorosa. Tampoco me consta que abunden, pero los hay, volúmenes que deparan la condena o el hallazgo de seducir al monstruo laberíntico que nos gobierna, y que al ser perturbado por la viveza extraordinaria de ciertas invenciones, inquieta de pronto el pulso de nuestra sonrisa y la endurece, desperezándose con brusca gratitud al contacto inesperado con un lenguaje que lo colma y que, voluptuoso, lo ilusiona con la venganza en contra de la soledad y de la sombra en que fingimos aprisionarlo. Volúmenes, entonces, que nos aproximan al citatorio con una presencia inefable, íntima, y que actúan a la manera de diestros verdugos encaminándonos a la derrota. Libros en los que la insatisfecha búsqueda de placer se pervierte y que violentan, exacerbándolo, un secreto que demandábamos y que, nada más con intuirlo, aciago, parcialmente nos definía, insoportable al develarse. Libros en que se cifran las claves inopinadas de la tristeza: puertas detrás  de las que no parece aguardar sino la pálida desnudez del miedo. Ya porque los enardece una escritura que desarma por inquietante o perfecta, o ya por la empatía que profesan al animal mellizo que nos entibia el sueño con su aliento enrojecido, son estos libros a que aludo los que amenazan con devenir los últimos que leeremos, los que nos persuaden a desertar a causa de sus honduras y los que fueron erigidos, aventuro, para contener el avance de la saeta de la nada, que de un otro lado indecible calcula por eternidades un disparo en dirección a nosotros: disparo que atenta entre los pasajes de quienes lo desvían de sí con pericia maestra, tensándolo en prosa para que, imprevisto, nos abata. Circulan, pues, libros ––no es en vano que lo advierta–– que dejan de serlo y que son escudos con los que primero recubrimos, esperanzadamente, nuestro pecho y que al fisurarse luego permiten que una cuchilla exacta los traspase y hiera en frío el amor propio del minotauro paciente que nos deambula, envileciéndolo.

Diques a punto de desbordarse y desbordarnos.     

¿En cuáles piensa cada lector, si es que ya le han abierto siquiera una vez el alma en canal? En lo que a mí concierne, recuerdo cuatro como se recuerdan los atajos de un paseo, en la niñez, por las depresiones en penumbra de un bosque sin tesoros escondidos: Les Cent Vingt Journées de Sodome, ou l'École du libertinage; Light in August; In Cold Blood; Eleutheria.

Sade, Faulkner, Capote y Beckett: intermitentes heraldos del apocalipsis poético que intento describir. ¿Por qué me infligieron sus proezas el asomo a un abismo de desahucio espiritual? ¿Cuál es el motivo por el que meses o años después de admirarlas, ordenando los ejemplares en la repisa o en la sepultura de una caja de mudanza, preferí no consultar ni un subrayado por temor a reencontrarme con la línea demoledora que había desencadenado el vértigo, privándome durante temporadas enteras del acercamiento a cualesquiera otros autores? Algunas de las perplejidades que improviso puede que articulen, o encubran, una respuesta que, sin embargo, no me interesa esclarecer:

Les Cent Vingt Journées de Sodome: a las mil quinientas parafilias, meticulosamente imaginadas por el Marqués, ¿qué dialéctica contraponer que las revocara, o en qué asilo para bellezas equiparables a su muestrario recluir, herido de muerte, al ciervo de la bondad humana que Donatien Alphonse diseccionó para leernos desde su tratado, congratulándose por espolear los mecanismos de nuestras potenciales depravaciones?

Light in August: tras el vaivén fanático de los azotes con que un padrastro castiga los rezos de un huérfano, ambos arrullando a los equinos que rumian en el granero, ¿era en verdad una negligencia lícita ponerse de pie, apagar en paz la lámpara y no abominar del tomo que ya escaldaba, tembloroso entre las palmas entreabiertas, tipográfico batracio a punto de morderme?  

In Cold Blood: y es que no son por lo demás tan pésimos los chistes «verdes» coleccionados en una libreta por el asesino paticorto de los Clutter, o alguien pudiera considerar cómica su desesperación por hacerse de las monedas resbaladizas, tintineando debajo del mueble: un puñado de cuartos de dólar a los que ascendería en total su fortuna, ridiculizando la recompensa por su perversidad pese al acierto de los escopetazos que, nítidos y escalofriantes, perpetúan un eco que no se dispersa. ¿Confabularse con el epílogo de la masacre a carcajadas, pudiendo con trabajos cumplir con la prosecución aterradora de una historia verídica y a un tiempo ficticia?

Eleutheria: soporte quien sea capaz el ruido con que aturde a martillazos el Cristalero mientras quiebra él mismo un vidrio para repararlo, y atienda, sin presentir el dominio de lo espeluznante, las conversaciones absurdas del elenco con el parasitario y desasosegado Krap, turbio asceta de camastro. Recoja quien los precise tales añicos de ventana y de melancolía, tales voluntades en el puro hueso, tenues en escena. Yo no pude: me cortaron profusamente las manos apenas hice ademán de recolectarlos al caer el telón.

¿Cómo es que aun expuesto a un trastorno sensitivo e irreversible no fueron los anteriores, al suscitarlo, mis últimos libros? Acaso porque al término de cada uno, equivocándome por supuesto, descreí que me asaltara de nuevo una misma experiencia de plenitud y hundimiento absolutos.

Habré aprendido a engañar mi bibliomancia con la premisa ilusoria de que dejaría de leer solo cuando tope con el dique rotundo, el predestinado a sumergirme para siempre, desbordándose y desbordándome, en el más allá de las palabras.

 

 

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(Zacatecas, 1981). Baterista y narrador. Compuso la obra en prosa Tetralogía de la heredad. Actualmente radica en Cincinnati, OH.


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