La nieve cae sobre la calle

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El Ayuntamiento planificó el esqueleto del nuevo trazo urbano y las máquinas realizaron el trabajo: cortar árboles, derribar una vieja casa de campo, levantar postes de electricidad. En el muro de una escuela se colocó una placa y, abierto el camino, el civil Jorge Morales –poeta y agitador chileno, autor de intervenciones notables y editor de El Llop Ferotge– hizo el resto: le dio espesor de símbolo a la urdimbre de trayectos y señales de la ciudad. La calle Roberto Bolaño Ávalos se inauguró la mañana del 18 de junio a las afueras de Girona, en un entorno que perfila zonas de jardines, juegos para niños y una rambla.

Por segunda vez, ahora de manera audaz, el nombre de Bolaño rige en un lugar público del territorio catalán. En una sesión de pálida picaresca, en 2008 fue abierta en su memoria la sala de actos de la biblioteca comarcal de Blanes, localidad donde el escritor radicó su última sede literaria. El día que se inauguró la sala, los lectores reclamaron por lo bajo que “Roberto Bolaño” debía llamarse, por lo menos, la sala de lectura de la biblioteca, la sala de un hospital donde hubiera pacientes aburridos o bien la playa del pueblo costero. El mismo Jorge Morales alzó la voz –lo recoge Enrique Vila-Matas en una crónica– para preguntarle a la autoridad, en la persona del alcalde, quizá en nombre de los extranjeros, de los sudacas de savia romántica, “qué tenía que hacer un escritor como Bolaño para que la biblioteca comarcal llevara su nombre”.

Aunque sabía penetrar en los porosos espacios de lo imaginable, es improbable que a Bolaño se le ocurriera que algún día su nombre saltaría a la calle. A salto de mata, en Girona tenía como horizonte de futuro la fecha del permiso de residencia. Tal fue la fortuna posterior que aparece, incluso, en lugares donde nunca vivió: en La Serena, Coquimbo, Chile, existe el Pasaje Roberto Bolaño, una cortada que desemboca en la calle Eduardo Anguita, la que a su vez se encuentra con la más amplia Braulio Arenas y, a su paso, Gabriela Mistral. Sin la idea absurda de que en el aireado barrio Domeny de Girona una calle se llamaría Roberto Bolaño Ávalos, vivió en el casco antiguo en los tempranos años ochenta: allí encontró la soledad y la esperanza –como su personaje Anne Moore–, la escritura que decantaba a nuevas estaciones y épocas, el “pabellón silencioso de la Universidad Desconocida”. El narrador comenzaba a tomar forma, implosiva y definitivamente, en los claroscuros del poeta. De aquellas temporadas duras, raspadas por la angustia, queda constancia en los textos que provienen o regresan a ese paraje: “Prosa del otoño en Gerona”, que publicó con sus poemas; Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, novela que escribió en colaboración a distancia con A. G. Porta; la efímera revista de poesía Berthe Trépat, que editó junto con Bruno Montané; seguramente en la correspondencia (desconocida) con Enrique Lihn y en las cartas que dirigía a su hermana Salomé.

Previo al final feliz que reunió a un público minoritario, el homenaje a Bolaño comenzó mucho tiempo antes del ágape y el brindis inaugural. La calle tuvo idas y vueltas, anuncios entusiastas, suspensiones apesadumbradas y, a toda hora, una gran honradez humorística. Es un camino abierto, desde el principio, para que den un paseo quienes respiran en lo adverso, en la marea de las posibles malas artes del fracaso. El organizador del homenaje, Jorge Morales, parece ver las cosas como un perdedor nato que asiste, de cara al Mediterráneo, a la comedia del mundo. Tras algunas peleas con los regidores de cultura del Ayuntamiento de Girona, decía en diciembre: “Cuando ya lo teníamos todo y habíamos cursado las invitaciones, nos hemos quedado de piedra al comprobar que la calle Bolaño no existe aún. Es, como dicen en Chile, un peladero en toda regla, una zona de campo llena de barro y hierbajos.” Así acababa: “En estas condiciones no es posible realizar ninguna inauguración ni menos un homenaje. A menos que el respetable público quiera asistir con botas de excursionista y tenida deportiva para perderse en los barriales de la periferia gironina.” Entretanto recibió una llamada de la Embajada de Chile, que pretendía filtrar al acto homenaje, planificado para el pasado enero, una representación diplomática que encabezaría Sergio Romero, a quien Morales recordaba haber visto –de chico, en la tele– como ministro de Pinochet. Fiel a la causa bolañiana más integral, fue rotundo: “Les dije que no queríamos la presencia de Sergio Romero,  que si venía lo íbamos a abuchear  y que el acto fracasaría.”

Con el tiempo cambió la pisada, los trabajos de construcción de la calle perfilaron buenos augurios, la “imagen fantasmal” cedió a un lugar bonito y la inauguración tuvo otra fecha. A la hora del acto, el Ayuntamiento falló: faltaban las sillas, las mesas, el equipo de sonido, los micrófonos para los músicos. Morales estaba furioso y el editor Jorge Herralde le encareció que no sufriera: a Bolaño, le dijo más o menos, le habría gustado que así fuera el espectáculo (entrañable, paciente, reñido con la logística municipal). Llegó un audio de emergencia, pasó el desasosiego y, ya en la hora emotiva, se dio comienzo al programa. Subieron al estrado el librero Guillem Terribas y luego el cineasta Isaki Lacuesta, ambos locuaces. Salomé Bolaño Ávalos, única sobreviviente de una familia en la que se han marchado todos, leyó en su tono chileno y sencillo una selección de las cartas que su hermano le enviaba a México desde Girona, y sucedió el escalofrío epistolar. Ignacio Echevarría continuó el capítulo de comedia, Herralde fue parco, y vinieron los recitales de Patti Smith y de Bruno Montané, quien hizo resonar a lo largo de la calle el poema “La cantera de las manos”, escrito con Bolaño en Barcelona en la primavera de 1977.

Los rockeros uruguayos llegaron cuando la fiesta había acabado, no descifraron las oscuras indicaciones del autor: “Al final de la calle, en la esquina, hay una cabina telefónica y esa es la única luz al final de la calle.” Entre el público había amigos, había musas, árboles que un día serán fuertes, estaba Ricardo House rodando un próximo documental, estaba el señor de Hermosillo que se parece a Amalfitano, a la versión octogenaria de aquel filósofo solitario también radicado en Hermosillo, como se cuenta en 2666. Sin saberlo, como los críticos archimboldianos, para encontrarse allí, los presentes “caminarían por las variopintas calles que el futuro les tenía reservadas”. Acabada la función, todos deshicieron el camino, dejaron la calle y volvieron a sus casas, vino el largo tiempo del verano. Un día caerá otra vez la nieve sobre Girona y la ciudad tendrá el sentido cristalino que le había dado Bolaño. ~

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