Hace siete años

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venezuela elige
     Venezuela se encuentra en un momento de delicadísima definición política. La situación es sumamente confusa y está cargada de presagios. En una semana, el domingo 6 de diciembre, habrá elecciones presidenciales. Llega a su fin el gobierno de Rafael Caldera —uno de los grandes protagonistas de la vida democrática venezolana— y es muy probable que también concluya aquel período que se inició en 1958, con la caída de Pérez Jiménez. No quiero decir que necesariamente terminará la democracia venezolana, aunque hay signos alarmantes de que tal vez pudiese ocurrir.
     Me refiero más bien a dos hechos sobresalientes: la desaparición de las figuras que crearon la modernidad política venezolana y la crisis de los partidos. Para lo primero hay que remontarse al primer gobierno de Acción Democrática, allá en 1945, sin por ello olvidar la novedad que supuso la presidencia de Isaías Medina Angarita en el principio de la década de los cuarenta, y sin tampoco cerrar los ojos ante la violencia —golpe de Estado— con que se instauró la aludida modernidad. Violencia cuya mancha —hay que agregar— siempre ha ensuciado la memoria histórica de Acción Democrática. Pero la historia política de un país nunca es un camino de santidad y los errores, nos guste o no, se entremezclan con las virtudes. Los tres nombres capitales de esa transformación fueron Rómulo Betancourt, Jovito Villalba y Rafael Caldera. Encabezaban respectivamente los partidos Acción Democrática, Unión Republicana Democrática y el Partido Social Cristiano Copei. Acción Democrática se funda en 1941 y los otros dos en 1946. En 1947 se llevan a cabo —después de haber aprobado la nueva Constitución— las primeras elecciones verdaderas de la historia de Venezuela. Don Rómulo Gallegos, candidato de ad, toma posesión como presidente en 1948. En noviembre de ese año otro golpe militar derriba al gobierno legítimo y empiezan a correr los diez años de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El 23 de enero de 1958 —en un movimiento de protesta generalizada en el que intervienen los tres partidos señalados, más el pc, estudiantes y grupos ciudadanos—, los militares deciden sacar del poder a Pérez Jiménez y crear una Junta transitoria. De nuevo los militares son la palanca del cambio político. En 1958, sin embargo, se crea la estructura básica que ha garantizado la existencia de la democracia venezolana. Lo más importante es el pacto (llamado de “Punto Fijo”) que establecen ad, urd y Copei, para apoyar al candidato que resultara ganador en las elecciones de diciembre de ese año de 58 y formar —importantísimo— un gobierno de coalición. Lo cual significaba un indispensable respiro político y a la vez la instauración de los partidos como elementos definitorios de la política nacional.
     Un cambio enorme. En febrero de 1959, Rómulo Betancourt asume la presidencia.
     Fueron cinco años dificilísimos. Gobernar en coalición no era nada fácil, no había práctica, todos estaban aprendiendo. Pero lo peor fueron los intentos de golpe de estado, la tradición caudillesca y bárbara que se negaba a morir y que se disfrazaba de ideologías diferentes. Hubo, así, alzamientos organizados por la vieja casta de las fuerzas armadas y también rebeliones de izquierda, las más tenaces, en ocasiones una mezcla de militares de graduación media, civiles extremistas —remedos del llamado “nasserismo”— y del Partido Comunista, que demencialmente apostó a la línea insurreccional. Añádase a Fidel Castro, decidido, con apoyos de todo orden, a reventar la democracia, y a la creación, por consiguiente, de la guerrilla urbana y campesina, la formación de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional. Para completar el cuadro, también hubo un atentado contra el presidente, planeado por Rafael Leónidas Trujillo, esa sombra obscura. En aquellos años Fidel Castro representaba para muchos el futuro, la revolución bonita, la fundación de la nueva utopía, y Rómulo Betancourt, por el contrario, era el lento reformista antiguo, el que creía, según ellos, en hipócritas valores democráticos. Tuvo Venezuela esa mala suerte histórica: que su momento político clave coincidiera con la Cuba fidelista. La confusión emotiva e intelectual que esto produjo fue muy profunda. Lo extraordinario, no obstante, es que la democracia venezolana haya resistido. Lo considero una hazaña y por eso pienso que Rómulo Betancourt —más allá de matices y de posibles críticas— es, entre todos, la personalidad política más destacada de la Venezuela moderna.
     Las cosas, después, fueron más fáciles. Poco a poco se pacificó el país y los rebeldes en buena medida se incorporaron a la vida civil. Las sucesivas elecciones presidenciales se han llevado a cabo con normalidad, y Rafael Caldera llegó a su primera presidencia en 1969 y derrotó —fijarse bien— a Acción Democrática por apenas treinta mil votos: se respetó el resultado y se inauguró la alternancia en el poder. De ahí en adelante el sistema político se basó en un bipartidismo.
     Han pasado cuarenta años. Caldera, el último de los fundadores, deja la Presidencia. Las figuras políticas de prestigio son, por desgracia, escasas. El único que quedaba, Carlos Andrés Pérez, ha sido víctima —a pesar de sus excepcionales dotes de supervivencia— de su propia desmesura y de una implacable persecución política. Esta pobreza de nombres se debe a algo bastante más grave: la crisis de los partidos políticos tradicionales, especialmente la de los dos mayores, Acción Democrática y Copei, ambos sin dirigentes de peso, agobiados por las rencillas y las divisiones. La impresión, además, es la de que todos los partidos han dejado de ser nacionales para convertirse en sectoriales. Las últimas elecciones de las cámaras y de las gobernaturas así lo demuestran: una votación fragmentada que exige complicadas alianzas.
     Los dos candidatos más fuertes para la Presidencia de la República no pertenecen, en efecto, a los partidos clásicos. Lo que han creado son agrupaciones electorales de carácter personal y contingente. Otra singularidad es que ninguna de las dos agrupaciones superó en la Cámara a Acción Democrática, cuyo candidato presidencial, debido a problemas de liderazgo e imagen, sin embargo está en las encuestas muy por debajo de Henrique Salas Römer y del teniente coronel Hugo Chávez Frías. El Comandante es, según opiniones especializadas, quien cuenta con mayores probabilidades. Se trata del militar que se levantó en armas en 1992 en contra del entonces gobierno presidido por Carlos Andrés Pérez, rebelión que dejó, por cierto, más de cuatrocientos muertos. Es increíble que la legalidad republicana haya permitido que se presentara como candidato. El Teniente Coronel favorece la boina roja —esos signos típicos de los grupos de choque—, gusta de las amenazas, nada veladas, a la estructura democrática de Venezuela, y balbucea un brumoso programa populista de justicia social.
     Los problemas de Venezuela —es verdad— son graves. Una democracia que en un principio era de una honradez impecable, permitió con el paso de los años la corrupción. La inmensa riqueza petrolera y minera ciertamente transformó el país, aunque no eliminó la pobreza. Hay delincuencia creciente, hay crisis financiera, las clases medias han sido castigadas, se vive la dura prueba de mantener la democracia con políticas de austeridad económica, hay impaciencia y fatiga civil. Todo esto es verdad. Pero nada justifica arriesgar la democracia, condición necesaria de cualquier solución. El comandante Chávez es el resultado —grotesco, desde luego— de situaciones y tentaciones latentes en toda Hispanoamérica. Es, pues, una buena oportunidad para reflexionar y sacar conclusiones. Todos. –
     — El Universal, 29 de noviembre de 1998.

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(Florencia, 1932-ciudad de México, 2009) fue filósofo y uno de los escritores e intelectuales más relevantes del siglo XX mexicano.


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