Emisiones y omisiones

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¿Entendería usted que el gobierno pudiera obligar a Letras Libres a insertar publicidad, gratuita, de los partidos políticos respetando proporcionalmente el resultado de las últimas elecciones? O, viéndolo de otra manera más divertida, ¿entendería usted que el gobierno obligara a Letras Libres a publicar artículos de Eduardo Galeano, de John Berger y de José Luis Sampedro porque sus libros se venden mucho más que los míos? ¿Qué libertad sería esa? Ninguna, por supuesto. Letras Libres es soberana en su línea editorial y publica solo lo que quiere, pudiéndole hacer un corte de mangas al gobierno y a sus ideas obsesivas de control… e incluso pudiéndole hacer un corte de mangas a sus gustos literarios. El gobierno no puede obligar a Letras Libres a insertar esa publicidad electoral gratuita, ni, si se diera el caso, a publicar artículos de Eduardo Galeano, porque en España hay libertad para abrir revistas, periódicos y editoriales, y también carnicerías y sex shops y clubes deportivos y bares y chatarrerías y clínicas dentales; y también hay libertad para gestionar esos negocios como deseen sus propietarios, incluso si esa gestión les lleva a la ruina.

Sin embargo, en España no hay libertad para abrir cadenas de televisión y tampoco hay libertad para abrir emisoras de radio. Seguramente tampoco la hay en otros lugares del mundo, pero no tengo por qué aceptar que las limitaciones compartidas sean mejores o estén más justificadas: el refranero tiene, como para casi todo, un buen consolador con ese “Mal de muchos, consuelo de tontos”. No tengo ganas de consolarme con las tonterías por mucho que tengan amplia aceptación. El gobierno (el central, los autonómicos y ahora también los municipales) se concede la potestad de decidir quién puede emitir, que es, sin duda, una manera tosca de intentar decidir el qué. El gobierno, por supuesto, tiene derecho, basándose en el interés público, a abrir sus propios canales y a hacer crecer la deuda institucional –sin servir al interés público y haciendo versiones interminables de Operación triunfo.

Esa atribución, que no está basada en ninguna limitación tecnológica, restringe enormemente la libertad de expresión, y en más de un sentido la imposibilita.

Pese a esa pesada restricción, en los canales que pueden sintonizarse a través de la tdt, hay cierta pluralidad ideológica –aunque, para mí, de un esquematismo muy empobrecedor que presenta un territorio en el que solo caben blancos y negros, sin otros colores, sin otros matices, sin otros argumentos, sin otras ideas, sin otras propuestas, con una amargura interminable y con una falta de alegría desconcertante.

Ahora el gobierno pretende, mediante una ley electoral delirante, obligar a esas cadenas –cuyo ideario, sea pobre o colorista, deciden sus propietarios, y en ocasiones respalda no solo la audiencia sino también su cotización bursátil– a emitir en sus programas informativos bloques de publicidad de partidos políticos proporcionales a sus últimos resultados electorales, devaluando el sentido de la palabra libertad y, de paso, devaluando completamente el sentido de la palabra información.

(Cuando escribo este artículo, 10 de febrero, jueves, la Defensora, provisional, del Pueblo, a instancias de organizaciones periodísticas, estudia un recurso contra la medida, por inconstitucionalidad, que ojalá se haya concretado cuando usted lo esté leyendo.)

No es la única injerencia reciente del gobierno en las cadenas de televisión y en las emisoras de radio, que controla con sus licencias restringidas (y no solo así, sino también a través de la publicidad institucional, pero eso lo dejo para otro día): ha anunciado la creación, a través de una ley para regular las telecomunicaciones, de un Consejo Estatal de Medios Audiovisuales, profesionalizado, cuyas atribuciones recuerdan mucho a la censura. Y también recuerdan a ciertas prácticas del populismo latinoamericano.

“Control de calidad” y “ética” y “horario infantil” y homologación con Europa (estas últimas palabras especialmente mágicas, porque por sí solas evitan cualquier tipo de discrepancia) son el maquillaje con el que se presenta el Consejo, para usar como elemento tranquilizador en su venta a la población. Semejante organismo tendrá un presupuesto de veinte millones de euros, a los que no me cuesta ningún esfuerzo encontrar mejores usos.

A propósito del “horario infantil” es evidente que no tiene que ser el gobierno, ni ningún órgano de control paraestatal creado para el efecto, quien decida sobre lo que ven o lo que dejan de ver los niños. Son los padres quienes tienen que vigilar lo que ven sus hijos, y lo que comen y lo que leen y las atracciones a las que se montan, y no el gobierno quien tiene que prohibir o censurar lo que emiten las cadenas televisivas. Y mucho menos si lo del “horario infantil” es solo una excusa para decidir lo que debe o no debe emitirse.

Se podrá decir que el celo del gobierno no tiene nada que ver con la política (sin duda parece que su orientación se dirige más a acabar con Belén Esteban y con las nuevas reinas poligoneras), sino con la modelación, a base de leyes restrictivas y de prohibiciones sin fin, de un hombre nuevo: una obsesión que Zapatero ha multiplicado en este tramo final de su segunda legislatura.

A veces está bien ir un paso más allá de la “homologación”. ¿Por qué el gobierno no renuncia a su competencia de concesión de canales de televisión y de emisoras de radio? ¿Por qué no permite la libertad de emisión? Quizá sería una manera de que otros países desearan “homologarse” con esa medida. ~

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(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.


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