El nuevo desorden mundial

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En el mundo de hoy se ha roto el concepto académico de la geopolítica, que casi siempre ha estado referida al nacimiento de las hegemonías militares. En muy pocos momentos de la historia, y el actual es uno de ellos, la geopolítica ha sido perceptible, no como un movimiento de grandes péndulos, como las guerras mundiales, sino en la piel de los países. Por primera vez, gracias a la sociedad del conocimiento, el factor social no revolucionario es el determinante frente al factor militar. Hoy, es mucho más importante la percepción de China como héroe económico que la posesión de grandes arsenales. La consideración de los ejércitos ha sido destruida en menos de cinco años.

En tan sólo un lustro, hemos liquidado el concepto de potencia hegemónica. Estados Unidos ha olvidado el viejo principio de que toda arma pierde su eficacia al cincuenta por ciento cuando la prueban, y ha abierto la retaguardia de la inseguridad por la falta de un consenso social que apuntale sus leyes.

Por otra parte, todos los países occidentales son vulnerables frente a la capacidad resolutiva de destruirnos que posee un nuevo enemigo, el cual viene envuelto en el fracaso de nuestro sistema y en la creencia de un nuevo –o antiguo– ser supremo, vengativo y violento. En el orden interno, hemos perdido completamente la unidad social, y no somos capaces de discernir que el nuevo papel de la inmigración en la formación de las sociedades está siendo el de crear escuelas del odio domésticas.

La emigración ha pasado a ser un fenómeno determinante de la geoestrategia. Estados Unidos tiene hoy el problema de que, en busca de personalidades e identidades individuales, sacrificó la identidad colectiva. Lo estadounidense fue castigado, humillado y puesto fuera de orden. No tanto por el ataque que sufrió, sino por su reacción al ataque. Pearl Harbour sirvió para reforzar lo mejor de Estados Unidos; el 11 de septiembre, para exacerbar lo peor. Fue entonces cuando el concepto de seguridad dejó de ser un término para los estadounidenses y pasó a convertirse en un término wasp, rompiendo su hegemonía moral: ya no están dispuestos a morir en Iraq ni a crear un nuevo corpus social de desarrollo con los inmigrantes. La inseguridad interna de Estados Unidos, su mayor debilidad, está basada en la pérdida de capacidad de asimilación de su propia realidad –contra lo que era su gran tradición–, en su nueva habilidad para convertir al inmigrante en enemigo y, por ende, encerrarse de alguna manera en la concepción de un Estados Unidos anglófono, blanco y “puro”.

 

México

En este contexto, México tiene tres grandes debilidades. La primera es que, desde 1847, su definición geoestratégica ha consistido en conservar una personalidad propia frente a Estados Unidos (“Estados Unidos del Norte” en la jerga oficial juarista y mexicana). Esta situación no la cambia el Tratado de Libre Comercio (TLC), sino el hecho de que, a medida que va avanzando su desarrollo demográfico y se intensifica el intercambio de la gente, vive el país en la esquizofrenia de tener el corazón en el sur y la cabeza en el norte: el ideal democrático y desarrollado. La segunda es la pérdida completa del papel tutelar del Estado en las economías domésticas modernas del campo, de donde parte la emigración a Estados Unidos. En la medida en que son millones y millones los paisanos que “se cuelan” a trabajar, y vivir en Estados Unidos, conforme no queda ningún varón en muchas ciudades y villas de Michoacán y Zacatecas y Jalisco y Oaxaca y Puebla, ocurre que las remesas, los dólares que envían los indocumentados a sus familias (importantísima fuente de ingresos, después del petróleo), nos convierten en un elemento absolutamente interactivo con Estados Unidos, lo cual afecta la propia percepción de la relación original con el vecino del norte. Y la tercera debilidad es que México renunció a su papel dirigente y motor en América Latina, o por lo menos muy influyente. Este país había acumulado una experiencia de cómo tratar con el imperio, y frente a él cedió primero Salinas de Gortari, en aras de una falsa normalidad económica, y después Fox, en pro de una falsa normalidad política.

 

La nueva geoestrategia

Hoy, la geoestrategia está en las fronteras internas invisibles, no en lo que nos perjudica desde fuera. Lo foráneo viene a ser como un ataque de gripa: dependiendo de cómo esté nuestro sistema inmunológico, nos dañará más o menos. Y el sistema inmunológico en las sociedades occidentales se ha quebrado. Quebrado por bacilos como el extremismo religioso, cuyo estallido, visto con perspectiva, no era tan difícil pronosticar desde el año 80. En aquel momento, nuestro mundo decidió no saber hacia dónde se dirigía, y ahora el despertar resulta terrible.

El fracaso de Estados Unidos tiene mucho que ver con la reacción ante el 11 de septiembre, claro, pero no se puede olvidar lo suicida que han sido los últimos veinte años: un espectáculo absolutamente demencial de pérdida de elementos referenciales. Fuimos capaces de condenar a la condición de hijos bastardos de la Historia a mil millones de ciudadanos el día que cayó el muro de Berlín y la Unión Soviética se vino abajo. Esas personas se quedaron huérfanas históricamente, y lo confiamos todo, con muy poco rigor, al funcionamiento automático de las leyes del mercado. Vimos caer el apoyo ideológico de la mitad de la humanidad organizada sin sentir la necesidad de una profunda reflexión –y una reacción constructiva– sobre ello.

Está claro que el integrismo árabe –un fenómeno más profundo socialmente que el integrismo religioso cristiano del siglo X– está basado, sobre todo, en la compensación de esa falta de entusiasmo ideológico. La laguna que se creó ante la caída tan súbita de ese mundo abrió los espacios para la sustitución. No hemos tenido –los occidentales de Europa, América, Oceanía– la inteligencia ni siquiera de jugar con las hipótesis de los límites del sistema liberal del mercado. Por eso ahora estamos inmersos, por una parte, en la tremenda realidad numérica, desbordante, del fin de la esperanza de todos los países del Tercer Mundo, y, por otra, en el enfrentamiento entre las ideologías religiosas, y, finalmente, en las escuelas de odio, creadas desde el momento en que se deja de integrar a los inmigrantes –en Estados Unidos, en Europa…

En la inmigración se ha producido un cambio sustancial, moral: hasta hace quince años, los inmigrantes eran agradecidos, tenían la oportunidad de reconstruir su vida; en este momento, la inmigración y su descendencia conlleva un poso de resentimiento, cada quien va por la parte de desarrollo y felicidad que la vida le negó por haber nacido en un sitio y no en otro, o tener la ascendencia inmediata lejos de donde ha nacido y crecido.

 

España

Y por lo que respecta a ese tema, España es uno de los países condenados a ser más inestables y socialmente peligrosos. Está desarmado por tres razones. La primera, porque ha sufrido en los últimos treinta años el mayor proceso de adaptación de un país occidental. No solamente por convertirse en un Estado democrático, sino también por pasar de ser la “reserva espiritual de Occidente” al país más liberal desde el punto de vista de las costumbres sociales y las leyes de la familia. La segunda, porque aún anda haciendo equilibrios entre sus comunidades autónomas, preguntándose qué quieren ser, cuántos son, cuánto tiene de español un vasco o un catalán o un gallego… Y la tercera, porque ésta es la primera generación de españoles ricos, democráticos, europeos, y no es seguro que el grado de maduración de la sociedad sea el suficiente como para conllevarlo con inteligencia.

Por si todo eso fuera poco, es un país que ha incorporado como inmigrantes al ocho por ciento de su población en muy poco tiempo, sin reflexionar ni estudiar su propio prejuicio (racial, religioso, cultural) respecto de los que llegan, ni el prejuicio hacia ellos, los españoles, de los que han llegado. Porque los que han llegado saben que el niño lo ponen ellos. En tan sólo siete años, España ha pasado, sin ningún proceso de integración ni de reflexión seria, de ser un país con crecimiento demográfico cero a que, por ejemplo, la Comunidad de Madrid tenga un veinticinco por ciento de extranjeros. De cada cinco niños que van a un colegio madrileño, uno es hijo de inmigrantes nacido en España, dos son hijos de inmigrantes llegados a España y dos son españoles. Nunca se plantearon si querían tener una Gran Vía de colores, pero ya la tienen. Si se analiza la tabla de la demografía nacional española y la de los emigrantes, se concluye claramente que España será un país mulato en muy poco tiempo. Ahora bien, cuando eso suceda, ¿cómo va a reaccionar el grueso de la población? Existe el riesgo de algunas “noches de los cristales rotos”, por parte de los que no quieren ser mulatos. Y otra cuestión vital: ¿los nuevos españoles serán españoles? Porque no es lo mismo tener el pasaporte, ir al colegio, comer el cereal, que sentirse de un sitio. La crisis moral de las sociedades desarrolladas conlleva otro nivel de subdesarrollo que pasa a ser un factor geopolítico, porque es la ausencia de ideales lo que arroja a los jóvenes paquistaníes del este de Londres a las madrassas, y a destruir donde crecieron, sí, pero donde no sienten que pertenecen.

Está fallando el entramado de la asimilación. Y la primera razón de ello es que el mundo moderno no permite el tiempo de asimilarse: ha desaparecido el factor de la interrelación social: hoy todo es inmediato, el éxito, el fracaso, el atentado, el conflicto, la inquietud, la paz. El tiempo promedio de maduración de los procesos exitosos de la inmigración, como el melting pot, eran dos generaciones. Ahora ya no hay tiempo. Ahora, los hijos de esas generaciones, que han nacido en sociedades occidentales democráticas, que han sido educados en sus valores, no se sienten de ellas. Ése es un factor enorme, y es nuevo. Y no pertenece al capítulo de ciencias sociales de los países, sino al de la nueva geoestrategia, por ser la puerta de entrada del terrorismo islamista.

 

Unión de chiitas y sunitas

La pérdida de los valores ha llevado también al agotamiento de los modelos dialécticos y formales en el mundo árabe. De todos los escenarios posibles que cabía esperar del problema Oriente-Occidente, el peor de todos era la conjunción del fenómeno chiita con el fenómeno sunita. La gran espita de desahogo del integrismo árabe era que primaban cómo se odiaban ellos a cómo nos odiaban a nosotros. Por primera vez en la historia, es más importante cómo nos odian a nosotros que cómo se odian entre ellos. Y ahí nace y emerge esa nueva realidad que unifica a un sunita wanabi integrista como Ossama Bin Laden y a un chiita como Hassan Nasrala. No hay que olvidar que los chiitas han sido durante once siglos los elementos minoritarios perseguidos, que han tenido en la violencia su único elemento de desarrollo. Agotada dia-
lécticamente toda la oferta del mundo árabe controlado –con su petróleo, su corrupción, sus familias imperiales–, emergen los inadaptados guerreros sunitas, hermanados ahora con los únicos que tenían tradición de guerreros inadaptados, los chiitas, para convergir en la unificación de las iglesias, en el islam frente a un enemigo común, un islam que además ha penetrado Occidente desde dentro.

 

Irán

En este escenario, el papel que desempeña Irán es determinante, y la inestabilidad que supone hoy se pudo prever en su momento. Cuando en 1979 Jimmy Carter tomó la decisión estratégica de permitir la caída del Sha, tenía la misma razón que George Bush buscando la caída de Sadam Husein: eran dictadores sanguinarios. Lo que no pensaron es que, al mismo tiempo, eran los únicos elementos de estabilidad sobre el origen de la formación del pensamiento islámico. Cuando se permitió que llegara Jomeini y sus guardias de la revolución, y todos los ejemplos del primer y humillante fracaso de la crisis de los rehenes de la embajada estadounidense, nadie se planteó analizar profundamente qué estaba pasando en nuestro mundo, y así sentamos las bases para la existencia de los guerreros islámicos, como si los Templarios hubieran acabado siendo los “propietarios de Roma”. Se había instaurado en Irán un Estado, una ideología y un extremismo, cuyas raíces se remontaban nueve siglos atrás, y no tuvimos la sensibilidad de entenderlo. ¿Eso significa que teníamos que condenar a un pueblo a una dictadura sangrienta como la del Sha? No. Significa que no podíamos tener la actitud tan pretenciosa de ignorar una serie de desencuentros y desajustes sociales que terminarían finalmente produciendo un ejército de fanáticos suicidas.

Más tarde, cuando Irán, a partir de una más bien modesta estabilidad económica –petrolera, claro, malbaratada en armamento soviético–, entró en crisis por la contradicción entre los ayatolas y su juventud, cuando parecía que iban a caer los elementos integristas, se produjo una recuperación religiosa, y en seguida política, antes que nada favorecida por la devastadora guerra de ocho años con Iraq, que promovió y fomentó el régimen de Reagan: esa contienda permitió a Jomeini y su aparato militar, y religiosocivil, hacerse de un poder sin límite. Fue ésa una unión táctica y estratégica de intereses entre chiitas y sunitas, a la larga la peor pesadilla para Occidente. Esto, desde luego, nunca habría sido así sin la ocupación de Iraq.

 

Iraq

El mayor error estratégico de los últimos cincuenta años de la historia de la humanidad ha sido invadir Iraq, y está en el origen de la vinculación y casi unificación entre sunitas y chiitas. La reciente operación de Hezbolá en Israel y la nueva guerra israelí en el Líbano no se entienden sin Iraq. La unificación Irán, Iraq y el Líbano da la caída de Siria, y parte dramáticamente en dos el mundo árabe entre los estados extremistas y los moderados. El siguiente movimiento, después de la contienda, es que Hezbolá gane las elecciones en el Líbano –las va a ganar por entera mayoría– y, a partir de ahí, el Partido de Dios tendría las manos libres para cambiar la situación en Siria. Hezbolá ya no necesitaría prorrumpir en amenazas ni perpetrar atentados, e Israel se mantendría en sus actuales líneas por dos razones: por su fuerza moral y por ser uno de los vectores de fuerza de la “guerra de los mundos”. Esa guerra de los mundos se ha transformado: ahora ya no necesitan los musulmanes radicales hostigar a Israel, porque esta guerra les daría la victoria en el Líbano –lo cual supondría la salida masiva de los cristianos maronitas y otras minorías religiosas. El Líbano sería, además, un país administrado, no en la corrupción verbal del mundo árabe, sino en la eficacia del sacrificio fanático.

 

El futuro de Israel

Israel, que desapareció por la Diáspora y renació por la Shoah –no habría sido posible de otra manera–, ha sido durante mucho tiempo una concesión dialéctica obligada, entre el sentimiento de culpa y la conveniencia, para equilibrar, para asegurarse los estadounidenses un socio fiable situado en un lugar inestable. Israel significa el abismo: si desaparece, se producirá un punto sin retorno de un enfrentamiento religioso como no habremos visto otro. Si no desaparece, la única manera de solucionar esa crisis perpetua es usar todos los elementos del conocimiento para ponernos a desarrollar, en serio, un esquema en el que el odio se muestre tal como es: un camino sin salida.

Y, por supuesto, no hay que perder de vista algunas preguntas fundamentales: ¿qué va a querer ser el mundo musulmán? ¿Realmente es coyuntural esta alianza entre chiitas y sunitas, o es definitiva? ¿Hemos perdido la batalla y, realmente, la hegemonía de la actuación política y religiosa musulmana la van a llevar los chiitas y los sunitas extremos? En tal caso, todos perdemos: no hay manera de que Israel pueda superar algo así.

Estamos muy cerca de un cambio drástico de escenario, y de ese cambio brusco y profundo solamente nos libraremos definiendo otra alianza, y determinando quién y cómo cazará al enemigo común, que es cualquiera dispuesto a ponerse un cinturón de plástico y volar con nosotros por los aires. Si no se persiste en ese esfuerzo, el mundo de Israel no será posible, y el de Yenín tampoco. Sobre la base de que la victoria está en la destrucción, no hay nada más que destrucción. Ya no es nunca más un problema entre Palestina e Israel: es un problema del mundo.

 

Vulnerables desde el 11-S

El gran punto de aceleración histórica está en la reacción de Occidente el 11 de septiembre. Nunca ha habido una superproducción que supere la caída de las Torres Gemelas, sobre todo porque fue transmitida en vivo y en directo, con absoluta sorpresa, y estaba calculado para que así fuera, con absoluto secreto: atentaron con nuestras armas, nuestros visados, nuestra tecnología; nos atacaron siendo capaces de aprehendernos, como un virus replicante brutal, cuando nosotros no somos capaces de entenderlos. Así ganaron la guerra psicológica. Al día siguiente, Estados Unidos tenía dos opciones: o entender que gran parte de la agresión que sufría era porque el mundo ya no aguantaba más lo de “usa and the rest of the world” y usar su poder para aprender, o defenderse con la pura fuerza bruta. Podía haber hecho ambas cosas, podía haberle invertido al conocimiento y a lo militar. Y sin embargo, el régimen de Bush eligió sólo lo último.

Pero este 7 de noviembre, las elecciones intermedias en Estados Unidos han producido un cambio que va más allá del muy importante hecho de que el Congreso –The House– pase después de doce años, de manos republicanas a demócratas. También, más importante, es que el empate técnico lleva a una situación difícil en el Senado, con pequeña mayoría igualmente demócrata. La importancia radica en que los malos resultados de la era Bush, tanto en el interior como en el exterior, llevan a Estados Unidos a tener que admitir que una vez más está perdiendo. A los estadounidenses, que siempre encuentran lugar para la rectificación historicomoral de sus errores, no les gusta perder.

Es viejo axioma de la ciencia militar que no se puede ganar ninguna guerra si no se conoce al enemigo, y si no se tienen claramente definidos los hitos de la victoria. Por eso el pueblo estadounidense ha tenido que reconocer y actuar en las urnas de modo que el cheque en blanco, en el nombre de Dios, que extendió a favor de George Walker Bush no solamente no le está redituando, sino que le está dejando el pasivo de la destrucción de los valores esenciales sobre los que descansó su historia reciente.

El menoscabo del ilustre y envidiado sistema de garantías jurídicas, unido al fracaso militar y a la ausencia de un plan que transmita al pueblo estadounidense dónde y cómo se gana en lo militar, y por lo tanto, cómo se está más seguros, los ha obligado a cambiar. La gran pregunta es: ¿hacia dónde?

Así como la cultura centrada en el hombre fue el gran reactivo social del Renacimiento frente al Medievo focalizado en Dios, así como el Medievo aprovechó el cristianismo como reactivo social para configurar un mundo nuevo, así como el nacimiento de los Estados nacionales se convirtió en la nueva (falsa) religión del romanticismo nacionalista, así la caída de los grandes ideales –sociales autoritarios– y el agotamiento de las sociedades de consumo han creado un enorme hueco, que se multiplica como una explosión nuclear por la revolución tecnológica del nacimiento de la sociedad de la información. A partir de ese momento, los diagnósticos de los problemas y los tratamientos han cambiado. E inmediatamente, en vez de valorar que lo único que nos podía hacer más seguros era aislar a los extremistas, nos dedicamos a contestar de manera reactiva y violenta, sin hacer una clara diferenciación entre los extremistas y los moderados, sean creyentes o escépticos.

Esta autocrítica corresponde a Occidente por su liderazgo, ejercido desde 1946: el líder tiene la obligación de saber adónde ir. Si el mundo árabe existe, tal y como es hoy, por un invento británico, eso obligaba a estudiar esa realidad más allá del mero precio del petróleo, para que no acabaran convirtiéndose sus integrantes –algunos de ellos, dentro del mosaico que los constituye– en nuestros principales enemigos.

De la misma manera, hay una gran responsabilidad que no pueden eludir las clases dirigentes de Oriente Medio, las de la Arabia Saudí sobre todo. Durante muchos años, prefirieron pagar a sus extremistas fuera de su sitio, con magníficas becas, con tal de que no les alteraran el patio, sin importarles el costo futuro. La formación del mundo árabe conlleva una gran carga de impostura. Una impostura que resulta descarada en la relación entre palestinos y árabes. Los palestinos no han sido más que el elemento de presión estratégico, porque, cuando emigran a un país árabe, son poco menos que esclavos. Eso sí, son una buena excusa para mantener el equilibrio sobre ese fenómeno extraño llamado Estado de Israel.

La responsabilidad, pues, es compartida, pero hay una diferencia fundamental: los que pudimos haber evitado el actual desastre fuimos nosotros, Occidente, que no supimos de quién había que fomentar el desarrollo, y cuál otro inhibir. En nombre de la Guerra Fría y de la seguridad interior, una serie de dirigentes africanos y latinoamericanos fueron asesinados en los setenta: Salvador Allende, Patricio Lumumba, Mehdi Ben Barka… No se perpetró lo mismo donde existían las mayores reservas de petróleo. ¿Por qué? Porque la organización del mundo árabe les permitía, en una sociedad prácticamente medieval, extraer los recursos que necesita el mundo desarrollado y mantener un orden. Occidente no quiso darse cuenta de que la principal cantera de líderes terroristas del mundo viene de Afganistán.

Naturalmente, necesitamos creer en nuestros pequeños triunfos civilizatorios; en que la caída del régimen talibán haya dado lugar a una sociedad más justa y próspera en Afganistán. Pero habría que preguntarse si ésa es la civilización que ellos quieren. ¿De verdad la sociedad iraquí es hoy más libre? ¿De verdad quiere que el ejército de Estados Unidos ponga los periódicos, las televisiones, las urnas y los votos? Nuestro concepto de civilización y de desarrollo nos está jugando una mala pasada.

 

China

Al mismo tiempo, no calculamos que la debilidad adquirida desde el 11-S iba a ser aprovechada por China, convertida en el héroe económico del siglo XXI merced a otro de nuestros grandes errores: financiar todo aquello que nos destruirá. El mundo occidental tiene un gran problema: le ha prestado y prestado a China, sin tener en cuenta ni los equilibrios sociales ni los ecológicos. ¿Qué es el modelo chino? Es, en lo social, la vuelta a la esclavitud del siglo XVII, y, en lo ecológico, el mayor procedimiento de aniquilación del planeta Tierra. Porque a partir del modelo chino sabemos qué hacen trescientos millones de personas, pero ignoramos todo sobre lo que pueden hacer mil millones. Por ejemplo, no sabemos si estamos haciendo el mayor ejército de clones de la historia. China es el único país que puede pagar los costos sociales de la transformación de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. Es el único Estado que puede permitirse el lujo de perder quinientos millones de personas sin responder una sola pregunta. Para que la sociedad que hemos tenido resulte rentable y plena, es necesario un ajuste demográfico profundo. China no tiene una estructura social ni económica distinta de México: lo que tiene distinto es la estructura militar. ¿Qué se puede producir en México? No tenemos un gran ejército: aquí, si matamos a mil, a cien, a cincuenta, afortunadamente se nota; allá, si matas a un millón, no.

La única –enorme– debilidad estratégica de los chinos es la energía. Todas las reservas energéticas de China duran veinticuatro horas. Por eso, uno de los elementos de control indirecto económico y político de los estadounidenses es pasarles el suministro a través de ellos, y por eso los chinos buscan acuerdos directos. ¿Cuál es el futuro de Chávez y de Irán? Garantizarle un millón de barriles diarios a China.

El que sobresale en ese contexto es el señor Putin. Rusia es, en este momento, por donde pasan de verdad los equilibrios del conjunto. Limita por una de sus fronteras con Irán y al mismo tiempo es objeto de la agresión musulmana en Chechenia, mientras que por otra de sus fronteras limita largamente con China, y por la otra, con la vieja Europa. Una Europa que se debate entre su interés económico, su viabilidad social y sus enormes contradicciones, y a la que tiene atada a su yunque energético.

 

La India y Pakistán

Frente al modelo chino, la que de verdad funciona es la India, entendiendo por funcionar la coexistencia de numerosas y distintas civilizaciones y culturas que conviven y cooperan sin estar estallando permanentemente, y además en la mayor democracia efectiva del mundo. Que siga funcionando la urna electoral en la India es el mayor triunfo de la civilización hoy en día. Naturalmente, desde el propio origen, la India nació con el elemento del odio al hermano, que está escrito desde Caín y Abel; de manera que es mucho menos cruenta la guerra en Cachemira por los musulmanes pakistaníes frente a los religiosos hinduistas y viceversa, que la guerra de los musulmanes marroquíes en Madrid, o los egipcios contra Londres, o los saudíes contra Nueva York. Dentro del nuevo mapa geoestratégico, verdaderamente el único ejemplo de intolerancia pactada y soportable es el que protagonizan estas dos potencias nucleares. En Pakistán y en la India se vive un estado de guerra permanente, que dura ya más de cincuenta años y que, sin embargo, tiene sus reglas… y se respetan. Está basado en el antiguo modelo de equilibrio del terror entre dos bloques, en el que el elemento disuasorio es la existencia de las armas nucleares y, también, cierta actitud civilizada.

En esta crisis de baja intensidad y larga duración (cinco décadas, desde la emancipación respecto de los británicos), no hay que menospreciar el importante papel desempeñado por Pervez Musharraf, actual presidente de Pakistán. Perder Pakistán de nuestro lado conllevaría inmediatamente un cambio desfavorable en Afganistán, la llegada del extremismo y, sobre todo, la alteración del statu quo con la India, enorme, pobladísima y compleja a más no poder. Sería un escenario mucho más difícil de digerir, porque allí se dan condiciones socioeconómicas de contrastes brutales que no se dan en Occidente, y hay allí cuarenta o cincuenta bombas atómicas que nos acechan.

 

(Coda)

Nuestras sociedades sufren una gran contradicción: por una parte, viven inmersas en la sociedad del conocimiento y por otra, son víctimas del desconocimiento. Traemos una gran desventaja: cualquier enemigo nuestro (el que tilde a Occidente de “imperio” expoliador, o de “cruzados” enemigos de Dios, aunque en Occidente estemos muchas naciones pobres que no hacemos daño a nadie), cualquiera, puede saberlo todo de nosotros, mientras nosotros tenemos muy poco interés en llegar a conocer nada de ellos. Somos transparentes y predecibles, y por lo tanto frágiles, atacables. Los trenes, los autobuses, toda nuestra vida está retransmitida veinticuatro horas al día. Y sin embargo, nosotros no hemos desarrollado lo mismo frente a las otras sociedades.

De esta crisis solamente nos saca un esfuerzo. Necesitamos, como en nuestro aciago 1847 mexicano, sentarnos y reflexionar sobre el mundo posible, un nuevo Breton-Woods. Fueron necesarios cuarenta millones de muertos en dos guerras mundiales para saber que aquello no caminaba. ¿Cuántos muertos e inquietud necesitamos para volver a replantearnos la estructura precaria del planeta? ~

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