Contra lo femenino

Para el feminismo, lo femenino es un problema, quizás sea el problema. No hay corriente que no tome al género como punto de partida, y a las mujeres y lo femenino como la parte desfavorecida.
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El verano pasado, a finales de junio, murió Miriam Schapiro. Pionera del arte feminista en Estados Unidos, fue profesora del primer programa de arte feminista y participó en la primera exposición feminista. En suma, Mimi se ganó el primer lugar en todo. Mañana se inaugurarán cuatro retrospectivas de su obra en diferentes museos de Nueva York. Y ya pasan, de link en link, las exequias y fotografías. El retrato de una alegre Mimi, con un ramo de rosas y girasoles en las manos, por ejemplo, o el de una niña, toda trenzas, flores y sonrisas, frente a uno de los corazones icónicos de la artista. En una de sus últimas entrevistas, Schapiro declaró que el idealismo del movimiento de las mujeres cambió su vida. En compañía de Mary Beth Edelson, una de sus colegas, lamentó que las nuevas generaciones hubieran perdido ese talante.

Para el feminismo, lo femenino es un problema, quizás sea el problema. No hay corriente que no tome al género como punto de partida, y a las mujeres y lo femenino como la parte desfavorecida. Pero hay al menos dos estrategias para lidiar con ello. La primera, de corte liberal, propone desechar lo femenino y lo masculino, las diferencias entre hombres y mujeres, porque detrás de esta división no hay más que exclusión: sobre estas categorías descansa la desigualdad. La segunda estrategia prefiere celebrar a las mujeres y a lo femenino. El problema, entonces, no son las diferencias, sino que las sociedades occidentales (al menos desde hace un par de siglos) no han valorado los intereses y las actividades tradicionales de las mujeres –como la crianza de los niños o la limpieza del hogar. ¿La solución? Asumir lo femenino con alegría y orgullo, para que se iguale en reconocimiento y valía a lo masculino.[1]

Miriam Schapiro, adscrita a esta última estrategia, quiso que su vida como mujer formara parte de los temas, materiales y técnicas del mundo del arte. A partir de la década de los setenta , empezó a crear los llamados femmages (un juego de palabras entre collage, hommage y femme) con el sentido de recuperar y honrar el trabajo creativo de las mujeres a lo largo de la historia y de diferentes culturas, uno que había sido consignado a la esfera de lo doméstico pero que ahora tendría cabida en lo público. Junto con un grupo de diez artistas, y bajo el nombre de Pattern & Decoration Movement (P&D),[2] Schapiro introdujo las colchas que tejen las abuelas, el encaje de las blusas, los estampados de los cojines, los patrones del papel tapiz, el bordado y los motivos florales de vestidos y delantales a los museos. Si lo personal es lo político, como reza el conocido el slogan feminista, entonces las manualidades también son arte.

El movimiento tiene varios méritos. Fue una revancha: el alegre escupitajo del color en contra de los minimalistas sobrios y serios. Me imagino que ante la manía geométrica del periodo anterior (pienso, por ejemplo, en Mondrian), las recargadas superficies del P&D se sintieron como ese traguito de más que da al traste con la formalidad de las cenas. Más de uno debió haberse indignado por ese despliegue de mal gusto, pero pronto el mundo del arte reconoció el tufillo de sus prejuicios contra lo decorativo, las manualidades y los adornos.

           

El movimiento tiene sus méritos, me digo, luego me enfrento a uno de los enormes corazones de Mimi Schapiro. No tengo el estómago para su optimismo. Una probadita me hace voltear la cara, como si lo dulce me hubiera dado una cachetada, y termino por preguntarme si en verdad es buena estrategia enorgullecernos de lo femenino. Es un riesgo asumir como propia una manera de ser que no elegimos, sino que nos fue impuesta. Detrás de la felicidad de Mimi hay una trampa: podríamos resbalar al conformismo. ¿Acaso no es más liberador pensar que no tenemos que comportarnos como buenas mujercitas? ¿No es más desafiante y exigente la invitación a traicionar lo que hemos aprendido? ¿Qué pensaría Mimi de las feministas que se niegan a sonreír y a ser cordiales con los hombres, porque ven en ello un gesto obligatorio?

En los últimos meses me he vuelto más suspicaz ante el star system del arte feminista. Tengo razones, ninguna de ellas es la envida. Linda Nochlin, contemporánea de ambas, escribió que el genio de los grandes artistas de la historia no fue innato, ni la feliz intervención de lo divino en el mundo. Detrás del talento hay privilegios: el de ser hombre y tener la oportunidad de inscribirse en una buena escuela de arte, el de ser reconocido y premiado por grupos clave, integrados también por hombres. Es curioso que después de detectarlo, las feministas hayan reproducido esta lógica: ya hay quien dice que Schapiro fue una visionaria, como si su inteligencia y sensibilidad hubieran brotado del misterioso manantial de la genialidad, ajeno a las circunstancias de su tiempo, país y color de piel.

Aunque quizás la fama de Schapiro se deba a que su mensaje nos es familiar: un bando se enfrenta a otro, la política y la historia se reducen a una batalla entre los sexos. Reconocemos esta manera de entender el mundo, es la narrativa de los poderosos contra los oprimidos, repetida a lo largo de la modernidad, tan versátil que puede explicar el conflicto entre una nación y un imperio, por poner un ejemplo, y que Schapiro usó para acomodar la lucha entre hombres y mujeres en el arte. La inteligencia, la abstracción, la geometría del minimalismo eran valores masculinos; la sensualidad, la sensibilidad y las emociones eran propias de lo femenino, y había que oponer este “nosotras” a “ellos”.

Otras figuras menores del P&D fueron más radicales. Valerie Jaudon jugó con lo geométrico y lo decorativo para disolver las diferencias entre arte y manualidades, entre hombres y mujeres. De acuerdo con Anne Swartz, curadora de la última exposición del P&D, Robert Kushner defendió el uso de las flores ante los colegas y críticos que se preguntaban por qué un hombre querría asociarse con lo femenino. Ambos desconocieron los rígidos roles del género.  

Vuelvo a los corazones de Mimi y, enseguida, recuerdo el hematoma con forma de corazón que Nan Goldin fotografió de la pierna de una de sus amigas para la serie The Ballad of Sexual Dependency. En la mancuerna entre arte y feminismo, prefiero el registro de la violencia detrás del rosa, el del golpe que hace de la sonrisa un reflejo aprendido, el del moretón bajo las medias, en suma, la denuncia de los problemas que todavía nos ocasiona la diferencia de género. Tengo estómago para la fotografía que me saca el aire, no para el dulce que me entume la lengua.

 



[1]Christine DiStefano hace una revisión más profunda y completa de estas y otras estrategias en “Dilemmas of Difference: Feminism, Modernity, and Postmodernity”, en Linda Nicholson (ed.), Feminism/Postmodernism, Nueva York, Routledge, 1990, pp. 63-82.

[2]De acuerdo con el catálogo de la última exposición de este movimiento en el Hudson River Museum, el movimiento estuvo integrado por Cynthia Carlson, Brad Davis, Valerie Joudon, Jane Kaufman, Joyce Kozloff, Robert Kushner, Kim MacConnel, Tonny Robin, Ned Smyth, Robert Zakanitch y, por supuesto, Miriam Schapiro. 

 

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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