Ilustración: Martín Kovonsky

Camarada Ana: Antisemitismo y comunismo

La historia de la dirigente comunista rumana Ana Pauker es contradictoria, apasionante y terrible. En este recorrido por su biografía, y por la historia reciente de su país, Manea muestra las relaciones entre el estalinismo y el odio a los judíos, un viejo fantasma que amenaza con regresar.
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Si bien se dice a menudo que “la historia se repite como farsa” –una farsa reiterada, una farsa terrible–, desafía cualquier sentido del humor, humor negro o de otro tipo; y muestra más bien ser una desgracia tediosa e insoportable. Aun aceptando eso, es imposible no darse cuenta de que, al menos en los últimos diez años, el antisemitismo parece haberse hecho realidad de nuevo en muchos lugares, y se ha convertido otra vez en un tema muy polémico en numerosos debates del ámbito público. Y no solo en el mundo musulmán, sino también en muchas democracias, viejas y nuevas. De hecho, en la última década, el antisemitismo, practicado por políticos, líderes religiosos y toda clase de fabricantes de propaganda, periodistas e intelectuales de todo el mundo, se ha multiplicado por encima de todas las expectativas y previsiones hasta convertirse en una forma de odio diligente y global.

He tenido la desgracia de afrontar esta patología desde mi temprana infancia, primero en un campo de concentración y después en la pesadilla “nacional-comunista” de Ceaușescu, e incluso –desde mi lejano exilio– en la Rumania poscomunista. Así que ahora, ya en la vejez, debo confesar que no encuentro la reacción adecuada frente al antisemitismo: ironía, furia, asco o asombro, o la deconstrucción de los clichés y la ceguera. Hace muchos años leí una afirmación más bien sarcástica de un escritor judío en un periódico alemán: “ellos nunca nos perdonarán el Holocausto”. El escritor quería decir que tal horror sería siempre innegable y que “ellos”, los antisemitas, nunca podrían negarlo. Se equivocaba, por supuesto. “Ellos” han sido capaces de negar los horrores del Holocausto, así como de “sacar a la luz” los numerosos pecados judíos: comunismo y capitalismo, arrogancia y sumisión, astucia vampiresca, idolatría al dinero y dominio mundial. La lista crece cada día en una colección de libros, artículos y estudios tan amplia que es casi imposible llevar la cuenta.

Quizá valga la pena mencionar una reciente adición exótica: The Jewish Bias of the Nobel de Jan C Biro, MD, PHD (Karolinska Institute, Stockholm & Homulus Foundation, Los Ángeles), un texto que se puede leer como un manifiesto escandaloso. Empieza con una cita extraída del testamento de Alfred Nobel: “al adjudicar los premios no deben tomarse en consideración las nacionalidades de los candidatos, sino únicamente que los más notables reciban el premio”, pero usa la cita solo para contradecirla de modo persistente, poniendo el acento en la nacionalidad de los laureados por encima de la calidad de su obra. Hubo muchas protestas contra esta cruzada para salvar al Premio Nobel de la conspiración judía, entre ellas la del respetado periódico Le Monde (“Un nouveau revisionisme: le prix Nobel et les Juifs”, Le Monde, 07.04.2011), que describe el citado texto como un panfleto disfrazado de “estudio” (“un estudio altamente diabólico”). Parece que incluso la “juiciosa” Academia Sueca y la comunidad científica, a pesar de su compromiso con la razón, fueron infectadas por el terror, ante la supremacía judía.

Siglos después de la Inquisición, muchos siguen viendo a los judíos como un grupo perfectamente coherente de personas esencialmente idénticas. La demoniaca etnicidad del “pueblo elegido” sigue conspirando en su favor y en contra de los demás, perfectamente organizado y listo para una nueva batalla global, que puede ser económica, religiosa, cultural, militar o incluso desarrollarse en el más alto tribunal del Premio Nobel. La “conspiración”, en su innegable senectud, es permanente, omnipresente, y florece de continuo con juvenil energía e imperturbable éxito.

Tal vez sea pertinente traer a colación en este contexto un caso que ilustra el fenómeno del antisemitismo en ciertas regiones de nuestro paradisiaco planeta antes, durante y después de la caída del comunismo, junto con su enormemente prometedora ideología de renovación. Es el caso de la famosa “Pasionaria” rumana, la legendaria Ana Pauker, y su más que interesante biografía como comunista sin titubeos. Pauker decidió optar por el ideal revolucionario a causa del antisemitismo rumano y, sin embargo, fue aniquilada por el antisemitismo de Stalin.

Su historia es representativa de los judíos militantes del Partido –en los distintos niveles de compromiso y presencia pública– que se sumaron al Manifiesto marxista. Aquellos militantes judíos añoraban la justicia universal y la igualdad y creían que el Manifiesto pondría fin a las persecuciones que sus ancestros habían padecido, pero se toparon con la misma actitud antisemita entre sus camaradas comunistas.

Recordemos que Lenin y su grupo de acompañantes, antes de partir de la estación de tren de Zúrich hacia Rusia para iniciar la revolución, recibieron los abucheos de “otro grupo” de militantes que se quedaban atrás: “¡Traidores! ¡Iréis a la horca, instigadores judíos!”, gritaban aquellos hombres. Y no eran reaccionarios, eran revolucionarios rusos, si bien adversarios de Lenin.

Una tendencia humana que se verifica una y otra vez adquiere estatus histórico y acaba por aparecer como un rasgo de la condición humana, a primera vista indispensable para el experimento terrestre. El antisemitismo es una tendencia de este tipo. No es, o no exclusivamente, un “socialismo para idiotas”, como se dijo alguna vez. La necesidad de un enemigo, ya en la vecindad, ya en la lejanía desconocida, fortalece las obsesiones, la envidia, la sospecha, el odio y el sentido vulgar de derecho y superioridad a los cuales una amplia literatura de la incitación confiere un aura de seriedad y urgencia.

Aún recuerdo una breve anécdota que me refirió un amigo escritor que trabajaba en la biblioteca de la Academia Rumana, en la misma sala donde investigaban dos colegas muy interesantes. La primera, una mujer judía, tímida y silenciosa, matemática de profesión, que usaba unos lentes enormes y parecía casi ciega, había sido comunista en su juventud y se había retirado de toda actividad política tras la llegada del Partido al poder. El otro era un joven vivaz y parlanchín de origen rural que acostumbraba iniciar cada jornada con un torrente de desagradables bromas burlonas y maledicencias contra los judíos. Harto de esta situación, mi amigo lo confrontó y le preguntó: “¿Por qué lo haces? ¿No te das cuenta de que la insultas y de que ella nunca se defiende? Un día de estos puede reaccionar e incluso denunciarte a las autoridades. La ley no tolera esta clase de insultos racistas. ¿Por qué actúas así?” “Porque me gusta”, replicó el provocador. “¿Había judíos en tu pueblo? ¿Tienes algún problema con ellos?”, le preguntó de nuevo mi amigo. “No, en absoluto. Nunca vi judíos cerca de mi casa.” “¿Entonces por qué te comportas así? Yo por mi parte tengo razones para estar resentido, he competido con judíos por premios académicos, he peleado con ellos y sin embargo son mis mejores amigos; así que ¿por qué actúas así?” “Porque… ¡Porque me gusta!”

Pero el antisemitismo no es siempre sinónimo de ignorancia, lo encontramos también entre personas inteligentes y cultivadas que no tienen ningún empacho en difundir prejuicios y estereotipos. Es inútil tratar de convencerlos de que la ausencia de judíos no resolverá sus problemas ni los dilemas que afrontan sus países; librarse de los judíos no transformará el mundo instantáneamente en un paraíso. La afirmación del filósofo ateo y filosemita Jean-Paul Sartre, “el infierno son los otros”, halla una confirmación mórbida en numerosas rebeliones y revoluciones con sus ideologías de “lucha de clases” y “supremacía racial” o “infidelidad religiosa”, y esta frase es ciertamente más popular que aquel adagio sagrado de “amar al prójimo”. El mal es más común que el bien, todos lo sabemos; y el antisemitismo nos da una prueba consistente. Es una aberración, no hereditaria, pero transmitida durante miles de años, que a lo largo del tiempo ha adquirido el nefasto prestigio de ser una incurable predisposición a desconfiar, odiar y tratar con hostilidad y violencia a los judíos. Cuando un pensador como Levinas nos dice que lo sagrado se encuentra solo “cuando un hombre reconoce y acepta al Otro”, se entiende que no basta con creer en Dios. Hace falta también creer en los seres humanos, en lo humano y la humanidad. Sabemos también, sin embargo, que la mayoría de nuestros queridos seres humanos no aspira a este tipo de creencia.

Hoy el antisemitismo se propaga, se repudia y se estudia en miles de volúmenes; se clasifica como antisemitismo religioso, cultural, racial o político. Podría parecer que cualquier nueva investigación resulta casi inútil. El Holocausto, la culminación del antisemitismo –de hecho solo una de sus culminaciones–, provoca miedo, asombro y conmoción en muchas personas; tanto es así que algunos lo consideran “inexplicable”. Sin embargo, como afirmó Imre Kertész en su discurso de aceptación del Premio Nobel, si fuera inexplicable, tal horror no habría tenido lugar. Por el contrario, el Holocausto es el resultado lógico, explicable e inevitable de la trayectoria histórica europea. Kertész tiene razón.

Sí, es difícil convencer a los antisemitas de que el Judío (“el Otro”) puede ser tanto un criminal como Jesús o Einstein. Los judíos comunistas no siempre fueron inmunes a este resentimiento infeccioso. Sospechaban de sus compañeros judíos y acusaban a lo judío o “el judaísmo” en cuanto tal, ansiosos por mostrar de entrada que habían roto definitivamente con sus orígenes malditos, incluso llegando a cometer crímenes contra los otros judíos. Un pequeño pero revelador ejemplo del estúpido antijudaísmo de cuño judío puede ser el de Leonte Răutu, el Gauleiter1 del estalinismo rumano: un judío comunista, déspota, reputado por su astucia. En 1957, después de haber dirigido innumerables campañas de censura contra todos y contra todo, en una importante reunión del Partido, Răutu acusó públicamente al Diario de Anna Frank de ser un texto “sionista”. Ni más ni menos.

Si bien la vida de Ana Pauker siempre me ha parecido novelesca y he pensado en ella una y otra vez a lo largo de los años, fue una coincidencia inusual la que me movió a considerar escribir sobre ella en mi exilio americano, lejos de la patria, suya y mía. Más de diez años después de haber dejado Rumania, recibí una inesperada carta de Bucarest firmada por un Dr. Gheorghe Brătescu, yerno de Ana Pauker. No conocía al Dr. Brătescu pero sabía que se le respetaba y consideraba un genuino intelectual, aunque un tanto marginado a causa de la vinculación con su suegra. Su carta contenía algunas líneas aduladoras sobre mi libro Payasos: el dictador y el artista, así como una crítica somera a mi ensayo Felix Culpa, dedicado al famoso estudioso rumano Mircea Eliade. En opinión del Dr. Brătescu, me tomo “demasiado en serio” a Eliade, a quien él por su parte ve meramente como un “legionario” débil y oportunista de la derecha, una especie de “eterno boy-scout”. No creo que estuviera al corriente de la histérica campaña de prensa contra mi ensayo en los periódicos rumanos.

Algunos años más tarde tuve finalmente la oportunidad de ver a mi interlocutor de Bucarest en una entrevista televisiva extensa, en la cual hizo memoria de sus años de juventud y de sus experiencias en el Partido Comunista. Gheorghe Brătescu ofreció una evaluación honesta y lúcida de estas experiencias, algo muy poco común en el entorno mediático de la Rumania de la época. Me conmovió especialmente su relato de la noche en que su suegra fue arrestada por la policía secreta del partido al que ambos pertenecían. El yerno declaró frente a los ojos anonadados de los otros miembros de la familia que “si el Partido dice que ella es culpable, entonces ella es culpable”. El intelectual auténtico no falsea su pasado. Gheorghe Brătescu murió poco después de la emisión de esa entrevista.

A la muerte de Ana Pauker la siguió el olvido de Ana Pauker como figura intelectual. Su nombre no reapareció en la escena pública hasta después de 1989, en una forma muy diferente: Hanna Rabinsohn, su nombre de soltera. Como tal, Pauker se convirtió en la herramienta perfecta de la nueva-vieja campaña contra los nuevos-viejos “enemigos del pueblo”… los judíos.

A diferencia de lo que ocurrió con Marx o Trotski, la condición judía de Ana Pauker/Hanna Rabinsohn tuvo un papel relevante en todas las etapas de su vida. Y también el antisemitismo.

Nacida en una familia religiosa y pobre, Ana Pauker mostró una inteligencia precoz. Su abuelo, un rabino con quien mantenía una estrecha relación, ignoró la regla tradicional judía y consiguió inscribir a su nieta en el jéder, la escuela primaria religiosa para varones, donde destacó por su inteligencia. La otra Hannah, Hannah Arendt, consideraba Rumania el país más antisemita de todos. Una conclusión más bien apresurada acerca de algo que ha sido y es, de hecho, una competición perpetua y constantemente renovada.

Durante la segunda mitad del siglo xix, las medidas restrictivas excluyeron gradualmente a los judíos de muchas de las profesiones en Rumania y provocaron una pobreza desoladora entre ellos. El año en que nació Hanna Rabinsohn, el gobierno rumano prohibió que los niños judíos asistieran a la escuela primaria. Cinco años más tarde, el gobierno excluyó a los estudiantes judíos de los centros públicos de secundaria y de las universidades. Rumania rechazó la petición del Congreso de Berlín de 1878 de otorgar la ciudadanía a los judíos. El gobierno argumentó que otorgaría la ciudadanía a los judíos a partir del análisis particular de cada uno de los casos, una estratagema usada para limitar la concesión de este “favor especial” a un número escandalosamente reducido de personas. Debido a la pobreza de su familia, Hanna tuvo que trabajar desde muy pequeña. De hecho, a los doce años dio las primeras señales de su destino revolucionario: el pánico se apoderó de ella al presenciar una demostración antisemita callejera. Volvió a casa en estado delirante y a partir de ese día se negó a hablar yíddish. Años más tarde su padre diría que ese mismo día debió haber empezado el Shivá, el luto judío, por su hija.

De los cuatro hijos de la familia de Hersch Kaufman Rabinsohn, ultrarreligiosa y ultrapobre, los dos varones se embarcaron en una travesía religiosa, mientras que las dos hijas se alejaron de su judaísmo y transitaron al comunismo: dos opciones opuestas y dos disposiciones distintas; vidas dedicadas a promesas divergentes.

Hay que decir que la elección de la opción comunista fue muy poco habitual entre los judíos rumanos, a pesar de que la prensa anticomunista y nacionalista ha proclamado frecuentemente que los judíos fueron responsables del veneno comunista que al final destruyó la otrora feliz patria. Frente a los clichés esparcidos por la prensa rumana antes de la guerra y después de la caída del comunismo, el número de judíos comunistas fue siempre asombrosamente bajo: no solo antes de la Segunda Guerra Mundial (cuando el Partido tenía menos de mil miembros y el total de la población judía era de casi ochocientas mil personas), sino incluso después de la guerra y del Holocausto (cuando el reclutamiento intensivo aumentó la membresía del Partido hasta llegar, a finales de 1945, a trescientas mil personas, de las cuales los judíos no eran más del 7%). En 1989, año del colapso comunista, el número de miembros del partido de Ceaușescu había crecido monstruosamente hasta llegar a cerca de cuatro millones de oportunistas, mientras que en todo el país no residían más de quince mil judíos, la mayoría ya ancianos, y entre ellos muy pocos eran comunistas. Sin embargo, quizá lo que más impactó a la opinión pública rumana en los años de postguerra fue que, por primera vez en la historia del país, los judíos ocuparan puestos políticos importantes. Al menos así fue en la década que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Ana Pauker es un ejemplo elocuente de esta realidad, pues fue la primera persona de la minoría judía que se convirtió en ministra y líder de un partido político rumano, así como la primera mujer en todo el mundo que llegó a ser ser ministra de asuntos exteriores.

A pesar del fervor tras su primer contacto con el movimiento de izquierda, en 1915, Ana emigró a Suiza en 1919 para completar sus estudios y hacerse doctora. ¿Podría la carrera médica haberla salvado del abismo político que la definiría y, al fin, la engulliría? ¿Sus habilidades intelectuales, puestas verdaderamente “al servicio de la humanidad”, como ella quería, habrían podido ayudarla a evitar las tentaciones y mistificaciones de la ideología, la propaganda y la demagogia? ¿De la crueldad, la culpa y el sufrimiento? Habría sido posible, por supuesto, si su matrimonio en 1921, en Zúrich, con Marcel Pauker (uno de los fundadores del Partido Comunista Rumano, hijo de una familia judía acomodada y asimilada), no la hubiera atrapado de nuevo en la hipnosis de la revolución. Y sin embargo fue la pobreza (y no el matrimonio) lo que propinó el tiro de gracia a sus sueños profesionales.

Cuando los Pauker, ya como pareja, volvieron a Rumania, retomaron sus actividades militantes. El clímax de esos turbulentos años de actividad ilegal comunista llegó en 1936, con el famoso Juicio de Craiova, en el que se juzgó a un grupo de diecinueve antifascistas. El proceso llegaría a conocerse como “el juicio de Ana Pauker”. Ana fue sentenciada a diez años de prisión. El creciente extremismo y antisemitismo de la derecha rumana, sumado al impactante testimonio de la principal acusada, otorgó al caso un perfil internacional. La infamia del juicio creció todavía más por la presencia de un excelente equipo de abogados defensores: reputados intelectuales de la izquierda rumana, así como siete abogados extranjeros, entre ellos la hija de Léon Blum. No es sorprendente que durante la Guerra Civil española la brigada rumana antifranquista se llamara “Ana Pauker”.

En los años posteriores al juicio, mientras el nazismo y el fascismo ponían Europa patas arriba, el antisemitismo como política de Estado dominó grandes sectores del espectro político rumano. En 1938 la mayoría de la población judía perdió su derecho a la ciudadanía; al mismo tiempo, los derechos civiles de aquellos judíos que retuvieron su ciudadanía se vieron drásticamente acotados. Simultáneamente, la Guardia de Hierro –una organización de extrema derecha con una retórica cristiana ortodoxa y una posición pronazi– obtuvo cierta legitimidad gracias a sus resultados en las elecciones nacionales y, con ello, añadió combustible al incendiario clima de este periodo histórico. En 1940 la deposición del rey Carol II dio lugar al establecimiento de un régimen de dictadura militar aliado con la Alemania de Hitler.

Un extraño episodio en el otoño de aquel año destaca sobre la relación cotidianamente hostil entre los radicales de derecha y de izquierda. Durante una peregrinación de “legionarios” de la Guardia de Hierro a la prisión de Râmnicu Sărat para celebrar la liberación de algunos de sus camaradas condenados por conspirar contra el Estado, los “legionarios” decidieron hacer una visita a otra prisión donde estaban detenidas algunas mujeres comunistas. A los “legionarios” les interesaba sobre todo una reunión política y un diálogo con Ana Pauker, a quien llamaban “capitán”, el mismo título que Zelea Codreanu, führer local de la Guardia de Hierro, se había otorgado a sí mismo. Por su parte, una vez que hubo terminado la guerra, y consciente de la debilidad del Partido, la camarada Ana invitaría a sus oponentes, los legionarios, a unirse al Partido Comunista Rumano e incluso elegiría de entre ellos a un joven y apuesto legionario como su secretario personal…

“Coincidencia de opuestos”: esta expresión sería más tarde utilizada con frecuencia por Mircea Eliade, el importante intelectual rumano ya mencionado. El propio Eliade había simpatizado con la Guardia de Hierro. Enemigos situados en los extremos opuestos del espectro político se encontraban de pronto aliados contra un enemigo común: la corrupta, hipócrita, taimada y demagógica democracia. Tal vez no sea casualidad que en 1960, después de la muerte de Ana Pauker, Mircea Eliade escribiera desde su exilio parisino la novela Pe strada Mântuleasa (publicada en español en 1984 bajo el título El viejo y el funcionario. En la calle Mantuleasa), donde se diluyen tanto la imagen del sistema comunista totalitario como de sus oficiales. Cualquiera que esté familiarizado con las simpatías de Eliade por la extrema derecha en los treinta o con su exilio forzoso tras la toma del poder por parte de los comunistas en la posguerra tiene motivos para sentirse desconcertado ante la ambivalencia de la obra hacia la realidad de la colonia penitenciaria comunista durante la desolada primera década de la dictadura estalinista en Rumania.

No resulta difícil identificar a la ministra de la novela, Anca Vogel, con Ana Pauker, estrella comunista tanto en Rumania como en la escena internacional. El papel político de la protagonista, así como la descripción de su presencia casi masculina, parece confirmar que Vogel en efecto representa a Pauker. Sin embargo, lo más asombroso es el tono moderado o hasta de simpatía con el que el autor describe a su heroína. Un tono que contrasta de modo pronunciado con la imagen de Pauker que la época perfiló para las generaciones posteriores. Incluso entre la población judía, muchos consideran que esta luchadora por “el futuro radiante de la humanidad” fue un monstruo estalinista. Un monstruo que lidió de modo brutal con todos aquellos a quienes juzgaba parte de “los enemigos de clase”.

En el tiempo en que Eliade sitúa su novela, las más altas esferas del régimen comunista ya habían iniciado la demonización de Ana Pauker, preparando su espectacular expulsión del poder.

El viejo y el funcionario se centra en Zaharia Fărâmă, un exprofesor que se halla bajo investigación de la Securitate a causa un incidente trivial. Cuando le preguntan por su pasado y el de algunos antiguos alumnos suyos, Fărâmă entra en un trance y comienza a narrar historias, a la manera de Las mil y una noches, y con ello pospone la decisión fatal de las autoridades.

La sorprendente vulnerabilidad de Anca Vogel frente a las historias enigmáticas y los mitos románticos del detenido Fărâmă parece estar en conflicto con mucho de lo que hemos aprendido a temer de Ana Pauker, a pesar de las numerosas similitudes físicas y políticas. A veces, el comportamiento de Vogel raya en la complicidad con las cautelosas y humildes fantasías apolíticas de Fărâmă, en notable contraste con las leyendas públicas en torno a Pauker y las realidades del Este europeo de aquel tiempo (la lúgubre atmósfera que se extendía sobre Rumania no se había disipado aún cuando, con la aprobación personal de Stalin, Ana Pauker cayó víctima de las cínicas y asesinas “purgas”).

Quizá por motivos biográficos, Eliade se convirtió durante su exilio en un defensor convencido del “camuflaje” semántico: un lenguaje codificado con significados contradictorios y oscuros. A través del personaje de Fărâmă intentó introducir un mito arcaico y pastoril a manera de contrapeso del mito “progresista”, abiertamente ideológico y burocratizado, de los guardias encargados de interrogarlo. De forma sorprendente, sus extravagantes y exóticas historias cautivan a los carceleros, pintados por Eliade con tonos moderados y en una atmósfera casi “hogareña”, aunque los interrogadores no tenían reputación de ser bobalicones susceptibles al encanto de un cuento chino.

Que la suspicacia de los carceleros no alcance a descubrir la estratagema de Fărâmă contradice el “síndrome de la sospecha”, esencial para la actividad de la Securitate, mucho más proclive a inventar culpables que a reconocer fácilmente la inocencia de los acusados. La sospecha era una característica muy generalizada y central del comunismo. La sospecha alimentó el terror inquisitorial que acechaba debajo de la gran bandera roja de la utopía.

En la historia de Eliade, irónicamente, incluso la legendaria “Dama de hierro” sucumbe a la seductora narración mítica de Fărâmă, que gira en torno a la imagen vitalista y erótica del memorable personaje de Oana, belleza salvaje, que rebasa fácilmente los dos metros de altura y desciende de los legendarios “judíos de Massy”. De Oana se decía que absorbía la fuerza de todo varón y que solo quedaba satisfecha al yacer con un toro. En la historia de Fărâmă, Oana espera que la rescate una pareja de su misma talla, “un ser mágico, como ella, que llegaría montando dos caballos y con un pañuelo rojo atado al cuello.” El pañuelo es rojo, ¡por supuesto! Vendrá del Este, de donde sale el sol. El de la revolución, ¡por supuesto! Si Vogel representa a Ana Pauker, es obvio que el personaje se deja encantar y engañar por la historia del prisionero.

Idealismo juvenil, libertinaje sexual “antiburgués” y una sed de aventura liberadora son las características de la etapa juvenil de Ana Pauker. ¿La infancia de Oana en la barriada miserable evoca los modestos antecedentes del “modelo” original, es decir, de Pauker, nacida en una familia judía pobre en un pueblito? ¿Remite la mitomanía de Oana a la precoz iniciación de Ana en las enseñanzas judías sobre la trascendencia, o en el gran ideal de la Revolución? ¿Simboliza quizá el gigantismo de Oana la intrepidez de la camarada Ana como guerrillera en la clandestinidad? ¿O quizá se debe analizar la relación entre Oana y el Dr. Cornelius Tarvastu –profesor de lenguas romances en la “Universidad Estonia de Dorpat”, y el único hombre que sobrepasa a Oana “por la altura de una mano”− para intentar descubrir similitudes con la vida de Pauker? La pareja “predestinada” con quien Oana se lanza al mundo (en 1929, como menciona el autor) parece ser una especie de “doble” ficcional de Marcel Pauker –graduado de la Escuela politécnica de Zúrich y uno de los primeros comunistas rumanos (“el pañuelo rojo”)–, un excéntrico internacionalista independiente que desposó a Ana en 1921.

Se pueden añadir muchas preguntas: ¿la mitología terrenal pagana de Fărâmă y el mistérico arcaísmo de sus historias representan la clave secreta de una ideología, a la vez premoderna y antimoderna, unida en una compleja y cómplice coincidencia de opuestos con la aparentemente antitética ideología del marxismo-leninismo? ¿Hallamos igualmente esta guía de coincidencia de opuestos en una de las graves faltas de las cuales el Partido acusaba a Ana Pauker –a saber, la aceptación durante la posguerra de los antiguos enemigos, los miembros de la Guardia de Hierro, cuyos representantes visitaron a Ana en prisión? ¿La actitud “apacible y benigna” de Anca Vogel respecto a Fărâmă es prueba de las incipientes “desviaciones” y de la “duplicidad” de las cuales sería acusada más tarde Ana Pauker?

No debemos olvidar, por supuesto, que la novela es una obra literaria que reemplaza clichés por una representación casi mítica de la realidad; más aún, emplea un camuflaje lingüístico que, en muchas ocasiones, oscurece fragmentos del relato. A pesar de ello, como trasunto de Pauker, el carácter polémico de Anca Vogel contradice radicalmente la imagen estandarizada de la estalinista fanática que promovían por igual comunistas y anticomunistas.

El encuentro en prisión entre Ana Pauker y sus adversarios políticos, los Legionarios, no es el primero ni el último detalle sorprendente de su estancia en la cárcel. Otro episodio biográfico, incluso más perturbador, sucede cuando el Partido intenta persuadir a los compañeros de cárcel de Ana de la “traición” del desviacionista Marcel Pauker. Pero él ya había sido liquidado secretamente en Moscú. Antes del inicio de la guerra, cuando los soviéticos se las arreglaron para intercambiar prisioneros y llevar a Ana de Rumania a Moscú, la viuda, por supuesto, no recibió ninguna información sobre el destino de su marido, y se le aconsejó no preguntar nunca al respecto. En cuanto volvió a Rumania, después de la guerra, visitó a sus suegros, y se negó a cambiar su apellido de casada, el infame apellido de su marido, y animó a su hijo a que tampoco cambiara su nombre cuando las autoridades se lo solicitaron. En 1955, cuando la Unión Soviética inició una caprichosa “campaña de reconciliación” con las víctimas del estalinismo, el hijo y la hija de Ana y Marcel Pauker pidieron a la presidencia del Soviet Supremo información acerca de la desaparición de su padre. La respuesta, que llegó a Rumania tres años después, a través de la Cruz Roja, se limitó a confirmar que Marcel Pauker había muerto en 1938, sin mencionar que su sentencia se había revocado posteriormente, que había sido rehabilitado tras su muerte y que sus mendaces inquisidores habían sido a su vez juzgados y sentenciados. El Partido Comunista Rumano no parecía muy interesado en las noticias sobre uno de sus fundadores, a pesar de que Marcel Pauker había expresado repetidamente un gran afecto por sus conciudadanos: “he tenido un amor profundo por nuestro amable y sufrido pueblo rumano”. Evidentemente, el nombre de Pauker no significaba mucho más que aquel de Rabinsohn, que Ana recibiría de nuevo, post mórtem, otorgado generosamente por su patria poscomunista. En octubre de 1959, le informaron oficialmente de la muerte de su marido y el 3 de junio de 1969 Ana perdió una larga y dolorosa lucha contra el cáncer. Sin importar los años pasados y todos los acontecimientos que los habían separado (incluidas aventuras amorosas e hijos ilegítimos por ambas partes), el vínculo de Ana con su legendaria pareja del pañuelo rojo parece sellado por el destino, como en la historia de Eliade.

En la vida de Ana Pauker se enlazan la tragedia personal y la colectiva: desde su primer encuentro con el antisemitismo salvaje a la muerte de su primer hijo y el asesinato de su marido; desde el encarcelamiento de su hermano (tras volver de Israel a Rumania, y a petición de ella) hasta el antisemitismo estalinista que padeció en su final arresto por parte de su propio partido. Esto no debe resultar sorprendente. La tragedia colectiva se vuelve más real, creíble y auténtica en los detalles de las tragedias personales. De la misma manera, la tragedia individual, no importa el impacto que tenga, no puede separarse de la imagen más amplia, de la cual se vuelve una mera pincelada.

La mistificación rodea tanto la vida privada como la figura pública de Ana Pauker. Es un botón de muestra del oscuro y denso archivo del comunismo, puesto que ella misma fue, como todos sus camaradas, educada y entrenada para ignorar su propio sufrimiento y los sentimientos pequeñoburgueses, a fin de contraatacar, una y otra vez, no solo frente a sus enemigos –o al menos sus supuestos enemigos– sino también frente a los traidores de su propio bando. A diferencia del fascismo –que trata a todos sus miembros con una relativa equidad, con corrección, y lanza abiertamente sus proclamas mientras trabaja para alcanzar sus despreciables fines–, el comunismo manipuló la promesa, la ilusión de un futuro radiante para todos, en todas partes, al tiempo que utilizó la sospecha y la mentira como formas del terror, incluso en contra de los propios miembros del Partido. Stalin mató más comunistas que todas las fuerzas policiales europeas unidas, ¡incluida la Gestapo! Como señaló en alguna ocasión Tony Judt: el amado Gran Líder “no estaba interesado en la aprobación o siquiera el consentimiento, solo en la constante obediencia.”

Veamos dos acontecimientos en la vida privada y pública de Ana Pauker, mencionados en la obra de Robert Levy. Tanto la propaganda comunista como la anticomunista proclamaron durante años que Ana había delatado, e incluso asesinado a tiros, a su marido, a pesar de que había sido ejecutado por los soviéticos en la Unión Soviética mientras Ana estaba en una cárcel rumana. De hecho, cuando el Partido pidió a Ana que aceptara y difundiera la versión de la “traición” de Marcel Pauker, ella titubeó, en un estado de profunda conmoción y malestar, a sabiendas de que sus dos hijos eran prisioneros de Stalin y de que las vidas de sus hijos dependían de su respuesta. De acuerdo con un testigo, es reveladora la reacción de Ana ante la decisión del Partido de transformar súbitamente a Marcel Pauker en un “enemigo del pueblo”, un “trotskista traidor”: “Ana se encerró tres días en una pequeña celda y no salió. Cuando por fin abandonó la celda, su rostro se había transformado por completo.” El testimonio de otro prisionero añade: “No cree que su marido sea un traidor o un agente de la Siguranța [la policía secreta burguesa]; si bien piensa que su marido es capaz de comportarse de modo faccioso, y si bien sabe que es muy ambicioso, cree que su marido es un hombre honesto. Por eso no quiere comentar las noticias que llegaron.” Al final, Ana hizo lo que le pedían. “El Partido siempre tiene la razón”, repetiría su yerno décadas más tarde, aceptando el dudoso veredicto de culpabilidad de su suegra, a pesar de que él la conocía bien, y creía en ella y se había convertido en militante comunista bajo su influencia.

Muchos rumores circulaban en Rumania, incluso entre mis amigos cercanos, acerca del comportamiento de Ana tras la muerte de su primer retoño. Se decía que había metido el cadáver de su pequeña hija en el congelador, porque tenía que asistir a una reunión ilegal del partido.

En julio de 1922, poco después de su regreso de Suiza, los Pauker ciertamente perdieron a Tanio, su hija de apenas siete meses. Marcel había sido despedido de su empleo como ingeniero por sus actividades comunistas; Ana buscaba algún trabajo. “Vivíamos en la peor de las pobrezas –recordaría Marcel, citado por Robert Levy– por mis prejuicios y porque consideraba que, como adulto y padre, ya no podía aceptar la ayuda de mis padres”. El joven marido esperaba que ciertos líderes comunistas, recientemente liberados de la prisión, se hicieran cargo de algunas de sus encomiendas comunistas, al menos temporalmente, y le permitiesen así dedicar tiempo a atender su difícil situación familiar. En un bosquejo de su vida, fechado en 1937, Marcel dice de sus cínicos camaradas: “la mataron [a su hija] con su abandono”. Pareciera que los grandes retóricos de los ideales humanistas solo eran capaces de solidaridad cuando lo ordenaba el Partido.

¿Qué diremos del estado mental de la madre entonces, cuando acababa de perder a su primera hija, había padecido el fracaso en Suiza y estaba enterada del suicidio de uno de sus hermanos, especialmente cercano, a pesar de sus notorias diferencias políticas y religiosas? La carta que Marcel dirige a sus padres es muy reveladora:

Ignoro si siete meses de contacto con una vida, una vida que aún no semeja nada más allá de un objeto, una muñeca de carne, si siete meses son suficientes para crear vínculos paternales afectivos de tal intensidad que su ruptura te desgarre por completo, como un tejido de tela que se deshila. Pero en esos momentos de confusión, que han excedido nuestra fortaleza durante mucho tiempo y nos han llevado al borde de la extenuación nerviosa, este pedazo de dolorosa realidad es más de lo que uno puede soportar […] Ana ha tenido una bajada de presión tras otra […] Siempre tendré esa imagen en mi mente de cuando la niña murió. Me parece ver ese pequeño cuarto y la esquina del sofá donde estaba sentada Ana, y ese pequeño cuerpo ardiente. Y a Ana tratando de hablar de alguna otra cosa, y luego las lágrimas de la niña, y los ojos que se cerraban solo para abrirse de nuevo al día siguiente, azules como el cielo en el verano; el verano que, con nuestra ayuda, la mató. Partí para Brașov. ¿Cuánto más podía yo soportar el tormento? Y volví presuroso a casa, temiendo por Ana, a quien dejé débil y derruida después de dos bajadas de presión consecutivas.

Es difícil imaginar que la madre y el padre, desbordados por el dolor y el sentimiento de culpa por la trágica pérdida, pusieran a su hija muerta en el congelador durante esos días de duelo. ¿Por qué habrían hecho eso? ¿Para salir a la carrera a reunirse con aquellos que “la mataron con su abandono”? Y, sin embargo, incluso si tenemos todas las razones para descartar la historia del congelador, aún podemos preguntarnos cómo pudieron los padres involucrarse de nuevo más tarde con la misma familia del Partido, junto con aquellos que los habían “abandonado” y eran incapaces de albergar los afectos humanos fundamentales.

Robert Levy responde a esta interrogante con una cita de Ignazio Silone, quien predicaba que cualquier sacrificio de un miembro del Partido era bienvenido como una contribución personal a la redención colectiva. Y que la vinculación con el Partido se volvía más fuerte, no a pesar de los peligros y los sacrificios, “sino gracias a ellos”. ¿Podemos asumir que se puede usar esa explicación para entender la lealtad de Ana al Partido que había matado a su marido? Inundada por la duda y el profundo dolor por la sentencia estalinista contra su marido, acepta sin embargo el veredicto y sigue el consejo que recibió: que no buscara otras fuentes información sobre la verdad de las acusaciones contra su marido. Más tarde, a pesar de que Ana había deducido que la muerte de su marido había sido el resultado del Gran Terror –periodo durante el cual desaparecieron dos tercios de los comunistas extranjeros que vivían en Moscú–, Ana demostró ser una ejemplar graduada de la escuela de Lenin: un soldado leal y disciplinado, dispuesto a servir a aquellos que habían “entregado” a su marido, como explica Levy. Ana “entendió a través de la necesidad”, como diría la jerga comunista… Durante toda su vida, muchos acontecimientos confirmarían la paradoja de la Ana Pauker “estalinista” y su dura vida en las más altas divisiones del Partido Comunista. Durante más de treinta años, acataría las decisiones del Partido y en demasiadas ocasiones recibiría como recompensa un sufrimiento silencioso.

La liberación del “socialismo real” (definido en Rumania durante los últimos y opacos años del régimen nacional-comunista de Ceaușescu como “socialismo multidesarrollado”) se esperó largamente, aunque sin demasiadas expectativas y, cuando se dio, provocó un sentimiento inicial de euforia que llevaría después a una decepción gradual. La presencia ensombrecedora de la vieja Securitate, así como el rápido aumento de la riqueza y poder de algunos de los miembros de segunda generación de la antigua Nomenklatura, fueron factores clave en la insatisfacción de la gente. Parte de la nueva prensa libre se transformó rápidamente en prensa vulgar y mercantil; miembros de la clase política aparecieron como corruptos, irresponsables, egoístas, orientados al enriquecimiento personal; y muy temprano la libertad y la democracia fueron manipuladas del modo más grosero, con obvio cinismo y una frivolidad burlesca. La militancia nacionalista y antisemita reapareció en escena sin disimulo alguno. Si bien el ingreso de Rumania en la Unión Europea disminuyó el tono del lenguaje de odio y celebración de los viejos iconos de la derecha, la atmósfera política del país distó mucho de ser admirable después de 1989. La denuncia de las pesadillas del comunismo fue una gran impostura frívola, al servicio del juego político del momento y solo raras veces estimuló algún debate serio y profundo acerca de los horrores del pasado. El hecho de que el Partido pasara de contar con unos cuantos miles de miembros en 1945 a casi cuatro millones de oportunistas para 1989 –cuando el sistema se derrumbó y la gran mayoría de miembros del Partido cambiaron rápidamente sus lealtades, transformándose en feroces anticomunistas– quizá explica por qué nunca se analizaron con detalle los horrores comunistas. Ciertamente parece que un nuevo y apresurado oportunismo era el orden del día. Las encuestas nacionales muestran de manera consistente la confianza en la Iglesia y el ejército. Los viejos-nuevos clichés antisemitas resucitaron: después de todo, habían sido los comunistas demoniacos quienes habían arruinado el Partido y el país. La famosa líder de los comunistas judíos, Ana Pauker, tampoco cayó en el olvido. Hanna Rabinsohn ha demostrado ser una eficiente incitación a la venganza.

Por desgracia, esta extendidísima cacofonía general de histeria se halla en todas las controversias menores y mayores de la época. Y fue en esta atmósfera, ruidosa, desagradable, cuando finalmente apareció en Estados Unidos un estudio detallado y objetivo de la vida de Ana Pauker, que se tradujo al rumano poco después. Este resumen crítico de su destino y lugar en la historia rumana, escrito por Robert Levy y publicado por The University of California Press en 2001, se titula Ana Pauker. The Rise and Fall of a Jewish Communist.

En la segunda carta que me dirigió, el Dr. Gheorghe Brătescu, quien aún estaba convencido de mis profundas vinculaciones con mi patria, no solo alabó mi prudencia por tratar de contemplar Rumania a distancia, sino que también me informó acerca de la llegada a Bucarest de un joven investigador estadounidense, Robert Levy, que estaba trabajando en una tesis doctoral sobre Ana Pauker. En efecto, Rumania me interesaba, así que me interesó también este tema de investigación y, años después, cuando la tesis se había convertido en un libro, acepté escribir una reseña para una prestigiosa revista literaria estadounidense.

Al tratar de escribir la reseña, recordé que debía estar agradecido con la camarada Ana: su denuncia de las desviaciones de la “derecha” y la “izquierda” (una “original” inversión rumana, absurda en la tradición del teatro de Eugene Ionesco) me había llevado a mi primer intento decidido de alejarme de la política. Como secretario de la organización comunista de mi instituto, me vi obligado –bajo los auspicios de la rigurosa campaña de “vigilancia” de ese periodo– a expulsar del grupo a tres estudiantes inocentes, entre los que había una joven encantadora con quien después entablé una estrecha amistad. Me quedé muy perturbado por lo que había hecho a estas personas absolutamente inocentes. Para mí fue un shock “ideológico” y una vergüenza moral. El título de la reseña que quería escribir sobre el libro de Levy sería “La dama de hierro” (una alusión humorística a Margaret Thatcher). Quizá debió haber sido “La kike de acero”,2 en concordancia irónica con el nuevo estatus de celebridad de Hanna Rabinsohn en la prensa libre, pos y anticomunista. Esto, por supuesto, sucedió a pesar del hecho de que Ana Pauker se había distanciado muy temprano de su propio judaísmo y de que el propio nombre “no rumano”, Pauker, no hubiera confundido a nadie.

Es verdad que tal “separación” del judaísmo no significa, a diferencia de otros casos de líderes comunistas, que Ana Pauker había “internalizado” el antisemitismo europeo cristiano, como sugiere Hannah Arendt (quien tampoco fue del todo inmune a tan infecciosa “asimilación”), un antisemitismo que fue practicado también por muchos comunistas. Ana volvió de la Unión Soviética convencida de que los judíos debían abandonar Rumania e incluso colaboró, en la medida de sus posibilidades, con la primera ola de emigración (noventa mil visados expedidos para partir a Israel, entre 1950 y 1952). Empero, Ana también trató de ayudar a Israel en su guerra de independencia, con el argumento de que se trataba de una lucha contra el imperialismo británico.

El libro de Robert Levy ofrece amplia y conclusiva evidencia contra varias falsedades que han circulado respecto a la vida de Ana Pauker. De manera muy similar a la novela de Eliade, ha tratado de destruir los clichés aceptados como ciertos respecto a su vida y a su compromiso revolucionario. Aunque Levy también reconoce, con razón, la responsabilidad de Ana en el establecimiento del régimen comunista y su participación en la temprana y brutal “dictadura del proletariado”, ofrece revelaciones que disienten del canon oficial. Poniendo su inteligencia al servicio del Partido (y no de la “humanidad” como alguna vez esperó hacer en las bibliotecas de Suiza), Ana intentó una y otra vez aumentar el número de sus seguidores, no solo entre los Legionarios, sino también entre la burguesía liberal-demócrata y la intelligentsia. Veía en ello una alternativa a la sangrienta dominación soviética. Y se resistió oponiéndose a la colectivización forzosa de las granjas y tierras agrícolas rumanas, así como a la eliminación del líder comunista Lucrețiu Patrășcanu. Consciente de las consecuencias del “Gran Terror” en la URSS, el conflicto de Ana con la dirección del Partido Comunista Rumano y con las directivas de Moscú parece haberse acrecentado poco a poco.

No es difícil entender la premisa del extraño estatus de Ana Pauker en la cúpula de su partido político. Obstaculizada por la desventaja de haber sido la esposa de un “traidor” (un traidor judío), para protegerse se reinventó como un reconocido símbolo internacional del comunismo rumano. Entretanto, en 1944, rechazó el ofrecimiento de convertirse en Secretaria General del Partido. Esgrimió el mismo argumento con el que había rechazado en 1943 los requerimientos urgentes de Dimitrov, quien, como líder de la Internacional Comunista, le había pedido a Ana volver a Rumania y asumir la dirigencia del Partido. Ana argumentó que un país cristiano-ortodoxo, lleno de prejuicios sociales, políticos y religiosos, y con una visión bizantina, “machista” y xenófoba, no aceptaría a una mujer judía en la cúspide de su pirámide política, y que sería poco sensato para el Partido presentarla como candidata para el puesto.

Sin embargo, a diferencia de otros comunistas judíos, quienes de forma frenética manifestaron su abierta hostilidad a cualquier elemento judío, Ana nunca rechazó públicamente sus orígenes judíos. Si bien muchos gestos parecen sacados de una novela romántica –como su relación extraordinaria con su hermano, a quien por amor pidió que volviera de Israel a la Rumania comunista, donde sería encarcelado por los camaradas de Ana, o la exhumación de los restos de su hermana del cementerio del Partido para enterrarlos en un cementerio judío–, la “vinculación con los judíos y el judaísmo en su corazón” debe verse como la consecuencia duradera de los recuerdos de su abuelo y el sufrimiento de los judíos rumanos, combinados con su propia experiencia del antisemitismo soviético.

Con la ayuda de detalles convincentes y en ocasiones escandalosos, Robert Levy también demuestra que Ana se opuso al arresto de líderes políticos “burgueses”, así como a la construcción de un canal entre el Danubio y el Mar Negro, favorecida por Stalin (que tendría a la larga consecuencias desastrosas), al juicio de Patrășcanu y a la censura a los comunistas que habían combatido en la Guerra Civil española y en la Resistencia francesa. Levy documenta los intentos persistentes de Ana para evitar la brutal tragedia de la colectivización, al igual que su posición como “patrona protectora de los campesinos”, motivada por su añejo cariño al campesinado rumano, así como por su conocimiento de la salvaje campaña soviética contra los campesinos “reaccionarios”, que produjo además consecuencias negativas en la política agraria. En 1946, Ana Pauker envió una importante declaración de principios a la embajada soviética en Bucarest: “Carecemos de argumentos convincentes para responder al rechazo de los campesinos.” En 1952, fue aún más enfática al dirigirse a sus colegas del Comité Central: “¿Cómo pueden pensar que estas personas podrían súbitamente colocar todo su ganado y tierras en una propiedad colectiva?”

Quizá el conflicto de mayor envergadura y más sorprendente es el que tuvo lugar entre Ana y el pontífice del Kremlin. Muchos de sus camaradas y del resto del mundo consideraban a Ana “la favorita de papá”. Sin embargo, cuando Ana volvió de la URSS contó a su familia los horrores del antisemitismo soviético y no olvidó mencionar el “odio de Stalin a los judíos”. Ana sabía muy bien de dónde vendría la orden de decapitación. En efecto, el insuperable maestro del marxismo leninismo regalaría este sabio consejo a sus sirvientes rumanos: “Si ellos [las cursivas son mías] se entrometen en tu camino, deshazte de ellos.” El hecho de que Stalin hiciera este comentario acerca de Trotski no deja espacio para la confusión respecto a quién se refiere con “ellos”.

Cuando en 1952 Gheorghe-Gheorghiu Dej, líder del Partido Comunista Rumano, visitó Moscú para recibir la bendición final que enviaba a Ana Pauker a prisión, el supremo pontífice le preguntó sinceramente: “¿Cuántas veces te dije que te deshicieras de Ana Pauker y no me entendiste?” La conclusión llegó unos momentos después: “Si yo estuviera en tu lugar, le habría pegado un tiro en la cabeza hace mucho tiempo.”

Una vez dada la señal, los expertos soviéticos procedieron con la operación anti Ana Pauker bajo una divisa simple: “Todos los judíos están predispuestos de nacimiento, por carácter y educación, a volverse instrumentos del espionaje estadounidense y oponerse al antisemitismo es equivalente a la traición” [las cursivas son mías] .Ana Pauker fue arrestada por orden directa de Dej. No se informó a la Oficina Política en el gobierno. Se la acusaba de haber sido una “agente de Truman”, una pieza de la vasta maquinaria anticomunista.

Todo formaba parte de una estrategia mayor. Dos días después de que se aprobara la sentencia de muerte de Rudolf Slansky, el secretario general judío del Partido Comunista Checoslovaco, se arrestó a un grupo de judíos ucranianos acusados de cometer “crímenes económicos” en el llamado affaire Kiev, y en Moscú se “descubrió” ruidosamente la conspiración inventada de los médicos judíos.

El juicio de los médicos judíos (acusados de formar parte de una “conspiración” judeoimperialista para asesinar a Stalin) debía empezar en Moscú el 18 de marzo de 1953 y tenía como finalidad sembrar el terror en los corazones de todos aquellos que lo presenciaran alrededor del mundo: los acusados harían una confesión completa y serían ahorcados públicamente en la Plaza Roja. Progromos “espontáneos” surgirían en toda la Unión Soviética poco después, y esos progromos llevarían a la élite intelectual judía a dirigir una misiva al Gran Líder, pidiéndole su protección. La súplica sería respondida magnánimamente con la autorización del líder a los judíos para desplazarse y establecerse, por petición de ellos mismos, en las regiones orientales del imperio. A inicios de aquel año, cuando Ana ya había sido interrogada, se imprimieron en la URSS más de tres millones de copias de un panfleto escrito por un importante dignatario de la policía secreta estalinista: Por qué los judíos deben ser expulsados de las regiones industrializadas del país.

Es difícil que Ana no imaginara, durante las arduas noches de los interrogatorios, que el juicio que le esperaba sería simulado, mientras reflexionaba sobre el destino de sus “cómplices” también arrestados y recordaba tragedias similares, como la de su propio marido. No es exagerado pensar que Ana debió incluso recordar el Juicio de Craiova, de 1936, que la había hecho famosa como la “Pasionaria” rumana. En esa atmósfera hostil y opresiva, los procedimientos judiciales, que tenían lugar en público, estaban sujetos todavía al rigor de la ley (la odiada “justicia burguesa”) y se desarrollaron en presencia de la prensa e incluso de algunos abogados internacionales que participaban en la defensa. Ella, la comunista que había entregado toda su vida a la Causa, no podía esperar un juicio así en las manos de sus fraternales inquisidores. En el libro de Robert Levy encontramos un comentario de Ana, que muestra lo que pensaba del “progreso” realizado por el comunismo en comparación del sistema político anterior: “Tomas a una persona, la arrestas, la llamas agente, la sometes a métodos que nunca había visto en mi vida, ni en las prisiones ordinarias ni en las prisiones de la Siguranța; desprestigias a la persona, te burlas de ella, expulsas a sus hijos de sus casas y ni siquiera dices ‘lo siento’, como diría cualquiera que ha pisado el pie de otro. No te importa en absoluto.”

Parece que el inminente peligro de muerte había quedado atrás en el momento en que surgen estos exabruptos contra el Partido; no porque los acusadores hubieran de alguna manera transformado sus puntos de vista o sus métodos, o porque de modo inesperado la verdad hubiera prevalecido al final sino, más bien, y de manera muy simple, porque el Inmortal Camarada Stalin siguió el derrotero de todos los vivientes el 5 de marzo de 1953. ¡El mito se derrumbó! ¡El Omnipotente y Omnisciente Santo murió como cualquier Dzjugashvili3 ordinario! Cuando Ana Pauker, todavía bajo la sentencia de muerte que Stalin le había impuesto, escuchó la increíble noticia, rompió en llanto. El hombre que le dio la noticia, uno de los acusados del juicio de Craiova, y ahora un miembro del Comité Central encargado de la investigación, hizo una observación cargada de sentido común: “No llores, si Stalin siguiera con vida, tú estarías muerta.”

En su extraordinario libro Postguerra: Una historia de Europa desde 1945, Tony Judt lidia con las consecuencias del arresto de Ana Pauker, su interrogatorio, liberación y desaparición de la vida pública. Subraya que “los prejuicios de Stalin no requieren explicación. En Rusia y Europa del Este, el antisemitismo era su propia recompensa”.

La muerte de Stalin abortó los planes de Gheorghe Gheorghiu-Dej, líder del Partido Comunista Rumano, de montar un juicio contra Pauker, entre otros. En cambio, a lo largo del 53 y principios del 54, el Partido rumano condujo una serie de juicios secretos de sujetos menores, acusados de ser espías del sionismo, pagados por “agentes del imperialismo”. Las víctimas iban de miembros genuinos del (derechista) Sionismo Revisionista hasta judíos comunistas, señalados con la brocha sionista, acusados de tener relaciones ilegales con Israel y de colaborar con los nazis durante la guerra. Fueron sentenciados a condenas que iban desde diez años hasta cadenas perpetuas […] El Partido Comunista Rumano, más pequeño y aislado que cualquier otro del Este de Europa, siempre se hallaba desgastado por pleitos internos, y la derrota del “derechista” Patrășcanu y la “izquierdista” Pauker fueron sobre todo una victoria divisiva para el dictador ferozmente eficaz Gheorghiu-Dej, cuyo estilo de gobierno (como el de Nicolae Ceaușescu, su sucesor) recordaba mórbidamente el antiguo autoritarismo que imperó en los Balcanes. En estos años, los judíos fueron purgados del Partido rumano y los puestos de gobierno, al igual que en la Alemania Oriental y Polonia, los otros dos países en que una facción del Partido pudo imponer el sentimiento antijudío contra los militantes “cosmopolitas”. Alemania Oriental fue un territorio particularmente fértil. En enero de 1953, mientras el “complot de los médicos” tenía lugar en Moscú, prominentes judíos de Alemania Oriental y judíos comunistas huyeron a Occidente. Un miembro del Comité Central de Alemania Oriental, Hans Jendretsky, exigió que los judíos –“enemigos del Estado”– quedaran excluidos de la vida pública

Varios años después, cuando Tatiana, la hija de Ana Pauker, le dio un cuaderno para sus “memorias” (el último regalo de cumpleaños que recibiría) la respuesta fue firme y escueta: “Nunca voy a escribir.” Levy comenta: “Evidentemente, su memoria –al igual que todo lo demás en su vida– pertenecía al Partido, al cual había decidido no dañar ni traicionar. Y, aunque criticó errores específicos y fallas, nunca expresó duda alguna acerca de la totalidad.”

Durante la cremación de Ana Pauker, su familia decidió escuchar la Tercera sinfonía, La Heroica, de Beethoven, en vez de La Internacional. Fue una elección conmovedora y dramática, pero no fue decisión de la difunta.

Un ideal nunca debería convertirse en idolatría y, sin embargo, sucede con frecuencia. Ana debió haberlo sabido desde sus tempranos estudios de la enseñanza judía, que definían el judaísmo como lo contrario de la idolatría, y afirmaban que “nosotros no tenemos santos, solamente sabios”. Pero la enseñanza nunca es suficiente para alertar del todo a la gente de sus propias tendencias personales, sean judíos, chinos, rusos o rumanos. La aproximación crítica al dogma, a cualquier dogma, era también un principio marxista, antes de que los principios fueran manipulados eficazmente por la dictadura leninista estalinista y convertidos en un feroz culto al Partido y en una obediencia total a su mandato rígido y opresivo.

Una suerte de “banalidad fantástica”, más imaginativa incluso que la literatura, siguió tras la muerte de Stalin y la liberación de Ana, de la cárcel al aislamiento total de la vida política: la realidad modeló una tensión entre el cliché y el anticliché, de donde emergió un sorprendente regreso del cliché original. Ya no el mismo del principio, porque la heroína era ahora mucho mayor y sabía más cosas que treinta años atrás. Había cambiado. En todo caso, es posible que no hubiera cambiado en el fondo, incluso tras sus muchas experiencias traumáticas. Hacia el final de su vida, Ana Pauker le dijo a su hija Marie: “Ya verás. Quizá el pueblo no sea el mejor, pero la ideología triunfará.” Cómo habría triunfado la ideología sin “el pueblo” era una cuestión que quedaba para los místicos habitantes del futuro.

Robert Levy sugiere un posible obituario para Ana Pauker: “En verdad, aunque dio la bienvenida a las reformas de Jrushchov y se veía más cómoda con la desestalinización, hablando incluso de volver a Marx e ignorando a Lenin de forma llamativa, fue una comunista impenitente y devota hasta el final.”

Pauker siguió y deploró a Stalin al mismo tiempo. Al corriente de los horrores del terror estalinista, después de la guerra se fue a París, a discutir con Maurice Thorez, el líder del comunismo francés, que quería distanciarse de Moscú. Creía en y apoyó la emigración judía de Rumania, pero en su primer encuentro con su hermano Zalman, quien retornaba de Israel como ella le había pedido, desempeñó una función distinta, según recuerda el rabino mayor de Rumania, Moses Rosen: “Al fin, vuelves a casa”, le dijo, abrazándolo. “De ninguna manera –contestó él– nuestra casa es Eretz Israel.” Ella no dudó: “Aquí, y solo aquí, está nuestra casa, donde nuestra madre, nuestra hermana y nuestro hermano están enterrados”, añadió. Es un momento revelador de las complejidades y conflictos de la idea de pertenencia.

Poco después de que apareciera el libro de Robert Levy se publicaron en Rumania dos libros complementarios que abordaban la vida de Ana Pauker en un panorama más amplio de política nacional e internacional: Scisori către tovarășa Ana (“Cartas a la camarada Ana”, Univers Enciclopedic, 2005), de Ion Calafeteanu, y Clienții lui tanti Varvara. Istorii clandestine (“Los clientes de la Tía Varvara. Historias clandestinas”, Humanitas, 2005), de Stelian Tănase. El primer texto contiene cartas a Ana Pauker, de todo tipo de gente, de distintos orígenes y clases sociales (cartas de niños que piden la liberación de sus padres de las cárceles comunistas, de antiguos camaradas en situación difícil, de prisioneros de guerra rumanos en campos de trabajo soviéticos, de exiliados en Francia o Estados Unidos, de diplomáticos, curas, rabinos, deportistas, incluso algunos informes acerca del gran músico rumano George Enescu, que vivía en París y sobre el inventor Traian Vuia). Las cartas revelan las cuitas y miedos de la gente común, maltratada por la displicente burocracia del sistema, en uno de sus peores periodos. El segundo libro aporta documentación amplia y elocuente de la policía secreta burguesa (la Tía Varvara, como la llamaron los comunistas), durante el periodo previo a la Segunda Guerra Mundial, y contiene documentos sobre los más importantes líderes y conspiradores comunistas, así como sobre sus rivalidades, juicios y crímenes.

Desde luego que Ana Pauker perteneció al movimiento comunista hasta el final. Así lo quiso; pero no fue un robot de perfecta obediencia, dirigido por control remoto desde Moscú, como se la suele presentar. Fue un ser humano; imperfecta por definición, con ambigüedades y conflictos internos, con pasiones y un elemento de precariedad, con sus propias rispideces y sus heridas, sus contradicciones e incluso, podríamos añadir, sus misterios. La forma en que el Partido, por el que ella sacrificó toda su vida adulta, utilizó sus cualidades y defectos muestra la naturaleza cruel y perversa del sistema enmascarado tras la bandera de la utopía. “Se suponía que no debíamos abandonar jamás la esperanza”, dijo el escritor polaco Borowski, al tiempo que descubría, como cristiano, el horror de Auschwitz. Le parecía el corazón de la tragedia humana.

Años después de que sus compromisos políticos y de que la organización derechista rumana por la que se había sentido atraído hubieran desaparecido, Mircea Eliade, el académico experto en religiones, parecía considerar la política una “forma importante de la existencia”. Excitado por el “místico” entusiasmo de un joven francés convertido al comunismo, el anticomunista Eliade dijo: “Te afilias a un partido o formas parte de alguna clase de misticismo social porque ahí esperas encontrarte a ti mismo –como querías.”

¿Una identidad personal adquirida a través de la identidad colectiva? ¿El individuo como soldado en un ejército de un solo partido? En este contexto, el “hombre sin atributos” –o, más bien, sin los atributos útiles para la Causa– se convierte en un paria inútil, en sospechoso, incluso en enemigo, y su destino es ser eliminado o “limpiado”. La Causa, en tanto ideología de Estado, convierte la “identidad” en un grotesco cliché colectivista que promueve el terror. Y, sin embargo, ¿cómo podemos explicar la fascinación y fidelidad de tantos adictos a la Esperanza del militante?

El comunista rumano y judío Bellu Silver, miembro, como Ana Pauker, de la primera generación del Partido, que sufrió torturas indecibles durante sus interrogatorios a manos de sus compañeros comunistas, escribió: “No podía dejar el Partido. Como esos hombres que no pueden dejar a la mujer de sus vidas, aunque sea una puta, ladrona o perjura. ‘Se perdió por una mujer’, reza el dicho popular. Yo me perdí por el Partido.” Vox pópuli –la voz del pueblo– tiene razón, por supuesto, pero no tiene en cuenta, ni podría, a los individuos que conforman su multiplicidad.

Las contradicciones y ambigüedades actúan en todas direcciones, como cualquier vida humana puede constatar. “Ningún otro líder, excepto Tito, mostró una resistencia a la línea impuesta por el Soviet del modo en que lo hizo [Pauker]”, escribe Levy. Y: “La caída de Ana Pauker fue un paso importante que impidió cualquier liderazgo reformista (a diferencia de Hungría, Polonia, Checoslovaquia) y condenó a sus ciudadanos a sufrir la extrema dureza que culminaría con el régimen de Ceaușescu.” Hay que tener en cuenta esta importante diferencia cuando se juzga la conspiración contra Pauker y sus consecuencias en el contexto de casos semejantes de líderes comunistas soviéticos desalojados del poder en otros países (Rajk, Kostov, Slánský, Pătrășcanu, Gomułka, etcétera). En todo caso, aunque pudiéramos imaginar a Pauker como una versión rumana de Tito o de Kadar, resulta imposible ignorar –como ella misma no lo pudo ignorar, cuando intentaba advertir a sus camaradas– que afrontamos el caso especial de una mujer judía comunista en un medio tradicionalmente antisemita. Como tal, este caso adquiere una especie de pathos especial, muy distinto de su pequeño papel en la ilustremente pintoresca galería de la Gran Mistificación del Comunismo. Es una historia dolorosa y sangrienta de proporciones trágicas.

Una vida humana, con su extraño heroísmo, con sus obsesiones, sus compromisos revolucionarios, pronto divorciada de los criterios morales en nombre de un idealizado proyecto de esperanza; una vida construida en torno al deseo de reestructurar el mundo y al llamado Hombre Nuevo, una vida con tantas ambigüedades, rechaza cualquier interpretación reduccionista o simple, política o de cualquier cuño. Si reconocemos su humanidad, ¿estamos también reconociendo su martirio en nombre de la Gran Utopía, la Gran Idea, la Gran Ilusión, la Gran Esperanza que eventualmente se convirtieron en el Gran Terror? Ignorar esta cuestión en el poscomunismo y anticomunismo del presente podría llevarnos a un futuro impredecible que “repita la historia como farsa”.

El presente parece estar dominado por el pragmatismo, la lucha por la eficiencia económica y las esferas de influencia, por el poder militar y la nueva civilización del teléfono móvil, Twitter y los otros recursos de enormes velocidades y variedad. ¿Y qué ocurre con el terrorismo, el fanatismo, la creciente distancia entre ricos y pobres, la corrupción política, las múltiples redes antiterroristas y la vigilancia electrónica planetaria? ¿Cómo podemos responder a estos nuevos desafíos, sin incurrir en los errores de ayer y de esta mañana? ¿Cómo reconciliar la rápida globalización con el esfuerzo para sobreponernos a las condiciones restrictivas entre el productor y el consumidor que constantemente se redefinen según la retórica del libre mercado y la libre opinión, y una democracia de la libertad que depende cada vez más de las sofocantes megacorporaciones planetarias?

Son preguntas que desafían a la modernidad y al destino humano. El debate convencional sobre el totalitarismo, comunista o no, parece, como todo lo demás, convencional, obsoleto e inconsecuente. ¿Podemos, sin embargo, ignorar una y otra vez al individuo y la individualidad para abonar un nuevo colectivismo, envenenado por sus viejas y nuevas enfermedades?

¿Queda algo por aprender de la tragedia de la comandante Ana? ¿Algo que sea valioso y válido acerca de las ideas, los ideales e ideologías para nuestra “pragmática” época, carente de ideologías claras, más allá de las militancias religiosas y fanáticas? ¿Algo que aprender acerca de los seres humanos, la humanidad o el humanismo?

La historia nos obliga a un escepticismo extremo hacia los efectos pedagógicos y morales de los errores pasados. Pese a todo, todavía puede decirse algo sobre la perenne desconfianza y el odio hacia los judíos en el Partido que alguna vez se juzgó el más prometedor e igualitario del mundo; un partido del que los judíos fueron considerados fundadores, mártires y líderes, teóricos y militantes. La Iglesia Roja no fue la antisemita iglesia cristiana, ni la mezquita, ni el Partido Nacional Socialista de Hitler. El Partido Comunista parecía encarnar, para muchos, “el sueño universal de la solidaridad”. Como con cualquier otro prejuicio, el antisemitismo de antaño, hoy y mañana no difiere mucho de lo que sucede y siempre ha sucedido cuando a un individuo no se le juzga como tal, con sus cualidades y defectos, faltas y aspiraciones, sino como entidad de un grupo más amplio, parte de una identidad colectiva, ya sea religiosa, étnica, sexual o política.

Con retraso, quizá sea este el momento de confesar que, en 2003, por repugnancia y cobardía, dejé de reseñar el libro de Levy, abrumado como estaba entonces por la desagradable y sucia campaña contra mi culpable etnicidad y por las insinuaciones antisemitas durante el debate rumano acerca del Gulag y el Holocausto.

Como sucede con otros países de Europa del Este, la Rumania actual ya no es ni la tierra de los cuentos de la preguerra de Zaharia Fărâmă, ni la tierra de posguerra de Ana Pauker, ni la mazmorra de la reciente dictadura de Ceaușescu. Uno espera que Rumania se halle en el difícil camino hacia un mejor ambiente social y político. Ciertamente, no han desaparecido aún la corrupción, el doble discurso, el oportunismo, la revitalizada xenofobia ni la demagogia que, de hecho, han adquirido un tono de populismo poscomunista –pero uno tiene la esperanza.

“Triste país, lleno de humor”, como alguna vez dijo uno de los grandes poetas rumanos. Y sí: la tristeza sigue ahí, al igual que ese particular humor agridulce y su matiz de absurdo. Se la ve por todos lados, en la vida cotidiana y en los chistes diarios que forman parte de la parcela de vitalidad rumana. Con frecuencia, este humor se convierte incluso en un peculiar modo de suspicacia, semiseria, iconoclasta ante los avejentados clichés del pasado y de hoy.

El verano pasado encontré un interesante artículo titulado “Dos mujeres en la historia de Rumania”. El autor, Adrian Cioroianu, un distinguido intelectual demócrata, historiador y escritor, que fue también ministro de exteriores, había puesto juntas, con un tono atrevido e irónico, a la judía de acero, Ana Pauker, y a Ecaterina Teodoroiu (1894-1917), una célebre heroína que combatió en el ejército rumano durante la Primera Guerra Mundial. No más Hanna Rabinsohn, no más la “perpetua historia de la conspiración judía”, sino “La historia de los rumanos en 101 historias verdaderas”.

Escribe Cioroianu: “La camarada Ana Pauker llegó a ser, en algún momento, más poderosa que todos los varones de Rumania y, sin ser gimnasta, guarda algunas semejanzas con Nadia Comăneci.” Con un tono notablemente ligero, explica que esta “mujer comisaria” tiene sin embargo algo en común con la grandiosa gimnasta. “Ana Pauker fue la primera rumana en aparecer en la portada de Time, en 1947. La segunda, y última, fue Nadia Comăneci, en 1976. Entre esos dos extremos se escribió la historia del comunismo rumano.” ~

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Traducción de Fernando Galindo.

Este texto aparecerá en La quinta imposibilidad, un libro
de ensayos de Norman Manea que prepara Galaxia Gutenberg.

 

 

 

 

 

 

1 Líder regional nazi. [N. del T.]

2 Kike es un término peyorativo que se dirigía a los inmigrantes judíos en Estados Unidos [N. del T.].

3 Dzjuga singifica “acero” en georgiano. Dzjugashvili, “hijo de Dzjuga”, es el apellido original de Stalin [N. del T.].

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(Bucovina, Rumania, 1936) es escritor. En 2005, Tusquets publicó la traducción de una de sus obras más célebres, 'El regreso del húligan'.


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