En la imagen, Stefan Zweig.

Los cinco dogmas del populismo geopolítico

Los populistas geopolíticos, con su fascinación por la lógica de los grandes poderes, fomentan teorías de la conspiración que benefician a líderes autoritarios.
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En uno de los pasajes de El mundo de ayer, Zweig habla de su amistad con uno de los padres de la geopolítica moderna, Karl Ernst Haushofer, a quien conoció en sus viajes por Asia. Un perplejo Zweig confiesa su sorpresa cuando escuchó más tarde una posible vinculación del trabajo de ese sesudo militar alemán “cultivado, de cara huesuda y aguda nariz aguileña” con el “feroz agitador obsesionado con el nacionalismo alemán en su sentido más brutal” (Hitler). Todavía se discute en qué medida las enseñanzas de Haushofer, que tuvo a Rudolf Hess entre sus discípulos, impulsaron la idea de lebensraum y el proyecto nazi de un imperio colonial en el Este basado en la esclavitud de razas “inferiores” (Untermensch). Poco después de ser exonerado en Nuremberg, Haushofer y su mujer seguirían el destino de Zweig y la suya, suicidándose. Zweig invocaba el paso del tiempo para justificar a su antiguo amigo en perspectiva, a pesar de que atribuía a sus teorías gran responsabilidad en el refuerzo conceptual de la política agresiva del nazismo. El lebensraum, decía, justificaba en términos de necesidad “cualquier anexión exitosa, incluida la más autocrática”.

La geopolítica, con su visión determinista de Estados y poderes regionales como entes orgánicos con necesidades propias como los animales –y no circunstanciales al ser dirigidos por personas concretas– y con su énfasis en grandes poderes, hace suya la máxima de Tucídides de que “los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que tienen que sufrir”. Esta escuela reinventa viejas nociones de esferas de influencia y tiende a dar un barniz de legitimidad a políticas propias del imperialismo clásico y sus abusos. La geopolítica, sin duda, está en auge en esta era de líderes autoritarios, en pleno declive del multilateralismo y de la visión normativa de la escena global que parecía afirmarse en los 90. A ello se une una confusión discursiva que identifica erróneamente las relaciones internacionales o la geoestrategia con la geopolítica, una disciplina de pretendida naturaleza descriptiva, pero que preconiza una visión muy concreta del mundo y donde no hay margen para valores democráticos o derechos humanos.

También asistimos a otro auge, el del populismo como forma y lenguaje político, que no solo se limita a los partidos calificados como tales: impregna todo nuestro espacio público y nuestro deteriorado debate democrático, especialmente en las redes sociales.

Cinco mantras del populismo geopolítico

La confluencia de ambos fenómenos, junto con otros factores sobre los que volveré luego, está dando lugar a la generalización de lo que denominaré populismo geopolítico. Es un lenguaje político fácil de identificar tanto por sus portavoces como sobre todo por los mantras que se repiten. Por lo menos cinco son claves:

1. La verdad alternativa. Estos populistas insisten machaconamente en que los medios, gobiernos, tribunales internacionales, líderes políticos y sociales, etc., “no dicen la Verdad” –entendida esta en términos absolutos–. Ellos serían los únicos defensores de la, valga la redundancia, verdadera Verdad. A menudo siguen a Kellianne Conway, la consejera de Donald Trump, en su retórica sobre “hechos alternativos”.

2. La gran conspiración. En esencia, todo hecho político, social y/o internacional relevante de las últimas décadas, especialmente si “Occidente” está presente de alguna manera –desde la Primavera Árabe, el Maidán, ISIS, etc.– sería parte de una conspiración más amplia para dirigir el mundo a nuestras espaldas. En sus versiones más sorprendentes, algunos de estos populistas coquetean con teorías como los Protocolos de Sión, lo que roza el antisemitismo.

3. Soros (CIA), el Gran Masón. El magnate y filántropo George Soros estaría inevitablemente detrás de todo lo anterior. Ordenaría a través de las ONGs que financia el curso de los acontecimientos (a menudo con la CIA). Es decir, procesos tan complejos y necesitados de matices como las revoluciones en Europa del Este, la revuelta de 2000 contra Milosevic en Serbia, el Maidán ucraniano o las propias protestas en Moscú y San Petersburgo de 2011/2012 o de los últimos meses no pueden tener un elemento remotamente orgánico, como la frustración popular acumulada o disparidad entre la estructura social y el sistema político.

4. Ironía y frivolidad. Los populistas geopolíticos recurren de forma asidua a la ironía, el sensacionalismo y en general a la banalización de cuestiones como la guerra, atentados o hechos históricos como las hambrunas soviéticas. Esta frivolidad también se manifiesta en un reiterado “y tú más” (el llamado whataboutism). Es una lógica de esgrimir el bombardeo de Dresde cuando sale el Holocausto o Sudetes 1938 –no para explorar la justa dimensión de lo primero, sino para difuminar la entidad histórica de lo segundo– o sacar Arabia Saudí cuando la votación concreta versa sobre Venezuela, Rusia o Irán. Este discurso suele justificar diversas formas de revisionismo histórico, sobre el genocidio de Srebrenica o hechos más recientes.

5. Disparar al mensajero. El insulto y formas más o menos evidentes de difamación son otros recursos habituales. Así, mensajes sobre pruebas “irrefutables” de la financiación de actores de sociedad civil, ONGs, think tanks o políticos que constituyen su objetivo, y la presunta ideología que sería su irremediable consecuencia (premisa: no existen opiniones individuales, acertadas o no). Así también el simplismo del insulto y epítetos como “neoliberal”, “neocon”, “propagandista”, etc., vacíos de significado. Como concluía Orwell en Homenaje a Cataluña, al abordar la propaganda, es “como si en medio de una competición de ajedrez un participante empezara a gritar que el otro es culpable de piromanía o bigamia. El objetivo es hacer imposible la discusión seria, sin abordar la cuestión que está realmente sobre la mesa”.

El emperador está desnudo

El crecimiento del populismo geopolítico es un síntoma de varios problemas y procesos más amplios. Uno es la triste atrofia moral de una parte de la izquierda que, anclada en conceptos dogmáticos y atávicos sobre Estados Unidos, Rusia u Occidente, hace tiempo que pasó de forma decidida del lado de regímenes autoritarios frente a democracias pluralistas y sociedad civil. Además de esta que algunos han llamado izquierda regresiva, también influye una profunda y preocupante pérdida de confianza en las instituciones colectivas, dada la retahíla de abusos (por ejemplo, la “guerra contra el terrorismo”) y excesos (por ejemplo, las políticas de austeridad) de las últimas décadas. No hay aún un relato convincente que apueste por el refuerzo de las democracias abiertas y aborde las fallas que las ponen en riesgo, sin caer en la tentación autoritaria o populista, algo que requeriría referencias colectivas morales e unificadoras más allá de líderes como Macron.

La incredulidad extrema va de la mano de una pasmosa credibilidad absoluta con un discurso que fomenta teorías conspirativas, sin duda aupado por la fragmentación del espacio público y el impacto amplificador de las redes sociales. Las ventajas que tiene esta pluralización se descompensan por la debilidad de filtros y el empoderamiento desmesurado de figuras mediocres y trolls, dando lugar a un ruido que silencia el debate racional.

En este contexto, el populismo geopolítico contribuye poco o nada al debate democrático, pero sí al embrutecimiento del debate político y a la normalización de un absurdo discurso conspiranoico. Contribuye a envenenar nuestra democracia deliberativa de modo que ya no podemos hablar de forma normal sobre política. A veces, sí, hace hincapié en contradicciones y sombras de algunas políticas y posiciones que es preciso abordar y revisar, pero nada que no aporte un buen periodista, una ONG seria o un comité parlamentario de investigación que haga bien su trabajo. Este discurso, con su hostilidad a hechos establecidos, su repetición interminable de mensajes simplistas, enlaza con algunos elementos básicos del discurso fascista que describe Snyder en Sobre la tiranía.

No hay verdades alternativas. Hay un gran elenco de claroscuros en muchas crisis internacionales que aconseja evitar maniqueísmos y simplificaciones. Pero ante todo hay hechos contrastados que conforman algunas verdades sólidas, como que unos 8.000 bosnios musulmanes fueron exterminados en Srebrenica en pocos días en julio de 1995. O que, tal y como confirmó una investigación internacional, el MH17, con sus 300 pasajeros, fue derribado en julio de 2014 por un misil Buk traído desde Rusia, y no por i) cazas ucranianos, ii) un misil tierra-aire ucraniano, iii) la CIA que derribó un avión cargado de cadáveres y iv) otras versiones alternativas). La CIA tuvo un papel nefasto en América Latina en los 60 y 70, como lo tuvo Washington en la Guerra de Irak y tiene con Guantánamo y otros abusos que no podemos ignorar. Dicho esto, abordar hoy cada acontecimiento desde este prisma unidimensional es infantil y revela, como la ironía de la que hablaba antes, una mezcla de pereza intelectual, ausencia de pensamiento crítico y/o extremo dogmatismo. Uno puede apoyar el informe Feinstein sobre las torturas en Estados Unidos y a la vez condenar en el Parlamento Europeo o el español las violaciones de derechos humanos en Rusia, Venezuela u otros países.

También es falaz el mantra de los populistas geopolíticos de que son voces silenciadas o “alternativas”. Su tremendismo les hace muy populares y convierte en habituales en televisión y otros medios. Snyder nos recuerda que “antes de que desprecies el periodismo mainstream, ten en cuenta que ya no lo es y que es el desprecio lo que es mainstream y fácil, y el periodismo en sí lo que es tenso y difícil”. Hoy lo alternativo y crítico es defender activamente nuestras instituciones y adoptar posiciones firmes, por ejemplo, con el Kremlin, desde luego en España (por no hablar de en la propia Rusia). Snyder afirma que la verdadera conspiración es “esa que quiere tenerte online, buscando conspiraciones”.

Estas voces dicen que buscan la imparcialidad y que son voces críticas. En la práctica, el sentido de sus intervenciones públicas o votaciones muestra que tienden a justificar lo injustificable y a proteger del legítimo escrutinio democrático a actores hostiles y grandes poderes. Algunas de estas figuras públicas muestran una sorprendente falta de ética, sentido democrático y, en fin, sentido común al compartir propaganda de medios de regímenes autoritarios donde se asesina a periodistas, líderes de oposición, etc. Ciegos o tontos útiles como tantos antes que ellos, caen así en la trampa y contribuyen a una agenda negativa que une parte de la izquierda con la extrema derecha.

Es legítimo clarificar fuentes de financiación de organismos públicos y privados con agenda pública. Es cierto que Open Society de Soros cofinancia plataformas y organizaciones en Europa Central y Oriental. Cualquiera que conozca bien estos países, conocerá los problemas de la agenda de democratización en tales contextos y la dificultad de trabajar en estas áreas –incluidos riesgos personales– y sostenerse sin donaciones o subvenciones. A menudo, tales ONGs promueven reformas contra la corrupción o a favor de los derechos de minorías e inmigrantes, y reciben para ello fondos europeos o de países nórdicos. Por ello, uniendo sus voces a campañas contra ONGs y sociedad civil, sectores de la izquierda van de la mano de Viktor Orbán en Hungría y el PiS polaco, y la eurofobia más visceral; fuerzas teóricamente prorefugiados con políticos islamófobos y homófobos, etc., en una lógica absurda.

Los populistas geopolíticos, en fin, con su fascinación por la lógica del gran poder en Moscú, Washington o Pekín, caen en un pseudocolonialismo que olvida que las personas suelen tener su propia opinión y que, a veces, sale a las calles a exponerla y defenderla, a menudo con grandes sacrificios. Con su propensión al revisionismo histórico, este discurso fomenta un nacionalismo irredento que se basa en algo tan primitivo como el deseo de venganza y revancha.

Cuando Soros ya no esté, sospecho que el argumento será insistir, en programas televisivos de misterio de medianoche, en el legado de Soros para gobernar el mundo desde el Más Allá. Siempre ha habido nostálgicos de imperios en declive y apologéticos de dictadores, tentados por el morbo del poder y la dominación. También hasta bien entrada la Segunda Guerra Mundial había voces –algunas respetadas– que negaban los abusos nazis, al igual que, en plena Guerra Fría, hubo intelectuales occidentales que minimizaban el gulag o Katyn.

¿Los demás? Escuchemos más a voces humanistas y trabajemos juntos por recomponer nuestro tejido social, frenar el deterioro de nuestro debate público y apostar por grandes consensos entre las familias políticas democráticas.

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(San Sebastián, 1981) es director del European Council of Foreign Relations (ECFR) en Madrid.


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