Los analfabetos del futuro

Según la UNESCO, "las tecnologías digitales están cambiando a un ritmo cada vez más creciente el modo en que las personas viven, trabajan, se instruyen y socialibilizan en todas partes del mundo". Estar alfabetizado en un mundo digital no es solamente aprender algo de programación, sino también entender y apropiarse de lo que se produce cultural y socialmente con ese código digital.
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Decir que la vida nos ha cambiado con Internet suena a un cliché que no habría que repetir. Pero quizás no seamos todavía conscientes de cuánto lo ha hecho, y en qué direcciones van estos cambios. Hace poco se publicó en español un libro de Eric Sadin, La humanidad aumentada, en el que se afirma que la revolución digital ya terminó; para el filósofo francés, estamos en la época de la Internet de las cosas, marcada por la extrema portabilidad de las tecnologías, los microchips en aparatos que transmiten datos de modo permanente, la gestión digital de las poblaciones (la via-política) y la bioingeniería de los alimentos y la salud. Vivimos en un mundo que convierte a la experiencia humana en datos, que son el petróleo de la economía del futuro, y donde lo que no se datifica pareciera que no existe.

Si al lector esta visión le parece exagerada, pruebe preguntar a un adolescente cómo se conoce algo. Es fácil, seguramente le conteste: busque usted en Google. Conocer se vuelve cada vez más sinónimo de buscar información, y buscar información equivale a lo que ofrecen los grandes motores de búsqueda digitalizada, que rastrillan archivos gigantescos de imágenes, textos y sonidos convertidos en bits, es decir, datos. Hay indudables ganancias en esta amplitud: no sólo tenemos ahora acceso a una cantidad de recursos impresionante, sino que disponemos de una plataforma que, mediante un complejo algoritmo, organiza y jerarquiza esa información en una lista más o menos legible y manipulable. No podríamos hacer esa búsqueda solos, y mucho menos en los nanosegundos de Google. Pero esa lista tiene varias limitaciones, no siempre evidentes para quienes usan el buscador: se basa en un archivo grande pero no exhaustivo; jerarquiza la información por su popularidad, es decir, por cuántos han visitado esa página antes; usa registros que pueden tener fallas o errores, como viene siendo claro con las fake news. ¿Es preferible un bibliotecario, entonces, que nos dirija hacia fuentes confiables? Sabemos que ellos también se equivocan, y sobre todo que no están disponibles en la palma de nuestra mano. Pero mientras se discute sobre si es mejor Google o el bibliotecario, con obvias ventajas para el primero, ya se dio por sentado que conocer es igual a buscar información y se dejaron en el camino otras formas valiosas de saber, entre las que podrían listarse escuchar, conversar, pensar a solas, explorar a tientas, observar, sentir, caminar (como los peripatéticos).

En su Breve historia de la fotografía, publicado en 1931, Walter Benjamin escribió que en el futuro será analfabeto quien no sepa leer sus propias imágenes; quizás ese futuro ya esté aquí, en la compulsión de la selfie o las cámaras callejeras sólo supervisadas por máquinas, y también en la ignorancia con la que nos movemos en un mundo digital cuyos códigos y formas de organización nos resultan crecientemente opacos, aunque vengan en aparatos cada vez más bellos y luminosos.

Urge, entonces, incluir a la alfabetización digital entre los conocimientos básicos que deben tener los ciudadanos del siglo XXI. Se calcula que cerca de la mitad de la población mundial hoy es usuaria de internet, y que 2.700 millones usan las redes sociales; sabemos que hay que incluir a la otra mitad, pero no hay todavía mediciones masivas que permitan dimensionar cuánto saben quienes se conectan sobre cómo se produce y circula la información, o qué usos hacen de las posibilidades tecnológicas.

Tampoco hay consenso en cómo se mide el analfabetismo digital, y los estudios son todavía incipientes, con el sesgo de que están enfocados en los jóvenes y se hacen en países ‘desarrollados’. Seguramente se darán todavía varias vueltas antes de que se estabilice una medición consensuada, como sucedió con la lectoescritura.

La falta de consenso va más allá de lo metodológico, y abarca qué significa la alfabetización digital. Estar alfabetizado implica poder leer y escribir un cierto lenguaje, que desde hace siglos es el lenguaje verbal. Aquí hay precisiones importantes que realizar. En primer lugar, leer no es sólo decodificar signos; leer es también interpretar, dar sentido, conectar con otros signos y experiencias. En el caso de lo digital, estar alfabetizado no es solamente aprender algo de programación, sino también entender y apropiarse de lo que se produce cultural y socialmente con ese código digital, por ejemplo a partir del algoritmo de Google. En segundo lugar, usar la metáfora de la alfabetización para hablar de otras formas de comunicación y simbolización como las imágenes y la música, tan importantes en la experiencia digital, tiene sus riesgos; no todo lo visual ni lo sonoro es traducible a códigos lingüísticos, y hay mucho en ellos que no se deja atrapar por la palabra o la racionalización. Con estas salvedades, incluir a los saberes digitales entre las alfabetizaciones básicas implica asumir que son saberes indispensables para una inclusión plena en la sociedad humana contemporánea.

Las escuelas son sitios privilegiados para esta nueva alfabetización. Disponen de un tiempo y un espacio para un trabajo sistemático con los nuevos lenguajes y experiencias; sobre todo, son instituciones que tienen una función pública, es decir, pueden introducir preguntas y orientaciones vinculadas a criterios independientes de los intereses privados de las compañías, pueden preocuparse por la verdad y rigurosidad en las formas de producción del conocimiento, y concentrarse en la transmisión y recreación de tradiciones y formas de saber con horizontes más largos y perdurables que la última moda tecnológica. Pero para que puedan hacerlo se necesitan algunas condiciones. En primer lugar, hay que construir un acuerdo social sobre la importancia de estos nuevos saberes y la necesidad de destinarles tiempo y recursos. En segundo lugar, hace falta equipamiento que permita que todos los alumnos, residan donde residan, tengan acceso a dispositivos y conectividad para incluirse con igual derecho en la experiencia digital. En tercer lugar, es necesario formar a los educadores para que puedan promover experiencias más enriquecedoras con las tecnologías digitales en las aulas. No se trata de repetir en la escuela lo que los niños y jóvenes ya hacen, muchas veces más rápido y mejor, en sus casas; se trata de ofrecerles nuevas claves de interpretación y oportunidades de creación que no están inmediatamente disponibles en sus entornos. Si leer es poner signos en relación, en la alfabetización digital en las escuelas hay que preocuparse por enriquecer los signos que se traen a ese encuentro, y por ampliar y complejizar las relaciones que se construyen. Si no lo hacemos, tendremos nuevas generaciones de analfabetos, eso sí, portando celulares en sus manos o con chips bajo la piel.

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Investigadora titular del Departamento de Investigaciones Educativas del Cinvestav.


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