Gobernar en democracia es comunicar, es persuadir, es convencer

Decir que hay que apoyar al presidente sin demandarle responsabilidad y congruencia no es ayudarlo: es meterlo más en su propio laberinto de malas decisiones.
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Parece una obviedad decirlo, pero en este sexenio no lo es: las crisis no se resuelven solas. Los liderazgos de una sociedad necesitan encauzarlas para que tengan una conclusión y evitar que se extiendan en el tiempo indefinidamente. Pero terminar una crisis no es solamente salir a decir “ya lo pasado pasado no me interesa” (Divo de Juárez dixit) y darle la vuelta a la página de manera artificial.

En un contexto democrático, terminar una crisis requiere un proceso real de rendición de cuentas. Quien participó en la toma de decisiones que llevó a la crisis tiene el deber de explicarle a la sociedad cuál fue su razonamiento. Si la explicación no es satisfactoria legal, política y socialmente, entonces debe haber consecuencias que inician con la renuncia al cargo de quienes son responsables de las decisiones, pero que no se agotan ahí.

Lo que la sociedad espera de sus líderes después de una crisis es la certeza de que se están tomando todas las medidas necesarias para que el problema no vuelva a ocurrir, sea un acto terrorista, un accidente aéreo, una crisis económica, un escándalo de corrupción o un incidente diplomático. La prioridad para que una crisis termine bien es recuperar la certidumbre y fortalecer la confianza del público en sus liderazgos. Si esto no ocurre, la crisis no termina, sino que se prolonga en el tiempo, erosionando la credibilidad de los líderes y, peor aún, disminuyendo su fortaleza y margen de maniobra para tomar decisiones.

Medido con esos parámetros, el manejo de la crisis política desatada por la visita de Donald Trump no parece encaminarse a una buena conclusión. Cierto, la lectura que todos le han dado a la salida de Luis Videgaray a la Secretaría de Hacienda es que el presidente decidió sacar de su gobierno a quien todos vieron como el autor intelectual del mayor disparate de política exterior en décadas. Pero como en otras incontables situaciones especiales (encarcelamiento de Elba Esther Gordillo, captura, fuga y recaptura de El Chapo, Ayotzinapa, escándalos de corrupción, etcétera) el gobierno no ha sido capaz –o no ha querido– convencer a la sociedad cómo toma sus decisiones, qué valores e ideas lo impulsan a actuar, qué consecuencias prevé y qué acciones tomará en el futuro. Tenemos un gobierno que, por si fuera poco, no nos sabe pedir apoyo, no nos sabe sumar a su proyecto y visión, no nos sabe persuadir ni convencer.

Esto es importante, porque la aprobación ciudadana a la gestión presidencial no es un accesorio prescindible en una democracia sana. Todo lo contrario, representa una ayuda indispensable a la navegación para el gobierno y un elemento central para afianzar su liderazgo. Gobernar significa tomar decisiones que siempre tienen costos económicos, sociales o políticos. Y lo único que puede hacer aceptables esos costos para la sociedad es que haya certidumbre de que las decisiones se toman pensando en lo que es mejor para la mayoría, y de que los beneficios de las decisiones valen la pena.

Gobernar en democracia es comunicar, es persuadir, es convencer. El propio presidente Barack Obama –un comunicador político extraordinario– lo ha expresado con toda claridad, cuando dice que:

“el error de mis primeros cuatro años como presidente fue pensar que este trabajo era sólo tomar las decisiones de política pública correctas. Y eso importa. Pero la naturaleza de la presidencia es también contar una historia al pueblo que le de un sentido de unidad y propósito y optimismo, especialmente durante tiempos difíciles. Es tener una conversación con la gente acerca de hacia dónde necesitamos ir como país”.

Nuestro presidente no ha querido o podido establecer esa conversación con nosotros. No ha tenido una narrativa eficaz que convoque a la mayoría del país a apoyar su gestión –las “reformas transformadoras para mover a México” nunca fueron una historia que emocionara a las mayorías– ni tampoco le ha gustado mucho rendirnos cuentas una vez que los efectos de sus acciones y omisiones comienzan a cuestionarse o a mostrar costos indeseables. Decir que “no gobierna para ser popular” o “que no toma decisiones pensando en las encuestas” no hace más que aislarlo y debilitarlo más.

¿Qué hacer? Habrá voces que de manera interesada o genuina digan que “hay que apoyar al presidente” porque “a nadie conviene” que siga debilitándose más. Pienso que esa idea tiene algo de razón y que en efecto, pasado cierto nivel, la debilidad política del Jefe de Estado es preocupante. Pero pienso también que la situación que vivimos debe ser una lllamada de atención para las élites políticas y económicas del país que, por tantos años y de tantas maneras, han eludido su responsabilidad con México escudándose en una narrativa cómoda en la que el mandatario es el único culpable –y el único responsable– de todo lo malo que pasa en México. Es presidente es el primer responsable, cierto. Pero no el único.

Por eso, es un deber democrático apoyar a las instituciones, porque no son de una persona o de un grupo: son nuestras, son de todos. Pero también existe el deber democrático de exigir rendición de cuentas efectiva, corrección de los errores y cambio de rumbo. Decir que hay que apoyar al presidente sin demandarle responsabilidad y congruencia no es ayudarlo: es meterlo más en su propio laberinto de malas decisiones. Prolongar así la crisis del gobierno es lo que no le conviene a nadie.

 

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Especialista en discurso político y manejo de crisis.


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