El fascismo no era solo odio

El fascismo no era solo odio, también ofrecía protección social.
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Una analogía recorre Estados Unidos: la analogía del fascismo. Es prácticamente imposible (fuera de ciertos sectores de la propia derecha) intentar entender la derecha resurgente sin que se la describa como –o se compare con– el fascismo de entreguerras del siglo XX. Como el fascismo, la derecha resurgente es irracional, estrecha de miras, violenta y racista. Eso dice la analogía y hay algo de verdad en ella. Pero el fascismo no se volvió poderoso simplemente apelando a los instintos más oscuros de los ciudadanos. De manera crucial, el fascismo también abordaba las necesidades sociales y psicológicas de los ciudadanos, de su protección frente a los estragos del capitalismo en una época en que otros actores políticos ofrecían poca ayuda.

Los orígenes del fascismo se encuentran en una promesa de proteger al pueblo. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, una aceleración de la globalización destruyó comunidades, profesiones y normas culturales mientras generaba una oleada de inmigración. Aparecieron movimientos de la derecha nacionalista que prometían proteger a la gente de la influencia perniciosa de extranjeros y de los mercados, y personas asustadas, desorientadas y desubicadas respondieron. Esos tempranos movimientos fascistas perturbaron la vida política en algunos países, pero se filtraron mientras hervían a un fuego relativamente lento hasta la Segunda Guerra Mundial.

La Primera Guerra Mundial había devastado Europa, matando a dieciséis millones de personas y mutilando a otros veinte millones, aplastando economías y sembrando el caos. En Italia, por ejemplo, el periodo de posguerra combinó una alta inflación y desempleo, así como huelgas, ocupaciones de fábricas, tomas de tierra y otras formas de descontento social y violencia. Los gobiernos italianos liberales de la posguerra no lograron abordar de manera adecuada estos problemas.

Benito Mussolini y su Partido Nacional Fascista (PNF) irrumpieron en ese espacio, beneficiándose del fracaso o ineficacia de las instituciones, partidos y élites existentes, y ofreciendo una mezcla de políticas “nacionales” y “sociales”. Los fascistas prometían impulsar la unidad nacional, priorizar los intereses de la nación por encima de los de cualquier grupo particular y promover la estatura internacional de Italia. Los fascistas también llamaban al deseo de los italianos por una seguridad social, solidaridad y protección de las crisis capitalistas. Prometían restaurar el orden, proteger la propiedad privada y promover la prosperidad, pero también proteger a la sociedad de la recesión económica y las disrupciones. Los fascistas subrayaban que la riqueza aparejaba responsabilidades igual que privilegios, y que debían administrarse para el beneficio del país.

Esos llamamientos permitían que los fascistas tuvieran el apoyo de casi todos los grupos socioeconómicos. Italia era un país joven (fundado en la década de 1860), presa de profundas divisiones regionales y sociales. Al afirmar que servían a los mejores intereses de toda la comunidad nacional, los fascistas se convirtieron en el primer verdadero “partido del pueblo” en Italia.

Tras llegar al poder, los fascistas italianos crearon círculos recreacionales, grupos de estudio y grupos juveniles, actividades deportivas y excursiones. Estas organizaciones impulsaron los objetivos fascistas de construir una verdadera comunidad nacional. El deseo de fortalecer una identidad nacional (fascista) también obligaba al régimen a extraordinarias medidas culturales. Promovía arquitectura pública, exposiciones artísticas y producciones radiofónicas y cinematográficas espectaculares. Como dijo un fascista: “No puede haber ningún interés económico que esté por encima de los intereses económicos generales del Estado, ninguna iniciativa económica individual que caiga bajo la supervisión y regulación del Estado, ninguna relación de las diferentes clases del país que no sea competencia del Estado.” Esas políticas mantuvieron la popularidad del fascismo hasta finales de los años treinta, cuando Mussolini se alió con Hitler. Fue solo la participación del país en la Segunda Guerra Mundial, y el paso del régimen italiano hacia una idea más claramente “racialista” del fascismo, lo que comenzó a hacer impopular al fascismo italiano.

El fascismo italiano se distinguía de su contraparte alemán de maneras importantes. La más notable quizá fuera que el antisemitismo y el racismo eran más innatos en la versión alemana. Pero el fascismo italiano y el alemán también compartían similitudes importantes. Como Italia, Alemania era un “nuevo” país (formado en 1871), presa de divisiones profundas. Tras la Primera Guerra Mundial, Alemania se encontró cargada con unas punitivas condiciones de paz. Durante la década de 1920, experimentó violentos levantamientos, magnicidios, invasión extranjera y una célebre Gran Inflación. La respuesta del gobierno, y de otros actores políticos, sin embargo, también debe recordarse. Por distintas razones, los gobiernos conservadores de la época y sus oponentes socialistas favorecían primariamente la austeridad como respuesta de la crisis. Así llegó una oportunidad de oro para el fascismo.

El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) de Hitler prometió servir a todo el pueblo alemán, pero la visión alemana fascista del “pueblo” no incluía a los judíos ni a otros “indeseables”. Prometían crear una “comunidad popular” (Volksgemeinschaft) que superaría las divisiones del país. Los fascistas también decían que lucharían contra la Depresión y contrastaban su activismo en nombre del bienestar del pueblo con la tibieza y austeridad del gobierno y los socialistas. En las elecciones de 1932, esos llamamientos a proteger al pueblo alemán contribuyeron a que los nazis se convirtieran en el mayor partido político, y el que tenía la base socioeconómica más amplia.

Cuando, en enero de 1933, Hitler se convirtió en canciller, los nazis iniciaron rápidamente programas de creación de puestos de trabajo e infraestructuras. Exhortaron a las empresas a que aceptaran trabajadores, y repartieron el crédito. La economía alemana reflotó y las cifras de desempleo mejoraron dramáticamente: el desempleo en Alemania cayó desde casi 6 millones a principios de 1933 a 2,4 millones a finales de 1934; en 1938, Alemania disfrutaba esencialmente del pleno empleo. A finales de la década de los treinta, el gobierno controlaba decisiones sobre la producción económica, las inversiones, los salarios y los precios. El gasto público crecía espectacularmente.

La Alemania nazi siguió siendo un país capitalista. Pero también llevó a cabo una intervención estatal en la economía que carecía de precedentes en las economías capitalistas. Los nazis también apoyaban un extenso estado de bienestar (por supuesto, para alemanes “de etnia pura”). Incluía educación superior gratuita, ayudas familiares y para los hijos, pensiones, asistencia sanitaria y un conjunto de opciones de entretenimiento y vacaciones. Todas las esferas de la vida, incluyendo la economía, debían quedar subordinadas al “interés nacional” (Gemeinnutz geht vor Eigennutz), y el compromiso fascista de incrementar la igualdad y la movilidad social. Las reformas meritocráticas radicales no es algo que venga a la cabeza cuando pensamos en medidas características de los nazis, pero, como señaló una vez Hitler, el Tercer Reich había “abierto un camino para que cada individuo cualificado –sean cuales sean sus orígenes– alcance lo más alto si está cualificado, es dinámico, industrioso y decidido”.

En buena parte por estas medidas, hasta 1939 la experiencia de la mayoría de los alemanes con el régimen nazi era probablemente positiva. En apariencia los nazis habían conquistado la depresión y habían restaurado estabilidad económica y política. Mientras pudieran demostrar su “pureza” étnica y se mantuvieran alejados de las muestras abiertas de deslealtad, los alemanes experimentaban típicamente el nacionalsocialismo no como una tiranía y terror, sino como un régimen de reformas y entusiasmo social.

No hay duda de que la violencia y el racismo eran rasgos esenciales del fascismo. Pero para la mayor parte de los italianos, alemanes y otros fascistas europeos, su atractivo no se basaba en el racismo, mucho menos en la limpieza étnica, sino en la capacidad de los fascistas para responder de forma efectiva a las crisis del capitalismo cuando otros actores políticos no podían hacerlo. Los fascistas insistían en que los Estados podían y debían controlar el capitalismo, que el Estado debía y podía promover el bienestar social, y que las comunidades nacionales debían ser cultivadas. En último término, la solución fascista era, por supuesto, peor que el problema. En respuesta al horror del fascismo, en parte, los demócratas del New Deal en Estados Unidos, y los partidos socialdemócratas en Europa, también se pusieron a renegociar el contrato social. Prometieron a los ciudadanos que controlarían el capitalismo y aportarían políticas de bienestar social y que emprenderían otras medidas para fortalecer la solidaridad nacional, pero sin la pérdida de libertad y democracia que entrañaba el fascismo.

La lección para el presente es clara: no puedes ganarle a algo solo con nada. Si otros actores políticos no presentan soluciones más atractivas a los problemas del capitalismo, el atractivo popular de la derecha resurgente continuará. Y entonces la analogía con el fascismo y el colapso democrático de los años de posguerra podría resultar más relevante todavía de lo que es ahora. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Aeon.

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Sheri Berman es profesora de ciencia política en el Barnard College. Su libro Democracy and dictatorship in Europe: From the Ancien Regime to the present day sale en Oxford University Press.


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