Cómo pasa el tiempo

Kanada, la segunda novela de Juan Gómez Bárcena, es una obra cruda y detallista sobre los traumas de un superviviente del Holocausto.
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“Es el fin, te dices, como si eso significara algo. Y luego: es el principio. ¿Es que hay alguna diferencia?” Kanada (Sexto Piso), la segunda novela de Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984), escrita gracias al programa de becas Leonardo 2014 de la Fundación BBVA, está llena de fragmentos así. La narración cambia con sutileza y agilidad de tiempo, se retuerce sobre sí misma y juega con la idea de que pasado y presente son como una cinta de Möbius: la vida del protagonista, un superviviente del Holocausto que vuelve a Budapest después de la guerra, está suspendida en una única temporalidad confusa. Su casa ha sobrevivido, y un vecino (el Vecino) le dice que ha tenido suerte porque es de las pocas que siguen en pie. Aunque está desvalijada conserva alguna de sus cosas. El hombre se instala en una habitación y el Vecino y su esposa (la Esposa) cuidan de él. No parece sentir nada, observa su antigua casa con indiferencia, no se mueve. Al principio no sale de casa, luego ni siquiera sale de una habitación. A veces tardan en traerle comida, pero no se queja, solo chupa los restos de la olla o lee las tiras cómicas del periódico.

Bárcena no aporta información ni contexto, pero va progresivamente desvelando más datos a través de un narrador en segunda persona: el protagonista era profesor de Astrofísica, estuvo en un campo de concentración. Encuentra sus antiguos libros de Astronomía, que quema poco a poco en la chimenea, excepto la hoja de uno de ellos, sobre el astrónomo y teólogo austríaco Johannes Schneider, que en el siglo XVIII pensaba que la tierra estaba en el centro del Cosmos y que el universo sufriría un apocalipsis inminente tras el choque entre Marte y la Tierra. El hombre se obsesiona con este personaje, al que considera injustamente tratado: “Tener razón o no tenerla carece de verdadera importancia. Es apenas un detalle, acaso el más insignificante de todos. El genio no lo es tanto por descubrir las leyes que rigen el mundo, sino por ser capaz de crearlas, de inventarlas; llegar a pensar lo que antes no podía ser pensado.”

El tiempo pasa rápido: cuando el Vecino, ante la indiferencia beckettiana del hombre, convierte el piso en una especie de hostal, un joven estudiante de primero de medicina se interesa por el hombre y charla con él. En el siguiente párrafo, el estudiante tiene el pelo largo y barba, y se despide del hombre porque ya ha terminado la carrera. Le da igual. No hay una ideología detrás de su apatía y nihilismo, no es un misántropo. Simplemente ve la vida pasar: “Piensas que a tu alrededor todo se mueve mientras tú permaneces quieto. Piensas en el número de años necesarios para ver desfilar la humanidad entera bajo tu ventana. Si todo el mundo se mueve, para viajar basta con quedarse quieto, con no moverse en absoluto, y tú quieres estar ahí cuando eso suceda: cuando el mundo acabe de pasar”. Todo lo observa con un ojo clínico, su mirada es detallista y las descripciones de Bárcena entre surrealistas e hipersensoriales: “La bofetada de una hoja seca al desprenderse del árbol y acostarse sobre la acera. El chasquido que hace la carne de las hormigas bajo tu dedo. La carrera de una rata que recorre las galerías profundísimas del metro. El grito desesperado de una célula que se rompe; que decide comenzar a gestar un tumor en alguna parte, por ejemplo en el pecho de esa señora que pasea embutida en su abrigo de pieles.”

A veces el protagonista de Kanada recuerda a los personajes de J.M. Coetzee, en especial al protagonista de Vida y destino de Michael K., un hombre despojado de identidad, que vive en la más absoluta austeridad y que solo pretende ver pasar el tiempo: “No es difícil vivir una vida que consiste únicamente en pasar el tiempo”, dice. Aunque quizá la comparación más fácil es con Samuel Beckett, a pesar de que en el caso de Bárcena el existencialismo y la insensibilidad parecen en ocasiones artificiales, cuando no forzadas.

Bárcena entonces empieza a desvelar el paso del hombre por el campo de concentración, las humillaciones, el proceso progresivo de insensibilización. El campo, Kanada, es un lugar insolidario, lleno de crueldad incluso entre los presos. La historia del campo se entremezcla cada vez más con el presente, con la revolución de 1956, contra el gobierno estalinista de la República Popular de Hungría. El protagonista observa los disturbios, los muertos, los tanques soviéticos, las trincheras, pero no es capaz de disociar ese presente con el pasado del campo. Cuando unos disidentes instalan en su salón una imprenta, él piensa que se trata de un tren.

Kanada es una novela con buen ritmo y una estructura brillante. Tiene grandes momentos y consigue trasladar una sensación de extrañamiento, pero es demasiado autoconsciente de sus herramientas. Su autor parece que busca tocar las teclas de lo que la crítica, o la literatura contemporánea, entiende como vanguardia: la segunda persona, la narración seca y austera y casi autista, los personajes con mayúsculas a lo David Foster Wallace (Esposa, Vecino), los párrafos cortos y los grandes espacios en blanco, cierta sensación posmoderna de que tanto el narrador como el autor están de vuelta de todo. Estas características no son en sí mismas defectos, pero sí transmiten una sensación de obra artificial, casi por encargo y falsamente transgresora. Bárcena usa un molde que sabe que va a funcionar. Cuando se sale de él consigue que Kanada sea una novela original, llena de imágenes memorables por su extrañeza y detallismo casi esquizofrénico.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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