Las langostas no escriben la historia

¿Deberíamos dejar que la biología moldeara nuestras sociedades? ¿Hasta qué punto hemos de aceptar que el azar de nuestra circunstancia determine nuestro futuro?
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En torno al debate que suscita el feminismo es habitual que se mezclen los conceptos de biología, normatividad y preferencia. El argumento biológico ha sido esgrimido en los últimos tiempos desde sectores conservadores para explicar las desigualdades y las jerarquías de las sociedades contemporáneas. El último representante de esta corriente es el psicólogo clínico Jordan B. Peterson.

El estilo de Peterson es novedoso porque pretende incorporar la sofisticación científica a las tesis conservadoras. Eso le permite, a diferencia de otros portavoces de la derecha, interpelar a un público formado, aunque también por ello restringido. En todo caso, plantea una novedad en un paisaje conservador que, como ha advertido Ramón González Férriz, anda desprovisto de intelectuales, quizá porque, como señaló Michael Oakeshott, el pensamiento conservador es una disposición y no una ideología. Cabe pensar, por tanto, que Peterson no es un conservador al uso, sino un producto intelectual de una década protagonizada por la reacción.

El psicólogo canadiense sostiene que las jerarquías son la expresión de la biología. Esas jerarquías generan desigualdades que el propio autor reconoce como potencialmente desestabilizadoras. No obstante, Peterson dice que “no es culpa de nadie”. Es un fenómeno enraizado en la naturaleza”. Hasta aquí, la argumentación es fácil de seguir. Sin embargo, Peterson hace una pirueta narrativa por la cual los argumentos biológicos adquieren cualidades morales: “No podemos percibir el mundo sin una jerarquía ética. Necesitamos un orden. Sin orden se impone el vacío ético y moral”.

De este relato se pueden deducir dos conclusiones. La primera es que la organización social que conocemos obedece a criterios enraizados en nuestros genes. La segunda es que el orden dictado por la biología es moralmente necesario. Este razonamiento conduce a Peterson a afirmar que “la existencia de la naturaleza imposibilita la ingeniería social”.

Sobre la primera conclusión cabe puntualizar que, si las sociedades no fueran más que la transcripción necesaria de unos designios codificados en nuestra biología, la Historia en términos hegelianos no existiría. En lugar de un devenir de consensos cristalizados a partir de la contraposición de antinomias, la humanidad viviría es un presente eterno, desprovista de cualquier capacidad de intervención. Nadie puede dudar que las tendencias jerárquicas estén enraizadas en nuestro ADN, pero tampoco que las formas sociales de esa jerarquización han sido históricamente mutables.

Que hayan sido mutables nos sugiere que las personas somos algo más que nuestros genes, salvo que alguien quiera aportar pruebas de que las transiciones de la Edad Media a la Edad Moderna o de la Edad Moderna a la Edad Contemporánea obedecen a mutaciones genéticas, o que los distintos niveles de organización social que operan en el mundo se corresponden con especificidades genéticas de los grupos poblacionales, lo cual rayaría en el racismo.

Sobre la segunda conclusión cabe afirmar que se sostiene sobre una falacia: la identificación de biología y moral. Se trata de una asunción teleológica, casi religiosa: si la naturaleza es así, es bueno que suceda así. Sin duda, la genética puede ofrecernos información valiosa desde un punto de vista evolutivo, pero dice muy poco del sentido moral de la realidad. Por ejemplo, la biología nos informa de que la violencia está codificada en nuestros genes, a pesar de lo cual hemos convenido sancionarla socialmente. Es más, hemos creado instituciones punitivas para contenerla. Peterson pierde de vista que los seres humanos, también por naturaleza, somos proclives a crear normas. Curiosamente, esta capacidad para la ficción y la convención es la misma que nos ha permitido emanciparnos del determinismo genético. Una sentencia solo es una norma en tanto que convenimos que lo sea, y solo es cierta mientras creamos que lo es.

Los seres humanos hemos acordado que nuestra naturaleza produce algunos resultados rechazables, y la forma más elevada que ha adoptado ese acuerdo es el Estado. El Estado es la estratagema creada por los seres humanos para rehuir una naturaleza en la que la vida es, según Hobbes, “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Quizá, la característica más reconocible del Estado sea su autoproclamado monopolio de la violencia legítima, un claro constreñimiento de los instintos humanos.

La pregunta que se hace necesaria es, por tanto, ¿en qué clase de sociedad queremos vivir? Si fuéramos, como sugiere Peterson, langostas, esta pregunta no tendría cabida. El autor asegura que “existe un hilo de continuidad entre las estructuras sociales de los animales y los humanos”, y no cabe duda de ello. No obstante, no deja de llamar la atención la disonancia en la que incurren algunos: utilizan argumentos evolucionistas para justificar relaciones jerárquicas, pero después rechazan el reconocimiento de una cierta dignidad al resto de los animales, amparados en las inestimables diferencias que distinguen a nuestra especie.

Las langostas no se preguntan en qué tipo de sociedad quieren vivir. Los humanos sí. La respuesta a esa pregunta es una interacción agregada de intereses diversos y a menudo contrapuestos. Por eso la Historia es conflicto. Y es aquí donde entran en juego las preferencias. Con las preferencias también se plantean disonancias en el discurso de Peterson y sus seguidores: al tiempo que apelan al determinismo biológico, a menudo recurren a las preferencias, entendidas como elecciones libres, individuales y conscientes, para explicar las diferencias sociales.

No se puede apelar a la biología y a la libertad al mismo tiempo. Lo que sabemos hasta el momento es que nuestras decisiones están sujetas a dos tipos de condicionantes, internos y externos, biológicos y ambientales. Esto debería servirnos para poner en cuarentena las afirmaciones rotundas, tanto en lo que tiene que ver con el determinismo biológico cuanto a lo que se refiere a nuestro libre albedrío. Asumir el único concurso de la genética implicaría pasar por alto la Historia. Hablar de elecciones libremente formadas supondría ignorar que las preferencias no se configuran en el éter, y que la medición de una variable exige algo socialmente difícil: conseguir aislarla, manteniendo las demás variables constantes.

Tanto Darwin como Marx tienen algo que decir sobre el modo en que se forman nuestras decisiones. ¿Deberíamos dejar que la biología moldeara nuestras sociedades? ¿Hasta qué punto hemos de aceptar que el azar de nuestra circunstancia determine nuestro futuro? ¿Es la igualdad socialmente deseable? ¿Y la libertad? Decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir pasa por dar respuesta a estas y otras preguntas. Desde una óptica liberal progresista, si nuestra genética y nuestra circunstancia material afectan a la configuración de nuestras preferencias, parece razonable que nos propongamos proveer igualdad de oportunidades y mejorar las condiciones de vida de las personas, en aras de que sus decisiones sean lo más libres posibles. Sin embargo, esta es solo una forma de mirar el mundo. De las respuestas a esas preguntas se derivará necesariamente el conflicto que escribe la Historia. Y las langostas no escriben la Historia.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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