(Fotografía: Juan de Dios García Davish)

Los migrantes que no importan

Los migrantes centroamericanos –aquellos que en su tránsito por México padecen el rostro bárbaro del país– son migrantes que no nos importan. Francisco Goldman da ese crédito a Óscar Martínez, joven periodista salvadoreño que combina valor, honestidad y buena prosa, porque él se atrevió a contar, en un libro esencial, lo que nosotros no queremos ni ver.
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ElFaro.net se anuncia como el primer diario en línea de Latinoamérica. Fundado en 1998, su sede está en El Salvador. Hoy en día muchas iniciativas, tanto particulares como colectivas, se proclaman como algo “alternativo”, o les gustaría que así se les considerara; como parte de una “vanguardia” que muestra el camino hacia adelante. Sin embargo, en ElFaro.net es en verdad ambas cosas. Ciertamente ofrece una alternativa a la clase de noticias que dan los diarios salvadoreños, en complicidad con los círculos políticos, económicos y que, a lo más, son de una mediocridad absoluta. Lo mismo puede decirse de los periódicos y demás medios de comunicación que están aliados con el círculo de poder en toda América Latina. El vanguardismo de ElFaro.net consiste en su excelencia en todos sentidos. Esto lo ha colocado como una guía para los jóvenes periodistas latinoamericanos de lo que es posible, de lo que hay que ambicionar, de lo que es verdaderamente revolucionario.

A la pregunta de cómo es posible que el Bloomsbury del periodismo latinoamericano haya surgido en el diminuto país que es El Salvador, y no en la ciudad de México o en Buenos Aires, la respuesta es: ¿y por qué no? Otra respuesta es que, de hecho, tiene todo el sentido del mundo y, aún más, ¿no es esto justamente lo que promete la era digital? No más periferia; el centro está en todas partes. Pero se requiere de un equipo editorial con visión, periodistas que escriban como escritores y que sean excepcionalmente valientes y talentosos, para llevar a cabo una conjetura tan idealizada y tan deseosa.

 

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ElFaro.net surgió seis años después de terminada la guerra civil de El Salvador. Lo fundaron dos jóvenes salvadoreños educados en el extranjero, hijos de exiliados políticos. Cuando volvieron a su país lo encontraron devastado por la guerra –lleno de violencia (incluso más que antes), saturado por el crimen organizado y las bandas de delincuentes, con la infame y sádica presencia de la mara que aterrorizaba por igual pueblos y vecindarios empobrecidos de la ciudad–, y decidieron que era posible hacer un periodismo de avanzada que debía y podía marcar una diferencia. ¿Qué es el periodismo de avanzada? Aquel que se atreve a escribir sobre aquello de lo que nadie se atreve a escribir, al menos no de manera concienzuda y minuciosa; el que se acerca lo más posible a los temas y a los individuos, tomando el tiempo que sea necesario para lograrlo y luego, de alguna forma, sabiendo cómo aprovechar al máximo aquello que se descubrió: capturar la forma en que hablan los mareros, su jerga, sus gestos, como si el escritor mismo desde siempre hubiera pertenecido a la mara. Descifrar sus códigos. Indagar la historia de sus vidas, sus secretos, sus historias más cruentas y aterradoras, sus extrañas vulnerabilidades. Conocer la disposición y los matices de los sitios que suelen frecuentar, y hacer lo mismo con sus rivales, sus víctimas, con la policía y los fiscales que los persiguen, para luego darle forma a ese material y lograr una narración convincente que cautive al lector y que emita significados mucho más amplios e inquietantes de los que suelen encontrarse en los comunicados de prensa. Yo no había leído historias como las que aparecen en ElFaro.net en ninguna otra parte. Una labor de semejante calidad y un trabajo de tal importancia no pasa inadvertido. Quienes escriben en ElFaro.net han obtenido algunos de los premios de mayor prestigio en el mundo del periodismo: Carlos Dada, cofundador y actual editor de este periódico digital, obtuvo el Premio María Moors Cabot, y Carlos Martínez D’Abuisson ganó el Premio Ortega y Gasset.

Ahora, Óscar Martínez, hermano de Carlos, escribe Los migrantes que no importan, un libro acerca de los inmigrantes centroamericanos que emprenden un viaje por todo México hasta la frontera norte para llegar a los Estados Unidos. Con un valor y una dedicación sobrecogedora, Óscar Martínez va adonde ningún otro periodista, de México o de cualquier otro país, haya ido. Explora las rutas de los migrantes en una serie de viajes, de ida y vuelta en ocho ocasiones distintas, que no solo consisten en montarse en la Bestia, el tren de infame nombre, sino también en recorrer las desoladas brechas por las que transitan los migrantes y donde ocurre lo peor de lo peor.

A pesar de que el libro es una recopilación de los artículos publicados a lo largo de dos años en ElFaro.net, el volumen posee la coherencia orgánica, el desarrollo y el empuje narrativo de una novela que se lee como las historias de una serie de peregrinos que viajan al infierno (la palabra “infierno” no lo describe en su totalidad). Junto con el libro de Katherine Boo –colaboradora de The New Yorker, exeditora de The Washington Post, ganadora del Premio Pulitzer, y ahora del National Book Award 2012 por su libro Behind the beautiful forevers–, Los migrantes que no importan es el libro más impresionante de no ficción que he leído en años. Empecé cuando me lo recomendó Alma Guillermoprieto en una edición de 2010 publicada por Icaria, una pequeña editorial de Barcelona. En México y en América Latina el libro bien pudo no haber existido jamás. ¿Cómo puede ser que este libro, que debería ser una lectura urgente para todos los mexicanos que tengan el mínimo interés en lo que ocurre en su país, no haya tenido un editor mexicano? Quizá porque es un espejo que muestra la imagen de un México casi demasiado depravado, grotesco y desalmado como para creerlo. De distintas maneras, también refleja una imagen igual de dolorosa de los Estados Unidos, y otra de Centroamérica. Los migrantes que no importan se rescató y publicó, a fines de 2012, en una editorial de Oaxaca llamada Sur+ Ediciones: una entre un puñado de excelentes editoriales pequeñas que han revigorizado el paisaje literario de México. Gracias a su iniciativa Verso descubrió el libro y próximamente lo publicará en inglés.

Durante los últimos meses he sostenido muchas conversaciones con lectores del libro, mismo que recomiendo a todos. Desde luego, esos lectores hablan siempre acerca de la importancia de lo que ahí se comunica, y en tono de asombro, acerca de la valentía del autor. Invariablemente añaden: “¡Cómo es posible que el cabrón escriba tan bien!” Aunque Óscar Martínez tenía apenas veintitantos años cuando lo escribió, lo hace muy, muy bien, con vivacidad, precisión, exactitud; con una moderación y una reserva que han de haber sido muy difíciles de sostener si se considera la furia que a menudo sentía el autor ante los eventos que presenciaba. Martínez escribe también con una poesía asombrosa y nunca superflua y, sobre todo, una gran destreza para retratar el carácter humano. El talento literario de Martínez es lo que eleva Los migrantes que no importan al nivel de un libro que da mucho más que información periodística –y los datos que ahí presenta son de urgente e iluminadora importancia–, y lo convierte en una obra maestra. Cada capítulo narra una historia distinta. En ocasiones, su libro me recordó Caballería roja de Isaak Bábel.

 “Huyo porque tengo miedo que me maten –dice Auner cabizbajo.”

Así da inicio la narración del primer peregrino, en un albergue para migrantes al sur de Oaxaca, donde Martínez se reúne con Auner y con sus dos hermanos salvadoreños, para emprender el viaje hacia el norte sin ningún plan predeterminado, sin conocimiento de sus peligros, reglas y obstáculos: una y otra vez este libro nos muestra que es importantísimo saber qué hay que hacer en este recorrido, al grado de que debería ser una lectura obligada para todo migrante que quiera emprender el viaje a través de México. A lo largo del camino solo los dispersos refugios para migrantes, la mayoría de ellos a cargo de la iglesia católica, ofrecen cierto alivio para las penurias y el interminable temor del viaje, aunque no lo logran del todo, porque esos refugios también están infiltrados por espías que trabajan para los Zetas y otras organizaciones criminales, o para coyotes corruptos que acechan a los migrantes.

La primera vez que se lo pregunté me dijo que migraba porque quería probar suerte. Dijo aquella frase hecha acerca de que buscaba una mejor vida. Es normal. Cuando uno huye, desconfía, y entonces miente. Es ahora que estamos solos… a la par de las vías del tren con un cigarro en los labios, que él acepta que su verbo es huir, no migrar.

–¿Volverías? –pregunto.

–No, nunca –sigue con los ojos clavados en la tierra.

–¿Renunciarías a tu país?

–Sí.

Huye de una muerte sin rostro. Allá atrás, en su mundo, solo queda un agujero repleto de miedo.

La vida de los hermanos se ha visto amenazada, pero no saben por quién. En El Salvador su madre fue asesinada por pandilleros, quizá como represalia porque uno de los hermanos fue testigo del homicidio de un amigo –que era miembro de una pandilla– y él denunció el hecho, o quizá porque su madre presenció un ajusticiamiento afuera de su tiendita. “La muerte no tiene una sola cara en un país como El Salvador”, escribe Martínez. “No siempre viene de un solo lado… Es como en el mar sientes que algo te picó el pie. ¿Un cangrejo, una medusa, un erizo? ¿Un borracho, un marero, una bruja?”

Los migrantes se dirigen al norte, huyendo de la devastación económica que padecen sus países, la falta de trabajo y paga decente, en busca de “una mejor vida” en los Estados Unidos, de la posibilidad de enviar dinero de vuelta a sus familias; de ahorrar suficiente para construir una casa e iniciar un negocio cuando regresen. Pero Óscar Martínez nos muestra a muchos que huyen porque tienen miedo: el joven miembro de una pandilla que se va para salvar la vida porque un grupo rival conquistó el territorio de la banda a la que él pertenece. De haber permanecido en su país, no cabe duda de que lo habrían matado. Una mujer policía que escapa porque sus sucesivos maridos policías han sido asesinados y ella corre el peligro de correr la misma suerte. Su mayor miedo, sin embargo, era no poder soportar más el temor y la desesperación, y disparar su arma contra ella misma y su bebita. Muchachas huérfanas, apenas adolescentes, huyendo de hogares donde padrastros o hermanastros, u otro tipo de tutores, las violan con regularidad o recurren a la violencia para convertirlas en esclavas.

Escapan del temor; lo intercambian por el miedo irrefrenable y continuo que descubrirán y aprenderán a soportar en sus travesías al norte, con pocas posibilidades –cada vez menores, según nos enteramos en Los migrantes que no importan– de en efecto llegar a los Estados Unidos. A lo largo de la ruta, serán cazados por los cárteles, la policía, las autoridades migratorias mexicanas, los maras y otras tantas pandillas rurales; serán asaltados, esclavizados, obligados a participar en asesinatos y violaciones. Ocho de cada diez mujeres migrantes que intentan cruzar por México para llegar a la frontera norte sufren abuso sexual, en ocasiones a manos de otros migrantes.

Los migrantes son secuestrados en masa por los Zetas, que cuentan con la complicidad de la corrupta y aterrada policía local, otras autoridades y los coyotes traidores, para extorsionar a sus familias en sus países de origen o a quienes los esperan en los Estados Unidos. Mientras permanecen en cautiverio los migrantes son torturados, violados y a veces masacrados. Miles y miles de migrantes han sido asesinados en México, y muchos otros han muerto al caer de la Bestia. Setenta mil o más de ellos, según estiman los expertos, están enterrados a lo largo de lo que se llama el “corredor de la muerte” del sendero por el que pasan los migrantes. Si acaso llegan a la frontera norte y logran cruzar hacia los Estados Unidos, lo más probable es que los capture la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos, se les deporte o encarcele.

Martínez viaja rumbo al norte con otros tres salvadoreños: Auner, el Chele y Pitbull, en un autobús que va de Ixcuintepec a Oaxaca, a través de una carretera que cruza la montaña donde hay pocas estaciones migratorias porque el camino es sumamente sinuoso y está lleno de peligros. Con gran fineza Martínez capta la silenciosa tensión del viaje, el nerviosismo de los jóvenes, su calidad de extraños-en-tierra-extranjera.

El Chele y Auner duermen atrás. Previendo que algún policía se suba, nos repartimos en asientos separados. Aunque la pretendida confusión poco hubiera funcionado. Los muchachos son casi fluorescentes en el autobús: tres jóvenes con pantalones flojos y zapatos tenis entre un montón de indígenas. Más que viajar, huyen. Eso se nota. Son los tres de sueño ligero. Son los que se despiertan para asomarse cada vez que el bus se detiene. No importa si es para que orine el motorista, salude a alguien en un pueblito o suba a otro que espera entre los árboles. Se asoman.

En Oaxaca se separan. Los hermanos prosiguen el viaje, primero en autobús. Se mantienen en contacto a través de mensajes por celular. Martínez nombra a otros siete jóvenes migrantes que él conoció durante aquellos meses de agosto y septiembre, que murieron en el intento. Y entonces:

“Aquí vamos. Ya no nos queda de otra. Nos subimos al tren.”

Poco después la comunicación cesa, los hermanos no responden a los mensajes. Martínez se entera de que en Reynosa ha ocurrido un secuestro en masa a bordo del tren: 35 migrantes privados de la libertad.

“¡Dónde están? ¿Cómo están?”

Fin del capítulo.

Los migrantes llaman La Arrocera a la ruta de 262 kilómetros que atraviesa Chiapas –de Tapachula a Arriaga–, donde se montan en los trenes. Evitan pasar por carreteras y caminos porque hay puestos de Migración, retenes policíacos y militares –“Chiapas es el estado donde se registran más abusos a centroamericanos por parte de los propios policías”, escribe Martínez–. Por eso, optan por caminar a través de las montañas, la selva y las rancherías. De todo el trayecto a través de la república mexicana, para los migrantes La Arrocera es “el lugar más perro para pasar”. Se llama así solo porque en un pequeño asentamiento del camino hay una vieja bodega de arroz abandonada. A lo largo de la travesía “los cadáveres son incontables; las violaciones el pan de cada día; y los asaltos un mal menor”. A cada lado del camino hay esqueletos, cráneos de migrantes partidos por el golpe de un machete. “Por eso aquí huesos no son sinónimo de pasado.”

Hay campesinos que amablemente les indican a los migrantes qué camino seguir, desviándolos con toda intencionalidad hacia donde están las bandas de maleantes rurales –algunas de ellas informales, otras armadas con machetes, otras más organizadas y con armas de alto calibre–, que los aguardan para asaltarlos. Parece que estos campos remotos no siempre estuvieron poblados por asesinos, ladrones y violadores. Lo que ocurrió fue que cuando los habitantes del lugar se percataron de que por sus tierras cruzaban los migrantes –tan vulnerables, tan temerosos de denunciar cualquier crimen cometido contra ellos por miedo a que los deportaran, tan determinados a llegar a su destino– sus instintos predatorios se avivaron y adaptaron a lo que ofrecía esta nueva situación. Los migrantes que no importan ofrece una aterradora lección sobre la crueldad, la cobardía, la codicia y la depravación humanas. Con los Zetas ocurrió lo mismo: dentro de su repertorio criminal no figuraba el secuestro en masa, pero cuando advirtieron que los migrantes cruzaban sus territorios, tomaron lo que ellos consideraron una nueva oportunidad de negocios, obligando a los coyotes a trabajar para ellos, y a la policía y a las autoridades estatales a convertirse en cómplices de estos secuestros masivos. Cuando un migrante salvajemente golpeado logró escapar de la casa donde lo tenían retenido junto con docenas de otros migrantes y fue a la policía a presentar la denuncia, la policía lo regresó a sus captores.

 

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Martínez y el fotógrafo Toni Arnau viajan por la ruta de La Arrocera:

Nos internamos en el monte una vez más con la idea en la cabeza de que si nos toca, nos tocará, de que es inevitable. Hay algo en lo que pocos reparan. Los migrantes no solo mueren y son mutilados, no solo son baleados y macheteados. Las cicatrices de su viaje no solo quedan en sus cuerpos. Hay algo luego de tanta tensión que tiene que quedarse dando vueltas en la cabeza. Es casi un mes de viaje por México… Pocos piensan en los traumas de miles de centroamericanas que fueron violadas. ¿Quién las atiende? ¿Quién les cura esa herida oculta?

Un experto en cuestiones de migración le dice a Martínez: “Aquí el gran problema no es solo lo que se ve, va más allá. Se trata de toda una visión de las cosas, de una mentalidad. Las mujeres tienen un rol ante los asaltantes, ante el coyote y ante su propio grupo, y durante todo el viaje viven bajo esa presión, asumiendo una lógica: Sé que me va a suceder, pero ojalá que no.”

Entre las mujeres migrantes hay una expresión: “cuerpomatic: hace referencia a la carne como una tarjeta de crédito con la que se puede conseguir seguridad en el viaje, un poco de dinero, que no maten a tus compañeros, un viaje más cómodo en el tren…”. Ya montado sobre la Bestia, un migrante que se llama Saúl le cuenta a Martínez una escena que nunca se le borrará de la mente, cuando una joven hondureña de unos dieciocho años cayó del tren:

 –La vi cuando se iba para abajo, con los ojos bien abiertos –recuerda.

Y después solo alcanzó a escuchar un fino alarido que se extinguió de golpe. A lo lejos, vio algo rodar.

–Como una pelota con pelos, supongo que su cabeza.

A través de todo Centroamérica, en México, en los vecindarios de los Estados Unidos donde viven los migrantes que logran llegar después de años de trauma generalizado, sin recibir ningún tratamiento, aguantando en silencio, debe haber comunidades enteras que podrían transformarse en clínicas de salud o en asilos.

 

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Los migrantes no solo son peleles y víctimas. Martínez nos muestra cuán duros y capaces pueden ser –trabajadores, canteros, albañiles, mecánicos, campesinos– y con cuánta fuerza suelen defenderse, encima del tren contra sus atacantes, protegiendo a sus compañeros y a sus mujeres del secuestro y de que los arrastren a la selva. “La ley de la Bestia que tan bien conoce Saúl y que solo deja tres opciones: resignarse, matar o morir.”

En uno de los viajes que hace Martínez montado en la Bestia, presencia y hace una descripción fascinante una serie de batallas entre los migrantes y quienes los atacan y persiguen en camionetas pick-up blancas: “Del viaje en tren donde hubo cientos de asaltados, donde hubo al menos tres muertos y varios heridos y tres secuestrados no se escribió ni una letra en ningún periódico. Nunca llegó ni la Fuerza Armada. Nadie ha puesto ninguna denuncia.”

Por la indiferencia, la mediocridad moral y el temor, la apremiante situación de los migrantes centroamericanos ha pasado inadvertida, en su mayor parte, tanto en México como en los Estados Unidos. De vez en cuando se da una masacre de grandes proporciones, como la de los 72 migrantes en Tamaulipas en 2010, que atrae cierta atención de los medios, pero se disipa rápidamente. Líderes de la iglesia católica, como el padre Alejandro Solalinde en Oaxaca, han encabezado los esfuerzos para intentar que las autoridades mexicanas encuentren alguna forma de proteger a los migrantes.

De los muchos silencios de que está revestida esta historia, uno de los más profundos es el de los Estados Unidos, donde la tragedia de los migrantes es lo que los editores de noticias llaman una non story y ante la cual Washington difícilmente podría mostrar una indiferencia mayor.

A lo largo de los setenta y los ochenta, Estados Unidos avivó las guerras civiles en Centroamérica, apoyando a los gobiernos represores, devastando a estos países y ayudando a crear culturas de violencia, todo para derrotar al comunismo y lograr, según se habían prometido, sociedades justas y democráticas que recibirían apoyo cuando llegara la paz. No hubo apoyo ni reconstrucción. Y ni siquiera cuando las guerras terminaron llegó la paz. Básicamente Estados Unidos dio la espalda a Centroamérica y ahora desdeña a los herederos que huyen de lo que Estados Unidos generó en América Central.

Óscar Martínez viaja a lo largo de lo que ahora es la casi impenetrable frontera norte, convertida en una zona de guerra amurallada donde Estados Unidos lleva a cabo un combate cotidiano contra los cárteles mexicanos que cada vez emplean métodos más sofisticados para pasar la droga al país del norte. En este lugar los cárteles consideran un fastidio a los migrantes y con ello los obligan a buscar astillas de terreno cada vez más remotas y peligrosas por donde cruzar. Aquí también enfrentan secuestros, asaltos, traiciones y violaciones.

En el capítulo final del libro, que tiene como fondo la ciudad de Nuevo Laredo, Martínez sigue a Julio César, un migrante hondureño. En Nuevo Laredo el cruce al otro lado es prácticamente imposible. Las fuertes corrientes del Río Bravo con frecuencia ahogan a los migrantes que intentan cruzarlo con desesperación. Pero Julio César estudia el río con la meticulosa paciencia de un rastreador fronterizo. Camina hasta las afueras de la ciudad hasta que descubre una zona remota donde las aguas no son tan profundas y una isla divide y debilita la corriente. Aguardará varios meses, hasta enero, temporada seca, cuando el nivel del río esté más bajo, para intentar cruzar.

Julio César personifica muchas de las lecciones que hay en el libro: paciencia, valor, vigilancia, la capacidad para acercarse lo más posible al objetivo: “la diferencia entre saber y no saber”. Esas son las palabras con que termina el libro. En cierto modo encarnan los métodos que siguió Óscar Martínez durante su propia travesía hacia las ocultas y aterradoras vidas de los migrantes centroamericanos. ~

 

 

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Traducción de Laura Emilia Pacheco

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