El Estado monstruoso

La reconstrucción del Estado en México debe encontrar las intervenciones estratégicas para atacar la impunidad en todos los ámbitos, pero especialmente ahí donde sus efectos exacerban las desigualdades sociales.
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Tomás Eloy Martínez destacaba en la técnica platónica de desdoblar sus argumentos a través de diálogos con interlocutores ficticios. Para ilustrar un punto muy interesante sobre la naturaleza del Estado argentino, Martínez enlistó a un “sociólogo norteamericano”. Luego del recuento de los años de corrupción, abandono de la política social y parálisis frente a la recesión económica en la década del 90, el autor pregunta:

-¿Se podría decir entonces que cero gobierno habría sido preferible a los dos últimos años de Menem y a los dos de De la Rúa?… A fin de cuentas, nada ha mejorado, todo lo que estaba mal sigue en pie –como si nadie rigiera nada- y los argentinos podrían haberse ahorrado el intolerable esfuerzo de mantener un Estado monstruoso.

A lo que hace responder al sociólogo:

-Ese postulado falla sobre la idea del Estado… En la Argentina, el Estado no es monstruoso: es fofo, ineficaz, grasoso. No sólo es desmesurado. Tampoco funciona en relación con su tamaño.*

Creo que podemos sintetizar dialécticamente a Martínez y su sociólogo norteamericano con el ejemplo del caso mexicano. En nuestro país, el Estado es monstruoso precisamente porque es “fofo, ineficaz y grasoso”. El Estado mexicano es un monstruo peculiar, se parece menos al proverbial Leviatán hobbesiano y mucho más los hijos de Lavinia Whateley en “El Horror de Dunwhich”, de H. P. Lovecraft: uno, Wilbur Whateley, es un humanoide deforme y apestoso al que todos temen e imaginan omnipotente, pero termina muerto por un simple perro guardián. El otro es una masa amorfa tentacular que crece sin cesar, consume vacas vorazmente, es invisible la mayor parte del tiempo y causa destrozos no tanto por maldad, sino por su enorme perplejidad ante sí mismo. Escoja usted su símil o fórmese una idea con retazos de uno y otro hermano.

Hemos vivido demasiado tiempo con este Estado monstruoso. Como en el cuento de Lovecraft, pensamos que solo bastaba con un conjuro para domesticarlo o destruirlo. En la búsqueda del conjuro exacto se les ha ido la vida -como a Wilbur- a una amplia variedad de actores que van desde los burócratas obsesivos, como López Portillo, los self-made men de la política, como Fox y sus headhunters, y hasta radicales de izquierda, como el primer grupo que llegó al gobierno del D.F. con Cuauhtémoc Cárdenas, entre los que este servidor hizo su debut y despedida en la administración pública.

Si se ha fracasado en transformar o destruir al monstruo es porque tanto su amenazante apariencia como su torpeza elefantiásica les han servido demasiado bien a demasiados intereses. No nos engañemos, sin embargo, midiendo con la misma vara a las distintas formas de darle la vuelta a la lerda intimidación del Estado mexicano. Los ciudadanos de a pie aprendieron que la mejor de mantener a raya a sus pequeñas criaturas depredadoras era permitiéndoles asestar una pequeña mordida no fatal. En su origen, la “mordida” era algo que el agente del Estado propinaba -no recibía- a través de su capacidad de aplicar arbitrariamente normas oscuras y emitir sentencias inapelables.

Las consecuencias verdaderamente desastrosas de la monstruosidad del Estado mexicano se derivan de su aplicación selectiva de la ley a favor de los que mejor pueden aceitar su maquinaria para actuar, cuando les conviene que el Estado actúe, o entorpecer e inhibir su acción, cuando prefieren que los funcionarios del Estado se queden en casa. Antes de que funcionarios del Estado secuestraran a 43 jóvenes a 500 metros de un cuartel militar en Iguala, 49 infantes murieron mientras estaban a cargo de una institución del Estado subcontratada a particulares, 65 mineros murieron enterrados en un centro de trabajo cuya seguridad era responsabilidad de la empresa bajo de supervisión del Estado, la misma empresa envenenó un río ante la pasividad del mismo Estado, y así nos podemos seguir párrafo tras párrafo.

Mientras tanto, frente a los trabajadores que quieren ejercer su derecho constitucional a la libertad sindical o a la huelga, por ejemplo, se erige un formidable aparato de Estado que se fija hasta en la última coma de su demanda laboral para fallar a favor del patrón o del sindicato amable. Tanto la ineptitud como la omnipresencia del Estado mexicano son interesadas y dirigidas, y por ello se han constituido como una de las mayores causas de la desigualdad social y el colapso de la legitimidad de las instituciones públicas de nuestro país.

Se ha insistido mucho en que la tragedia de Iguala debe ser el punto de partida de una reforma de gran envergadura para restablecer el Estado de Derecho en México. Ello es inaplazable, pero también tenemos que precisar las estrategias para llevar a cabo esa transformación. Una reforma inspirada en las clásicas medidas tipo broken windows que hizo famosas el alcalde Rudolph Giuliani en Nueva York no será suficiente. Al atacar los “delitos menores” producto de las patologías de la pobreza y la marginación, Giuliani logró crear una sensación de seguridad que alentó el retorno a gran escala de gente acaudalada empleada en las finanzas y en el boom de la economía digital. La especulación inmobiliaria continuó sin parar, la desregulación de Wall Street produjo la mayor recesión económica desde 1929, pero eso sí, los jóvenes corredores de bolsa iban al trabajo en trenes sin grafiti. Como resultado, Manhattan, históricamente un laboratorio de convivencia social por encima de barreras lingüísticas, étnicas y de clases sociales, es ahora es la ciudad más desigual y segregada de los Estados Unidos.

 La reconstrucción del Estado en México, entonces, debe partir de encontrar las intervenciones estratégicas para atacar la impunidad en todos los ámbitos, pero especialmente ahí donde sus efectos son más perniciosos al exacerbar las desigualdades sociales. Eliminar la mordida, sí, pero principalmente eliminar por entero la posibilidad de que mueran otros 65 mineros porque su situación económica los obligaba a trabajar en una mina que se había convertido en una trampa mortal por la negligencia de una empresa que se supo asegurar de que el Estado no hiciera más que agitar sus enormes y gelatinosos tentáculos en el aire.

 

* Réquiem por un País perdido, Aguilar Ed. pag. 308.

 

 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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