Leonora en la luz matinal, por Max Ernst

Vidas de Leonora / 1

La criatura fue bautizada, no como Leonore o Lenore, nombres que corresponderían a su inglesidad, sino con el nombre italiano y/o español de Leonora que a los padres les habrá sonado más alto, sonoro y romántico.
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En Chorley, pueblo del Lancashire (Inglaterra), famoso entonces por su gran industria textil y por haber inventado el Chorley cake (¿tan indigesto como suelen ser los cakes ingleses?), una niña nació el 6 de abril de 1917 en el barrio de Clayton Green para tener el segundo lugar cronológico en el que sería un cuarteto de hijos de Harold Wilde Carrington, rico empresario textil, y de la irlandesa Maureen Moorhead, señora de hogar y sin ningún rasgo merecedor de fama (salvo, nos dice una somera biografía, el muy indirecto y menor de que un hermano suyo había sido condiscípulo de James Joyce en el colegio jesuita de Congloes). La criatura fue bautizada, no como Leonore o Lenore, nombres que corresponderían a su inglesidad, sino con el nombre italiano y/o español de Leonora que a los padres les habrá sonado más alto, sonoro y romántico.

Unos años después Leonora, ahora habitando con la familia el Crookner Castle de Lancaster, disponía, como sus hermanos, de una fabuladora nana irlandesa y de un preceptor irlandés, el padre O’Connor, que entretenía su tiempo entre la teología doctoral y la astronomía amateur e invitaba a la niña a observar mediante un elemental telescopio el cielo nocturno y sus constelaciones. “Más tarde, en la adolescencia —contaría la Carrington a su informal entrevistador Andrés Marceño—, gracias a un mejor telescopio regalado por mi hermano mayor Patrick, pretendía yo leer el cielo y quería ser astrónoma (que creía que era lo mismo que astróloga). Y esas tres cosas: el cielo, los caballos y el dibujo, me fascinaron desde mi adolescencia hasta siempre.”

Los padres de los cuatro Carrington-Moorhead eran católicos muy formalesy en los años veinte confiaron la enseñanza de los hijos a una institución jesuita del norte de Inglaterra, el Stonyhurt College, cuyo severo, casi cuartelario régimen pedagógico tenía el gran mérito de suscitar la rebeldía en la niña de bello y delgado rostro pálido, de negro y largo cabello e intensa mirada oscura. Al poco tiempo hubo que sacarla de allí por indisciplinada y salvaje y enviarla, a sus nueve años, a estudiar en el convento del Santo Sepulcro (en el castillo construido por el rey Enrique VIII cerca de Chelmsford, región del Essex), del cual Leonor no tardaría en ser otra vez expulsada “por atraso mental”, pues, interesada solamente en observar y dibujar astros y caballos, perseveraba en la rebeldía disfrazándola de pereza y estupidez. Así que el señor Carrington, trasun consejo de familia, se decidió a meterla en la pensión de Miss Penrose, en Florencia, y luego en una escuela de finas maneras de París, con el fin de que por un año se preparase debidamente para su presentación en la Corte.

En 1934, la hermosa y vivaz muchacha, a sus 19 años, ya había sido presentada como damita “debutante” en la Garden Party Royal, ya se la veía frecuentemente junto al palco real en las carreras hípicas de Ascot, ya los padres le habían celebrado su “entrada en sociedad” con un suntuoso baile en el londinense Hotel Ritz, pero al volver ella a Lancaster estaba siempre de mal humor por tanta faramalla, y en los actos de pomp and circumstance, en los cuales ajustaba el paso al ritmo de la solemne marcha homónima de Edward Elgar (que casi es un himno nacional), hacía rápidas muecas burlonas inmediatamente borradas por un gesto de poker face.

Al volver a Lancaster “me volví tan insoportable  —diría muchos años después Leonora a Andrés Marceño— que finalmente mis padres, convencidos de que así se me pasaría el capricho pasajero, aceptaron que me fuera a vivir sola por una temporada en la ‘City’ para estudiar pintura en la Academia Amadée Ozenfant”. Allí comenzó un periodo de duro “aprendizaje de la vida”. Habitando en una barata pensión de la zona suburbana, la muchacha estiraba hasta lo imposible el escaso presupuesto que le enviaba papá Carrington. 

Una tarde de 1937, en una sala de exposición cerca de Picadilly Circus en que contemplaba extasiada un cuadro de Turner, Leonora oyó un susurro que sobre su hombro alguien le soplaba en un francés levemente acentuado de alemán: Cet Turner, quel merde de peintre!

Furiosa, Leonora se volvió a darle al casi silbante insolente una somera lección de cultura artística, si es que no una bofetada, y se encaró con un apuesto hombre ya cuarentón, alto, rubio, de nariz aguileña y ojos claros, que la miraba y sonreía abiertamente. Y entonces ella, quizá presintiendo desde el primer momento (como en cualquier novela rosa pero esta vez de veras) que el seductor e insolente desconocido iba a ser en su vida el primer hombre importante y su primer amante y su primer verdadero maestro de pintura, también sonrió.

El hombre era Max Ernst, miembro fundador del ya muy célebre  grupo surrealista que reunía a André Breton, Paul Eluard, Benjamin Péret, Robert Desnos, Luis Aragon, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Luis Buñuel y otros. Y ante la clara mirada y la franca sonrisa del hombre que la había seguido desde hacía muchas calles hasta esa exhibición de un pintor qu en verdad él detestaba, ella se prendió de su brazo y salieron juntos a la calle, compraron cucuruchos de papas fritas en un puesto esquinero y, comiéndolas, pasearon por la ‘City” bajo un encendido crepúsculo no poco turneriano y de aquellos que entusiasmaban al hacía un año fallecido Gilbert K.Chesterton (un autor favorito de Leonora aunque fuese católico y ella estuviera harta de catoliquerías).

(Continuará)

 

(Publicado anteriormente en Milenio Diario)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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