El diskette en el iPad

El país ha cambiado mucho en los últimos veinte años. La gente ya no se asusta con la retórica que sirvió en 1994, para decir que hay “fuerzas desestabilizadoras” que buscan “descarrilar el proyecto de nación”.
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Ya desde la campaña electoral de 2012 algo no me acababa de gustar en el concepto de comunicación política del equipo de Enrique Peña Nieto. Recuerdo los spots que lo mostraban caminando solo en las calles vacías de algunas ciudades del país. Ni un alma a cuadro.  Nadie que lo acompañara. Solo el candidato, recorriendo México, ataviado de acuerdo a la región. Ni una sola persona sumándose de manera entusiasta a ese proyecto de mover a México. Nada de viejitas agradecidas ni niños sonriendo. Nada de trabajadores del campo o de la ciudad. Daba la impresión de que para quienes idearon el spot la gente no hace falta para ser un gobernante eficaz que sabe cumplir compromisos.

Luego vinieron el Pacto por México y las reformas. Se dialogó muy bien con la cúpula política y económica del país, pero la comunicación con la gente seguía siendo superficial, tecnocrática, lejana, articulada con palabras, gestos, eventos y simbolismos del pasado. Se insistía en las “reformas transformadoras” (qué espantoso pleonasmo) y de mover al país, pero el discurso no nos convencía, no nos decía ¿por qué? ¿para qué? ¿hacia dónde? Cierto, los inversionistas interesados estaban animados, sobre todo en el exterior. La apertura de sectores estratégicos a la inversión no es poca cosa: representa una oportunidad importante para los negocios y la economía. Pero para la gente los beneficios solo vendrían a mediano y largo plazo. 2019 será un gran año, se nos explicaba.

Cuando se dieron cuenta de que el discurso de las reformas no estaba emocionando a nadie y que la popularidad presidencial no levantaba, el gobierno solo atinó a decirle a la gente que gracias a las reformas bajaría el precio de el gas, la luz y el internet. Eso sí, los precios bajarían poquito y en algunos años. Difícil adherirse con entusiasmo a ese gran proyecto de nación, pero parecía que al equipo del Presidente no le importaba mucho el apoyo de las mayorías. Y eso se notaba en su retórica, que buscaba difundir lo que se hizo, pero no convencer que era lo que tenía que hacerse.

Hoy se habla de cómo los vientos políticos han cambiado radicalmente para el gobierno. Que en ocho semanas el panorama pasó de promisorio a oscuro: del cielo al infierno. Cierto, la tragedia de Iguala es una crisis que hubiera puesto a prueba a cualquier gobierno en el mundo. Pero el apoyo al Presidente no era particularmente elevado y no me parece se haya perdido en cosa de días.

Pienso que el gobierno está pagando el costo de practicar una idea de la política –y de la comunicación política– que pertenece al siglo XX. El Presidente y su equipo llegaron a Los Pinos, y a todas las secretarías, y proclamaron que ahora sí estaban a cargo quienes sabían gobernar con eficacia, colmillo y oficio. Y, acto seguido, sacaron de la bolsa de su saco un diskette. Sí, un diskette de 51/4. Comenzaron a buscar en las computadoras del gobierno el drive para meter sus diskettes llenos de retórica y estilo político de principios de principios de los noventa. Y no los encontraron. De hecho ya ni había computadoras. Solo unas pantallitas que responden al tacto. iPads, les dicen. Parece que llevan dos años tratando de meter un diskette en un iPad para que corra el programa MOVERAMEXICO.EXE. “¿Que si deseo actualizar a IOS 8? ¿Apps? ¿WiFi? ¿ICloud? ¿Qué es eso? ¿Dónde está el drive para leer el diskette? ¿Por qué no lo está leyendo este aparato del demonio? ¿Ya reiniciaste MS-DOS? ¡Aurelio, llama al técnico!”

El país ha cambiado mucho en los últimos veinte años. La gente ya no se asusta con la retórica que sirvió en 1994, para decir que hay “fuerzas desestabilizadoras” que buscan “descarrilar el proyecto de nación” que nos iba llevando derechito al Primer Mundo. La gente está asustada, sí, pero por Los Zetas, por el Cartel del Golfo, por los Templarios, por los Guerreros Unidos y por todas esas policías podridas que están a su servicio. Y la gente está de acuerdo con el Presidente en que “quien atenta contra las instituciones atenta contra los mexicanos”. Pero saben que quien atenta contra las instituciones no son los ciudadanos que protestan en paz o quienes exigen al gobierno transparencia y rendición de cuentas: son los políticos coludidos con el crimen organizado, los que en Guerrero, Michoacán y otros puntos del país han traicionado la confianza de la sociedad y han puesto la democracia en manos de asesinos, secuestradores y extorsionadores.

 

La mala noticia para quienes hoy quieren ver renunciar al Presidente Peña Nieto es que eso no va a suceder. Y la mala noticia para el Presidente y sus programadores de diskette es que no se puede regresar al país en el tiempo y la sociedad no va a volver a ser la de los años 90. Nadie se va a ir a ningún lado y por eso tenemos que construir puentes de entendimiento. De exigencia firme y permanente de nosotros hacia el poder. Y de gobernabilidad democrática desde el poder hacia la sociedad. Radicalizar posturas y caer en la cerrazón solo ahondará la percepción de que el país se perdió y va a la deriva. De la percepción a la realidad hay solo una llamada telefónica de Wall Street a la verdadera Casa Blanca. Y el gobierno tiene aquí la mayor responsabilidad imaginable. Seguir por el camino de la retórica de “las fuerzas desestabilizadoras”, seguir identificando al enemigo en la sociedad crítica y exigente es un grave error. Hay que deshacerse ya de ese diskette caduco. También será un error si se decide regresar a la retórica de las reformas y  el “Mover a México”. Eso haría realidad la imagen del Presidente caminando solo en calles desiertas. Otro diskette que hay que tirar.

 

Tal como lo había escrito en este espacio en septiembre, pienso que es hora de que el liderazgo político articule nuevos objetivos nacionales, esos con los que ya nadie puede estar en desacuerdo: acabar con el abuso y construir un país con justicia para todos; luchar en serio contra la corrupción y dignificar la función pública; dejar de eludir el tema de la inseguridad y poner al inocente en libertad y al culpable en la prisión; construir una sociedad menos arbitraria, menos salvaje y más meritocrática y ordenada. El discurso presidencial tiene que cambiar radicalmente para demostrar que está del lado de la sociedad y que encabeza, como le corresponde al Jefe de Estado, este esfuerzo colectivo. Hacer otra cosa será pasar cuatro años más perseverando en el error. Cuatro años más queriendo meter un viejo diskette en el iPad.

 

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Especialista en discurso político y manejo de crisis.


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