Aquí las risas grabadas

Miseria y grandeza de Irving J, comediante.
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Cada vez que Irving J. utiliza un chiste, recurre a alguna canción o ejecuta alguna suerte de representación física para dar sus clases de literatura en el ITESM campus Puebla, se enfrenta a eso que los hombres de espectáculo han llamado “el público difícil”. En cierta ocasión, me cuenta, se subió a la mesa y arrancó las primeras páginas de un libro, del mismo modo en que lo hace Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos. Pero la vida escolar es rica en fracasos motivacionales y a menos que tus alumnos provengan de una prueba de cásting es difícil que las cosas sucedan tal y como las habías imaginado en tu guión personal.

“Pensé que todos me imitarían, pero nadie lo hizo”, reconoce.

Puedo adivinar que su aspecto de imberbe tuvo algo que ver: nadie con la pinta de un veinteañero puede tener suficiente autoridad en un aula, aun haya superado los 33. Irving es una suerte de Benjamin Button en la nómina del Tecnológico: cada corte de pelo, cada ropa nueva le quita un par de años. Es inevitable y en lugar de verlo como un obstáculo, Irving aprovecha esa juventud eterna para hacer verosímiles sus riesgos pedagógicos (enseñar acentuación de los alejandrinos con “¿Será que no me amas?” o practicar “gags cómicos” con Tristán e Isolda). La razón es simple: cree en las peculiaridades del mundo real –las informaciones de la TV, la radio, el Internet, o la vida cotidiana– del mismo modo que cree en el poder de los clásicos. Y tiene que hacerlo de ese modo porque cada asignatura es en realidad un boxeo de sombra para su auténtico enfrentamiento: no con la literatura sino con la comedia.

Cada martes, después de sus clases poblanas, Irving hace un viaje de 3 horas en un camión de la línea “Oro” rumbo a Cuernavaca, en donde el bar Penny Lane le ha dado la oportunidad de presentar un espectáculo amateur. Es difícil compaginar la vida magisterial con la de la risa, pero es algo que el profesor se toma muy en serio: compone su propia música en Reason 4.0 para Mac, corrige una y otra vez las punch lines sobre las que confía el éxito de su stand up y practica las mímicas frente a un espejo. En las mañanas, las reacciones de sus alumnos le sirven de termómetro: si sus historias hacen risible una lectura de El extranjero es que pueden hacer risible casi cualquier cosa.

“Imagina esta anécdota”, me explica mientras tomamos un receso en la sala de profesores, “un tipo se enamora de una chica, pero ella es fanática de Candy Candy. Entonces él empieza a ver la serie para tener un tema de conversación en caso de que ella acepte ser su novia. La estrategia funciona, pero después la chica lo abandona, y él descubre que no puede dejar de ver Candy Candy porque se ha vuelto un fanático de la caricatura”.

Irving oprime el play de su laptop. La canción que trata de ese conflicto amoroso es bastante pegajosa y el coro dice: No, no, no soy un afeminado, una frase que requiere un movimiento de manos similar al que hace alguien para iniciar la ola de un estadio. Irving se ha puesto de pie de repente para interpretar una coreografía que desde el otro lado del ventanal no deja dudas sobre lo que es ser un afeminado. Los profesores que nos acompañan en la sala lo miran de reojo antes de inclinarse un par de centímetros más hacia sus computadoras.

Salimos de la preparatoria del ITESM a las 13:40 horas. Después de la última clase, Irving tiene apenas unos cuantos minutos para tomar el transporte público y llegar a la terminal de autobuses, a fin de alcanzar la salida de las 15:00 horas hacia Cuernavaca.

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Durante el viaje, Irving me explica las premisas de su tesis de posgrado, al tiempo que las pantallas del camión exhiben una película graciosa e insulsa como sólo puede serlo una parodia gringa. Por las próximas horas, los otros pasajeros se desternillarán de risa, pero mi compañero de asiento sólo tendrá cabeza para tratar de Eco y sus “estilemas”, de Danto y su teoría del arte. Me resulta extraño que alguien preocupado por el humor, ignore a una veintena de pasajeros que no deja de carcajearse.

Sin embargo, si algo me sorprende de su disertación sobre la poesía es su capacidad para salirse de tono, pero conservando ese rostro serio de quien responde dudas después de una ponencia:

“No sé tú, pero a mí la frase Azules que se caen de morados me remite automáticamente a los testículos, ¿sí lo captas?”

Intento aportar algo al tema: “Bueno… no puedo decir que no sea una imagen interesante”.

Estoy convencido de que odia esa palabra.

“Quizás… quizás sea por el parecido del escroto con un higo, que es morado y que igualmente es un fruto que puede caer de un árbol”.

“Sí, supongo que es eso”, concluyo. El resto de los pasajeros estalla en una carcajada que –como las risas grabadas–, habla de una felicidad fuera de contexto.

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Para abrir su casa, Irving no utiliza una llave sino un gancho de ropa que ha dejado estratégicamente sobre las ramas de una planta. Se trata de una residencia maravillosa y sobre la que uno pensaría que no es necesario entrar como delincuentes. “Es de mis papás, pero ahora no están en la ciudad”, me explica. Pasamos junto a un piano y a un estante completo de películas piratas antes de llegar a su biblioteca, que en términos generales tiene el tamaño de mi cuarto, muchas ediciones notables y una colección de la revista National Geographic que data de los setenta. Vamos directo al grano. Hablar de comedia le produce a Irving una peculiar excitación de quien toda su vida ha ejercido oficios que no podría consignar en un currículo: músico para cantantes rupestres, futbolista, editor de una versión sin errores de los Apuntes para una teoría literaria de Alfonso Reyes.

Esto último me sorprende y tomo de su librero la edición correspondiente.

“Ni siquiera busques mi nombre, no aparezco en los créditos. Lo hice por motivos más bien clandestinos”, me cuenta, pero no da detalles.

Le pregunto por qué le interesa hacer humor en vivo, en tiempos en que la televisión, las agencias de publicidad y las redes sociales están invadidas por gente que busca lo mismo: la risa generalizada.  En la Era del Ingenio, de los tuits divertidos y la astuta publicidad que te hace olvidar la marca que anuncia, los graciosos espontáneos son Legión.

“En México no existe la comedia”, se defiende. “Existen los chistes. Todos hacen chistes, yo quiero hacer comedia a partir de la vida. Aportar puntos de vista. Eso es el humor: una forma de mirar”.

Hasta para hablar del humor, Irving emplea el tono de un maestro universitario. Cree, me parece, en el humor en vivo del mismo modo que todavía hay gente que confía en las relaciones amorosas cara a cara.

 “¿Qué tipo de comedia quieres hacer?”, pregunto.

“Algo como lo que hace Eddie Izzard, ¿lo conoces?”

Respondo que sí y, en una suerte de guiño compartido, Irving reproduce (en inglés) el monólogo de Izzard sobre las diferencias entre el cine británico y el estadunidense.  Si bien todo humor recurre a los referentes, este humor de opinión necesita de un público con demasiados datos en la cabeza. Le pregunto a Irving cuáles son los materiales con los que trabaja para lograr en México esa zona natural en donde es posible reírse.

“Mi vida y la de mis amigos”.

“¿Has tenido una biografía como la de todo mundo: decepciones escolares, padres exigentes, adolescencia depresiva?”

“Pues…”

En realidad, no. Alcanza a contarme una decena de historias, que incluyen la mañana en que las maestras de primero de primaria lo descubrieron besando a una niña y las autoridades escolares decidieron enviarlos a turnos distintos. O aquella escena adolescente cuando recobró la conciencia después de una fiesta y se encontró a mitad del desierto, en una camioneta a la que faltaba agua para el radiador. Ha vivido en 30 años el equivalente a 3 ó 4 vidas. Si pudiera juntar algunas anécdotas extremas de mis amigos apenas podríamos reconstruir “los años hardcore” de Irving.

Me recuerda que es hora de salir rumbo al Penny Lane. Carga con una memoria USB, donde pertinentemente ha grabado la banda sonora del show. Salimos y por sorpresa, me invita a subir a un Volkswagen estacionado frente a su casa y que a principio de cuentas parecía un auto abandonado.

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Durante el camino repasa el orden de su rutina y para cumplir este propósito, me explica algunas noticias con las que piensa trabajar esta noche: hace unos días anunciaron a los nuevos becarios de los Estímulos a la Creación Artística en Morelos y uno de los beneficiarios es asiduo del bar Penny. Irving considera que sería bueno abrir con algunos comentarios sarcásticos sobre esos apoyos.

“Primero que nada felicito a quienes ganaron, después llamo a mi amigo el cineasta recién becado para que pase al frente. Tenemos unos segundos de discusión banal y entonces le hago la pregunta: ‘¿Por qué crees que se llaman Estímulos a la Creación Artística? Estímulos, ¿es una curiosa palabra, verdad? ¿Será que el Instituto de Cultura de Morelos contrata a chicas para que te estimulen mientras escribes? Piénsalo bien’. De inmediato abrazo a mi amigo por sorpresa, como si le aplicara una llave china, y finjo que lo masturbo mientras él simula que escribe. ¿Qué te parece?”.

No sé qué decir.

“Hay potencial en esa idea”, es mi veredicto.

“Busca en la guantera mi hoja de apuntes”, me dice mientras toma una de esas curvas de doble sentido que caracterizan tanto a Cuernavaca.

Encuentro la libreta. En la portada dice TESIS con mayúsculas negras.

“Juro que en dos meses ya la uso para lo que debería”, se disculpa.

Le echo un ojo a ese tesoro de anotaciones, como si me sumergiera en los cuadernos de Lichtenberg. Las notas son demasiado desordenadas para un tipo con la formación científica  de Irving, sin embargo, también late en ellas una vitalidad propia de las mentes hiperquinéticas. A la manera de un Twitter hecho a mano, las historias saltan de un apunte a otro y apenas puedo hallar las conexiones entre los incisos:

 

a) Estímulos a la creación: hablar de sexoservidoras que te estimulan mientras escribes.

b) Fingir que eres un culo: poner manos extendidas como el “hombre de Vitruvio”.

c) Diálogo en Japonés fingido. 

d) La educación sentimental de una generación, gracias a los pechos de misil de la novia de Mazinger Z.

e) Canción de Candy Candy.

 

Leo en voz alta cada uno de los apartados.

“Bien, bien, todo está perfecto”, dictamina el profesor.

Yo tengo mis dudas, algunas de las cuales serán dolorosamente ratificadas a la hora de la presentación. Pero en ese momento, ignorante del futuro, sólo pienso en que me encantaría ver la bisagra que usará el comediante para hablar de culos, una vez que haya despedido al amigo cineasta al que ha masturbado frente al público.

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El Penny Lane es un lugar pequeño que en sus momentos de mayor afluencia termina por tener a clientes en las escaleras. La cerveza es barata. Ahora está vacío, pero no por mucho tiempo. Lo primero que hace Irving al llegar es dirigirse con el tipo del sonido para tratar algunos asuntos importantes relacionados con su presentación.  

Con el mismo gesto de un profesional, prueba el micrófono, la distancia a la que debe colocar el paral, su espacio en el escenario. Improvisa un poco para que el sonidista programe el orden de las canciones. El hombre de la consola equivoca el primer track y el segundo y el tercero. Durante unos momentos, la secuencia de errores constituye una comedia que no hace reír a nadie, salvo a mí.

“Es que trajiste muchas canciones, amigo”, comenta el sujeto de la consola.

Por la variedad de música que sale de las bocinas pareciera que Irving llevó toda la selección de “Sonidos de la Tierra” del Voyager. Intenta evitar más equivocaciones reduciendo el repertorio a sólo dos tracks. (Por desgracia, eso no evitará los errores de musicalización cuando el espectáculo comience). 

“¿Cuál es tu principal temor sobre el escenario?”, le pregunto, una vez que ha terminado sus ensayos.

“Que las cosas salgan mal, por supuesto”.

“Pero es algo que has hecho antes. Yo pensaría que has superado lo peor”.

No es así. Al igual que los novelistas capaces de arriesgar su egolatría en cada libro, las presentaciones –por muy under que se consideren– también contienen su dosis de peligro emocional.

 “La primera vez no tienes pena”, me dice. “En ese momento, uno cree que lo peor que puede sucederle es que nadie se ría, pero sí se ríen y ahí comienza la auténtica tragedia. En la segunda y tercera ocasiones, ya empiezas a ponerte nervioso, porque sientes que el público viene a verte y temes defraudarlo. Es decir: ya existe un trato implícito entre el auditorio y tú. La cuarta es la peor. Cómo explicarlo. Es como el sexo. La cuarta vez es terrible porque posiblemente ya te has enamorado”.

Irving no recibe dinero por sus actuaciones, pero la idea de tener espectadores que aplaudan sus rutinas le entusiasma. Además, la gerencia tiene el detalle de no cobrarle el consumo. Mientras me platica algunos sucesos referentes a su vida de maestro, el local se va llenando de sus clientes habituales: hipsters, patinetos, darketos. Se diría que el Penny es un paraíso para las tribus urbanas. Me pregunto qué tienen que ver ellos con el profesor de literatura que vi en la mañana hablando de Romeo y Julieta.  “Sé que muchos no vienen por mí”, confiesa. “Vienen por Debbie, el otro comediante”.

Debbie de la Vergara es el nombre artístico de un chico que se viste de mujer para hacer stand up. Se trata de la estrella de los Martes de Comedia en el Penny. En el país, y eso no cambia ni con sus generaciones más jóvenes, el travestismo es un territorio idóneo para contar chistes. Horas más tarde descubriré que Debbie efectivamente es un tipo gracioso, de pocas inhibiciones, pero demasiado confiado en que amanerando la voz, los chistes suenan más divertidos.

“Digamos que Debbie es como la banda principal y yo su abridor”, continúa Irving. “Siempre llega tarde y eso me pone nervioso porque de unos meses para acá, ha amenazado con ya no actuar más. Mi espectáculo está planeado para 30 minutos y no sé si podré hacer una hora de show el día en que Debbie cumpla su promesa”.

Como ha llegado siempre en tiempo de compensación, la estrella de comedia del bar nunca ha visto el stand up del principiante. 

“Ya es la hora”, le anuncia el dueño. Veo a mi alrededor: sin darme cuenta el bar está a reventar. Irving también advierte la magnitud del monstruo al que va a enfrentarse en unos momentos más. Quizás peque de romanticismo, pero percibo algo heroico en exponerse ante una centena de individuos que no superan los treinta años. El comediante se ubica a un lado del paral y propina los consabidos golpecitos sobre el micro. El escenario se ilumina. De repente sale de cuadro y camina hacia mi mesa a toda velocidad.

“Necesito un favor”, me dice con voz temblorosa. “Ríete muy fuerte cuando yo diga la expresión Barney, el dinosaurio. ¿Lo puedes recordar?: Bar-ney-el-Di-no-sau-rio”.

Me da las gracias y vuelve al frente.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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