#ElLibroPrestado: El amor glotón

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El amor glotón es sufrido, es benigno; el amor glotón no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece; el amor glotón no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. El amor glotón lo sufre todo, lo cree todo, lo espera todo. Aunque las lenguas se acaben y las profecías se acaben y la ciencia se acabe el amor glotón permanece. Yo lo sé. Yo lo he leído.

Me refiero por supuesto a l’Amour gourmand de Serge Safran (La Musardine, primera edición, 2000, no la “mejorada” de 2009). Poseí ese libro como quien posee a una persona. Muchas veces dormí con él en la almohada de junto. Lo leí y lo releí. Lo llené de banderitas, anotaciones, flechitas, asociaciones, traducciones posibles o descabelladas. También anoté ahí un número telefónico perdido para siempre. (Lo compré en París, en una librería fabulosa: la Librarie Gourmande de rue Montmartre. Tenía que decirlo: es relevante al afecto que le tuve a l’Amour gourmand y por tanto al vacío que dejó en el librero.) Le dediqué decenas de post-its. Algunos sobreviven, pegados en la agenda de ese año. Uno dice: “Ociosos, glotones, cachondos, libertinos, fumadores y bebedores del mundo, todo conspira contra vosotros”; uno más: “Tú te ríes de las recomendaciones del Surgeon General y del pobre de Charles Sorel, que en su Berger extravagant (1627) condenó al tabaco llamándolo ‘postre del Infierno’”; uno más: “En l’Amour las ostras son sexo femenino: la joven Manon, en Thèrese philosophe (1748), cuenta de un cura que, en un intento frustrado de cunilingus, se ve reducido ‘al humillante recurso de escupir en la ostra que no puede tragar’.” El último dice: “Allá el mundo. Cuando todo se acabe tú vas a estar en el infierno, los pulmones grises, la garganta color vino tinto y los dientes negros, riéndote de todos y diciendo lo único que podrás decir ahí y entonces: ‘Yo viví.’” Perdónenme: estaba muy joven en el año 2000.

Después conocí a una cocinera intelectual. Llamémosla Jacinta, para proteger a los inocentes. Nuestra relación fue brevísima y puramente platónica, aunque algunas veces nos despedimos con más paciencia, con más detenimiento que otras, como si no quisiéramos despedirnos. (Síntoma inequívoco de la enfermedad del  amor melancólico.) Jacinta me llenaba de panes y de pastas. Hablábamos de ingredientes, de plantas, de películas, de levaduras, de libros. Fue inevitable: hablamos de l’Amour gourmand, “ese libro francés que siempre andas mencionando”. Prácticamente no tengo que escribir el resto de la historia. “¿Me lo prestas?” Yo, obnubilado por la imagen de una vagina/ostra que por fin abandonaría su naturaleza platónica e imaginaria, dije: “Claro.” Al día siguiente o al siguiente –¿para no parecer desesperado?– se lo pasé a dejar, junto con otro libro que ni recuerdo ni me importa un carajo porque #ElLibroPrestado no es cualquier libro prestado y perdido: #ElLibroPrestado es una cifra de nuestra estupidez, de nuestra ingenuidad, de nuestra disposición al borrón y cuenta nueva. De un tiempo antes de que el mundo nos convirtiera en estos cínicos.

Cosa alada y frágil, todo amor no posado sobre la rama del sexo siempre está a punto de emprender el vuelo o de morir. El de Jacinta se murió y el mío también. No recuerdo las razones. Debe haber sido el mismo mes en que le presté aquel libro y que por idiota no le pedí de regreso. A veces todavía la veo cocinando en videos de youtube. (A veces abuso de verla cocinando en videos de youtube. El amor glotón es sufrido y es benigno.) Una noche me la encontré en un restaurante. Iba con un wey. “Ai tengo tus libros esos”, me dijo. “Un día hay que vernos y te los devuelvo.” Ajá. Un día. 

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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