El Premio FIL o contra el fair play literario

Entre las irregularidades más evidentes del ahora llamado Premio FIL está la forma de integrar el jurado que determina a quién ha de entregarse el galardón.
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Durante los nueve días del año que dura la Feria Internacional del Libro de Guadalajara se reparte no menos de una veintena de premios y reconocimientos de toda laya: certámenes literarios entre estudiantes y empleados de la Universidad de Guadalajara (la institución pública que organiza la FIL tapatía), homenajes “al mérito editorial”,  al “bibliófilo del año”, al pabellón más mono de la expo-venta librera, a periodistas de la fuente cultural, a librerías del país, a bibliotecarios, a caricaturistas, a libros con ilustraciones, a traductores literarios, a escritores de literatura infantil y juvenil, a bibliotecarios, a féminas novelistas y como están las cosas no sería raro que pronto se incluyera también un premio para vates travestis.

Aun cuando muchos de esos galardones son honoríficos o casi, dos o tres de ellos se tasan en decenas de miles de dólares y uno en particular entrega una bolsa anual de 150 mil dólares, lo que lo coloca entre los premios literarios más cotizados del orbe hispanoamericano. Este último fue concebido hace 21 años como Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, aun cuando en 2007 perdió ese nombre por un conflicto suscitado entre los herederos de Rulfo y el comité organizador de dicho premio. Obligadamente cambió de denominación (ahora se llama Premio FIL en Lenguas Romances) pero su principal fuente de financiamiento sigue siendo la misma: instituciones y organismos públicos de Jalisco y del gobierno federal como el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Fondo de Cultura Económica, la Universidad de Guadalajara, el Gobierno de Jalisco, los ayuntamientos de Guadalajara y Zapopan, etcétera. El premio tampoco ha podido librarse de prácticas irregulares que lo han acompañado prácticamente desde su nacimiento.

A principios de 1992, una persona ligada a Juan José Arreola contó a quien esto escribe que había recibido una llamada telefónica de otro amigo de Arreola para preguntarle su opinión de que este último fuere propuesto como candidato al entonces llamado Premio Juan Rulfo. La respuesta del interrogado fue que Arreola no solo tenía sobrados merecimientos para ese eventual premio, sino que el dinero del mismo vendría a oxigenar su no muy boyante situación económica. Ante ello, el autor del telefonema le preguntó entonces si aceptaba ser parte del jurado del premio. El interrogado dijo que sí, el de la llamada telefónica fue presidente del jurado y Juan José Arreola ganó el Premio Juan Rulfo de ese año.

Aun cuando la obra de Arreola lo hacía merecedor de ese premio y de otros que nunca obtuvo (el Príncipe de Asturias y el Cervantes, por ejemplo), cabe preguntarse si esa forma de haberlo premiado no era algo irregular. Si no lo fue, al menos se trata de una práctica no muy ortodoxa, una de tantas que han acompañado a un premio que ahora, veinte años después, está envuelto en un escándalo mayúsculo porque en esta ocasión el jurado calificador del mismo decidió entregárselo a un plagiario de marca: el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, tristemente célebre por haber sido denunciado en repetidas ocasiones como ladrón intelectual y a quien, luego de habérsele comprobado ese delito, la justicia de su país lo sentenció a pagar una multa que sobrepasa los 50 mil dólares.

Entre las irregularidades más evidentes del ahora llamado Premio FIL está la forma de integrar el jurado que determina a quién ha de entregarse el galardón. Esa forma consiste en repetir ad nauseam a equis personas como sinodales del premio de marras. El caso más evidente es el del profesor peruano Julio Ortega, quien ha formado parte de ese  jurado en no menos de ¡ocho ocasiones!, y quien no solo ha tratado de justificar la apropiación de textos de otros autores en la que ha incurrido su paisano Bryce Echenique, sino que fue precisamente uno de los jueces literarios que decidieron otorgarle la edición 2012 del Premio FIL en Lenguas Romances a quien lo mismo firma textos propios que ajenos.

Aun cuando Julio Ortega no es la única persona que ha repetido como integrante de ese jurado, cabe preguntarse por qué el Comité Técnico del Premio FIL ha recurrido en tantas ocasiones a ese profesor del Departamento de Estudios Hispánicos de Brown University. ¿Tan competente es el doctor Ortega como para que en los últimos diez años haya figurado seis veces como parte del jurado? La respuesta tal vez haya que buscarla en la añeja relación clientelar que existe entre el susodicho y el ex rector Raúl Padilla, quien encabeza el cacicazgo que desde 1989 controla a la Universidad de Guadalajara, institución a la que sus autoridades no solo la hacen copatrocinar el premio en cuestión, sino que organiza y subsidia la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Con el presupuesto de esa casa de estudios (léase con el dinero de los contribuyentes), en 1993 Padilla y Ortega le organizaron dos homenajes multitudinarios a Carlos Fuentes: uno en las instalaciones de Brown University, en Providence, Rhode Island, y el otro en el paraninfo de la UdeG.

Con un poco de malicia, alguien podría pensar que el ex rector Padilla, al que algunos ya ven como el sucesor de Consuelo Sáizar en la presidencia del Conaculta, le ha entregado frecuentemente el control del jurado del Premio FIL a Julio Ortega para que este favorezca a sus cuates y favoritos como acaba de ocurrir con Bryce Echenique. Otro dato que suscita curiosidad es ver cómo el año pasado el doctor Ortega hizo equipo con el escritor mexicano Jorge Volpi y con la editora colombiana Margarita Valencia, en el jurado del multicitado galardón, y cómo este año volvieron a repetir los tres en su condición de sinodales del mismo premio. Impugnados por colegas suyos, los dos primeros han salido a defender lo indefendible, a decir que los plagios comprobados a Bryce Echenique son peccata  minuta, un detalle baladí que no mancharía la reputación del premio ni tampoco la de ellos como jueces literarios, y que todo el alboroto que se ha armado en torno a la muy cuestionable designación del famoso pirata intelectual como ganador del Premio FIL es por la “envidia” de los malintencionados que nunca faltan. ¡Ahora sí que el mundo al revés: a los sospechosos de obrar de manera aviesa les ha dado por acusar a otros de lo que ellos podrían ser acusados!

Pero más allá de las trapacerías y del cinismo del premiado, quien con toda la cara dura del mundo ha dicho que el próximo 24 de noviembre estará recogiendo en Guadalajara, durante la inauguración de la FIL, su cheque por 150 mil dólares, un dinero que en su mayor parte proviene de los contribuyentes mexicanos; más allá del autoexorcismo de los premiadores; más allá del respaldo que el comité organizador del Premio FIL ha dado al fallo del jurado, y más allá de un probable acto de corrupción, lo que queda claro es que el ex Premio Juan Rulfo huele y no precisamente a jazmín, pues en su organización sobran los indicios para pensar que se trata de un galardón en el que el fair play no siempre ha llevado mano.

 

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