El hijo bastardo de Medio Oriente

Pretender que el Estado Islámico, o las decenas de organizaciones con doctrinas similares, surgen del vacío como una suerte de plaga bíblica es una enorme inexactitud.
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Dos tipos de comentarios son usuales hoy en día cuando se habla del Estado Islámico. Los primeros se inclinan al azoro y lo describen con la estupefacción de quien detalla una experiencia onírica: avanzan y depredan sin freno, cuando no aniquilan a los pobladores los obligan a adoptar leyes y costumbres bárbaras, en cosa de días sumergirán a la región en llamas y etcéteras.

La segunda clase de comentarios pretende un poco más de rigor al desplegar soluciones que van desde la comodidad de invocar a Naciones Unidas (como si no estuviera suficientemente asfixiada por el peso económico de procurar a cientos de miles de refugiados) hasta la ocurrencia magistral de formar de la noche a la mañana fuerzas militares multinacionales.

Pero estas aproximaciones descontextualizan al Estado Islámico de la historia y política de la región e ignoran deliberadamente las causas estructurales que de hecho alimentan su existencia.

En la segunda mitad del siglo XX se permitió a los países de Medio Oriente cualquier exceso en contra de sus sociedades siempre y cuando acataran ciertas condiciones: mantener el flujo y los precios de los hidrocarburos, aceptar la creación del estado de Israel, o al menos evitar las agresiones, y maniobrar militar y políticamente dentro del marco permitido por la Guerra Fría y a su término, del efímero control ejercido por Estados Unidos, el poder hegemónico en la zona.

Sadam Hussein, la dinastía Assad en Siria, la casa de Saud y las petromonarquías del Golfo Pérsico, Mubarak… todos sin excepción ignoraron las sugerencias, reclamos, exigencias o buenos deseos –dependiendo del clima político del momento–, para propiciar una genuina vida democrática en sus países.

Desde el panarabismo de Nasser, hasta el corporativismo estatal del partido Baath en Siria e Iraq, por no hablar de los reinos hereditarios, se logró destruir de manera sistemática, y en no pocos casos despiadada, cualquier maduración cívica o política. Durante décadas las universidades, los sindicatos, los intelectuales, las asociaciones civiles e incluso las organizaciones religiosas fueron controladas, cooptadas o simplemente suprimidas.

De ahí a la radicalización y clandestinaje de grupos políticos y religiosos (los notorios fundamentalistas) no hubo sino un paso. Aún más, la evisceración de la vida intelectual de las sociedades se dio en paralelo a la manipulación de grupos radicales por parte de los regímenes y sus aliados extra regionales. Estos grupos probaron su efectividad en ciertas tareas inmediatas, pero en el largo plazo demostraron ser un desastre de escala global, el ejemplo más infame siendo el de los “estudiantes” afganos, el talibán y su asociación con al-Qaeda.

Pretender que el Estado Islámico, o las decenas de organizaciones con doctrinas similares en todo Medio Oriente y que ciertamente alimentan a sus pares desde Nigeria hasta Asia Central, surgen del vacío como una suerte de plaga bíblica es una enorme inexactitud, que además le roba claridad al por qué algunos sectores de la población, aunque minoritarios, si bien no los apoyan abiertamente al menos lo toleran.

Para ser claros, estas organizaciones operan y se hacen fuertes gracias a tejidos políticos inexistentes, se nutren de la ausencia de elecciones libres y sistemas parlamentarios y encuentran terreno fértil en aquellas sociedades que se caracterizan por sistemas educativos y mercados laborales ineficientes y discriminatorios. Su aparición en donde existen aparatos de Estado que dan preeminencia a las confesiones religiosas, al nepotismo y a la corrupción por sobre identidades nacionales o afiliaciones cívicas no debería sorprender a nadie.

La emasculación de la vida intelectual y política del Medio Oriente se debe por igual tanto a los regímenes que arrojaron a sus juventudes al radicalismo, ante la ausencia de canales legítimos, como a las potencias extra regionales que por no manifestar vehementementesu oposición a tales gobiernos de manera implícita consintieron en la expansión de las interpretaciones más radicales y anacrónicas del Islam.

El Estado Islámico no es pues sino la transición a la edad adulta del radicalismo, producto de la represión y la complicidad. Desde este punto de vista, su existencia no es tan preocupante como el vacío político e intelectual en el que opera y se hace fuerte.

Si algo hay que lamentar más allá de las atrocidades cometidas por este y otros grupos similares es sin duda el silencio de las mayorías, que desprovistas históricamente de una experiencia genuinamente cívica, democrática o comunitaria, se encuentran indefensas por su incapacidad para articular narrativas antagónicas al radicalismo.

 

 

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Es escritor. Reside actualmente en Sídney


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