Perrea un libro

Contra “una” promoción de la lectura

¿Alguien puede decir que está mal poner unos poemas en una canción de reggaeton y al final decir que eso salió de un libro? 
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En nuestro país hay miles de individuos adscritos a decenas de programas y esfuerzos por promover el hábito de leer entre los que destacan el hoy disminuido Programa Nacional de Lectura de la SEP, el Programa Nacional Salas de Lectura de Conaculta con sus alrededor de cuatro mil salas, aunados a proyectos estratégicos y de iniciativas particulares como el de Consejo Puebla para la Lectura, –recientemente despojado de su espacio por órdenes de un auditor del estado de Puebla– o IBBY México.

¿Qué es la promoción de la lectura y del libro? Es algo más o menos como esto: casi todos los días, en especial los fines de semana, en nuestro país: en una plaza, en las jardineras de algún paseo público, en las aulas de cualquier escuela una persona, a quien por lo general le gusta leer se presenta ante un grupo de niños, adolescentes o adultos y con libro en mano les cuenta una historia. La narración detiene el tiempo. Los lectores oyen, fieles y a la expectativa, el desarrollo de la trama. Al final, una vez que ha mantenido al público atento, el promotor de lectura cierra el libro y le pregunta a su auditorio qué le agradó. En ocasiones esta actividad se complementa con otras de “mediación de la lectura”, es decir, volver personal e íntimo el texto tras varias acciones como dibujar, realizar objetos con plastilina o la charla tradicional que ocurre tras la lectura.

El promotor de lectura es alguien que se autodesigna como tal y que proviene de prácticamente todas las profesiones y niveles económicos. A veces son lectores de muchos libros, en ocasiones de pocos, pero todos tienen en común que, más allá del bagaje cultural que poseen, desean compartir tiempo e historias. Saben que la lectura es buena, aunque sus herramientas para profundizar en ella y hacerla más accesible las aprenden más de forma empírica que académica.

Si hay tantos, ¿por qué parece que no suben los promedios de libros leídos por los mexicanos al año, por qué seguimos en los últimos escalafones de lectura entre los países de la OCDE y de cuantas organizaciones internacionales miden la comprensión de textos como las pruebas de PISA? La respuesta, tan compleja como querer explicar en qué reside el acto de leer, tiene qué ver con los problemas de visibilidad y de administración, con la falsa idea de que, bajo el lema “vamos a promover la lectura” se formarán solo lectores de “alta literatura” -término que aisla, dictamina y sanciona- cuando en realidad deberíamos de revisar a detalle cuáles son las prácticas lectoras que inciden en nuestro país para reconocer a todos los tipos de lectores que ya existen.

Las prácticas lectoras, concepto que recupero de Lucina Jimenez en su texto de Gestión cultural de los cuadernos de PNSL y que complemento con el de los “circuitos de lectura” de los que habla Graciela Montes, son las condiciones, libros y necesidades de lectura con las que se lee dentro de un gran panorama de textos y espacios  a su disposición. Estas prácticas incluyen, además de la  alta literatura, libros bestseller, novelas románticas, circuitos de lectura infantil y académica, pero también las revistas de notas de espectáculos, folletines de poesías decimonónicas y, ampliando aún más estos circuitos: todas aquellas maneras en las que los lectores se apropian de historias.

La promoción de la lectura en México tiene tantos brazos que es casi imposible contabilizarlos. Tantas lecturas. Tantos lectores. Tantos modos de ser lectores. Tantas formas de leer y de poner los libros a disposición de muchos. Se lleva el libro y se pone en acceso al subirlos a una carreta para llevarlos a los pueblos, como lo hacen en Nayarit; con policías que leen en los camiones, como lo hicieron por breve tiempo en Guadalajara y San Juan del Río, en Querétaro en sus programas “Lecturas inesperadas en espacios inesperados” y “Lectura y prevención”, respectivamente, hasta que cambios de director llevaron al cierre de estos programas. En el estado de Hidalgo hay al menos cuatro microbuses-biblioteca que recorren la sierra y en Puebla, en el barrio de San Antonio, hay un promotor que, con un triciclo y un megáfono, anda las calles del barrio, uno de los más peligrosos de la Angelópolis, para narrar cuentos a los niños que se quedan encerrados en casa mientras sus padres trabajan. En otros lugares los libros se “liberan” y son abandonan en plazas para lectores furtivos.

En nuestro país actualmente se han ido abandonado los espacios tradicionales de lectura (bibliotecas, centros culturales y casas de la cultura) pero la formación de lectores actúa como en guerrilla. A la par de los grandes programas, que deberían informarnos de sus verdaderos alcances, hay un ejército de promotores que silenciosamente llega a hospitales, cárceles, casas, centros de rehabilitación, escuelas. Mucho me he sorprendido al encontrar grupos de lectura en Matehuala, en una biblioteca especializada en historia en Villa de la Paz, SLP, o ver un espacio de lectura eficaz en el cual los chicos se pelean por los libros en una Universidad Técnica Agropecuaria en Santiago Ixcuintla o un grupo de ávidos lectores en Los Cabos.

A estas acciones hay que sumar la promoción de la lectura en las Ferias del Libro infantil y juvenil, las escasas visitas de autores a las escuelas, las acciones desarticuladas en la mayoría de las ocasiones, pero acciones al fin, del préstamo del libro en bibliotecas y hasta los cuestionados aportes de los booktubers, jóvenes que recomiendan libros en su mayoría sagas o traducciones de novelas de género vía YouTube.

Todos estos esfuerzos la mayoría de la veces son invisibles porque los propios promotores no comparten sus éxitos, porque al momento de los grandes encuentros de formación de lectores vienen más estudiosos extranjeros que mexicanos, pero más aún, porque a nivel nacional se sigue reduciendo el libro y la lectura solo al literario y al de algunos autores. Se aprieta la cuña para que leamos solo un tipo de libro, cuando en realidad no se han explorado todas las prácticas lectoras de nuestro país como la que ejercen los booktubers, los novelas que se recomiendan lectores de profesiones no humanistas, los cuentos que se ofrecen en mercados ambulantes; historias de las que la gente se apropia porque tal vez es posible vivir sin libros, pero es imposible vivir sin historias.

Peor: denigramos ciertas gestiones de lectura porque no las consideramos bajas a la altura. Atacamos a quienes tienen mala ortografía y leen a Paulo Coehlo, a quienes se emocionan con Los vengadores o quienes promueven libros que no están en el canon. El caso más reciente es el de Perrea un libro, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Las críticas han pasado de la mofa al horror, y muchos han demostrado ser fervientes defensores del acto del “buen leer”. La mayoría centró sus ataques al discurso del proyecto, pero ¿alguien puede decir que está mal poner unos poemas en una canción de reggeaton y al final decir que eso salió de un libro? Parece, en el fondo, más una discriminación por promover la lectura con elementos de cultura popular del tipo: “si esos jóvenes perrean entonces no tienen derecho a leer”, “si es reggaeton no puede ser vehículo para conducir la poesía”, como si eso solo fuera exclusivo del canto nuevo, Caíto o los Spoken Word.

Los retos de la promoción de la lectura en nuestro país son tan complejos como nuestra propia nación. El primero es reconocer y validar todas las lecturas, todos los libros, todas las formas como lee nuestra sociedad. Otro es dar el paso de la promoción de lectura solo como divertimento para centrarnos en el análisis de la formación de lectores al detenernos en los procesos: qué ocurre con el lector, qué libros funcionan, qué métodos lúdicos y pedagógicos informales como refiere Daniel Penac y su clásico Como una novela, funcionan para los mexicanos. Pensar en la lectura con un método social y científico. Incluso el concepto “formación de lectores” debería ser menos rígido, acaso para hablar de una “asimilación de lecturas”: el buscar más métodos para encaminar, jugar, para una revalorización amplia del verbo leer: apertura, hospitalidad: abrir el concepto de la lectura único del libro literario para ir a la lectura multifactorial/sensorial: cine, museos, partidos de futbol, viajes, conciertos, recuerdos que siempre vayan a lo que el lector reconoce en ellos como propio, así como en los libros nos encontramos.

El paradigma a cambiar no es solo el de las instituciones que trabajan proyectos a largo plazo, sino también en nuestros promotores de lectura para que empiecen a considerarse gestores culturales, a incidir más en la vida literaria de sus comunidades, a analizar qué ocurre con el lector en el momento en que se enfrenta al libro, a llevar un registro de sus estrategias para que en los grandes encuentros de formadores de lectores tengan más presencia como investigadores. Todo mediador-promotor-coordinador de lectura debe ser un investigador-escritor-divulgador de estrategias lectoras. Mientras no se dé ese cambio se mantendrá el país en el término falaz de “leer por placer”, cuando en realidad un libro te pone en riesgo, el riesgo del yo ante el otro; un libro conmueve y duele cuando funciona o nos hace dudar de nuestra ideología. Leer por placer no abarca de manera completa lo que los lectores hacen con lentitud a partir de muchos hallazgos y sobre todo de riesgos. Leemos para desafiar quienes somos, no sólo para pasarla bien.

En la Universidad, en la carrera de Letras de la UANL, había un maestro que nunca dijo a sus alumnos lo que significaba o lo que era la Literatura. Cuando se le cuestionaba qué era para él respondía con preguntas que nos intentaban llevar a otras líneas de pensamiento: a respuestas que no llegaran del discurso fácil. De la misma manera: ¿Qué es la promoción de la lectura? ¿Leer por placer? ¿Vender libros? ¿Leer al menos 20 minutos al día? ¿Solo leer literatura con mayúsculas? ¿Que los lectores se hagan solos? La respuesta sigue estando allá afuera, pero se necesita que instituciones, promotores, escritores, críticos literarios, maestros y padres de familia empiecen a cuestionarlo con más argumentos, a exigir más a las instituciones que los cobijan, a los escritores de los que disponen a la mano, a recordar que cada extraño es en potencia un lector… pero nunca un lector como yo, como usted, con sus gustos y preferencias. Si respetamos y hacemos visibles todos los tipos de lectura sin caer en la burla, como abunda ahora en las redes sociales contra el reggaeton y los libros, estaremos dando un paso a reconocer un México que siempre ha leído por muy descabellado que eso suene.  

 

 

 

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Es escritor y forma parte del Programa Nacional de Salas de Lectura del Conaculta como formador de mediadores. El cantante de muertos (Almadía, 2011) es su más reciente novela.


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